Ocio y Vicio Destinos

El Hierro, más allá de donde acaba Europa, más acá de donde empieza el mundo

El Hierro

Y es así como acaba todo.

Así.

Con letras de color blanco en mitad de una montaña.

Después… desierto.

Y el lugar donde comenzaba el mundo.

Después.

La isla de los paisajes dramáticos

El Hierro es la isla de los cuatro símbolos alquímicos. Mires donde mires hay agua, y tierra, tienes fuego, tienes aire. Es taumaturgia de color rojo y color gris volcán, son casas con forma de cubo, es un horizonte imposible. 

Aquí cada paisaje es dramático, y el viento silba melodías de Músorgsky. Hay una mar furiosa, alocada y pendenciera, una mar que es azul solo a veces, que se disfraza de espumerus blancos llegando a la orilla, que tiene tono oscuro, sobrecogedor, allí, cuando empiezas a perder mirares. Observar el océano desde Isora es una sensación rara, una que se te cuela aquí, en la boca del estómago, y te aprieta mucho. Como de terror cósmico, como de Lovecraft tras comer salmón… Allí no hay dunas, sino una cosa que le dicen charcos, y que son pequeños recuerdos de coladas basálticas con arcos, entrantes, cuevas. Tienen color turquesa calmao sobre azul infinito y furioso. Porque, no se engañen… hay un charco que le dicen Manso, pero entraban las olas como suspensos en junio. Gastaba cierto aire, además, a la guarida de Jóvenes ocultos, así que era cosa como para relajarse.

En El Hierro hay, también, vegetación. Árboles, abrojos, flores. Hay pitas cortadas como si fueran espárragos para comer con majao, hay aloe vera (pitas que no comieron espinacas, la nieta punki de fincas liberales, coronas steampunk para tierras que leen a China Miéville), también viñedos, y motitas color amarillo pardusco aquí y allá, tomates cherry camino de Timijiraque. A veces, en El Hierro, te llegas hasta sitios como el mirador de Isora, y desde allí ves roquedal de lava volcánica (roquedal con cantitos sueltos, afilados, puro dolor mientras andas), acantilados encarnaos, polvo suelto que se acumula formando una montaña rusa que llega hasta las olas. Es como La Bonette, pero frente al Atlántico. Y entonces bajas, porque lo quieres vivir todo, y hay un pescador, y te mira así, como diciendo dónde coño va este, y sombras de vencejos dibujan «uves» sobre piedras, y luego se posan en la pared, enseñoreando aquel final del mundo, aquel grado cero que fue y, quizá, sigue siendo. 

(Ah, a ese cono de piedra le dicen Montaña de Las Cuchillas. Y es certero el nombre, oigan).

El Hierro

El Pozo de las Calcosas es algo más relajadate… letime con caída a peso muerto, restos de lava que le hacen el amor al océano, imagen genérica como de puré hecho ayer. Allí hay paisanucos bañándose, porque el Atlántico solo arriba tras chocar en roca, salpicando como si fuese el spa más antiguo del mundo. Para llegar a Las Calcosas debes bajar escalones, muchos (igual doscientos, o trescientos), y pasas entre casucas de piedra volcánica y techos que se hicieron a raquis y palmera, y luego hay un agua fría, que huele mucho a sal, que sabe salvaje. 

Arriba, justo antes de empezar descenso, tienes un bookcrossing. Mucho libro en alemán y en inglés (no Goethe y Shakespeare, se me supone). Hay, también, una bicicleta abandonada, sin cubiertas, llena de herrumbre, con la cadena rota que se enrolla, color naranja intemperie, entre biela y vaina como si fuese un caracol. Parece llevar allí décadas, quizá siglos. 

Cuando volvamos, al día siguiente, no estará, y es el mayor misterio que me llevo de esa isla misteriosa. 

