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Rosario Raro: «Escribiendo pueden suceder las cosas tal como yo quiero. Me impresionó tanto ese descubrimiento que aquí sigo, escribiendo para inventar mi mundo»

Rosario Raro para Jot Down B

Todo el mundo en Canfranc conoce a Rosario Raro (Segorbe 1971). El alcalde la invitó a dar el pregón de las fiestas en 2018. La directora del hotel a recorrerlo, allí, los huéspedes la confunden con una de las heroínas de sus novelas. Manuel Bueno, el guía de la ruta literaria basada en su novela, y uno de los personajes que aparecen en este viaje teatralizado a 1944, la ha llevado a visitar las rutas secretas de los contrabandistas y uno de los físicos que trabajan en el experimento NEXT, bajo la montaña mágica de El Tobazo, han especulado con ella, en la mítica coctelería del Hotel de la Estación, si la materia oscura estará hecha del mismo ectoplasma que los fantasmas, que todavía se pasean entre las páginas de sus libros y el túnel que una vez sirvió de refugio a judíos errantes. 

Es doctora en Filología Hispánica y hasta hace muy poco ha sido profesora de Lengua Española y de Escritura Creativa en la Universidad Jaume I de Castellón durante veinte años.

Hablando de libros. ¿Cuál fue el primero?

Recuerdo que se titulaba Los escarabajos vuelan al atardecer y era de una autora escandinava, María Gripe. Trataba sobre unas cartas escritas por el botánico Linneo y su clasificación, y creo que fue la primera vez que pensé que la lectura era una actividad que te sumergía en otro mundo. 

¿Cuántos años tenías entonces?

Tendría unos once o doce años.

Es la edad de los lectores primerizos, ¿no? De la iniciación a la lectura. Y después de empezar a leer a esa edad, ¿cuándo empezaste a escribir?

Uf, mucho antes. Me recuerdo escribiendo desde que tenía uso de razón. Seguramente con ocho o nueve años ya escribí algo, aunque sería muy presuntuoso llamarlo relato. Se titulaba «Mi viaje en una nube». Todavía no me he bajado de esa nube, y creo que se pueden rastrear las influencias, que eran bastante evidentes. La trama se desarrollaba en un laboratorio en Majadahonda y tenía que ver con que entonces estaba viendo Érase una vez el cuerpo humano, que me influenció mucho. Eso me lleva a un punto importante, nadie escribe «de la nada», lo primero que todo escritor hace es reflejar sus lecturas (o, en mi caso, aquellas series de dibujos animados que eran auténticas novelas gráficas). Por eso es tan importante leer mucho, la mejor manera de aprender a escribir es leyendo.

¿Qué fue lo que te impulsó a ser escritora?

Me di cuenta de que escribiendo podían suceder las cosas tal como yo quería. Me impresionó tanto ese descubrimiento que aquí sigo, todavía escribiendo para inventar mi mundo.

A los catorce años te estrenas con Leyendas del Alto Palancia.

Sí, exactamente, esos textos los publiqué en una revista que se llamaba Agua Limpia.

¿Qué te atraía de esas leyendas?

Las leyendas son historias que sobreviven al tiempo y creo que lo hacen porque, aunque cambien las circunstancias, el núcleo que las origina se mantiene y eso hace que se vayan transmitiendo de generación en generación. Esto lo estudió el antropólogo Joseph Campbell, que demostró que en todas las culturas contamos las mismas historias, reducidas a sus elementos básicos. Y las leyendas me atraían no solo por esa transmisión ancestral, sino también por su carácter mágico, ese componente fantástico donde todo era posible.

A esa edad debe ser algo maravilloso, ¿no? Poder escribir y ver tus textos publicados. Pero ¿cómo llegas a escribir esas leyendas? ¿Cómo se hace real que una niña de catorce años publique?

Pues mira, fue porque tuve un profesor maravilloso.

Ahí está, ya hemos sacado al profesor.

Claro, yo creo que la clave siempre es tener buenos profesores, ¿no? En mi caso se llama Enrique Valdeolivas. Seguimos siendo amigos y yo le sigo consultando las cosas que escribo, como si aún tuviera catorce años. Así no envejecemos.

¿Y él fue quien te animó a escribir?

Sí , él organizaba un concurso comarcal y a las personas a las que nos gustaba escribir, en una época donde las actividades extraescolares no estaban tan extendidas, nos hacía una especie de taller de escritura. Claro, siempre ganábamos el concurso los de mi colegio, que era el Pintor Camarón, pero porque había mucho trabajo detrás para prepararnos. Gané ese concurso varios años y fue un paso natural escribir en la revista Agua Limpia.

