Política y Economía

Los nuevos trabajos del ingeniero del alma

Manifestación en contra de Trump en su visita a Reino Unido, junio de 2019. Foto: Joel Goodman / Cordon.

Yuri Olesha nació en Ucrania, cuando el siglo XIX terminaba. Veintitrés años después estaba en Moscú, a la vanguardia intelectual de la Revolución rusa. Era escritor. Y era bueno, pero no indispensable, a juicio de críticos e historiadores de la literatura. También era comunista. Como Gorki, este sí (se supone) indispensable. Una noche estaban reunidos en su casa. Les acompañaba Joseph Stalin. Olesha, al parecer, se refirió a los escritores, a los artistas, como «ingenieros del alma». A Stalin le gustó la expresión y la hizo propia. Es gráfica, es precisa, y al mismo tiempo ofrece un contraste entre lo tierno y lo sólido, lo impredecible y lo calculado, lo difuso y lo preciso, todo ello en construcción controlada. En un arranque, el dictador soviético llegó a decir que «la producción de almas es más importante que la producción de tanques». Corría 1932.

Unas pocas décadas después, Isaiah Berlin nos dijo que la noción de la perfección total, la solución última en la cual todo lo bueno convive, le parecía no solo inalcanzable (eso, pensaba, es obvio), sino también conceptualmente incoherente. Algunos bienes supuestamente universales, superiores, no pueden coexistir. Consideraba esto una verdad conceptual. «Estamos condenados a escoger, y cada elección significa una pérdida irreparable». Pero para escoger necesitamos conocer la variedad, ser conscientes de ella, estar sumergidos en ella y poder dirigirnos intelectualmente hacia donde consideremos. «Manipular a los hombres», enuncia Berlin en otro lugar, «impulsarles hacia objetivos que tú, el reformista social, ves, pero que ellos quizás no, es denegar su esencia humana, tratarlos como objetos sin voluntad, y, por tanto, degradarlos». Un ingeniero de almas diseña caminos por los que deberás transitar. Un cartógrafo de ideas deposita un mapa en tus manos y te anima a explorar el mundo a tu alrededor.

La historia del mundo está mucho más llena de ingenieros de almas que de cartógrafos de ideas. Las religiones monoteístas y su dominio casi absoluto se bastaban hasta el Renacimiento, o incluso hasta la Ilustración. El fascismo y el nacionalismo se unen al comunismo soviético como explicaciones unívocas de la realidad que excluyen cualquier visión alternativa. El respeto institucionalizado a la pluralidad es un invento bastante reciente, y tiene condiciones muy exigentes. La principal es asumir que, aunque existen los hechos, resulta imposible establecer un consenso político y social en torno a la verdad. Esta aparente paradoja se resuelve asumiendo la idea, que a nadie resultará ajena, de que todos actuamos movidos por cierto interés. Y que, por tanto, la idea de «pueblo» o de «bien común» no son sino ficciones construidas para embridar el pluralismo, acotando los mapas de la libertad conceptual.

Se trata de una tensión constante, una negociación sin fin entre el establecimiento de hechos y la constitución de bandos. Es inevitable. El politólogo polaco Adam Przeworski, que creció en la Polonia comunista para instalarse en la América plural, elaboró una muy breve crítica a la noción de que la deliberación lleva a la convergencia de voluntades. Explica en las primeras páginas de su Democracy and the Market que para que esto sea cierto ha de asumirse que todos los mensajes son o bien verdaderos, o bien falsos. También ha de asumirse que los individuos van a identificar la verdad de manera sistemática. Y, por último, que el uso de los mensajes será no estratégico, desinteresado. Los tres postulados son problemáticos. «El vaso está vacío» o «la desigualdad aumenta cuando los impuestos son más bajos» son afirmaciones de complejidad muy distinta, pero en ambos casos uno puede ir a la realidad, observarla y comprobar si son correctas o no. «Tenemos que llenar el vaso de agua», «la desigualdad es mala» o «la Guerra Civil la perdieron los buenos» son ideas cualitativamente distintas porque son inevitablemente subjetivas, atadas al interés. Llegados a un punto, la razón y los hechos ya no sirven para dejar atrás el conflicto, y la única solución disponible es el voto. En última instancia, el voto no es un acto de razón ni de deliberación. El voto es un acto crudo de imposición de una voluntad frente a otra. La democracia es un sistema que se basa en que las facciones pierden (y ganan) elecciones. Y, como tal, constituye una primera victoria de los cartógrafos de ideas. Por desgracia, este triunfo es frágil.