Un poco más al sur, en la zona de El Golfo, volvemos a asomarnos a ese azul omnipresente. Para llegar tienes que subir, luego pasar un túnel, luego bajar. Visión impactante, épica, así que nos detenemos junto a otro de esos Charcos para disfrutarla sin prisa. Allí, sentado, un señor, uno con sombrero de pajas oscuras, bigotín y gesto de Pessoa cansado (vamos, gesto de Pessoa). Hay nueve farolas con capucha color verde (capucha como la de Victor von Doom), caja de electricidad vieja y presencia no-presenciable de bombillas. Aquello, no me pregunten cómo, embellece aun más el sitio. Las olas rompen con tanta fuerza que su resaca arrastra cantos azabacheaos, y el ruido es como de chocokrispis en leche a las siete y cuarenta. Miramos arriba, a los montes. Nieblas, una pared que cae casi vertical, una selva en cumbres. 

El Hierro es ese lugar donde las distancias no se miden en kilómetros.

Son estaciones del año. 

El Hierro

Aguas, limes y lomos

Sabinosa es un caserío blanco sobre mar azul. O, si lo prefieren, un caserío blanco sobre tierra multicolor, tierra ocre, roja, morada, pintarrajeos de verde. A Sabinosa llegas por una carretera que se retuerce como envoltorio de chuche que aprieta un niño goloso, y allí hay casitas, dos o tres tiendas, bares para tomar café o lo que te pida el cuerpo.

Pero Sabinosa es algo que ves desde lejos. Desde la lengua que avanza abajo, al borde de la mar, la lengua que dibuja eses por rocas y grietas. Entonces miras al monte, y ves letras, letras grandísimas, letras blancas, como si fuese un Hollywood herreño, y pone «Las Vegas», porque le dicen a la zona Las Vegas, y sonríes, que nunca imaginaste así el final.

(Falta la «G», pero creo posible rellenar esa ausencia con ingenio limitado). 

Porque Sabinosa es el fin. El fin de un continente, el último pueblo de Europa antes de saltar hasta tierras americanas (no se me pongan pequijosos con que si Azores o Islandias o colonias). La postrer reserva espiritual, que diría un partido de centro o centroderecha, seguro entienden. A partir de Sabinosa… nada. Todo. Naturaleza, acantilados, belleza. Todo, nada. Sin hogares, sin muros.

Sin seres humanos.

La carretera sigue, pues, hacia el desierto. Es camino estrechuco, de color más negro que gris, de superficie rugosa, que zumba bajo ruedas como abejas felices por encontrar té del puerto. Recorre la costa occidental de El Hierro (la costa occidental de Europa) entre paredes a modo de linde, paredes que parecen cubos lanzados por catapultas geómetras. Es como Parque Jurásico, pero sin palmeras (y sin velocirraptores, eso tampoco hay).

Luego empiezas a subir, y esa una cosa que le dicen Lomo Negro, y trepa por laderas volcánicas, y hasta aparecen a lo lejos grietas de erupción y terremotos. Hay horquillas, miradores, asfalto que se hunde a ratitos, cantos de filo áspero que te hacen daño bajo las botas. 

Hay, también, unos siete kilómetros hasta el Lomo Negro, y después media horuca más al bosque de sabinas. Que merece la pena, claro. Las sabinas son árboles dramáticos, son el bonsai que poda Tim Burton desde los primeros brotes, son el tronco de Sleepy Hollow sin sangre, son un espacio telúrico, un Sturm und Grand de tierra fuliginosa, son Friedrich pasando una semanuca en la playa, son Richard Wagner hasta el culo de mojo picón. Las sabinas tienen un tronco grueso, casi liso, de color blanco y tacto suave, un tronco que se curva sobre su propio pesar, que lucha contra vientos y busca tierra firme. ¿Recuerdan la portada de Another World, aquello que sacó Brian May? Pues eso, eso precisamente. Está aquí, en La Dehesa, esa sabina, y cuentan que si anda enferma, porque los turistas son plaga, y bastante gilipollas, y quieren sacarse fotos encaramaos, o tronchan ramas para llevarse un recuerdo…

Ay.