Así que tus inicios fueron muy tempranos y siempre con un profesor detrás.

Sí.

Y naciste en Segorbe. 

Sí, pero ahora vivo en Castellón. En pleno siglo XXI, con una buena conexión a internet y los medios de transporte que tenemos, podemos vivir donde queramos. Podemos ser nómadas digitales si lo deseamos. 

Es una idea bonita. Pero ¿crees que Segorbe te ha influenciado como escritora, o incluso intelectualmente?

Claro, inevitablemente el lugar donde creces te educa estéticamente. Los paisajes, el peso histórico… Me di cuenta cuando salí de allí que había crecido en una tierra de artistas. En Segorbe hay muchas personas que escriben y muchos artistas gráficos también. Era un hábitat propicio para que se dieran las condiciones para mí, y yo lo asumía como algo natural.

Estudiaste en la Universidad de Valencia y te matriculaste en Filología Hispánica. Cuéntanos algo de tu época en la universidad, ¿eras activista entonces?

Bueno, lo que pasa es que me matriculé en Filología Hispánica pensando que era el lugar donde se iba para aprender a escribir. Pero me encontré con una carrera, para mi gusto, excesivamente teórica y poco técnica. Sin embargo, después tuve la oportunidad de especializarme en Escritura Creativa en Lima, esta era la disciplina que realmente me interesaba.

Por primera vez en la universidad tienes que desenvolverte por ti misma. ¿Cómo fue esa experiencia?

Yo creo que el aprendizaje de las personas jóvenes va más allá de la facultad, ¿no? Es un aprendizaje vital también. Son las primeras experiencias de asumir la responsabilidad. Y tengo un enorme agradecimiento a mis padres porque cuando dije que quería estudiar Filología, en ningún momento me dijeron esa frase tan típica de «eso no tiene salida».

Esa frase que siempre escuchábamos hasta la saciedad.

Exactamente. Pero yo creo que la salida se la busca uno. Todos estamos en varios laberintos simultáneos, y aunque tardemos más o menos en encontrar el camino, cuando nos dedicamos a algo que coincide con nuestra vocación, el resultado es que, donde otros trabajan diez horas, nosotros trabajamos veinte. Y claro, el resultado inevitablemente tiene que ser mejor.

Perteneces, casi casi, a la generación Nocilla. En tu tesis doctoral hablas de los textos expandidos, lo que parece describir un cambio de paradigma en tu generación. ¿Cómo ves ese cambio?

Sí, me resulta muy interesante. Creo que ahora, con todos los recursos que tenemos como la fotografía, el vídeo, el audio, no entiendo por qué los libros no son hipertextos todavía. Es decir, mucha gente ya lee nuestras novelas buscando en Google los lugares o temas mencionados. Entonces no tendría sentido hacer descripciones extremadamente detalladas, porque veo que ya es un hábito buscar información al instante.

¿Crees que la tecnología debería estar más integrada en la literatura actual?

Exacto, la tecnología ya debería estar integrada en la literatura actual, dado los soportes que manejamos. Por ejemplo, hablábamos del audiolibro, que ha eliminado la excusa de «no tengo tiempo para leer». Puedes escuchar un libro mientras conduces, haces ejercicio o cualquier otra actividad, lo cual es una pequeña revolución.

Y el libro electrónico también ha traído grandes avances, ¿verdad?

Sí, sobre todo en accesibilidad. Antes, las personas invidentes necesitaban software especial o libros en braille, que eran carísimos para adquirirlos y muy costosos también de producir. Ahora pueden escuchar libros igual que los demás, lo cual es un avance enorme. 

Está clarísimo que has querido ser escritora desde que naciste, básicamente. Tenemos pruebas de que empezaste a escribir a los ocho años, pero tu primera novela, que fue un éxito, no llegó tan pronto. ¿Cuántos años tenías cuando la publicaste?

Tenía cuarenta y dos años ya.

Es decir, te costó llegar a ese primer éxito. Cuéntanos de esa travesía del desierto.

Pasé treinta y cinco años sin que me publicara nadie. Pero eso me sirvió para demostrarme a mí misma que yo escribía por vocación. Durante ese tiempo gané algunos premios, pero si tenemos en cuenta que me presenté a cientos, el porcentaje es mínimo. Eso forma parte de todo lo que no se ve.

