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Kowloon: donde nunca pasa nada bueno

Kowloon
Kowloon ca. 1980. Fotografía: Getty.

23 de marzo de 1993. En un desangelado distrito de Hong Kong, centenares de ojos contemplan con mucho interés la danza ejecutada por una bola de demolición al balancearse en el aire, segundos antes de impactar contra el costado de un edificio de ocho plantas. Al golpear el inmueble, el estruendo producido por la pelota metálica se ahoga entre los aplausos, los vítores, los abucheos y las protestas de la variopinta tropa de testigos congregada en el lugar para presenciar el destructivo evento. 

Se trataba de una escena inusual, porque las esferas de acero y las obras de albañilería habitualmente no captan tantas miradas cuando las primeras no son cabalgadas por Miley Cyrus y las segundas no son contempladas por jubilados ociosos. Pero es que aquel derribo, que incluso estaba siendo retransmitido en directo por las televisiones locales, suponía un acontecimiento extraordinario. El inicio de los trabajos de demolición, que se alargarían durante doce meses, del emplazamiento urbano más demencial construido por el ser humano: un micromundo hiperpoblado de cemento y fluorescentes donde imperaban leyes propias, un caótico hormiguero humano regentado por tríadas mafiosas y negocios ilegales, un Grand Theft Auto sin coches y en formato comunidad de vecinos, una aglomeración de edificios apilados entre sí ignorando alegremente toda ley urbanística o del más mínimo sentido común. El asentamiento más poblado del planeta en el menor espacio posible, el peor agujero imaginable para entrar a vivir. Una metrópolis de ciencia ficción instalada en el mundo real: la ciudad amurallada de Kowloon.

La ciudad donde nunca pasa nada

A Kowloon le tomó su tiempo convertirse en la zona residencial menos recomendable de la historia. Oficialmente, el emplazamiento se constituyó en el siglo X, bajo el reinado de la dinastía Song, a modo de humilde fuerte militar chino desde el que supervisar el comercio de sacos de sal. Durante los siglos posteriores, lo más emocionante que ocurrió en aquellos cuarteles fue que treinta soldados se instalaron en ellos durante varias jornadas de 1668 para, presuntamente, echarse la siesta y vigilar que los arbustos de la zona no crecieran demasiado deprisa. 

Kowloon
Kowloon, 1988.Fotografía: Tommy Cheng / Getty.

En el verano de 1842, el Imperio británico y la dinastía Qing se sentaron en una misma mesa para firmar el Tratado de Nankín, el acuerdo de paz que pondría fin a la primera guerra del Opio, aquella en la que los ingleses habían acorralado a unos chinos que no dejaban de requisarles la droga. El convenio obligó a la estirpe Qing a pagar una pasta gansa a los británicos, en compensación por el opio retenido durante años, y también a cederles la isla de Hong Kong. Pero, como la cosa seguía tensa, y los orientales no se fiaban un pelo, desde la casa Qing decidieron reforzar un pequeño emplazamiento militar ubicado en una costa cercana a la isla, aquel que otrora se dedicaba a supervisar el comercio salado, aquel donde nunca pasaba nada. Para ello, en 1847, levantaron una muralla alrededor de dicho fortín, y sentaron sobre ella a muchos soldados leyendo periódicos con un par de ojos recortados en las páginas, con la idea de no quitarles el ojo de encima a los británicos.

En 1898, el Reino Unido aprovechó que la dinastía Qing había salido muy escaldada de guerrear contra los japoneses para forzar la firma de la Segunda Convención de Pekín, un acuerdo que regalaría al Imperio británico muchas más tierras chinas. Curiosamente, el emplazamiento militar amurallado, en cuyo interior vivían más de setecientas personas a aquellas alturas, quedó excluido del yugo inglés. A China se le permitió incluso colocar mandos militares en aquel lugar, con la condición de que no le tocasen las narices al ejército británico. Un año más tarde, los ingleses saltaron la muralla del asentamiento en busca de oficiales chinos amasando planes maquiavélicos, y, al invadirlo, descubrieron que la mayoría de los soldados y de los civiles residentes habían huido de manera sospechosa.

