Arte y Letras Historia

La historia que no quisieron contarnos (I)

industria

Parte primera: la emancipación de las mujeres. ¿Es necesario un nuevo feminismo?

Monica Bellucci decía hace poco en una entrevista en el suplemento de moda de El País que conocía «lo que es ser mujer en un mundo en el que primero perteneces a tu padre y después a tu marido». Esas palabras las podía haber pronunciado una mujer del siglo XIX, o una mujer del siglo XX, pero las pronuncia una mujer del siglo XXI. No se refiere a los años 60, donde se cuestionaron profundamente las relaciones hombre-mujer, se refiere al 2013. Esas palabras pueden parecer un anacronismo, pero son la más rabiosa actualidad.

¿Es necesario un nuevo feminismo? Últimamente he visto esta pregunta planteada en diversos periódicos y revistas. Yo voy a añadir mi granito de arena. Pero esto no es artículo de opinión sino un artículo de historia, aunque todos los artículos de historia en el fondo sean artículos de opinión. Pero dejen que me explique…

Hace poco releía un libro de texto para bachillerato de la editorial Castellnou (el libro es para alumnos catalanes y está en catalán) y me topé con estos párrafos, que me permito traducir:

Las organizaciones obreras también se mostraron contrarias al trabajo femenino, sobre todo durante el sexenio revolucionario, cuando la modernización de la maquinaria (selfactinas y continuas) se generalizó por todas partes y los fabricantes sustituyeron a los hombres por la mano de obra barata femenina e infantil.

Fue entonces cuando los trabajadores se movilizaron: en 1868, en Igualada consiguieron el despido en masa de las mujeres de las fábricas, y en 1870 los obreros de una fábrica en la ribera del río Balsareny se negaron a enseñar el funcionamiento de las selfactinas a las mujeres, para no ser sustituidos por ellas. Ese mismo año el movimiento anarquista se mostró contrario al trabajo de las mujeres en el congreso que tuvo lugar en Barcelona, aunque dos años más tarde, en el congreso de Zaragoza, reconoció el derecho de las mujeres al trabajo asalariado.

Este texto se puede discutir, ya que es el texto de los autores del libro (justo es nombrarlos: Francesc Comas, Josep A. Serra y Rosa Serra). Lo que no se puede discutir, porque es un documento histórico, es el texto que viene a continuación y que complementa las palabras de los autores. Me refiero a un escrito de queja recogido por la historiadora Mary Nash en su estudio La dona obrera a la Catalunya contemporània (Més enllà del silenci. Les dones a la història de Catalunya, Barcelona, Generalitat Catalana, 1988), parte del cual dice:

(…) es que estas mujeres puestas y preferidas en el lugar de los operarios bien se las considere esposas, hermanas o hijas es fácil ver desde luego su orgullo y predominio con respecto a sus padres, maridos o hermanos, y de aquí los insultos, las injurias, los desprecios, los dictados de gandules y vagos contra personas que en otro caso amarían y respetarían, imposibilitando a estos en tan triste situación de poder reprender a aquellas [sic] sus defectos y deslices y dado este inconveniente la precisa consecuencia de las discordia o inmoralidad de las familias de operarios, que insensiblemente se hará trascendental a las demás de esta población.

Vamos… que el problema de que las mujeres trabajen en las fábricas no son los sueldos ínfimos, el trabajo extenuante y las malas condiciones higiénicas y sanitarias, la absoluta falta de derechos laborales, etc., sino que estas mujeres se vuelven orgullosas y arrogantes y se atreven a llamar vagos y gandules a sus maridos. ¡Cómo demonios podemos tolerar algo así!