Svetlana Aleksiévich construyó un mosaico perfecto de la URSS. Pieza a pieza, palabra a palabra, cita a cita, para después destrozarlo a martillazos sublimes en el mismo libro. En El fin del «Homo sovieticus», Aleksiévich entrevista a decenas de personas que vivieron antes y después de la caída del Muro. Con la URSS de los ingenieros de almas, el conflicto de perspectivas se circunscribía a las cocinas. Era allá, en el corazón íntimo de los hogares, donde no entraba nadie que no fuese de total confianza de la familia, donde se aventuraban tímidas exploraciones en la visión del ojo ajeno. Muchos esperaban que la llegada de la democracia sacase el debate de las cocinas a las calles. Y lo hizo, vaya si lo hizo, por un tiempo. Pero el círculo que dibuja Aleksiévich se cierra sombrío por dos cabos: nostalgia y decepción. Los más viejos echan de menos la certidumbre de atenerse a una sola verdad, a una sola definición de lo que estaba bien y lo que no. Una feroz y despiadada, pero al menos clara, definida. Los más jóvenes se sienten defraudados, y ahora sobrepasados, por la extrema imperfección de la democracia rusa. La oligarquía económica (que incluye a una parte de los dirigentes comunistas) la domina de tal modo que puede suprimir el pluralismo con una efectividad considerable. 

Pero el equilibrio entre interés y verdad del que depende el debate en democracia no circunscribe su fragilidad al ataque decidido de los hijos de antiguos dictadores. Cuando una sociedad se abre al pluralismo, resulta inevitable que en su seno se constituyan bandos o partidos que defiendan la perspectiva o los intereses de los distintos sectores que la conforman. Un bando no puede cuestionarse a sí mismo. Es la falta de fisuras aquello que lo define como bando. Y he aquí la contradicción intrínseca: un partido político es, de manera latente, un proyecto de raíces frentistas en un contexto pluralista. En el periodo anormalmente pacífico que disfruta Occidente desde la II Guerra Mundial, esta pulsión se ha mantenido bastante contenida. El incremento en el nivel educativo, en el bienestar y en la igualdad material han sido cruciales para explicar la calma. También ha ayudado, paradójicamente, la relativa concentración de los foros de información y creación de opinión. Periódico, partido, sindicato, iglesia, casa del pueblo. Las ideas seguían canales seguros y de largo alcance. 

Pero en la última década la profunda fragmentación de las fuentes de información ha coincidido con una degradación de las condiciones económicas que ha afectado sobre todo a los más débiles. Es este el caldo de cultivo perfecto para las ideas frentistas. Quienes las defienden suelen argumentar que el pluralismo reinante, el de la democracia liberal, no cumplía con el requisito de representar a todas las voces, que había una parte de la población excluida, y que por tanto era necesario abrir un frente desde el que asaltar el castillo. Un seguidor de la obra de Antonio Gramsci lo consideraría como una batalla contra la hegemonía imperante. Y una segunda derivada, proveniente de Jacques Lacan y Ernesto Laclau entre otros, lo denominaría algo así como una lucha por apropiarse el significado de los significantes. 

Consideremos la idea de patria en España, por ejemplo. Un concepto atractivo, sin duda. Un paraguas potente, que agrupa a millones de personas. Pero con un simbolismo que muchas rechazan. ¿Qué hacer? Luchar por él, rellenarlo de sonrisas, de canciones, de propuestas vagas para cambiar este país, de la señora que va con bolsas de la compra del Mercadona al portal, pero, ay, le cuesta subir las escaleras porque se hace mayor. Cualquier concepto que resulte atractivo, que tenga el potencial de definir un colectivo (por atracción o por oposición), de crear una identificación, será susceptible de este trabajo. Aquí, o en otros lugares. Si la patria es un valor diluido en el mar de la globalización, como pasa en Estados Unidos o en el Reino Unido, ¿por qué no hacer una recuperación selectiva de lo que significa ser americano o ser británico? Para luego venderla junto a un conveniente enfrentamiento con cualquier cosa que venga de fuera de nuestras fronteras.

Los nuevos ingenieros de almas son los encargados de dibujar los nuevos límites semánticos. Su trabajo no es ya apoyar a regímenes autoritarios en el establecimiento de una verdad única, sino ser competitivos en el mercado de ideas. Entienden que en la mayoría de países no habrá un Vladimir Putin que vuelva a meter el debate en las cocinas, así que su trabajo es colonizar un espacio dentro del mismo y hacerse fuertes ahí. Para ello, disfrazar opiniones con apariencia de hechos se revela como una estrategia ideal. La ingeniería de almas se convierte a los filtros de percepción.

