Ciencias

Dos asesinos en el castillo del presidente

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El busto de Benito Mussolini en su tumba en Predappio, Italia, 2012. Fotografía: Tiziana Fabi / Getty.

Las plagas, como los totalitarismos, llegan de forma silenciosa. Uno no se da cuenta hasta años después, cuando sus consecuencias son irreversibles. A solo veinticinco kilómetros de Roma se erige la fortaleza de Castelporziano, una de las tres residencias oficiales del presidente de la República italiana. Un lugar emblemático a orillas del Mediterráneo que fue testigo del ocaso europeo; nada hacía presagiar una historia así durante aquella tarde de otoño.

«¿Ves esto? Me refiero a este pequeño pelo de mi brazo izquierdo. Lo aprecio más que el cariño que puedo tener al resto de la humanidad», dijo Benito bromeando. A ella se le cortó de pronto la respiración, un escalofrío recorría su espalda. ¿Quién era él? ¿En qué se había convertido? Margherita Sarfatti no reconocía al hombre con el que había compartido los últimos veinte años. Miró al horizonte en busca de una respuesta y solo encontró el sonido de las olas rompiendo contra la orilla. La residencia, cuyos jardines estaban poblados de pinos y otras especies autóctonas de la costa mediterránea, era el rincón preferido del Duce desde que el rey Víctor Manuel III le cediera la finca como lugar de descanso.

La pareja no imaginaba que aquella sería su última conversación en Castelporziano. Benito y Margherita se habían conocido en 1911 cuando trabajaban en Avanti!, la revista del Partido Socialista Italiano. La simpatía inicial se transformó en una relación extramatrimonial que desde entonces les había hecho inseparables. Con el ascenso de Benito Mussolini al poder, Sarfatti se convirtió también en la intelectual y crítica de arte más importante del fascismo. La escritora, que redactó la primera biografía apologética del Duce, fue una de las piezas clave para moldear un movimiento que nadie vio venir. La deriva totalitaria arrasó con todo.

Aquella tarde otoñal, mientras Mussolini miraba embelesado la lluvia tras los cristales, Margherita presintió su insaciable ambición. «Fue durante una noche como esta, mientras pasaba las páginas de un libro y el viento soplaba fuera, no muy lejos de Udine, cerca de los Alpes», le dijo. El impulsor del fascismo confesó que, durante su juventud, había tenido una extraña visión. El demonio se le había aparecido de pronto, anunciándole que estaba destinado a llevar a cabo grandes cosas. «Tienes cinco minutos para elegir. ¿Qué prefieres, gloria, amor o poder?», susurró. El joven, asustado, le pidió más tiempo, pero ante los reproches del diablo, optó por el poder. «Has elegido bien, sabía qué ibas a decidir. Tendrás todo el poder del mundo, pero desde este momento tu alma es mía». Margherita nunca supo si la historia fue un mero invento o una ensoñación de su amante, pero lo cierto es que el Duce no tuvo piedad, ni con ella ni con nadie.

Tras abandonar a Sarfatti, Mussolini inició una relación con su última amante, Clara Petacci, que acabaría colgada junto a él en la plaza Loreto de Milán, después de que ambos fueran fusilados por un grupo de partisanos tras intentar huir de Italia. La ruptura con el Duce hizo que la vida de Margherita diera un giro de ciento ochenta grados. La escalada antisemita de los años treinta terminó con la promulgación de las leyes raciales fascistas de 1938, como consecuencia del acercamiento de Mussolini a Adolf Hitler. La intelectual de origen judío, impulsora del movimiento artístico conocido como novecento, pudo escapar a tiempo del infierno en llamas en el que se iba a convertir primero Italia y luego Europa. Otros, como su hermana y su cuñado, no corrieron la misma suerte; murieron en el campo de concentración de Auschwitz años después.

