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The Westies: la jauría que aterrorizó a Nueva York

Imagen cortesía de T. J. English.
Imagen cortesía de T. J. English.

Hoy el cielo tiene dirección postal: la intersección de la calle 45 con la Novena Avenida de Nueva York. La pastelería Schmackary’s dispensa pasaportes al nirvana a poco más de un dólar, en forma de proeza y sublimación culinaria de toda nuestra especie: esponjosas cookies aliñadas con bacon —si existe, Dios está hecho de carbohidratos—. El celestial efluvio de su cocina baña todo este barrio del West Side de Manhattan, un vecindario encajado entre la Octava Avenida y el río Hudson que encontrarán en los mapas por el gentil nombre de Clinton. No hay pérdida, al sur de Central Park.

Pero tanto si lo probó como si no, ya sabe: el cielo en un infierno cabe. Bajo sus aceras aburguesadas, los bistrós franceses, los prodigios urbanísticos y los residenciales de ladrillo visto, palpita lo que anteayer no era cielo y sí cocina, pero antitética: Hell’s Kitchen, el nombre oficial de la zona antes de la gentrificación ochentera. Varias leyendas compiten para explicar cómo obtuvo el penumbroso apodo, pero no hay controversia de por qué: desde 1800 hablar de «la zona más peligrosa de Norteamérica» era referirse a Hell’s Kitchen, a generaciones de gánsteres y sus luchas tribales, a sus prostitutas, tabernas ilegales, asesinatos sangrientos y marginalidad.

«Dios, esto es el mismísimo infierno», apuntó un policía novato contemplando los disturbios habituales de la calle 39, en torno a 1870.

«El infierno es un clima templado», respondió su compañero, ya veterano. «Esta es la cocina del infierno, nada menos».

Un embrujo (el del crimen) que la cultura ha vampirizado a placer también en este enclave neoyorquino. Desde las guerras territoriales de West Side Story, la prosa crujiente de Damon Runyon, los cómics de Daredevil, las películas de James Cagney o incluso la épica de Gangs of New York, el retrato de Hell’s Kitchen y su reputación criminal es nítido: un hervidero de inmigración que década a década ha sido dominada por una cadena ininterrumpida de pandillas, en su mayor parte irlandesas, donde la mafia italiana acabó yendo a pescar. Nombre un año y tendrá una banda (Gophers, Gorillas, Vampiros de Puerto Rico…) ejerciendo el control de los prostíbulos, la distribución de alcohol, los muelles o los sindicatos; enfrascándose en reyertas con pandillas rivales para constituir, en suma, una rica tradición de gansterismo y miseria de lo más arrebatador. Lo que el escritor Herbert Asbury definió en los felices veinte como «la colección de los rufianes más desesperados de la ciudad» permaneció actual hasta los noventa en este barrio, donde el oficio artesanal era destruir personas y fabricar muertos.

En torno a 1910 pocos habitantes de Hell’s Kitchen se preguntaron por qué, a pesar de la descarnada violencia que asolaba el barrio, la policía no patrullaba ni siquiera los callejones más iluminados. Solo observaban que, de un día para otro, todas las mujeres que eran alguien en Hell’s Kitchen paseaban ataviadas con gruesos chaquetones de policía. Todo empezó el día que la novia del mafioso One Lung Curran se quejó del frío.

Doscientos años de violencia que, como no podía ser de otra forma, han cocinado una suculenta tradición de leyendas y fantasmas, historias de torturas que harían palidecer a Sam Peckinpah. Paradójicamente, las más pesadillescas no son el fantasma de la niña irlandesa que se pasea en camisón por la tercera planta de la taberna Landmark, ni el del soldado confederado que habita dos plantas más arriba, en la bañera donde fue apuñalado. Los peores fantasmas de Hell’s Kitchen aún viven. O, en su defecto, aún vive quien es capaz de recordarlos. Porque la banda más sanguinaria que controló este enclave de Manhattan, y que el fiscal del Distrito (por entonces, Rudolph Giuliani) definió como «la más salvaje organización en la larga historia de bandas criminales de Nueva York», sigue siendo en gran medida, desconocida, aunque apenas hayan pasado treinta años de su hórrido reinado. Quizás, porque fue la última banda irlandesa. Quizás, porque las historias de mafias donde los buenos ganan no están llamadas a perdurar.