Es como una lotería, ¿no? Hay tantas variables que no puedes controlar.

Exactamente, es una lotería. Hay muchas variables, desde el gusto del jurado hasta quién está compitiendo. En esa época, nunca me planteaba a priori si lo que estaba escribiendo iba a ser un haiku, una novela o un microrrelato. Simplemente lo escribía. Y en el caso de Volver a Canfranc, que tú conoces muy bien, la historia necesitó quinientas doce páginas para ser contada.

Y ahora, echando la vista atrás, ¿prefieres haberte dado a conocer con una obra así, con un gran trabajo?

Sí, prefiero haberme dado a conocer con una obra como Volver a Canfranc, porque no podemos gastar demasiados cartuchos. La primera novela solo es una vez, ¿no? Todo lo que sucedió con esa obra me cambió la vida. Como te comenté allí, las siglas AC y DC en mi vida significan «antes de Canfranc» y «después de Canfranc». Me permitió dedicarme profesionalmente a escribir, por lo que estoy muy agradecida.

¿Cómo llegó a ti esa idea tan original, con personajes tan bien construidos y una historia que pedía a gritos ser escrita?

Creo que influyó bastante que se trate de lo que en la tradición anglosajona llaman faction, ficción basada en hechos reales. Todas mis novelas están basadas en hechos reales, lo cual me facilita mucho mi labor, porque no tengo que pensar dónde ambientar la acción, quién la protagonizará o en qué época sucederá. Todo viene incluido.

Así que el faction es una marca de la casa Raro, ¿no?

Pues ya creo que sí. Con Canfranc me pasó que, aunque en Aragón la historia era conocida, más bien de Zaragoza hacia el norte, fuera de esa región no lo era tanto. Me sorprendía que algo tan fascinante como lo que sucedió en Canfranc no fuera más conocido, así que sentí que era una historia demasiado buena para dejarla pasar.

Y, además, la conexión con Casablanca es evidente. Esa transposición hace que los héroes resuenen aún más.

Claro, siempre nos han vendido la idea de que los héroes tienen que ser americanos o ingleses, pero en este caso son de la Jacetania, del Alto Aragón, y bretones también. Y esa noción de frontera, el lugar donde se juegan la vida por personas que no conocen, es universal. Me interesó mucho explorar ese concepto. Esta historia tiene todos los elementos del wéstern: la Fonda La Serena es el salón, el bandolero es «el chico de la película», y el gobernador civil es el sheriff. El tren, como en los wésterns, es clave para cambiar el paisaje y todo lo demás.

Estas historias de solidaridad y sobre la condición humana son realmente universales, ¿no?

Sí, todos queremos lo mismo: que nuestros seres queridos estén bien y que nosotros también lo estemos. Todo lo demás son capas superpuestas.

La ficción tiene esa capacidad de descubrirnos verdades mientras nos cuenta mentiras, ¿no?

Exactamente, como decía Max Aub: «Se trata de convertir la verdad en mentira para que no deje de ser verdad». Nos emocionamos con las novelas y las películas porque buscamos ese camino al corazón. Si lo que escribo no conmueve, es como si las palabras estuvieran muertas.

Háblame de la estación de Canfranc, porque para mí es algo que me ha obsesionado desde hace veinte años. La vimos en ruinas y luego reconstruida, y ahora hay un hotel allí. Para mí tiene una carga emocional muy intensa. ¿Cómo lo has vivido tú?

Sí, yo también la conocí en ruinas, y la he visto reconstruida. La estación de Canfranc tiene algo especial, es un lugar magnético, enclavado al final de un valle, y, además, la plataforma sobre la que se asienta la construyeron con el material que sacaron de los ocho kilómetros del túnel de Somport. La primera vez que la vi era un monumento al fracaso, un lugar fantasmagórico.

Es cierto, para los aragoneses la apertura de esa línea era un desafío histórico, una conexión vital entre Madrid y París. ¿Qué te transmitió el lugar?

Allí las paredes hablan. Es como si todas las historias se hubieran quedado atrapadas en el ambiente. Las cosas que había leído cobraron vida, como si estuviera en una especie de realidad aumentada. Cuando escribía Volver a Canfranc, enviaba fotos del lugar y algunas personas me preguntaban dónde estaba esa catedral. Es que tiene esos ventanales enormes con vistas al Pirineo y esa techumbre imponente…

¿Qué te parece lo que han hecho con la estación, ahora que es un hotel de lujo?