industria 2

No. No es broma. Es muy serio. Y lo peor es que ahora nos puede entrar la risa, o nos podemos permitir bromear (aunque sea un poco) sobre ello, pero es porque esto nos parece algo muy pasado, algo muy lejano, algo de otros tiempos oscuros y terribles, algo que ya no sucede hoy en día, en este mundo nuestro educado, civilizado, con derechos escritos y reconocidos… Sí, en una palabra, pensamos que esto no se va a volver a repetir. Eso es un error terrible, tal vez el más terrible de todos los errores. La humanidad, las sociedades, siempre avanzan muy lentamente, incluso cuando de pronto sobreviene una revolución (entonces parece que se da un gran salto, pero en realidad ese salto es solo la subida a un último peldaño de una escalera que se ha ido subiendo muy poco a poco, casi sin darse cuenta). Pero a veces este avance se frena en seco, o incluso se retrocede. Y se retrocede mucho. Tendemos a tener una visión, heredada de la Ilustración, de una sociedad que siempre avanza hacia delante, hacia un progreso racional y lógico. Pensamos que venimos de un mundo de tinieblas e ignorancia y vamos hacia un mundo de luz y racionalidad. Eso es una ilusión muy hermosa. Los hombres de los siglos anteriores tenían mucha fe en el futuro. Pero nosotros vivimos en el siglo XXI, y ya deberíamos estar vacunados de utopías e ilusiones fáciles. Ya he dicho antes que tal vez recordar la historia no sirva de mucho, pero desde luego la historia pone sobre la mesa unas señales de alarma, y la experiencia me dice que no siempre (bueno, en realidad casi nunca) las sabemos ver.

Hoy las alarmas están por todas partes. Nos hemos olvidado lo que costó lograr los derechos laborales, nos estamos olvidando de lo que costó lograr los derechos sociales. Las mujeres del siglo XIX, las mujeres del siglo XX, tuvieron que aguantar muchas humillaciones, insultos, negativas, violencias verbales o físicas hasta poder trabajar como cualquier compañero masculino. Las fábricas de la época no eran unos sitios maravillosos, y los patronos que contrataban mujeres y niños en lugar de hombres no pensaban en otra cosa que en su beneficio económico (bueno, es una fábrica, es el capitalismo, se trata de reducir los gastos y aumentar las ganancias, no lo olvidemos, y todo vale mientras no se diga lo contrario: de ahí la necesidad de las huelgas o los sindicatos, que presionen para conseguir unas leyes que regulen el trabajo y luego velen para que se cumplan… sí, eso es otra cosa que ya hemos olvidado…), pero independientemente de los intereses y las penurias del momento, el trabajo de las mujeres en las fábricas fue uno de los primeros pasos hacia la emancipación definitiva de la mujer. Feminismo y capitalismo van unidos. Derechos civiles y capitalismo van unidos. Los sistemas de producción cambian, la sociedad cambia. ¿Para bien, para mal? Eso es otro tema.

Por cierto, ¿he dicho emancipación «definitiva»? A lo mejor estoy siendo demasiado optimista… Y no. El tiempo no lo dirá. Lo diremos nosotros. Y lo estamos diciendo hoy. Con lo que hacemos. Y con lo que no hacemos. También con lo que no hacemos. Otra cosa que solemos olvidar…

Parte segunda: Henry Ford. Empresario antijudío

Henry Ford¿Henry Ford, el de los coches? ¿Antijudío? No les suena, verdad. ¡Y ojo! Defiendo a muerte a Henry Ford, como empresario. Lo defiendo no solo por los coches que fabricaba (y cómo los fabricaba: el trabajo en cadena, algo que ahora nos parece un sistema muy lógico pero en su momento era radicalmente distinto a todo lo anterior, pues implicaba una nueva mentalidad empresarial). Lo defiendo, sobre todo, por su astucia con relación a sus trabajadores. En una época en la que la respuesta más habitual de la patronal ante las huelgas y reivindicaciones de los obreros era llamar a la policía o contratar a una pandilla de matones, Ford fue de los pocos suficientemente inteligentes para plantarse frente a su compañeros y decirles: «Sí, estoy de acuerdo con ellos, estoy de acuerdo en reducir la jornada a ocho horas, estoy de acuerdo en pagarles mejores sueldos. Y lo digo no porque sea justo. No me he vuelto un comunista peligroso, nada de eso. Lo digo porque es bueno para mí, porque como fabricante de coches necesito que los obreros tengan más tiempo libre y más dinero para poder comprar mis coches. Porque, ¿cómo vamos a producir más si no aumentamos la demanda? ¿Y cómo vamos a aumentar la demanda si no subimos el nivel de vida de los pobres, que son, no lo olvidemos, la mayoría de la población?». Henry Ford tenía las cosas muy claras y no se mordía la lengua. Decía lo que pensaba. Ya sea para apoyar a los trabajadores o para criticar a los judíos. Porque era uno de los mayores antijudíos de su época. Porque fue uno de los propagadores de una idea que a Hitler le gustó mucho (y de hecho Hitler lo condecoró: Henry Ford fue el único americano condecorado por el régimen nazi), la idea del gran complot mundial judío. Henry Ford, gran empresario, hombre muy inteligente y astuto, tenía «cierto problema» que luego sus biógrafos y hombres de confianza se encargaron de borrar de la historia. Y ese problema tenía la forma de un libro. El judío internacional, el libro que Hitler leyó con gran placer…

