Opinión Vuelva usted mañana

Tsevan Rabtan: Ruth Crawford

Dejen de leer este artículo y escuchen la Música para pequeña orquesta de Ruth Crawford:

Su autora no pudo escucharla en vida. Me gusta: es expresiva, potente y cabal. Era joven cuando la compuso, pero asoman esas cosas que Crawford amaba: las estructuras coherentes, densas, complejas, sin paliativos, con los instrumentos sonando en registros extremos, por “arriba” o por “debajo” de su lugar “natural”, y el cuidado obsesivo en la evolución global del sonido considerado en todos sus elementos, altura, duración, timbre, dinámica.

Ruth Crawford estudió composición en Chicago, se relacionó con los ultramodernos, ganó una beca Guggenheim y con ella el dinero para andar un año por Europa componiendo extraños cantos con textos inventados, se casó con su profesor, un compositor y teórico que creía que las mujeres no saben componer sinfonías, escribió una decena de obras excelentes, en poco tiempo, y con apenas 32 años dejó prácticamente de componer y se dedicó a su marido, a su hijastro —el célebre Pete Seeger— y a los cuatro hijos de su matrimonio, a ciertas quimeras sobre la voz de las masas, a ayudar a los Lomax en su extraordinaria labor de recopilación de canciones populares, y a escribir versiones para niños de algunas de esas canciones . Con la excepción de la breve, ivesiana y brillante Rissolty Rossolty, estuvo 20 años sin componer en serio. En 1952 volvió, compuso una suite para quinteto de viento, y un año más tarde un cáncer la mató.

Veamos primero lo accidental de Ruth Crawford: en su música se anticipan procedimientos propios de la música de posguerra y de los años 50 y 60, del serialismo integral y de la música aleatoria. A los que la descubrieron en la década de los 60 del siglo pasado (Perle, Elliot Carter), en particular por su celebérrimo cuarteto de cuerdas, les pareció que su música sonaba modernísima. Sin embargo, este es un valor sin demasiada sustancia: no pudo influir porque era prácticamente desconocida. Crawford es algo más que una “precursora”. Si merece la pena es por la entidad “absoluta” de sus escasas composiciones. Hay otro aspecto accidental: las causas que la llevaron, en el momento en que componía sus mejores obras, a abandonar su trabajo como compositora durante casi dos décadas. Es posible que resulte interesante desde una perspectiva feminista, pero al menos tenemos la ventaja de que su obra no era prometedora. Cualquier promesa razonable estaba cumplida ya antes de dejar de inventar música. Nos da igual si se infravaloraba o la infravaloraban, si la causa se encuentra en las exigencias familiares —deja de componer poco antes de empezar a tener hijos—, económicas —su mutismo se produce en los años más difíciles de la Gran Depresión, cuando su marido pasa por graves dificultades—, ideológicas —su izquierdización, propia de muchos compositores norteamericanos de la época la llevó desde el formalismo a la música popular, a la que dedicará sus esfuerzos durante años— o en cualesquiera que podamos intentar imaginar. El dato de que fuera mujer no fue accidental para ella, ni para su carrera, pero debe serlo para nosotros, los que escuchamos su música y queremos valorarla.

Nació en 1901. Su padre era un pastor metodista que decidió ir al encuentro de su Señor muy pronto y del que Ruth decía haber heredado el gusto por la poesía. Años después dio clases a los hijos del poeta, novelista e historiador Carl Sandburg, y musicalizó ocho poemas de su “jefe”. El último de ellos, In tall grass, es muy notable: como suele ser habitual en la música de Crawford, persigue y consigue una independencia extrema de las líneas melódicas de cada instrumento, y del conjunto frente a la melodía de la contralto, y pese a ello es capaz de lograr, mediante una serie de procedimientos cuidadosamente calculados —a los que luego me referiré— una indudable consistencia sonora.

El empujón para estudiar música lo recibió de la madre y la joven fue aprendiendo a tocar el piano en diversas escuelas y conservatorios. Cuando ya era una pianista muy competente decidió matricularse en el American Conservatory of Music de Chicago para, tras un año de estudio, obtener un certificado que la permitiera convertirse en profesora de su instrumento. Sin embargo, penetrar en un ambiente como el del conservatorio y el impacto que produjo su manifiesta capacidad para la composición en su primer profesor, el músico Adolf H.A. Weidig, la hicieron replantearse su futuro. Uno de sus profesores de piano, el canadiense Djane Lavoie-Herz, la introducirá en el mundo de Scriabin, tan presente en sus primeras obras, y en el círculo de músicos que luego serán calificados en conjunto como ultramodernos, como Dane Rudyhar o Henry Cowell —este se empeñó especialmente en la difusión de su música—. En 1929, Ruth se traslada a Nueva York y empieza a dar clases con el musicólogo y compositor Charles Seeger —con el que luego se casaría—, uno de esos profesores que tenía una “teoría”, un “sistema” para componer: la del “contrapunto disonante”, en la que se busca específicamente desarrollar todas las disonancias posibles huyendo de resoluciones consonantes. La influencia de su maestro será decisiva, y además encajaba con la manera de componer de Crawford: en la atonalidad de sus obras anteriores siempre late un esquema muy pensado. Su modo de componer no se basará tanto en el desarrollo de temas definidos —aunque los ostinatos sí están presentes como bordones en muchas de sus obras— como en el proceso de variación melódico, de naturaleza marcadamente serial en sus últimos trabajos, con el uso de recursos habituales en el contrapunto serial (transposiciones, inversiones, retrogradación). Lo más llamativo, sin embargo, es hasta qué punto Crawford consigue una heterofonía radical, combinando el material melódico de forma que se eluda todo tipo de combinaciones “verticales” que permitan al oído escuchar las melodías como si fueran voces de una especie de superestructura melódica.