Los llamaban «The Westies»

Stay on the other side of the road
’Cause you can never tell
We’ve a thirst like a gang of devils
We’re the boys of the county hell 

The Pogues, «Boys From The County Hell»

Pasaron una década sin nombre, porque tampoco hacía falta. Importa más cómo esquivas al demonio que cómo te diriges a él. No eran más de treinta tipos, pero bajo su bota tuvieron el control absoluto del barrio entre los setenta y los ochenta; si bien ya era un infierno antes de su llegada, ellos tachonaron en su puerta el «Abandona toda esperanza si entras aquí». Porque, como banda mafiosa, The Westies no se limitaron a tomar el testigo criminal de la facción precedente, sino que escogieron sobresalir en crueldad y sadismo. Dos cualidades que les hicieron prácticamente invencibles.

Uno de sus dos líderes, Mickey Featherstone, ideó el modo de escapar de la ley y de sus rivales simultáneamente, erigiendo el «si no hay cuerpo, no hay delito» al primer puesto en los mandamientos de la banda, seguido del «West Side Code», que impedía bajo ninguna circunstancia acudir a las autoridades. Los Westies desmembraban los cuerpos de sus víctimas y después los hacían desaparecer en las corrientes del East River, no sin antes pasearse ante el vecindario con las bolsas ensangrentadas, dejando visibles los brazos y las piernas. Mickey aprendió de su mentor, Edward Cummiskey —«Eddie el Carnicero»—, además del sonido que hacen las bocas de los muertos cuando les estrangulas, la eficacia de la mutilación como amenaza.

Mickey Spillane detenido tras un intento de atraco. Imagen cortesía de NYCPD.
Mickey Spillane detenido tras un intento de atraco. Imagen cortesía de NYCPD.

Una de las anécdotas más cruentas y reveladoras del salvajismo de la banda se produjo en torno a 1975, cuando la pareja de Featherstone y su socio James «Jimmy» Coonan aún estaban en liza por el control de Hell’s Kitchen, que le disputaban a Mickey Spillane, el gánster al mando de la época. Asesorados por el Carnicero, los Westies asesinaron y desmembraron a su lugarteniente, Paddy Dugan, cuya cabeza llevaron al día siguiente a la taberna Sunbrite, enclave de reunión de la banda rival. «Aunque la jodió, fue un buen irlandés», dijo Coonan antes de pedir el whisky preferido del finado, que degustaron con su cabeza envuelta en plástico descansando sobre el mostrador. Todos los fragmentos de su cadáver aparecieron meses después flotando en el Hudson, salvo uno: el pene. Lo depositaron en un cartón de leche en su apartamento. Acontecimiento que, por cierto, el escritor Don Winslow tomó prestado en su libro El poder del perro, ya que uno de sus protagonistas, el irlandés Sean Callan, se moldeó a imagen y semejanza de Mickey Featherstone.

El de Winslow no es el único caso de hurto de crueldad sin acreditar. Desde que la banda se diera por extinta en 1986, algunas películas y libros se han basado libremente en las tropelías de los Westies para componer historias sobre mafias irlandesas en Nueva York, pero resistiéndose a pronunciar el nombre de la banda. Tanto State of Grace (Phil Joanou, 1990) como Sleepers (Barry Levinson, 1996) recrearon la violencia de aquellos años y aquella jauría de irlandeses armados, pero al abrigo de una ficción salpicada con trazas de realidad.

El periodista norteamericano T. J. English es la única excepción*, autor de la obra de referencia sobre Featherstone y Coonan: The Westies: Inside New York’s Irish Mob, un libro publicado en 1990 que realiza una escrupulosa exploración de las fuerzas sociales e históricas que ayudaron a convertir a esta pequeño clan irlandés en la más mortífera banda que alumbró el Nueva York del siglo XX. Un volumen monumental, sanguino y sanguinolento, que detalla el auge y la caída de la treintena de tipos que una vez tuvo en jaque a Nueva York, a las cinco familias de la Mafia italiana y a unas autoridades completamente incapaces de darles caza. Y aunque al final los buenos ganasen —ya lo hemos avisado—, los Westies tuvieron una década a su disposición para regar las aceras de una sangre que resultaba no ser de nadie.