Ya no estamos en 1932. Hoy día, la inmensa mayoría de la población en los países ricos tiene la suficiente capacidad cognitiva como para cuestionar una idea… si así lo desea. Pero ¿y si no? El nuevo ingeniero de almas puede ampliar su trabajo de reconstrucción de significados con el diseño de hechos a medida. Un dato parcialmente cierto aquí, un relato lo suficientemente vago allá, y un «mucha gente dice que» de por medio para evitar la acusación de «¡mentís!». Los angloparlantes lo llaman post-truth politics, la política posverdad. La campaña del brexit está construida paso a paso siguiendo la lógica de adaptar la realidad a los propios puntos de vista, empleando desde la cifra de ahorro diario de un Reino Unido fuera de la UE (falsa, pero específica y con apariencia de plausibilidad) hasta los supuestos problemas que traen los inmigrantes para los trabajadores de las islas (no corroborados por ningún estudio serio). Con ello, los brexiters no aspiraban a imponer una única verdad sobre el conjunto de sus conciudadanos, sino a vencer una guerra de trincheras. No traían su propia visión experta al debate, sino que la rechazaban de plano. «People in this country have had enough of experts» es una cita literal de Michael Gove, uno de los líderes conservadores del movimiento. Lo que importa no es tanto confirmar o desmentir el hecho, sino encajarlo con nuestros prejuicios. Así, nos creeremos cartógrafos, pero en realidad solo estamos recorriendo caminos previamente marcados en el mapa.

Uno de los aspectos más alucinantes del ya de por sí extraordinario fenómeno que constituyó la campaña presidencial de Donald Trump tenía lugar al final de cada uno de sus mítines. Cuando la gente va saliendo del recinto tiene que pasar por delante del espacio habilitado para los medios. Muchos de los asistentes les interpelan con insultos. Los más, les acusan de traidores a la patria. A la que previamente han rellenado de significado Trump y su equipo, claro. Cómo se atreven los periodistas a relatar los hechos, parecen querer decir, cuando es obvio que estos no favorecen la visión que necesita el país. Para estas personas la tensión entre verdad universal e interés particular se ha roto completamente en favor del segundo. Efectivamente, ya no estamos en 1932. Ni Trump ni nadie, ni siquiera Putin en su dominio autoritario, puede imponer a fuego el pensamiento único. Estamos en 2019, así que basta con producir realidades a medida para el número necesario de almas.

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3 Comentarios

  1. » Cómo se atreven los periodistas a relatar los hechos» El problema no es relatar los hechos, es el cómo. Supongo que el que recrimine a los periodistas por traidor de la patria no necesita demasiadas razones para votar, pero para defender al periodismo hoy en día hay que echarle bemoles y más cuando se trata de un personaje tan fácil de atizar como Trump.
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    De hecho que haya tanto exaltado pro Trump(y vamos a decirlo, que Trump sea presidente) tiene la culpa la prensa por dedicarse a criticar hasta el nudo de la corbata. Si toda esa energía malgastada en intentar humillar a un tío que no tiene verguenza alguna y que pasa de todo lo que le digan, se hubiese utilizado en una editoral con un poco de ética(la objetividad hace bastante que la dí por perdida) quizás hoy Trump seguiría a sus hoteles, a su pressing catch…
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    Pero claro, cómo se atreve la gente a tener una opinión diferente a lo que digan los medios.

  2. Decir, primero, que Putin y »La oligarquía económica (que incluye a una parte de los dirigentes comunistas) la domina de tal modo que puede suprimir el pluralismo con una efectividad considerable» y decir, finalmente, que» Efectivamente, ya no estamos en 1932. Ni Trump ni nadie, ni siquiera Putin en su dominio autoritario, puede imponer a fuego el pensamiento único», es decir, exponer una tesis (y hechos) y su CONTRARIA en el MISMO articulo, solo puede significar una cosa: escribir por escribir, por ganarse las lentejas, con poca o nula idea sobre lo que habla este ingeniero/cartografo (lo que le paguen más, se supone..), Ingeniero que, por si acaso, por las lentejas, no considera a Trump una oligarquia.

    • Silvestre

      «Estamos en 2019, así que basta con producir realidades a medida para el número necesario de almas.»

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