Ocio y Vicio Eros

Strip/Tease: una historia del striptease descubierta velo a velo (y 3)

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Dita Von Teese. Foto: Cordon.

Viene de «Strip/Tease: una historia del striptease descubierta velo a velo (2)»

Sexto velo: Topless killed the striptease star

Cuando empecé a bailar, el burlesque era un arte: elegante, glamuroso y para el que había que tener talento. Dejé de hacerlo cuando empezó a volverse vulgar y perdió la parte artística. (Tura Satana)

A principios de los sesenta se popularizaron el twist, el watusi, el mashed-potato y otros bailes desenfrenados derivados del rock and roll, que no tardaron en convertirse en la punta de lanza del arte de la seducción de la época. Para hacerse una idea basta con escuchar a The Contours, que en 1962 cantaban «me rompiste el corazón / porque no sabía bailar […] ahora bailo el mash-potato / y bailo el twist / dime, nena / ¿ahora me quieres?». 

Como parte de la explosión de energía que representaron los sesenta tras el puritanismo de los cincuenta, se puso de moda que bailarinas espontáneas se subieran a las mesas de los clubes a bailar exaltadamente el twist. Los promotores tomaron nota y no tardaron en contratar a alguna de estas chicas para que bailara durante la noche en plataformas o jaulas suspendidas sobre la pista: acababan de nacer las bailarinas go-go. Lo que empezó siendo una moda en la costa oeste de los Estados Unidos no tardó en extenderse por todo el país y, con matices, por gran parte de occidente. El videoclip no oficial de la canción «Psycho», de The Sonics, muestra cómo eran estas bailarinas de los primeros sesenta. Ese clip me fascina: la go-go en su jaula de metacrilato no baila para el espectador, sino que está poseída por la música, extasiada y perdida en su propio baile desinhibido, ajena a lo que ocurre a su alrededor y al hombre que aúlla de deseo a sus pies. 

 En 1964 Mary Quant inventó la minifalda, que no tardó en convertirse en el uniforme de las go-go y de las chicas atrevidas en general (cortocircuito mental: acaba de aparecer Manolo Escobar en mi cerebro cantando su inmortal «No me gusta que a los toros / te pongas la minifalda»). Ese mismo año el diseñador Rudi Gernreich inventó el monokini, prenda de ropa con pretensiones futuristas que dejaba ambos pechos al aire. Desgraciadamente, no llegó a cuajar como vestimenta habitual, aunque gozó de popularidad suficiente como para que la policía de Nueva York recibiera órdenes explícitas de arrestar a cualquier mujer que lo llevara puesto. 

El 19 de junio de ese mismo año, el Condor Club de San Francisco anunció el primer espectáculo abiertamente topless del que se tiene constancia. Al empezar el show, un enorme piano suspendido en el techo bajaba hasta el escenario llevando encima a la bailarina go-go Carol Doda, vestida apenas con un monokini y bailando desenfrenadamente. Doda no tardó en convertirse en un icono popular, y actuó en el Condor veintidós años seguidos. El striptease clásico quedó herido de muerte: el espectáculo de Doda no era un strip, puesto que cuando aparecía en el escenario ya estaba prácticamente desnuda, ni tenía gran cosa de tease, siendo mínima la interacción con el público. Los bailes go-go proyectaban juventud, rebeldía y fuerza en lugar del la elegancia lánguida y voluptuosa de las reinas del burlesque como St. Cyr o Gypsy Rose.

Las go-go encarnaban una imagen de la femineidad agresiva, dueña de su propia sexualidad y segura de sí misma, que vería su punto álgido en las supermujeres de las películas de Russ Meyer y especialmente en su obra maestra Faster, Pussycat! Kill! Kill!, estrenada en 1969. Cómo adoro esa película. Ya sus cinco primeros minutos son inolvidables… Planos hiperbreves e hipnóticos de las esculturales Tura Satana, Haji y Lori Williams bailando en un go-go bar y jaleadas por un fantasmagórico público que clama: «¡vamos, más rápido, go, go, go, go!».