¡Te lo estás inventando todo! ¡No me lo creo! Vale. Admito que yo tardé un poco en digerir todo el asunto. Ya digo que yo defiendo a muerte a Henry Ford, como empresario… Y sí. No está claro que Henry Ford escribiera ese libro de su puño y letra (y desde luego, no interesa que esté claro). Pero eso no quita para que lo financiara. Eso no quita para que permitiera que lo publicara su secretario personal. Eso no quita que se llevara bien con Hitler (algo que luego «se olvidó», evidentemente) y que expresara sus ideas antijudías en público (en ese momento, esto es, los años 20, bastante antes de la Segunda Guerra Mundial, pero ya se iba preparando el terreno, poco a poco…). Por desgracia no era el único. Pero era un hombre importante. Muy importante. Con mucho dinero y poder. Eso supone una mayor parte de culpa. ¿Culpa? Esa palabra es muy fuerte. Quizá convenga sustituirla por otra. Bien, eso de sustituir unas palabras más fuertes por otras que suenan menos fuertes se nos da muy bien últimamente. Tan bien que creo que merece la pena disertar un poco sobre este asunto…

Tercera parte: La escala de la cobardía en el léxico habitual

Hace meses leía en un artículo de Javier Marías en El País que un lector le había reprochado que usara en sus artículos el término «discapacitados» y que el lector le proponía como sustitutivo la expresión «personas con discapacidad». Javier Marías se negó educadamente, y le recordó al lector que antes de «discapacitados» a estas personas se las había llamado entre otras cosas «deficientes», «subnormales» y «tullidos» y que todos estos términos se habían ido sustituyendo paulatinamente por otros que se consideraban menos «ofensivos».

A mí me llamó la atención que un lector se atreviera a reprochar a un autor el uso de un término que hasta hace poco era de lo más común, que, sin ir más lejos, yo mismo he usado muchas veces sin pensar que estaba incurriendo en un error o una discriminación no intencionada. Pero eso me dio que pensar. Sobre todo porque, muy poco después de leer el artículo de Marías, me enteré de la existencia de una nueva ley rusa contra la homosexualidad. Resulta que esta ley es fantástica. Es fantástica para empezar porque no se atreve ni a nombrar lo que pretende combatir, y segundo, porque denota una increíble imaginación por parte de sus redactores. ¿Por qué podemos sustituir el término «maricón»?, pensaron (no nos engañemos, los que atacan a los homosexuales no se molestan en llamarlos homosexuales, les llaman maricones, o cosas peores, que es lo que se ha hecho toda la vida). Y se les ocurrió algo absolutamente brillante: «Relaciones sexuales no tradicionales». Algo que cualquier tonto puede entender…

De la existencia de esta ley me enteré, por cierto, viendo El Intermedio, y me reí mucho con los chistes de Wyoming y su equipo; pero como ocurre siempre, luego esa risa deja un poso muy muy amargo.

Así, rápidamente, me vinieron a la cabeza dos libros. Estos dos libros son Una mujer en Berlín (Anónimo) y Anábasis del griego clásico Jenofonte.