La verdad es que la intervención de emergencia que hicieron en la cubierta, que costó un millón de euros, fue esencial. Si no la hubieran reparado, el edificio se habría venido abajo. A mí me gusta que hayan respetado el estilo de los años 20, ese art déco que te hace sentir que entras en 1928. Me daba miedo que lo convirtieran en uno de esos edificios donde se mantiene la fachada, pero por dentro es todo acero y vidrio. Pero no, han respetado la esencia. Está el Hotel Internacional, las dependencias, incluso han llevado elementos como los vagones y las vestimentas de los empleados.

Es verdad, hay una intención de recrear el pasado que se cumple.

Sí, incluso el bar tiene ese aire de viaje en el tiempo. Hace poco me pidieron que escribiera un texto para una experiencia llamada Canfranc Express, en la que los vagones del andén son parte del evento. El menú es un pasaporte, y escribí sobre los salvoconductos, mencionando que los verdaderos salvoconductos no eran de papel, sino las personas que se jugaron la vida para ayudar a otros a cruzar la frontera.

Es una historia universal que has logrado rescatar, como esa especie de versión local de La lista de Schindler.

Sí, eso era lo que más me interesaba, ver que las buenas acciones, al igual que la maldad, no tienen una demarcación territorial. Rescatar esa historia fue clave para mí.

Lauren Juste, ¿cuánto es real y cuánto te has imaginado de ese personaje?

Pues mira, me pasó algo muy bonito. Como tardé cuatro años en escribir la novela, en ese tiempo suceden muchas cosas. Un día, no sé por qué, puse en Google los apellidos de dos personajes, Le Lay y Fairén, y apareció una persona con esos dos apellidos, que resultó ser el nieto del personaje real. Me dijo que su abuelo Albert se parecía bastante a como yo lo había descrito.

¿Lo habías retratado sin conocer todos esos detalles?

Me había documentado bastante sobre él, pero a esto se añade que creo que desarrollé una especie de comunión espiritual con los personajes. A veces siento que no estoy sola cuando escribo, y luego, al revisar textos antiguos, no me reconozco en lo que escribí. Escribir tiene mucho de estado de trance.

Eso es impresionante. Hablamos de un personaje que no solo es real, sino que incluso su familia lo reconoce.

Sí, eso me emocionó mucho. Albert era un hombre que lo único que quería en la vida era volver a Canfranc. No quería ser ministro ni embajador ni formar parte de la Asamblea Nacional francesa, solo deseaba estar en la montaña, sin tener jefes. Podría haber sido una figura importante en el gobierno de De Gaulle, pero prefirió la libertad. Era un héroe, aunque no se daba a sí mismo ninguna importancia. Además, era el espía perfecto, porque tenía buenas relaciones con todos, pero no se casaba con nadie, lo que lo hacía ideal para ese papel.

Es el perfecto Rick de Casablanca, ¿verdad?

Tienen puntos en común. Podía tener amigos, pero no confidentes, lo que lo hacía un personaje muy interesante. Ayudaba a todos los que podía, sin alardear de ello.

Qué fascinante. Además, hay una historia detrás del lugar que es igualmente poderosa. ¿Podrías compartir alguna anécdota relacionada con Canfranc que te haya conmovido?

Claro, te contaré una que me caló. Conocí a Paloma, quien tiene un alojamiento en Canfranc, Casa Marieta. En su salón hay mucho material fotográfico antiguo, relacionado con la historia del lugar y el montañismo. Un día, una mujer alemana, muy alta, mayor, caminaba por allí, mirando las fotos con las manos a la espalda, como buscando algo. La dueña le preguntó qué buscaba, y la sobrina de la mujer le respondió: «Se está buscando a sí misma». Esa mujer había sido una de las niñas que cruzaron la frontera por Canfranc durante la guerra.

Qué conmovedor. Es como si la historia estuviera viva en esos lugares.

Sí, es un lugar donde los acontecimientos históricos han sido parte de la cotidianidad, y todo lo que sucedió allí sigue impregnado en sus piedras.

Rosario Raro para Jot Down B

Vámonos a tu última novela, Perdida en Normandía (Pen). No debe ser casualidad que se te ocurriera una historia con su centro neurálgico en esa región. Probablemente Normandía ya estaba en tu radar desde Canfranc, ¿verdad?