La revolución sexual de los sesenta y setenta transformó la manera en que se percibía el desnudo en escena gracias a musicales de éxito masivo como Hair, que incorporaron con enorme polémica desnudos integrales en espectáculos no eróticos. En la escena inicial de Oh Calcutta!, actores y actrices se desnudaban con un aire indiferente y casual, apareciendo en cueros bajo una neutral luz blanca. No había artificio ni erotismo: lo que se buscaba era la ruptura del tabú del desnudo público y la aceptación de que todo cuerpo es digno de ser exhibido, no solo los excepcionalmente bellos. En los círculos vanguardistas se fue más allá, y grupos de performance como COUM Transmissions, de mi admirado artista Genesis P. Orridge, incluyeron en sus espectáculos no sólo desnudos integrales sino también actos sexuales explícitos. 

Todos estos factores acabaron con el striptease como espectáculo de masas, y el desnudismo fue marginalizado y empujado a salas X y clubes de carretera. Sin embargo, algunos aspectos cambiaron para bien. Antes de los años setenta era muy difícil encontrar stripteasers masculinos excepto en locales underground del mundo gay, forzosamente poco visibles debido a la homofobia imperante. Cuando a finales de los cincuenta Mike Wallace le pregunta a Lili St. Cyr qué opinión le merecería un hombre stripper (utiliza la expresión beef cake, eufemismo de desnudo masculino), la reina del burlesque duda y dice que lo encontraría infantil, artificial, poco creíble. Haría falta la liberación sexual y el avance del feminismo para que no se hiciera extraña a ojos del gran público la aparición de un hombre dispuesto a desnudarse en el escenario con intención erótica. A finales de los setenta, grupos de strippers como los Chippendales popularizaron una imagen icónica, reflejo de las conejitas Playboy: strippers musculosos vestidos apenas con slip y pajarita.

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Los Chippendales en los 80. Imagen: Discovery +.

Siempre he echado en falta una edad de oro del striptease masculino, con sus equivalentes a las reinas del burlesque Gypsy, Rand y St. Cyr. Al popularizarse tan tarde, el striptease masculino llegó en la era de las despedidas de soltera y el cine porno, y a mucha gente le costó (le cuesta aún hoy en día) reajustarse a la idea de un hombre desnudista. El mismo Jean Baudrillard escribe: «En los shows de striptease masculino miramos a las mujeres y sus expresiones ansiosas; resultan más obscenas que si fueran ellas las que estuvieran bailando desnudas».  

De nuevo en la entrevista de Mike Wallace, Lili St. Cyr afirma que le gusta asistir a espectáculos de amigas strippers y disfrutar con la visión de otras mujeres bailando, desnudándose y celebrando su belleza. ¿Por qué en un striptease masculino Baudrillard mira a las mujeres del público en lugar de al escenario? Si recordáis, en la mitología (es decir, en el inconsciente colectivo) tenemos stripteases de mujeres y para mujeres: Baubo y Deméter, Inanna y Ereshkigal, Uzume y Amaterasu. ¿Nos falta a los hombres una mitología del desnudismo y la belleza masculina? 

Séptimo velo: Christa Leem muestra sus cartas

Las artistas del Neo Burlesque quieren vulva y raciocinio, sexo y política, pero sobre todo quieren devolver el tease dentro del strip. (Mithu M. Sanyal)

¿Qué ocurría mientras tanto en España? No gran cosa, en realidad: en los años grises de la censura franquista estaban permitidas la revista y el cabaret, pero era inimaginable un striptease como el de las diosas del burlesque. Cuenta el humorista Godoy que el portero de MrDollar, el cabaret barcelonés en que actuaban él y su mujer en 1974, tenía un botón de emergencia que activaba una bombilla roja en el escenario. Si entraba algún censor franquista, la luz roja avisaba a las chicas de que no podían quitarse la ropa interior en el escenario. Sin embargo, si la luz permanecía apagada, no había límites…