Los chicos malos del West Side

En Hell’s Kitchen las bandas irlandesas nunca tuvieron la estructura de iniciación ni de ritos formales de la Mafia, porque su vocación nunca fue crear una organización de importancia. No les importaba la sofisticación, y el líder de cada generación era siempre el más valiente o el más astuto que reunía los cojones suficientes para desafiar al mandamás al cargo. Al cielo del crimen irlandés se ascendía por asalto, no por linaje.

En 1966, un joven de diecinueve años y amplia sonrisa esperaba su momento. Originario de una familia irlandesa de clase media, sus ensoñaciones se resumían en derrocar a Spillane y hacerse con el trono de Hell’s Kitchen. Preparó el golpe a conciencia, henchido de frialdad y paciencia. Aunque su sadismo y su físico le podrían haber catapultado como ejecutor, Jimmy Coonan se reservó el rol más cerebral y buscó un mamporrero para el trabajo sucio: Mickey Featherstone. Nacido en la miseria de la calle 43, el joven perdió su apodo de «cara de querubín» y adoptó el de «el asesino de la jungla» al regresar de Vietnam, enfermo de crueldad y completamente desnortado. Coonan lo rescató de las brumas de la miseria y los pabellones psiquiátricos en los que malvivía, y trabó con él una alianza que gobernaría Hell’s Kitchen con una eficacia aterradora. Aunque no inmortal.

Mickey Featherstone. Imagen cortesía de NYCPD.
Mickey Featherstone. Imagen cortesía de NYCPD.

El principio del fin fueron los italianos. El imperio de Mickey Spillane se había erigido bajo la premisa de jamás pactar con ninguna de las cinco familia italianas, que ambicionaban un pedazo del pastel que empezaba a llegar a Hell’s Kithchen en forma de inversiones para remodelar el barrio en su primera ola de gentrificación. Era, según el retrato de la época, el último gánster clásico irlandés, violento por necesidad y no por disfrute; de los que gustaban de mantener las apariencias convidando a pavo a los ancianos el día de Acción de Gracias. Tras un intento fallido de acabar con Spillane —que le valió una estancia rápida en la cárcel— Coonan pactó con el diablo para destronarle, acudiendo a los Gambino para que le hicieran desaparecer. Un italiano llamado Roy De Meo asesinó a Spillane en su apartamento de Queens y entregó a Coonan su ambicionado cetro de mando. Irónicamente, este pacto constituiría los clavos de su ataúd años después.

Pero hasta que eso ocurriera, los Westies funcionaron con una precisión escalofriante y morbosamente mortífera, y hoy por hoy siguen ostentando el récord de asesinatos por día en la ciudad de Nueva York. Featherstone y Coonan regaron las calles de terror y el Hudson de cadáveres que en la mayor parte de los casos eran un amasijo inidentificable cuando emergían golpeando los muelles. Si se daba la circunstancia de que las autoridades encontraran el arma del crimen, descubrían que siempre portaba las mismas huellas: las de Rickey Tassiello, un timador de poca monta. La explicación es que, tras desmembrarle —le debía mil pavos—, Coonan congeló sus manos cercenadas en un gran arcón, de donde las sacaba para imprimir las huellas en las empuñaduras que después abandonaba en cualquier lugar visible.

Policías y fiscales estaban desesperados. Formular acusaciones contra los Westies era una quimera y una fuente de frustración constante. La prensa ya había acuñado un apodo para esa jauría de irlandeses que aterraba a Hell’s Kitchen y contra los que nadie quería declarar, aunque se volvieran descuidados y asesinaran a plena luz y con testigos. En 1978 la pareja Coonan-Featherstone mató a balazos en un bar a Harold Whitehead —había puesto en duda su hombría— y uno de los pocos testigos que la acusación consiguió atraer se suicidó días antes del juicio. Veredicto: absueltos. Solo una vez un embrollo con unas prostitutas consiguió meter al dúo diabólico entre rejas por cargos menores, desde donde continuaron moviendo los hilos de los callejones de Hell’s Kitchen, a los que regresaron no demasiado tiempo después.

