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Siempre nos quedará Playboy

John Cheever. Foto: Getty.
John Cheever. Foto: Getty.

En cuarenta años de carrera, John Cheever (1912-1982) publicó ciento veintiún relatos en el New Yorker, alguno de los cuales se consideran obras maestras, como «La monstruosa radio», «La geometría del amor», «Tiempo de divorcio» o «El nadador». Harold Ross, fundador de la revista y hombre poco dado a romper la distancia que mantenía con los colaboradores, lo felicitó por escrito en varias ocasiones. Los logros literarios de Cheever fueron completos, pues no estuvieron, que se diga, exentos de frustraciones. No basta con triunfar para tener éxito, sino que además se requiere fracasar, y él supo hacerlo. Publicar ciento veintiún relatos obligó a los editores de ficción de la revista a rechazar muchos otros. Los rechazaron a lo largo de cuarenta años, cuando el autor aún estaba empezando, en la década de los treinta, y cuando ya era celebrado como uno de los mejores escritores de cuentos del siglo, en los setenta. El autor se sintió muchas veces maltratado por la revista, que imponía límites a los autores —sobre los temas, el lenguaje utilizado y la extensión de las obras— que en su opinión reducían su obra a «una pequeñez despreciable», observa en sus diarios.

En 1968, cuando escribió «La habitación amarilla» y le fue devuelto, según el editor de ficción en ese momento, William Maxwell, porque «el narrador del relato es un tipo bastante anodino», Cheever optó por dar un giro cualitativo a su carrera, y envió el texto a Playboy, que lo publicó sin rechistar. Fue su debut en la revista de Hugh Hefner. «Pagan bien y son muy amables», le confesó a un amigo por carta. Y además, «las tetas no distraen más que los anuncios de fajas del New Yorker». Bajo la satisfacción latía, sin embargo, una enorme tristeza.

Tres años después, cuando ya había viajado a Rusia para celebrar el 150 aniversario del nacimiento de Dostoievski, quiso aprovechar ese material y escribió «Artemis». Empleó nueve meses en su escritura, a pesar de que ocupaba menos de treinta páginas. El relato fue rechazado de inmediato por The New Yorker. En realidad, Cheever temía que eso sucediese, pues los editores no eran partidarios de publicar relatos con descripciones de orgasmos. De hecho, una de las normas desde los días en que Ross creó la revista era que en las piezas de ficción no apareciese sexo explícito, aunque se tratase con lirismo. Otra era que se atuviesen al realismo, respetando los detalles al máximo, casi fríamente. Eso llevaba, en ocasiones, a extremos patológicos. Cheever contaba que en «La monstruosa radio» aparecía un diamante en el suelo de un baño tras una fiesta, y un personaje le decía al que acababa de encontrarlo: «Véndelo, nos vendrían bien unos dólares». Ross decidió cambiar dólares por pavos.

El propio Cheever estaba a disgusto con el trabajo. En sus diarios admite que «Artemis» no le gusta y está «decepcionado y a veces asustado. Le falta densidad y entusiasmo». Esquire, sin embargo, deseaba comprar el relato. Le ofreció mil quinientos dólares. Al autor le pareció poco dinero. Con Harpers y con Atlantic tampoco había posibilidades, pues consideró que «no sabían nada de orgasmos», así que volvió a mirar hacia Playboy, que se ofrecía a publicar todo lo que Cheever le propusiese. Y le pagaba bien. Finalmente, salió en el número de enero de 1972.

En cuestión de unos pocos meses, The New Yorker volvió a rechazar otro de sus cuentos. En «Las joyas de los Cabot» Cheever se había propuesto hacer cambios fundamentales en su obra, experimentando con las digresiones para huir de la ficción convencional. Consiguió acabar la historia con la ayuda de la ginebra. Hacía tiempo que estaba alcoholizado, de hecho, pero hasta entonces evitaba la bebida en sus trabajos más serios. Mientras lo escribía era capaz de imaginar la reacción feliz del New Yorker cuando lo leyese. «Maxwell vendrá corriendo desde Yorktown para abrazarme», creía. No fue así. En la versión de Cheever, Maxwell le dijo que «me alegra haber nacido en el mismo siglo que tú, pero pongo a Dios por testigo de que esto que me has enviado no es un relato». Y lo rechazaron. En la revista gustaban los relatos centrados en un personaje y con un pequeño quiebro al final. Recelaban de los experimentos.

El New Yorker, creía el autor, no había entendido el texto. En efecto, sus digresiones continuas distraían el tema del título, pero eso era porque los Cabot, en realidad, no representaban más que una excusa para despertar la memoria del narrador. Naturalmente, «Las joyas de los Cabot» se publicó en Playboy. Los cuentos de Cheever ya estaban lejos de su mejor nivel. Había dado lo mejor de sí mismo. Pero aun así, creyó que con los Cabot recuperaría el entusiasmo de la revista de la que durante décadas había sido uno de los principales colaboradores. «Creo que mi amistad con el New Yorker ha tocado a su fin», dijo después del rechazo, según recoge Blake Bailey en Cheever: una vida. «Me temo que ya solo me queda Playboy». Aquella nostalgia ya no se le pasó nunca, y meses después, en sus diarios, anotó: «Escribiré una historia que empiece: Noone ya no lee los relatos del New Yorker».

Mientras trataba de escribir una gran novela que lo liberase de la categoría de escritor de relatos, que sentía como una cárcel, tomó la costumbre de endilgar sus cuentos declinantes a Playboy, a veces sin antes pasar siquiera por New Yorker, que le pagaba una tarifa anual de «primera opción de lectura» desde los años sesenta, fijada en veinticinco mil dólares. Fue también el caso de «Tríada», uno de cuyos episodios, para formarse una idea de la deriva, está narrado por el estómago de un hombre de mediana edad.

Colaborar en Playboy le dio entrada en un extraño a la vez que selecto club, libre de prejuicios. En 1971, Hefner le pagó billete de primera clase a Chicago para participar en el Congreso Internacional de Escritores organizado por la revista. Resultó un acontecimiento. El cónclave era de tal nivel que «durante la fiesta en la mansión, las conejitas eran vigiladas por una antigua encargada de Vassar», universidad privada que durante más de un siglo fue solo para mujeres. Los participantes recibieron como regalo tarjetas de crédito, pero lo que más emocionó a Cheever fue encontrarse a Saul Bellow, también invitado al congreso, en la sauna del Riviera Health Club completamente desnudo. Prerrogativas de escritores Playboy.

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