Tras la muerte de Franco y el advenimiento del destape, el striptease salió al fin de la clandestinidad. Un nombre destacó sobre todos los demás durante la transición: Christa Leem, musa de la intelectualidad catalana, icono de la libertad artística y sexual y reina del striptease. Además, protagonizó un montaje de The Rocky Horror Show, y ya solo por eso tendría ganado un lugar en mi corazoncito. Como una Gypsy Rose catalana, se codeó con los círculos intelectuales barceloneses y trabó amistad con el poeta Joan Brossa, que escribió el guion de varios de sus números. Su estilo de striptease era casi minimalista, alejado de los disfraces y plumas de la revista tradicional. En 1977 se emitió por televisión un striptease guionizado por Brossa en el que Christa, vestida con ropa de calle, se desnudaba lentamente a un ritmo lánguido de jazz, encontrando cartas de baraja española escondidas en cada una de sus prendas.  

El striptease se popularizó en España en los ochenta a través de las go-gos cada vez más ligeras de ropa de discotecas como Studio 54, Pachá, o los locales en que se celebraban las fiestas Manumission en Ibiza. Con el paso de los años las animaciones se fueron volviendo cada vez más eróticas, y en los noventa se vivió una auténtica fiebre del striptease en todas sus variantes: artística, clásica, acrobática y más abiertamente pornográfica (no todas las stripteasers de esta época vienen del porno, pero algunas, como Sophie Evans, sí). El gran Guillermo Hernáiz, exdirector de Primera Línea y buen conocedor de la escena nocturna española, recuerda cómo una buena stripteaser como Karina Moure o Sandra G. podía hacer varias actuaciones muy bien remuneradas en tres o cuatro discotecas en la misma noche. Bailarinas como Chiqui Martí o Susana Reche dieron el salto a la fama y coparon portadas de revistas gracias a los late night televisivos, y han sabido buscarse la vida desde entonces. Por ejemplo, Chiqui abrió una escuela de striptease con el lema «Sensualidad, femineidad y autoestima», donde se enseñaban los trucos y técnicas del desnudismo como técnica erótica, baile artístico… o ejercicio físico con el que ponerse en forma. El pole dancing, es decir, el baile que utiliza como punto de apoyo una barra vertical, nació en el mundo del striptease pero se extendió a finales de los noventa a competiciones de danza y gimnasios, al emplear una muy estética combinación de ejercicios aeróbicos y anaeróbicos. Pero más vale ir con cuidado: la biografía de Jenna Jameson dedica un capítulo entero a las lesiones que pueden causar los accidentes en la barra.

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Christa Leem. Imagen: RTVE.

El boom del striptease en España no fue solo femenino; si bien al haber menos demanda estaban menos cotizados, nunca han faltado los «chulazos», tanto en despedidas de soltera como en locales gay, especialmente en Ibiza.

Mientras tanto, en el resto del mundo el striptease se volvía cada vez más explícito y marginal, llegando solo al gran público a través de películas más o menos desafortunadas. En 1995 Paul Verhoeven estrenó Showgirls, una insensata marcianada con un incomprendido sentido del humor kitsch que se convirtió en peli de culto pero no hizo gran cosa por reflejar el mundo de las stripteasers modernas. Tampoco triunfó un año más tarde Striptease, protagonizada por una neumática Demi Moore. En lugar de un drama involuntariamente cómico como Showgirls, resultó ser una comedia involuntariamente dramática, con un guion rebosante de topicazos y una protagonista que se pasea por la película con una mirada aburrida y desapegada. Al menos, la posterior Full Monty, con su McGuffin en forma de striptease integral masculino, resultó divertida.