Mussolini no era el único asesino que iba a rondar los alrededores de Castelporziano. El estallido de la II Guerra Mundial traería consigo otro enemigo inesperado, un patógeno que aún hoy hace estragos en los árboles de la finca. Como sucedió con la dictadura fascista, sus daños no fueron visibles en un primer momento. Sigilosamente, el hongo Heterobasidium iba atacando las raíces de los pinos. En la década de los ochenta, la repentina muerte de decenas de árboles, situados en los jardines por los que antaño pasearon Benito Mussolini y Margherita Sarfatti, causó una tremenda sorpresa. Los responsables de los terrenos, hoy protegidos como reserva natural, no entendían cómo se había introducido el patógeno en una residencia con acceso tan limitado como Castelporziano.

Ya en la década de los noventa, cuando el daño a los árboles de aquella finca era irremediable, un grupo de investigadores decidió estudiar el parásito que provocaba la podredumbre de las raíces y los troncos de aquellos pinos. Al analizar su genoma, los científicos comprobaron que un fragmento del ADN mitocondrial correspondía a la variedad norteamericana del hongo. ¿Cómo había podido cruzar el Atlántico hasta alcanzar la finca? La respuesta no estaba en los genes del patógeno, sino en los datos históricos sobre los pocos visitantes que habían estado en Castelporziano. En junio de 1944, militares de la División Custer, pertenecientes al Quinto Ejército de Estados Unidos, acamparon unas semanas en los terrenos que ocuparon Benito y Margherita en el pasado. No lo sabían, pero los palés y cajas de madera empleados para transportar equipamiento militar de un lado al otro del Atlántico contenían un polizón de guerra.

El regimiento había sido el único en poner un pie en la finca durante décadas, con la excepción de los gobernantes que habían descansado en la fortaleza. Sin saberlo, mientras los aliados luchaban contra las tropas nazis y fascistas y Mussolini se atrincheraba en la República de Salò, un hongo tan invisible como dañino conseguía abrirse paso en los jardines mediterráneos. Así lo demostró un estudio publicado en la revista Mycological Research en 2004, que hacía una retrospectiva acerca de la introducción de la especie invasora. Estudios posteriores señalaron que el Heterobasidium había conseguido además infectar pinares que se extendían por la costa italiana, hasta alcanzar distancias de cien kilómetros desde el lugar donde se produjo inicialmente la infección. El hongo que mataba lentamente a aquellos árboles es en realidad el patógeno de coníferas más peligroso del hemisferio norte.

El enemigo invisible que asoló buena parte de los árboles de Castelporziano llegó tras la caída de Mussolini. No fue el único polizón biológico que alcanzó su objetivo gracias a las contiendas militares. Se cree, por ejemplo, que un hongo tan llamativo y extraño como el Clathrus archeri pudo llegar a Europa en la I Guerra Mundial en las botas de soldados que procedían de Australia. La colonización de especies invasoras es uno de los mayores peligros que existen actualmente para la biodiversidad, con un impacto económico estimado en más de doce mil millones de euros. Hoy sabemos que el dictador fascista y el patógeno fúngico llegaron sin apenas hacer ruido al mismo lugar, convertido en una de las residencias oficiales del presidente de la actual República italiana. Dos historias paralelas que muestran las desastrosas consecuencias que uno y otro tuvieron, a su manera, sobre los seres vivos y el ecosistema.

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Lecturas:

My Fault: Mussolini As I Knew Him, Margherita Sarfatti, Enigma Books, 2013.

«El día que cayó el Duce», Julián Casanova, El País, 20 de julio de 2008.

«Pathogen introduction as a collateral effect of military activity», Paolo Gonthier et al., Mycological Research 2004; 108(5):468-470.

«Biology, epidemiology and control of Heterobasidium species worldwide», Matteo Garbelotto y Paolo Gonthier, Annual Review of Phytopathology 2013, 51:39-59.

«Hongos patógenos introducidos en Europa durante la II Guerra Mundial», Carlos Illana-Esteban, Boletín de la Sociedad Micológica de Madrid 2012, 36:187-192.

Especies exóticas invasoras: la respuesta de la Unión Europea, Comisión Europea, Luxemburgo, 2014. Disponible aquí.

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