En sus obras más señaladas, además, da un tratamiento al ritmo y a la dinámica que anticipa el serialismo integral. A diferencia de los procedimientos habituales de la música anterior al siglo XX —y de parte de la de este— en los que es fácil percibir los puntos de culminación y cambio, normalmente marcados por cadencias, en los que se produce un cambio conjunto y simultáneo de armonía, melodía, ritmo, instrumentación, lo que Crawford intenta —y consigue— es, no solo independizar dichos elementos integrantes del todo musical, sino equipararlos absolutamente, sin privilegiar a ninguno de ellos, sujetándolos a cambios estructurados de forma de los que resulta la imposibilidad de percibir un avance conjunto de esos elementos, en bloque. Es comprensible que Elliott Carter sintiera veneración por el ahora muy famoso cuarteto de cuerdas de Ruth Crawford, al que consideraba uno de los más grandes cuartetos del siglo XX.

En el cuarteto sorprenden especialmente los dos últimos movimientos por su originalidad. Los dos primeros se pueden situar claramente en la órbita de, por ejemplo, el glorioso op. 28 de Anton Webern, que, por cierto, es de 1938. Otra cosa es ese duro cuarto movimiento, esa especie de diálogo del primer violín con un bloque rítmico y cortante formado por los otros tres instrumentos, en el que lentamente los instrumentos más graves empiezan a cantar los temas del violín produciéndose un final inverso, en el que el primer violín “cierra” con las respuestas que recibía inicialmente, produciendo un efecto extremadamente expresivo. No me he olvidado del tercer movimiento, una pieza simplemente genial, que puede emparentarse lejanamente con algunos momentos de la suite lirica de Berg, en el que Ruth Crawford atribuye a cada instrumento un registro dentro de un acorde vertical que va cambiando no por variaciones melódicas, sino básicamente dinámicas. Los crescendos y decrescendos van dando prevalencia a unas voces sobre otras, produciendo un extraño efecto melódico como sin bordes, sobre un fondo disonante que se escucha permanentemente. El efecto que produce es sobrecogedor.

Curiosamente, la propia Crawford escribió una versión independiente del tercer movimiento, andante, para orquesta de cuerdas, porque creía que el efecto sonoro que buscaba se obtendría con mayor eficacia si el proceso lo controlaba un director de orquesta. Personalmente prefiero la versión original. Creo que el resultado es más “limpio” con solo cuatro instrumentos.

Fueron algunos músicos norteamericanos de los años 60, como George Perle, los que llamaron la atención sobre una obra que prácticamente era desconocida. Perle la había escuchado, por vez primera, en la Universidad de Columbia, en 1949, impulsado por las opiniones entusiastas de Vivian Fine, que había sido alumna de Crawford. La obra se convertirá en una especie de joya exclusiva que se irá abriendo paso lentamente. La primera grabación tendrá lugar en 1961. En 1973, Nonesuch incluirá el cuarteto en un disco con otros cuartetos del propio Perle y de Milton Babbitt, y esta grabación será el disparo de salida para el reconocimiento de la compositora.

Sobre todo servirá para que se empiece a explorar en el resto de su escasa obra. La sorpresa sería tremenda. Sus cuatro Suites diafónicas, su Estudio para piano en acentos mixtos, sus Tres canciones sobre poemas de Carl Sandburg y, sobre todo, sus Tres cantos para coro femenino, que basó, a falta de una copia del Bhágavad-gitá, en un lenguaje inventado, demostrarán que el cuarteto no era fruto de la casualidad. Escuchen los Tres Cantos de Crawford y luego deléitense con Ligeti y su maravillosa Lux Aeterna, escrita 34 años después. Yo creo que a Crawford le habría gustado mucho.

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6 Comentarios

  1. Metal @ Troll

    Acabo de leer el artículo y no he entendido casi absolutamente de nada de lo que has escrito (evidentemente debido a mis carencias). Eso sí, el youtube me ha parecido inquietante, perturbador y algo angustioso. Insistiré.

  2. Para un oído formado en las consonancias como el mío, esto resulta muy desasosegante. Tal vez tengo ya el gusto irrecuperable para las asonancias, dame una melodía bonita y armonías curradas y soy feliz.

  3. El artículo es provocador. Para quien quiera, claro.

    A Crawford se la conocía como precursora del minimalismo. No sé, creo que hubiera sido una curiosa pianista de jazz por aquello de los modos y el ir y bajar por las escalas casi obsesivamente.

    Gracias

  4. Extraordinario, Mestre Tsevan (aunque tampoco haya entendido muchos de sus términos y explicaciones).
    Además, este tipo de obsequio de su anaquel musicológico, con los enlaces, permite una inmersión polifacética de los sentidos en el legado de la Crawford.
    Saludos.

  5. Reconozco mi ignorancia sobre música atonal más allá de Bartok. Pero por eso mismo agradezco enormemente este artículo, que me ha descubierto a Crawford. Inquietante, en efecto, pero magistral. El comentario es lo de menos tras la penetrante música para pequeña orquesta. Lo leeré mañana, intentando no escuchar antes esta melodía. Gracias, Tse. A lo mejor llegaré a ser apto para el servicio :)

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