Pero hasta en las más violentas mafias, alguien siempre acaba cantando.

The Westies: RIP

Si no se hubieran asociado con los italianos, quién sabe si los Westies hoy seguirían existiendo. La entente de Coonan para lograr su ascenso a la cima con el asesinato de Spillane fue la génesis que precipitó su caída. Porque lo que al principio se antojó como una simple factura que pagar a los Gambino, con el tiempo se fue convirtiendo en una alianza más estrecha que levantó los recelos de muchos Westies, y que azuzó una lucha étnica y territorial que a Coonan se le fue de las manos, ciego por la ambición. Atrapados en la maraña de una guerra de bandas italiana, los Westies tenían todas las papeletas para perder la jugada, incluso a pesar de su proverbial violencia. Coonan intentó calmar las aguas tratando de expandirse a los negocios legítimos, pero ya era demasiado tarde.

Un equilibrio imposible que dos circunstancias más terminaron por dinamitar: la llegada de Giuliani a la Fiscalía y la condena de Featherstone por un asesinato que, paradójicamente, no cometió. Sabía que los autores eran del clan que él mismo fundó, y, creyéndose traicionado por ellos, asfixiado por una condena a veinticinco años de cárcel, decidió, por primera vez en la historia de la banda, saltarse el West Side Code y ser el primer Westie en negociar con las autoridades. Featherstone ingresó en el programa de protección de testigos y casi literalmente cantó La traviata. Gracias a dos mentiras —un crimen que no cometió y una trampa que sus secuaces nunca le tendieron—, la Fiscalía pudo armar un caso contra Coonan y el resto de los Westies, que se prolongó desde 1987 a 1988. El líder desmembrador fue condenado bajo la ley RICO a setenta y cinco años de cárcel, sin posibilidad de excarcelación. El resto de sus miembros (Jimmy McElroy, Kenny Shannon, Billy Bokum…) obtuvieron condenas similares.

«¡Vamos a poner un cartel!», vociferó Robert Colangelo, jefe de detectives del Departamento de Policía de Nueva York. «“Westies – R.I.P.”. Hazlo tan grande como puedas». Era el 26 de marzo de 1987.

El resultado fue celebrado como una victoria épica de la ley, aunque todos sabían que los crímenes que consiguieron probarse solo constituían una ridícula parte de todos los esqueletos que aún sedimentan el Hudson, esparcidos a placer. Quizás como consuelo, suele aducirse que no existen otros precedentes en que las autoridades hayan conseguido eliminar por completo a todos los miembros de una banda criminal, cortando de raíz el imperio que dominó el infierno —o una versión comprimida de él— sin que nadie se atreviera a hablar de ellos, como fantasmas.

Fantasmas que aún viven. Coonan en una celda y Featherstone junto a su familia en algún lugar de Estados Unidos, desde donde de tanto en tanto habla con el periodista T. J English. Aunque en Hell’s Kitchen aún hay quien se resiste a la nueva y gentifricada denominación del barrio, y afirma haberle visto camuflado, visitando lo que anteayer fue su reinado y hoy son solo ruinas resplandecientes y efluvios de cookies con bacon.

We watched our friends grow up together
And we saw them as they fell
Some of them fell into Heaven
Some of them fell into Hell

The Pogues, «A Rainy Night in Soho»

*El proyecto de adaptar el libro de English y la historia de los Westies lleva años rondado por Hollywood. Su fecha de estreno continúa fijada en 2016, pero han trascendido pocos datos al respecto.

Imagen de G. Alessandrini (CC)
Imagen de G. Alessandrini (CC)

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4 Comentarios

  1. Pingback: The Westies: la jauría que aterrorizó a Nueva York

  2. Muy buen articulo. Entre este y el articulo del predicador veo que usted tiene buenas inquietudes.

  3. Parlache

    ¡QUé gran artículo! ¡Quiero más sobre Westieees!

  4. Frank Canosa

    Yo conocí a los Westies. Unos cobardes hijos de puta. Jamás volverán.

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