(Al otro lado del lomo, en las zonas más altas, en el mismísimo cimear de El Hierro, hay bosque de laurisilva. Es un espacio donde enseñorean nubes, donde ves niebla moverse con vida propia, a toda velocidad, como si la soplase con fuerza un leviatán travieso. Es la lujuria hecha vegetación, árboles de los que cuelgan líquenes húmedos, líquenes que lloran y hacen así, tap, tap, como tamborilear dedos con gotas gordísimas sobre rozos y acículas marrones. Hay musgos, rocíos, miles de pájaros piando, silencio que llega, a veces, sin avisarte. Silencio que pesa, casi ominoso. Es un soto de ojáncanos y tilacinos, con raíces asomando de la tierra como «oes» a medio dibujar. El viento agita copas y trae ruido de versos, la laurisilva huele a caloca recién sacada del mar, tienes pelo empapado, tiemblas. Si de verdad existen los fantasmas,

y usted sabe que existen los fantasmas, 

todos vendrán a este bosque).

El Hierro 8

Antes esto era meridiano, perros ingleses

Así que seguimos. Hay sabinas a ambos lados de la carretera, hay polvo, hay grietas que afloran sobre la isla como en fotos de un premio literario. Tendrías que avanzar despacito aunque no quisieras.

Pero quieres. 

Así que coronas, y luego desciendes, y vuelves a subir, y no hay nada, absolutamente nada, y curva, curva, curva, una subida, curva, una pendiente, curva, curva, el mar a tu derecha, curva… y un faro. El faro de Orchilla.

Los faros… bueno, a ver, los faros siempre tienen gracia. Aunque sea por fálicos, no hace falta que hayan visto ustedes Lucía y el sexo. Este faro de Orchilla, además, trae cono de volcán al ladito, que enseñorea mogollón. Así que te llegas hasta Orchilla, miras al océano, pones los brazos de esta forma, en jarras (hay que poner los brazos en jarras), frunces un poco el ceño (hay que fruncir un poco el ceño) y piensas que más allá está América. Que si echas un cromo del Mundial 82 al agua (el cromo de Satrústegui, por ejemplo), y tienes fortuna con las corrientes, alguien de, no sé, Jacksonville tendrá bonito recuerdo de aquella Real bicampeona. Suponiendo que no te desvíes demasiado en latitudes, que ya es mucho suponer. Pero mola pensar, te hace sentir pequeñito. 

Qué grande es el Atlántico, colega. 

Ah, que no les engañen nombres… a esto le dicen Mar de las Calmas, pero nanai. Hay olas inmensas, y más resaca que Francis Scott Fitgerald un dos de enero. Si hasta tienen volcanes, ahí abajo. En 2011 a uno le dio por erupcionar, y puso al océano color mamba (mamba verde), y olía mogollón a azufre, y creció el asunto casi trescientos metros, aunque siguió quedando bajo la superficie marina. Le dijeron Tagoro, a ese volcán, y ahora allí tienen un hábitat único, por rico y joven cual heredero ducal. 

Al ladito del faro es donde empezaba el mundo, por cierto. 

Porque aquí está el meridiano de El Hierro. Hay, hoy, un monumento conmemorativo. Me acerco, me pongo a un lado, a otro… medio segundo al oeste, medio segundo al este. Pensé que algo cambiaría, que mi occidentalidad u orientalidad iba a obrar mutaciones en el espíritu. Pero na, todo idéntico. Meses más tarde atravesé el meridiano de Greenwich en bici, por si solo funcionaba el asunto con rayitas en vigor… Otra vez agua. A ver si es que todo esto no son sino artificios…

Lo del meridiano de El Hierro (lo de que El Hierro fuese punto «alfa» en todas las mediciones geográficas) viene ya desde el siglo II, con Claudio Ptolomeo. Digamos que no hubo unanimidades hasta bien entrada la Edad Moderna, porque todos decían que, mira, es que mi meridiano es más largo que el tuyo, y más bonito, y me hace mejor las croquetas, le salen una croquetas riquísimas… Pero en el siglo XVII el cardenal Richelieu (al que recordarán como setter irlandés malo de los mosqueperros) declaró que sí, que esa isla marcaba el fin del mundo, o el principio del mundo, y que a contar todos desde ella. Así que tú estabas en, no sé, Bárcena Mayor, y te daban la longitud en grados al este del sitio (al laduco del faro ese, Orchilla). Y lo mismo con Estocolmo, Roma, Vladivostok o Kuala Lumpur, en el caso que quiera usted hablar sobre Estocolmo, Roma, Vladivostok o Kuala Lumpur en el 1697, por poner ejemplo aleatorio… Vamos, que El Hierro era axial, tío, axial de narices. 