Empezaremos por el primero…

Los rusos entran en BerlínUna mujer en Berlín es un libro con valor histórico. No es una novela, es un diario escrito por una mujer que vivió el final de la Segunda Guerra Mundial y la ocupación de Berlín por los rusos. No sabemos quién es esa mujer, y a no ser que Hans Magnus Enzensberger, que contactó con la autora (como explica él mismo en el prólogo), nos lo quiera revelar algún día, no lo sabremos nunca. Y la verdad que es una pena porque después de leer el libro uno se queda con ganas de saber algo más de la autora. Pero la importancia del libro no radica en quién lo escribe, sino en lo que cuenta. Y lo que cuenta le podía pasar a cualquiera que viviera ese momento (y de hecho les pasó). En el libro se habla de muchas cosas, pero a mí me interesa destacar ahora una. Después de la llegada de los rusos a Berlín, hubo miles de casos de violaciones por parte de estos soldados. La respuesta natural de la población alemana, que se sabía vencida y a merced del vencedor, fue aceptar este hecho como mejor pudo y mirar para otro lado. Cuando la autora del libro, después de repetidas violaciones, va a visitar a una médico alemana porque piensa que puede estar embarazada, se atreve a preguntarle si, en caso afirmativo, ella, la doctora, se encargaría del problema. Y la respuesta de la doctora, que es mujer y que tal vez, no lo sabemos, ha pasado por lo mismo, es tajante: «De eso no hablo». Pese a todo, el problema era tan grande que las nuevas autoridades de la ciudad, que eran prorusas y que no querían por nada del mundo llevarse mal con sus salvadores (me refiero, obviamente a la parte rusa de Berlín, de lo que sucedió en la zona ocupada por los americanos, ingleses y franceses no se habla en este libro) tuvieron que aceptar la existencia de este problema. ¿Y qué hicieron entonces? Pues lo que hacen siempre los políticos: o negar el problema o tratar de suavizarlo. Y así las violaciones, eso de lo que nadie hablaba en público pero que todo el mundo conocía se convirtieron en «relaciones sexuales coercitivas». Una bonita manera de quitar hierro al asunto. Como podemos ver en Alemania en 1945 ya sabían bien que el peligro del lenguaje es dejar que las palabras adecuadas expresen con fidelidad unos hechos o unas ideas concretas. Y no, resulta que el vicio (o el truco, el mal truco) de los eufemismos no es nuevo. Si últimamente hay más es porque cada vez las cosas van peor.

Pero pasemos ya al segundo libro…

La Anábasis, también conocido como La marcha de los diez mil o La retirada de los diez mil es un libro fantástico, no ya como documento histórico (fue escrito alrededor del 400 antes de Cristo) sino como libro de aventuras. Se puede leer como se lee una novela. Y más de 2000 años han pasado sobre él sin quitarle ni un ápice de interés y de frescura. En la Anábasis, Jenofonte cuenta de propia mano cómo fue la expedición de un ejercito de mercenarios griegos por las tierras de Persia. Y no solo cuenta las batallas, los grandes hechos históricos que vivió, sino también como era el día a día de los soldados. Y ahí están los detalles que ahora nos interesan, porque Jenofonte, como buen griego, no tiene ningún apuro en hablar de cosas como homosexualidad y eso que hoy llamamos pederastia. «Quería tanto a ese muchacho que murió de pena», dice refiriéndose a un viejo mercenario que se había enamorado (y se lo había llevado con él, no sabemos si con permiso o no de su familia) de un muchacho bárbaro (con lo de bárbaro me refiero a indígena, a «no griego», a un nativo de una de las tribus, más o menos bajo dominio persa, que habitaban la península de Anatolia en esa época). Este es solo un ejemplo de los muchos que figuran en el libro. Ya digo, Jenofonte no tiene reparos en hablar de esas cosas que a nosotros hoy nos resultan tan… ¿cómo decirlo?, ¿tan inquietantes? ¿tan chocantes?

Y es que por lo visto los griegos no eran nada «tradicionales». Sí, ya sabemos, los griegos nos legaron muchas cosas: la democracia, el arte, la ciencia, todo eso… Pero de su vida privada mejor no hablar… Eso conviene siempre pasarlo por alto. «Si algo no te gusta, ignóralo», ese es el lema habitual de los rebuscadores del pasado. «Nos quedamos con esto, pero ignoramos todo lo demás». «Si mencionamos Esparta olvidemos decir que los jóvenes espartanos tenían que matar a un ilota para demostrar su hombría, no digamos eso que queda muy feo». Así se ha ido haciendo la historia y así se han ido creando las mentalidades colectivas.

