Música

Una playlist para Semana Santa

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Procesión del Santo Cristo de la Sangre, Medina Sidonia, 2017. Foto: Susana Vera / Cordon.

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Hubo un tiempo en que en las iglesias se escuchaba la música más excelsa que eran capaz de escribir los compositores. Luego llegaron las guitarras, el cumbayá, el «creo en vos, arquitecto, ingeniero». Hasta entonces, la Iglesia había observado un método contrastado durante siglos: la belleza es un camino seguro hacia Dios. Esto, que en latín tiene el rimbombante nombre de via pulchritudinis, descansa sobre la conocidísima doctrina de la unión de los trascendentales: que lo bello es lo mismo que lo bueno y que lo verdadero.

Por si lee esto alguien muy desorientado, la Semana Santa rememora la Pasión, muerte y resurrección de Cristo, o, lo que es lo mismo, el misterio de la redención: cómo el creador muere por la salvación de la criatura. Como no se puede entrar en el misterio así a las bravas, la liturgia establece un tiempo penitencial de cuarenta días, a imitación de las cuarenta jornadas que Cristo anduvo en el desierto, orando y siendo tentado; que, ¡a la vez!, son una referencia a los cuarenta años que vagó el pueblo de Israel (no dando la península del Sinaí para tanto paseo) después de salir de Egipto. A la Biblia le gustan los símbolos.

La música religiosa está asociada, esto es una obviedad, a la liturgia; que no es simplemente la misa, sino también la liturgia de las horas. La Iglesia ha dispuesto una serie de horas canónicas, como instrumento para consagrar el día entero a Dios. Desde la mañana hasta el caer de la tarde, se rezan maitines, laudes, tercia, sexta, nona, vísperas y completas. La estructura de cada hora es más bien sencilla: un himno, salmos con antífonas, una lectura, preces, un responsorio y una oración conclusiva. Bien: hemos dicho que la Cuaresma no es precisamente un tiempo de jolgorio. De los muchos salmos penitenciales que hay, algunos son famosos. Seguro que le sonará el miserere, que es el salmo 51: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa, lava del todo mi delito, limpia mi pecado».

Gregorio Allegri escribió para el papa Urbano VIII un miserere a nueve voces, para que sonara en la Capilla Sixtina durante los oficios de tinieblas. Hay una historia divertida en torno a esta pieza, que estaba reservada para los oficios de la Sixtina y que, por tanto, no se podía transcribir y distribuir. Y cómo, músicos avispados fueron sacando copias de estraperlo (tan famoso se hizo que las cortes europeas se encapricharon) que luego no sonaban bien porque las improvisaciones ornamentales no se escriben sobre la partitura. Pero vamos a la música. Allegri construye dos coros: uno grave que lleva la salmodia en canto llano (como los monjes en los rezos) frente a otro polifónico. Esta estructura dialogada (que, por otra parte, es la estructura normal del canto de los salmos) va armando, por contrastes, entre lo austero de uno y lo delicado del otro, un enorme artefacto espiritual. Me gusta imaginar la cara que debió quedársele a la curia cuando, en la penumbra, bajos los frescos de Miguel Ángel, oyeron por primera vez esa música.

Hay que ponerse en situación: el oficio de tinieblas es un añadido del tiempo de Semana Santa. Se reza, claro, en penumbra, frente al tenebrario: un candelabro triangular con quince velas (los once apóstoles, menos el Iscariote, las tres Marías y la Virgen), que se va apagando progresivamente.  Al final, la vela que está en el vértice y que simboliza a la Virgen María se oculta tras el altar, representando la esperanza de la madre de Cristo en la Resurrección del hijo. Como en estos días hay bastante trasiego, el oficio se rezaba en la víspera del día que tocaba: así el del jueves se rezaba el miércoles, etc. Lecciones de tinieblas hay compuestas unas cuantas. El género se puso de moda en la Francia del XVII. El texto de las lecciones (lectio es lectura) está extraído de las Lamentaciones de Jeremías. Charpentier escribió unas muy conocidas, pero como este artículo va de recomendaciones, yo prefiero las de Couperin, que las escribió para las monjas de Longchamp, que debían cantar muy bien. Conservamos las tres del miércoles santo, las dos primeras para una voz, la tercera para dos voces. Es una música realmente exquisita, refinada y meditabunda. Me fascina, cada vez que las escucho, la delicadeza que pone el compositor en las letras que enumeran (siguiendo el alfabeto hebreo) los pasajes de Jeremías. Thomas Tallis, el famoso compositor inglés, también escribió unas Lamentaciones, que son, como todo lo suyo, un prodigio de la polifonía. Tampoco debemos olvidar las de Tomas Luis de Victoria.

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Procesión del Santo Cristo de la Sangre, Medina Sidonia, 2017. Foto: Susana Vera / Cordon.