En 1912, tras el fin de la dinastía Qing, el Imperio británico declaró la ciudad amurallada como propia, pero tampoco le hizo mucho caso en los años posteriores, y prefirió dejar que su medio millar de habitantes se las apañasen solos y a su bola. Para los ingleses, aquel sitio no tenía interés militar o urbano alguno. No era más que una curiosidad exótica, un pueblucho que en algunos mapas ingleses de la época figuraba simplemente como Chinese town porque lo veían como poco más que un parque temático turístico. En 1933, al ver que aquel asentamiento era un sindiós, los gobernantes decidieron demoler las desvencijadas casas del poblado amurallado y reubicar a sus inquilinos. Al mismo tiempo, el Gobierno nacional de la República de China comenzó a reclamar el terreno como suyo, pero tuvo que dejar aparcado el tema cuando estalló una nueva batalla contra Japón. Allá por 1941, en plena ocupación japonesa de Hong Kong durante la Segunda Guerra Mundial, de aquella Chinese town tan solo quedaban en pie tres edificios y unas hermosas murallas. Aunque estas últimas serían demolidas y trituradas por un ejército japonés que necesitaba craftear piedra para construir un aeropuerto cercano.

Kowloon
Kowloon ca. 1990. Fotografía: Getty.

La ciudad donde nunca pasa nada bueno

Tras la Segunda Guerra Mundial, los nacionalistas chinos reclamaron el terreno de la discordia y comenzaron a elaborar planes para construir en él una urbe mínimamente organizada con todo tipo de servicios. Pero el proyecto se vino abajo tras la guerra civil china. Por una parte, los comunistas derrocaron a los nacionalistas. Por otro lado, la ciudad amurallada de Kowloon había dejado de ser fortín en ruinas para convertirse en refugio en ciernes: cientos de individuos desesperados, huyendo de las penurias de la contienda civil local, se habían asentado en aquella parcela de cualquier manera. Y como resultado, surgió un poblado improvisado donde se apiñaron más de dos mil personas. El Gobierno británico, ante aquel panorama, trató sin éxito de desalojar la zona. Tras varias revueltas violentas, algún consulado ardiendo, protestas estudiantiles ocupando los titulares y con el Gobierno chino alentando a los refugiados a plantar cara al invasor, los británicos decidieron que el esfuerzo no valía tantas penas. Finalmente, aquellos occidentales se lavaron fuerte las manos y llegaron a un acuerdo que tenía bastante miga: la embajada británica reconocería la jurisdicción china sobre la ciudad amurallada de Kowloon a cambio de que los chinos acordasen no intentar ejercer nunca dicha jurisdicción. Y así, entre el más absoluto caos, desorden y sudapollismo gubernamental, se asentaron los cimientos de la mejor peor ciudad del mundo.

En unos pocos años, la anárquica ciudad amurallada de Kowloon acogería a más de diecisiete mil personas a lo largo de dos mil quinientos chamizos destartalados construidos con madera, en una extensión de tan solo dos hectáreas y media. En 1950, la cosa ardió, literalmente: un sospechoso incendio arrasó con casi todas las inflamables moradas. Pero aquello no supuso el final de la urbe sino un nuevo comienzo. Porque provocó que llegase más gente para fabricar nuevas viviendas, utilizando ladrillo y cemento en esta ocasión, creando un entorno de edificaciones amontonadas cuya apariencia evidenciaba que a sus responsables no les venía nada en el diccionario por la palabra urbanismo. Con los británicos mirando para otro lado y los chinos utilizando su jurisdicción sobre Kowloon solo para colocarse medallas políticas, la ciudad se convirtió en un universo fuera de toda ley. Entre sus estrechos callejones no existía regulación alguna, ni competencias sanitarias, ni impuestos, ni servicios de limpieza, ni normas de civismo, ni siquiera presencia policial. Sobre el papel, Kowloon era terreno virgen para el delito. En la práctica, se transformó en abono para el crimen cuando cinco tríadas de gánsteres (las bandas Sun Yee On, 14K, King Yee, Tai Ho Choi y Wo Shing Wo) convirtieron la urbe en su residencia habitual, tomando el control de las salas de juego, los puticlubs o la producción y distribución de drogas como el opio y la heroína. Sir Alexander Grantham, gobernador de Hong Kong por aquel entonces, definió la ciudad con delicadeza como «un pozo negro de iniquidad, repleto de divanes de heroína, burdeles y todo lo que es desagradable». 