Axis mundi.

¿Que cómo terminó esto? 

Pues cómo va a terminar… con los ingleses.

Digamos que para los sanotes decimonónicos esto de El Hierro ya resultaba algo… en fin, de exotismo. Se usaba mucho el meridiano de París, vale, pero también, y sobre todo, el de Greenwich, observatorio pequeñajo a las afueras de Londres. Vamos, que era todo un dislate, porque te llegaba el mapa del tesoro y no sabías si estaba en la Isla Tortuga, en Vermont o en Albacete. Y así no hay quien se forre, amigos. Así que convocaron una cosa pomposísima con nombre poco mainstream… Conferencia Internacional del Meridiano. Washington, año 1884. Allí decidieron que el meridiano cero sería el de Greenwich, porque los british son superpesaos. Fueron veintidós votos con el sí, dos abstenciones (delegados brasileño y francés) y un valiente «no» en la figura del dominicano Manuel de Jesús Galván, que también era escritor, por si interesan de tales cosas. Ah, en esa misma Conferencia se decidió que las horas del día comenzasen a contar oficialmente con la medianoche, porque los ingleses (otra vez ellos) tenían por costumbre hacerlo desde el mediodía. Vamos, que el té de las cinco era, para Disraeli y sus secuaces, a las cinco horas, y no a las diecisiete, como ocurre en cualquier país civilizao… ay.

(Quedó en el olvido la mucho menos tendenciosa propuesta de Sandford Fleming, canadiense, que propuso tomar como meridiano cero el antimeridiano, que es nuestro meridiano 180. Pasa por el extremo oriental de Rusia, por Amchitka o por Fiyi, pero va usted a compararme… Más racionalista, menos Rule Britannia!, rule the waves. Te queremos, Sandford, te queremos).

Hoy, eso… una especie de espiral, un recordar, una carretera preciosa que pasa casi por encima. El sitio donde terminaba el mundo. 

El desierto de rojo y azul. 

Aun quedan unos kilómetros para retomar la civilización. Queda subir hasta los pinares de El Julán, queda pasar junto a la ermita de Nuestra Señora de los Reyes (encalada en blanco, tejas color naranja). Quedan nieblas, inmensidades, cuervos enormes que graznan confiaos. Quedan curvas y avanzar despaciuco. Y después está Taibique, y El Pinar, y La Restinga, al sur de todos los sures. Después hay casas, hombres y mujeres.

Fuimos hasta el lugar donde comenzaba el mundo.

Ahora hemos vuelto. 

El Hierro

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2 Comentarios

  1. Dwarf Universe

    Que bonito Marcos.

    Soy Gran Canario, el Hierro queda muy lejos de la isla redonda para los parámetros insulares, y hace más de veinte años que no vivo en Gran Canaria aunque la visito a menudo.

    Me gusta que se ensalcen las virtudes de los lugares, cualquiera, y por razones obvias me emociona las que se refieren al archipiélago que me vio nacer.

    El Hierro es puro, es salvaje y afortunadamente aún no masificada. La isla del Hierro es posiblemente uno de los pocos reductos que nos quedan donde la tranquilidad gana al estrés, sus gentes, su vida tranquila, el lento paso del tiempo.

    Enhorabuena, me ha gustado mucho el artículo.

  2. Qué bueno leer un artículo sobre esta isla que demuestra que todavía existe un lenguaje y una forma de reportaje fuera de la corriente dominante. El español no es mi lengua materna y no entendí todo. Me divirtió lo que entendí.

    Vivo en esta isla desde hace unos años. No es el paraíso, pero al menos siento que estoy un poco más cerca del pulso de la vida real aquí.

    El Hierro está lleno de magia y está en manos de los Herreños y todos nosotros no dejar que nos la roben.

    ¡Gracias Marcos!

    Matthias

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