Si uno recoge las declaraciones de Cristo en la cruz conforma el «Sermón de las siete palabras». Es poco probable que Cristo dijese estas cosas, porque entre la asfixia (que es la causa de la muerte por crucifixión) y la distancia entre el reo y los oyentes, nadie pudo escucharlas. También sabemos que Cristo estuvo más de una semana en Jerusalén, entre la entrada triunfal y la resurrección. La Biblia, ya lo hemos dicho, prefiere los símbolos. El Septem Verba es una de las piezas más populares de la Semana Santa. Quizás, junto con el Stabat Mater, la oración que recorre los padecimientos de María, siguiendo a su hijo en el Calvario: «Estaba la madre, dolorosa, llorando junto a la cruz de la que pendía el hijo». Es poco probable que no haya oído usted, alguna vez, estas dos composiciones de Pergolesi. El Stabat Mater es famosísimo, y se representa con bastante frecuencia. Sobre las Siete Palabras, un apunte curioso. La melodía con la que el personaje de Cristo pronuncia las palabras desde la cruz es calcada a una de las fórmulas que se usan durante el canto de la Pasión el Viernes Santo.

Antes de ir al plato fuerte, una pequeña pausa: ¡motetes! Un motete es una composición breve, polifónica, para varias voces. Uno apropiadísimo para estas fechas es el «Christus factus est», un versículo de la Carta a los Filipenses que se incluía en el gradual de la Misa in coena Domini, el oficio del Jueves Santo. «Cristo se hizo obediente por nosotros hasta la muerte, y una muerte de la cruz». Este de Bruckner tiene un punto de tremendismo muy apetecible. Como soy de Sevilla, no puedo contenerme y tengo que mencionar el de Eslava, que está dentro de ese enorme despropósito que es el Miserere. Y ahora, para serenarnos, el de Sebastián de Vivanco y el gradual de la misa.

Entre los siglos IV y XIII se fue conformando el canto de la Pasión. Un tiempo bien empleado, si consideramos el poderosísimo instrumento de persuasión y de conmoción que ha resultado. La liturgia incorpora dos veces lecturas de la Pasión del Señor, el Domingo de Ramos, cuando se lee de los sinópticos, y el Viernes Santo, cuando se lee el Evangelio de Juan. Tenga presente lo milimetrado del asunto: el Viernes Santo, en torno a la hora Nona, la hora de la expiración de Cristo, los fieles se reúnen en una iglesia con los altares desvestidos y las imágenes cubiertas. Después de la adoración de la cruz («Ecce est lignum crucis»), tres cantores interpretan los capítulos dieciocho y diecinueve del Evangelio de Juan, repartidos en tres personajes y en tres franjas del pentagrama: el cronista, que hace de narrador; el sinagogo, que canta los personajes; y Cristo. El texto es de un dramatismo apropiado, porque narra los hechos en directo: entró Jesús, responde Pilatos, ocurre ahora esto, después aquello. Lo que se pretende es mostrar al creyente, como si lo estuviese viendo, los hechos atroces y sublimes que comprometen su redención.

Las Pasiones son un género muy transitado. Podríamos recomendar ahora la Pasión según san Mateo, de Bach, pero en esta casa somos contrarreformistas. ¡Trento fue el exceso y la sensualidad! Quédese Lutero con la asepsia y la predestinación. Me parece que la Pasión litúrgica es una cosa bellísima. Además, Arvo Pärt, que es ortodoxo pero compone música según el canon latino, escribió una pieza famosísima sobre el texto de la Vulgata. Passio es una obra escrita según el «tintinnabuli», el método de composición minimalista del compositor estonio. Pärt comprende íntimamente el texto evangélico y la tradición musical que le viene asociada. La jerarquía de las frases, de las tesituras y de las velocidades obedece no simplemente a un criterio estético, sino espiritual. Pärt, que es un creyente, se conmociona delante del misterio enormísimo de la muerte de Dios; y él hace partícipes a los oyentes de esa misma sensación, a través de una delicada veneración, de una música sutil para un texto grandioso. La obra de Pärt no agota el capítulo diecinueve de Juan. Termina con las palabras con las que el cronista relata la muerte de Cristo: «Et inclinato capite tradidit spiritum». Como en la liturgia, se dejan unos compases de silencio. Después, un in crescendo poderosísimo avanza sobre las palabras «Qui passus est pro nobis, miserere nobis. Amén» y cesa la música.

Sé que me dejo muchas cosas atrás: el Miserere de Gorécki o la Pasión según san Lucas de Penderecki, por ejemplo. Pero tampoco se trata de aturullar. La ventaja de la Semana Santa es que ocurre cada año.

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2 Comentarios

  1. Pingback: Una playlist para Semana Santa – Jot Down Cultural Magazine | METAMORFASE

  2. se dise pleilis!!1

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