Kowloon era un nido de delincuencia, pero no todos sus residentes eran mafiosos o pimps. La gran mayoría de ellos tan solo buscaban subsistir, y para lograrlo crearon su propia industria estableciendo centenares de negocios y cadenas de producción al margen de las leyes. Desde fábricas textiles a empresas de alimentos, pasando por dentistas pirata que eran visitados por los foráneos en busca de algún apaño bucal barato. Las condiciones eran pésimas, insalubres e inhumanas, pero los beneficios eran altos a base de exportar el producto. Durante años, los habitantes más refinados de Hong Kong devoraron en sus restaurantes, sin saberlo, la comida elaborada en la ciudad más malsana del país.

Con la llegada de los años sesenta, los residentes de la villa, que por aquel entonces sumaba treinta y tres mil habitantes, se transformaron en hooligans de la construcción creativa y comenzaron a erigir nuevos inmuebles sin parar, y sin tomar demasiadas precauciones. Observando los modernos rascacielos que se alzaban en Hong Kong, imitaron el concepto y comenzaron a construir en vertical, creando torres a base de apilar nuevas estructuras modulares sobre las antiguas. Al no existir ningún tipo de regulación en temas de ladrillo, las obras se finiquitaban en tiempo récord, aunque, eso sí, las construcciones resultantes requerían de bastante fe por parte de sus inquilinos para confiar en la mágica estabilidad de todo el asunto. A menudo, aquellos rascacielos caseros se apoyaban unos contra otros, creando estampas que provocarían varios ictus en un colegio de arquitectos. Construcciones alarmantes de torres sosteniéndose sobre otras torres aledañas, que los ciudadanos de Kowloon se tomaban con humor al apodarlas como «edificios enamorados».

Kowloon
Una vista aérea de Kowloon en 1989. Fotografía: Ian Lambot. Cortesía de Ian Lambot: City of Darkness: Life in Kowloon Walled City (1993).

La ciudad de la oscuridad

A principios de los setenta, la policía se puso las pilas y ejecutó más de tres mil quinientas redadas en el interior de la ciudad amurallada de Kowloon. En décadas posteriores, la urbe dejó de ser gradualmente una barra libre para delincuentes y comenzó a adquirir niveles más razonables de crimen sin castigo. Pero lo que continuó siendo una verdadera amenaza fue el problema de la disparatada masificación demográfica. En los ochenta, Kowloon daba cobijo a cincuenta mil vecinos en sus raquíticas dos hectáreas y media de superficie, coronándose como la zona con mayor densidad de población del globo con unos números envidiables: una media de más de 1,25 millones de habitantes por kilómetro cuadrado. Ciento setenta y cuatro veces más densa que la Nueva York actual, trescientas sesenta y dos más que Madrid, y cuarenta y tres más que Manila, el rincón más superpoblado hoy en día si no tenemos en cuenta los macrofestivales musicales. En cierto momento de lucidez, los constructores decidieron restringir la altura máxima de los rascacielos kowloonianos a las trece plantas. Y no lo hicieron por falta de ambición, sino para evitar que los aviones del aeropuerto cercano acabasen aparcando el morro dentro de las viviendas por accidente.