Sin embargo, mucha gente «nada tradicional» ha venido después de ellos, porque, pese a todas las leyes represivas que ha habido y hay en el mundo, a algunas personas, a muchas personas, a millones de personas, les da por no ser «nada tradicionales», y no solo en privado sino incluso en público. Conozco el caso de personas que se llaman a sí mismas democráticas y tolerantes pero que están un poco molestas porque los homosexuales se exhiben demasiado, porque se han vuelto demasiado visibles. Esas personas, sin mala intención tal vez, preferirían que esta personas «ejercieran su derecho de una manera un poco más discreta». Esto es un gran error. A mí me puede molestar o no ver a dos hombres besándose en público (no me molesta, pero podría molestarme), pero jamás se me pasaría por la cabeza prohibirlo. Porque no creo tener ningún derecho a hacerlo y porque democracia y tolerancia van unidas. ¿Acaso piensan que una sociedad que no tolera la menor desviación de lo que se considera «normal» puede ser realmente una sociedad democrática? Yo, desde luego, creo que no. Es más, creo que, independientemente de una posible simpatía o antipatía personal por los homosexuales, como ciudadanos deberíamos defender los derechos de otros ciudadanos que se encuentran cuestionados y amenazados, aunque simplemente sea porque nuestra salud democrática peligra a la larga. «Cuando se llevaron a los comunistas, callé, porque yo no era comunista. Cuando se llevaron a los judíos callé, porque yo no era judío»… ¿Les suena la historia?

Siempre se empieza igual. Se ataca a las minorías. Se promulgan leyes represivas que no nos afectan y que nos dan risa. Los bordes se van corroyendo pero nosotros vivimos tranquilos, porque aún queda mucho donde morder. Pero por si acaso, solo para quedarnos más tranquilos aún, vamos modificando el lenguaje, vamos cambiando el enunciado. Empezamos a no llamar a las cosas por su nombre. Empezamos a estar más preocupados por utilizar un lenguaje aséptico que por tratar de ver de dónde viene esa suciedad. No queda feo llamar negro a un negro, lo que queda feo es no reconocer que tenemos un problema que aún no hemos solucionado. Porque a nadie se le ocurre llamar «persona de color» a un blanco, ¿verdad? No. Ahora ya no hay racismo. ¿O sí lo hay? Pero volviendo a lo que nos ocupa… ¿Qué hacer cuando oyes cosas como: «¿Yo? No. Yo no tengo nada contra los homosexuales. Pero que se queden en casita… ¿Por qué tienen que provocar con eso del orgullo gay?». (Yo por si acaso les doy un consejo: si escuchan a alguien usar más de tres veces seguidas el verbo «provocar» o el sustantivo «provocación», salgan corriendo).

Y eso solo es la punta del iceberg.

(Continúa)

SUSCRIPCIÓN MENSUAL

5mes
Ayudas a mantener Jot Down independiente
Acceso gratuito a libros y revistas en PDF
Descarga los artículos en PDF
Guarda tus artículos favoritos
Navegación rápida y sin publicidad
 
 

SUSCRIPCIÓN ANUAL

35año
Ayudas a mantener Jot Down independiente
Acceso gratuito a libros y revistas en PDF
Descarga los artículos en PDF
Guarda tus artículos favoritos
Navegación rápida y sin publicidad
 
 

SUSCRIPCIÓN ANUAL + FILMIN

85año
Ayudas a mantener Jot Down independiente
1 AÑO DE FILMIN
Acceso gratuito a libros y revistas en PDF
Descarga los artículos en PDF
Guarda tus artículos favoritos
Navegación rápida y sin publicidad
 

18 Comentarios

  1. Supongo que la conclusión a todo esto viene en la parte (II) porque no me he enterado de nada.

  2. Pingback: La historia que no quisieron contarnos

  3. chapeau, sr. Vila

  4. A la Anábais del autor le sobra un cero. Es «la expedición de los diez mil» no de los cien mil – si hubieran sido cien mil habrían conquistado Persia.

  5. Gran artículo y reflexiones muy necesarias.

    «La tolerancia y la democracia van unidas», por desgracia la Historia no siempre la escriben de forma objetiva.

    Triste que en pleno Siglo XXI, Mónica Belluci lleve toda la razón al denuciar «lo que es ser mujer en un mundo en el que primero perteneces a tu padre y después a tu marido».

  6. Jose Meto

    Lo mismo digo, no me he enterado de nada.

    Apuntar un par de cosas: Cuando las mujeres consiguieron (o mejor dicho, cuando se les dió) el derecho a voto en España, en sus primeras elecciones votaron en masa al partido que se había opuesto al sufragio femenino.