Sí, claro. La idea era que estaba buscando grandes acontecimientos históricos universales que estuvieran conectados con Canfranc. Y el desembarco de Normandía fue uno de ellos. Está documentado que la protagonista, Martha Gellhorn, cruzó a pie los Pirineos. Ella tenía una excelente forma física y escapaba porque, como las mujeres tenían prohibido acreditarse como corresponsales de guerra, si las descubrían tomando parte en acciones militares sin credencial, podían ser recluidas en un campo de trabajo o quedar en arresto domiciliario. Así que ella escapó.

¿Y cómo conectaste esto con Canfranc?

Fue un momento de revelación. Pensé en la orografía desde Portbou hasta el Bidasoa, y pensé, ¿y si la hago cruzar por Canfranc? Así no me perderé, ya conozco el terreno. Y, claro, muchos lectores, cuando anuncié la novela, me preguntaban en broma: «¿Pero sale Canfranc?». Y yo decía: «Pues sí, sí que sale Canfranc».

Fue una sorpresa, pero también algo inevitable, ¿no?

Exactamente, no tan sorpresa. Me gustó mucho incluirlo.

Esta novela me parece muy ambiciosa, incluso más que Volver a Canfranc. Aquí abordas una historia gigantesca y con un elenco de personajes, muchos de ellos históricos, que es digno de un Ken Follett. 

Sí, con esta novela di un salto importante. La historia es muy compleja y los personajes históricos, como Martha Gellhorn, son figuras que no caben en una sola página. La vida de Gellhorn era increíble.

¿Investigar a Martha fue lo que te inspiró para darle vida en tu novela?

Sí, claro, porque cuanto más investigaba, más fascinante se volvía. Y a veces lo difícil en la literatura es hacer que la realidad parezca verosímil. Si cuento la vida de esta mujer tal cual fue, algunos podrían decirme que exageré.

¿Cómo das con este personaje tan asombroso?

Yo la tenía en esa trastienda que tenemos los que escribimos, llena de historias, que es como un archivo. Pero el detonante fue cuando supe que, entre unos ciento cuarenta o ciento cincuenta mil hombres según las fuentes, ella fue la única mujer que estuvo allí, el Día D, a la hora H. Entonces, claro, aquello me hizo pensar en esas circunstancias. Y luego, cuando supe que el que era hasta entonces su amigo Roald Dahl, el mismo Roald Dahl de los libros de Matilda

Al que por cierto criticas bastante.

Hombre, es que eso nos ha pasado a todos, que nos creemos que tenemos un amigo hasta que le pedimos un favor, con lo que cuesta eso. Creo que los mejores amigos son aquellos a los que no tienes que pedirles nada porque antes de que lo hagas, ellos ya se dan cuenta de lo que necesitas. Y a ella le pasó con Roald Dahl. Por la época, él era el agregado aéreo en Washington y en ese momento le denegó el permiso para ir en avión de Washington a Londres. Entonces se tuvo que subir en aquel carguero noruego que decía que era como el caparazón de un escarabajo muerto. Ella sola, no solo porque era mujer, sino que era la única del pasaje, porque todos los demás eran los marineros de la tripulación.

Un barco cargado de municiones.

Un barco cargado de municiones y de sacas de correo. Luego, además, tuvo que cruzar el canal de la Mancha como polizón. Como periodista quería contar su verdad y estar en primera línea de fuego. Llamaba a sus compañeros que se inventaban las noticias o hacían refritos los «apocrifólogos».

Porque mentían, ¿no?

Sí, piensa que solo estuvieron allí, pisando la playa literalmente, tres periodistas. Uno era el reportero gráfico que todos conocemos como Robert Capa, que era el seudónimo que había inventado con su novia, Gerda Taro, porque su verdadero nombre era André Friedman. Otro era un corresponsal estadounidense que se llamaba Campbell, y luego ella, Marta. Y claro, después la borraron de las crónicas. Era como si dijeran: «Se nos ha colado una mujer aquí». Y claro, a mí me sigue sorprendiendo que algo como el género, que debería ser un rasgo más, se considere tan definitivo. Pero claro, estamos hablando de hace ochenta años. ¿No?

Marta está completamente obsesionada con su misión, hasta el punto de que tampoco duda en manipular a todo el que se le pone por delante, mujeres incluidas.

Cierto. Porque ella, con la coartada de visibilizar a las mujeres en la guerra, lo que hacía en realidad era, además, sonsacarles información sobre el desembarco. Es decir, que en ese sentido no era ninguna santa. Eso sí, tenía una carga moral importante en otros aspectos.