Por suerte, los noventa también vivieron un interesante revival del burlesque tradicional, el de la edad de oro del striptease clásico. Las intérpretes de neoburlesque recuperaron los disfraces glamurosos de Lili St. Cyr y los chistes obscenos de Gypsy, centrándose más en el baile y la actuación que en el hecho ya superado de mostrar más o menos cantidad de piel. Este nuevo burlesque hereda de la revolución sexual la aceptación de otros tipos de cuerpo más allá de la belleza clásica. En palabras de la escritora y bailarina Michelle Baldwin, alias Vivienne VaVoom: «El neoburlesque celebra a mujeres de cualquier peso, altura y color. Fortalece a las mujeres que vienen a ver estos espectáculos porque se dan cuenta de que el público valora especialmente a una persona parecida a ellas mismas». En el neoburlesque se encuentran tanto profesionales como un gran número de amateurs con ganas de probar qué se siente exhibiendo el propio cuerpo con estilo. En los espectáculos del teatro VaVoom Room de Nueva York tres de cada cuatro espectadores son mujeres, y solo se permite el acceso a hombres si van acompañados de alguna mujer. No es esto algo nuevo, pues Gypsy ya había puesto gran énfasis en lo importante que eran para ella las otras mujeres, tanto sus compañeras como entre el público.

La estilosa bailarina de neoburlesque Dita Von Teese ha triunfado gracias a la muy inteligente combinación de la estética de pin-up de Bettie Page con la espectacularidad glamurosa de los números de St. Cyr, actualizada por el «porno chic» de Helmut Newton y su querencia por el lujo burgués y decadente. Un tremendo cóctel que podría servirse en una copa de Martini gigante como las que utiliza en su número más famoso. 

Como acostumbra a ocurrir, el neoburlesque llegó a España tarde pero con mucha fuerza. Tal vez las noticias de la muerte del striptease habían sido exageradas, después de todo. 

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Dita Von Teese. Foto: Cordon.

Conclusión: desnudarse en el siglo XXI

El 23 de octubre de 2011 la activista egipcia Aliaa el Mahdy colgó en su blog varias versiones de una foto en que estaba prácticamente desnuda. En tres de ellas aparecen unos rectángulos amarillos que cubren, alternativamente, boca, ojos y vulva, en una metáfora de la censura del conocimiento, la expresión y la sexualidad. A las pocas horas se desató una enorme polémica en que la bloguera recibió tantos apoyos como insultos. En su propio país, tanto liberales como conservadores la atacaron en una pinza religiosa y pacata. De todas las muestras de apoyo recibidas, mi preferida es la que le brindaron cincuenta mujeres israelíes apareciendo desnudas en una fotografía junto a una pancarta reivindicativa; una vez más, el desnudismo sirvió de canal de comunicación entre mujeres. En toda sociedad que considere tabú la desnudez, el acto de quitarse la ropa fuera de la intimidad del dormitorio se convierte en un desafío social, una transgresión y un acto de valentía. Tal vez el striptease aún tenga pues un sentido político y revolucionario en países de moralidad conservadora, o en los que la censura detente un enorme poder (es inevitable pensar en China y su Gran Cortafuegos de Internet). 

En algunos países nórdicos se han promulgado leyes que esconden un castrante conservadurismo tras una fraseología presuntamente feminista. En 2010 el parlamento islandés prohibió el striptease con el miope argumento de que desnudarse en público es convertir a las mujeres «en un producto a la venta». Aun sin entrar en absurdos como el de la situación de los strippers masculinos, una ley así provoca en mi opinión un efecto similar al del abolicionismo estricto de la prostitución: por un lado no resuelve el problema del tráfico de mujeres forzadas a ejercer contra su voluntad, como mucho lo desplaza… y además añade un problema nuevo a las mujeres (y hombres) que no ven nada vergonzoso en el hecho de desnudarse y quisieran hacerlo, sea por dinero como St. Cyr o por simple placer y expresión artística como muchas bailarinas de neoburlesque. 

Llega el momento de contestar a la pregunta que ha planeado sobre esta serie artículo: ¿cómo podremos sobrevivir al gris siglo XXI reinventando la sensualidad desnudista del pasado? 

Muchos de los jóvenes que se agolpaban en el siglo XIX en torno a Le coucher d’Yvette no habían visto jamás una mujer desnuda. Pero a estas alturas ya no tiene sentido el striptease que juegue con el misterio del cuerpo, sino el que estudie qué convierte a cada cuerpo concreto en un arma sexual. Gypsy nunca fue la guapa de su familia y Mata Hari tenía cara caballuna y pechos diminutos, pero eso no les impidió convertirse en mitos sexuales. En la Fat Bottom Revue de California, bailarinas con sobrepeso exhiben sus cuerpos como deseables y eróticos. Tempest Storm bailó hace diez años en stripteases de neoburlesque, desafiando el principio de que solo los cuerpos jóvenes son sexualmente activos. Es posible transformar lo que podría ser un defecto en tu mayor fortaleza.