En su apogeo, la ciudad amurallada de Kowloon constituía una pesadilla arquitectónica fascinante, el infierno urbano definitivo. Un laberinto angosto de residencias cochambrosas amontonadas, cemento, cables, escaleras, rascacielos improvisados, antenas de televisión, toneladas de basura y estrechos pasillos a los que sería extremadamente optimista denominar callejuelas. En gran parte de la urbe, el caos estructural era tan excesivo como para ni siquiera permitir la entrada de la luz del sol, algo que se intentaba solventar instalando fluorescentes y luces de esas que zumban raro. Ante tanta sombra imperante, Kowloon recibió el popular sobrenombre de «Ciudad de la Oscuridad». Pedro Torrijos definió Kowloon como un tumor, y esa es una descripción de lo más certera: un organismo maligno, hinchado e infeccioso, que crece contaminándolo todo sin restricciones. Un asentamiento tan masificado, empacado y caótico que tenía pinta de mundo distópico de ciencia ficción. Porque eso es exactamente lo que era.

La Ciudad de la Oscuridad, la inhumana urbe amurallada sin murallas visibles donde vivían seres humanos, acabaría convirtiéndose en inspiración para aquellas ficciones de las que parecía surgida. Diferentes versiones de la anárquica Kowloon aparecieron reflejadas, directa o indirectamente, en los mangas Kuraingo Furīman (Crying freeman), City of Darkness o Buraddo Purasu (Blood+); las novelas The Bourne Supremacy (El mito de Bourne), de Robert Ludlum, y The Bridge Trilogy, de William Gibson; las películas Batman Begins, Bloodsport (Contacto sangriento), Cheung Ngon Cho (Historia de un crimen) o Saang Gong Kei Bing (Long Arm of the Law); los videojuegos Shenmue II, Call of Duty: Black Ops, Stray, Strangehold, Fear Effect; o la serie de anime Street Fighter II-V. En las estanterías de las librerías, la historia y los rincones de la ciudad eran suficientes para convertirse en protagonistas de tomos fascinantes: una tropa de arquitectos curiosos examinó desde dentro aquel averno urbano para dibujarlo meticulosamente en las espectaculares páginas desplegables del libro Kowloon Large Illustrated. Y las instantáneas de los entresijos de la ciudad realizadas a finales de los ochenta por el canadiense Greg Girard, fotógrafo de National Geographic, alumbraron un volumen fabuloso titulado City of Darkness.

Con el paso del tiempo, los literatos chinos romantizarían la vida en Kowloon en sus escritos. J. Wáng definiría aquel Tetris de viviendas como una «ciudad inexpugnable, defensa y fortaleza, que cayó en manos de los piratas invasores de Inglaterra, Escocia y Gales». Y Leung Ping-kwan recordaría que en las mismas calles convivían putas con curas, niños, strippers y yonquis, pero que, en el fondo, aquel fue un entorno «muy complejo, que no se presta a la generalización. Un sitio que parecía aterrador pero donde la mayoría de la gente seguía llevando una vida normal. Un lugar como el resto de Hong Kong». 

A mediados de los ochenta, el Gobierno del país anunció su intención de tirar abajo la ciudad por completo y pasar la escoba por la zona. Pero el inicio de las tareas de derribo no tendría lugar hasta 1993, tras invertir más de trescientos dieciséis millones de euros en desalojar la ciudad y recolocar a sus moradores. El 23 de marzo de dicho año, varios oficiales, delegados y curiosos aplaudieron mientras contemplaban cómo una bola de metal tumbaba un edificio de ocho pisos, iniciando oficialmente las obras de saneamiento. A su lado, un grupo de protestantes, formado por exhabitantes de Kowloon, silbaban y abucheaban el destrozo. En abril de 1994, los últimos escombros de la Ciudad de la Oscuridad fueron retirados del solar donde aquel monstruo se erigió durante décadas. En su lugar se construyó la antítesis de la desaparecida aberración urbana: el parque de la Ciudad Amurallada de Kowloon. Un extenso entorno verde compuesto por distintos jardines de temáticas variadas junto al restaurado Yamen, un rústico edificio gubernamental chino que poseía el fortín original. Y sin murallas a la vista.

Kowloon
Una niña juega con la lluvia en Kowloon ca. 1990. Fotografía: Serge Attal/Getty Images.

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2 Comentarios

  1. Increible. ¿Hubo algún accidente urbanístico o edificio que callese durante las últimas décadas?

  2. La copia china de 13 Rue del Percebe…

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