    Y dos: lo de que para los griegos fuera normal la homosexualidad y que muchos adultos adoptaran efebos de 15-16 años para «educarlos» es una leyenda urbana. La homosexualidad estaba castigada y hasta penada con la muerte en prácticamente todas las ciudades de la Grecia antigua.

    • Disculpe, pero eso que dice es totalmente falso.
      Si me pusiera a citar todos los testimonios escritos de prácticas homosexuales en la antigua Grecia (y en Roma) podría escribir un texto muchas veces más largo que este post.
      Seguramente el libro más completo sobre la sexualidad en la antigua Grecia es del historiador alemán Werner Krenkel, Naturalia non turpia. Sex and Gender in Ancient Greece and Rome. Actualmente, y por desgracia, sin traducción al español.

    • ¿Y el holocausto judío también es una leyenda urbana?
      Pero en Grecia había muchas polis y pasa por muchos momentos históricos. ¿Te refieres a la condena a muerte de Socrates? Le tenían una manía que ni te cuento…

      • Si hubo un holocausto pero no solo judío, sino también un holocausto de discapacitados, un holocausto de negros, un holocausto comunista, etc., ya que también hubieron mas victimas aparte de los judíos.

        ¿Y el holocausto palestino también es una leyenda urbana?

    • Ah… ¿Y dices que las mujeres votaron en masa al partido socialista?, porque la socialista (radical-socialista) victoria kent también estaba en contra del voto de las mujeres, porque decía que iban a votar a la derecha. En contra del voto femenino había gente de todos los bandos.

  7. Bravo por el artículo. La manipulación de las palabras es una de las cosas más peligrosas que hay, y lo estamos viendo continuamente. Una de las peores cosas que le ha pasado a la democracia últimamente (y mira que le han pasado cosas malas) es la creación del concepto «mayoría silenciosa». Me dan escalofríos solo de pensar la cantidad de barbaridades que se pueden justificar gracias al concepto «mayoría silenciosa».

  8. Una pobre mujer que trabaja en un fábrica de Tailandia 18 horas diarias, debe mirar a las europeas (a Monica por ejemplo), norteamericanas, etc, y flipar en colores.

    • Ahá… pero un pobre hombre que trabaja en una fábrica en Tailandia 18 horas diarias sigue siendo más libre que la mujer que hace exactamente lo mismo que él… supongo que la queja es esa…

  9. Me ha encantado el articulo, sobre todo la ultima parte; quizas porque de un tiempo a esta parte a mi tambien me parece que las palabras han empezado a tener varios significados y han aparecido otras nuevas que son ciertamente escalofriantes.. «productividad», «mercados»… que en mis oidos significan exclavitud, mafia…. «estado de bienestar»; dictadura economica… y asi.

  10. Aquí hay muchas ideas mezcladas de manera completamente innecesaria. Sé que la política de Jotdown es hagamos artículos más largos que nadie…pero hubiera sido mucho mejor trocearlo. Más centrado, más interesante, mejor contado.

    Una mujer en Berlín es un libro brutal.

  11. Jordi Sabaté

    Muy inteligente, muy leíble, muy recomendable. De muy peligrosa (ambigua) interpretación.

  12. «Vamos… que el problema de que las mujeres trabajen en las fábricas no son los sueldos ínfimos, el trabajo extenuante y las malas condiciones higiénicas y sanitarias, la absoluta falta de derechos laborales, etc., sino que estas mujeres se vuelven orgullosas y arrogantes y se atreven a llamar vagos y gandules a sus maridos. ¡Cómo demonios podemos tolerar algo así!»

    Buff, confundes causa y consecuencia, las mujeres trabajaban en la fábrica Y el trabajo era extenuante.
    Siempre es un placer leer a gente de letras, pero es que no os centráis nunca en las causas últimas.

    • alfonso vila

      Una cosa es el trabajo de la fábrica, terrible para todos, pero sobretodo para los niños-as, y otra cosa es las consecuencias sociales (bastante imprevistas, como suelen ser siempre en estos casos) de la incorporación de la mujer al mercado laboral (en este caso a las fábricas). De eso hablo aquí, con un cierto y creo que evidente sarcasmo. Si no me he expresado bien lo siento. Seguiré intentando hacerlo mejor.
      Gracias por leerme.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.