Tampoco tiene sentido en la sociedad occidental un striptease que juegue con la sensualidad de lo prohibido. En los países con revoluciones sexuales pendientes se puede sentir un placer transgresor al desafiar las leyes contemplando un striptease público, pero ese tipo de excitación se convierte siempre con el tiempo en infantil e irrelevante, símbolo del último estertor de un sistema caduco de represión corporal que se resiste a morir.

El striptease del siglo XXI debe ser un híbrido de la sensualidad inteligente de Gypsy Rose Lee, la elegancia glamurosa de Lili St. Cyr, la corporalidad de Tempest Storm, la alegre ingenuidad de Bettie Page. La fusión de una Baubo risueña consciente del poder que encierra su vulva, una sanadora Ama-no-Uzume, una Friné que no se tape la cara avergonzada como en el cuadro de Gêrome sino que luzca con orgullo su desnudez divina ante los jueces… Un striptease entendido como ritual de profundos significados, capaz de liberar la libido encadenada cuando forma parte de juegos de seducción y belleza. Un striptease no orientado solamente a despertar el deseo masculino sino el deseo en sí mismo, el de la bailarina por su propia actuación y el del público por la belleza intrínseca de un cuerpo que se exhibe con orgullo. Y por supuesto, una asignatura pendiente en esta misma línea es recuperar los años perdidos del striptease masculino y crearle una mitología y un espacio propios más allá del rito de las despedidas de soltera. ¿Para cuándo una escuela de striptease como la de Chiqui Martí pero orientada a hombres que quieran aprender a sexualizar su cuerpo y sacarle partido? 

Al evolucionar, el striptease se convertirá también en un medio de expresión. La bailarina Julie Atlas Muz, por ejemplo, lo utilizó como herramienta en una actuación-protesta contra la restricción de los derechos civiles en los Estados Unidos post 11-S. En su número, entraba en escena atada y con los ojos vendados, y su striptease consistía en desnudarse quitándose una cuerda tras otra.

Veamos… ¿Falta algo en esta lista de buenos deseos? Pues sí, claro: mejorar la imagen social de la stripteaser, ya que las mujeres que se desnudan en público han sido vistas tradicionalmente con una enorme negatividad. A veces como prostitutas. Por ejemplo, cuando Gilda intenta desnudarse en público para avergonzar a su marido y le espeta «así verán que estás casado con una…», siendo interrumpida por una bofetada. Otras veces las stripteasers se han percibido como amenazas al orden social, al igual que Mata Hari-Salomé sosteniendo una cabeza cortada. En ocasiones han sido representadas como estúpidas, véanse las mil parodias de strippers tontitas… Y a menudo se las trata como mujeres descarriadas, con la condescendencia perdonavidas de quien se siente superior. Cuánto más divertida y leve es la mirada de Stan Lee al crear a Stripperella, superheroína de cómic, stripteaser y agente secreto que lucha contra el mal con sus reflejos de pantera, superinteligencia y una larga melena rubia que le sirve de paracaídas. 

Bien, ya tenéis (tenemos) trabajo suficiente para el presente siglo, así que es hora de despedirme con un mensaje a los lectores y lectoras que hayan hecho caso a lo que aconsejaba en la introducción y se hayan ido desnudando durante las siete secciones del artículo. Respirad hondo. Contemplad vuestro cuerpo, apreciad sus virtudes y defectos. Y cuando giréis la página, levantaos y bailad como vuestro instinto os dicte… Si necesitáis atrezo, cualquier titánico ejemplar escrito de Jot Down os servirá admirablemente, como los abanicos de cuerpo entero de Sally Rand

Hemos entendido al fin que la desnudez es natural. Ahora, aprendamos a lucirla. 

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