Hablemos de Hemingway, su marido. 

Pues Hemingway le dijo que no quería una periodista en el frente, sino una mujer en su cama.

Qué simpático.

Exacto. Y, además, con el agravante de que se dedicaban a lo mismo. Ella creyó que cuando la revista Collier’s le negó la acreditación, él iba a rechazar la suya (a Hemingway, claro, sí se la concedieron) pero a él le faltó tiempo para aceptarla y salir por piernas para el frente, eso sí, en avión. 

Además del marido, los del periódico tampoco se lo pusieron fácil.

Sí, el periodismo en esa época era un ámbito donde las mujeres tenían condiciones muy distintas a las de los hombres. Ellos eran tratados prácticamente como oficiales del ejército. A ellas, en palabras de una de sus compañeras, las llamaban «cangrejos de caparazón blando» y, de hecho, no las querían en el frente.

Su tercer problema era el ejército.

Exacto, el ejército prohibió expresamente que las periodistas estuvieran en ese acontecimiento histórico. Y, con todo eso en contra, mientras sus compañeras reporteras se resignaron, ella no lo hizo.

En esta novela aparecen muchas mujeres, todas ellas impresionantes en sí mismas, ¿no?

Sí. Todas reales, desde Helen Kirkpatrick hasta la fotógrafa Lee Miller. Se defendían cómo podían, luchaban, eran muy reivindicativas. 

La madre de Martha Gellhorn era sufragista.

Sí, sí. Estamos hablando de una mujer que, además de ser sufragista, era activista, como diríamos ahora. En 1918 protestaba contra las emisiones de carbón en San Luis y luego contra la leche artificial que se daba a los niños porque transmitía meningitis. El padre de Marta fue el primer ginecólogo que atendió a pacientes negras.

Cuando yo estaba escribiendo la novela, me di cuenta que había otro grandísimo personaje, que era la fotógrafa Lee Miller. Cuando le mandé mi libro a Leo Campos, mi editor, me dijo: «¿Pero tú te has fijado en esta mujer?». Su biografía es tan tremenda como la de Marta. Abusó de ella un familiar cuando tenía siete u ocho años. Se cortó el pelo a sí misma, se puso pantalones, y nunca volvió a llevar falda porque se sentía más protegida así. Y se hizo alcohólica. De joven llegó a ser lo que en los años ochenta o noventa llamábamos una top model. Martha Gellhorn decía que era una versión corregida y aumentada de ella. Llegó a ser omnipresente en las vallas publicitarias, en las revistas, hasta que utilizaron su imagen en un anuncio de tampones. Eso fue el fin de su carrera. Se la condenó al ostracismo. Y claro, lo que reflexiono en la novela es por qué escandaliza más la sangre menstrual, que, al fin y al cabo da vida, que la sangre de la guerra que se puede verter impunemente, y además se considera un acto glorioso y épico. Como siempre, no hay ningún problema en las escenas gore, pero en cambio una en la que los protagonistas tengan, por decirlo de alguna manera, «trato carnal»… Lee Miller, después de todo esto, se tuvo que, como diríamos ahora, reinventar. Se fue a trabajar con Man Ray a París. Ella es la modelo de muchas de sus fotografías.

Muy famosas.

Sí, como esa donde el cuerpo de una mujer es un violonchelo. Esa es ella. Ahora mismo hay una exposición en Almería de cuarenta fotos inéditas de Lee Miller. Y fue ella quien hizo las mejores fotografías del Blitzkrieg, la guerra relámpago de los alemanes sobre Reino Unido. Hay una foto famosísima en la que, mientras Hitler estaba en sus últimos momentos en el búnker de la Cancillería de Berlín, ella estaba en la casa de Hitler en Múnich, dentro de su bañera. Iba con un compañero fotógrafo. Se desnudó, se metió en la bañera de Hitler e imitó con su gesto una escultura que había allí. Pusieron una foto del dictador para que se supiera que era su casa. 

En esa fotografía, que cuenta una historia, ya está inserta lo que fue su destrucción. Es un cuarto de baño inmaculado, pero en primer plano hay unas botas llenas de barro. Esas botas son con las que ella había pisado el barro de Dachau, el campo de exterminio. 

Nunca se recuperó de lo que vio allí.

Se quedó tan bloqueada que apenas pudo hacer más fotos. No se esperaba ese abismo al que puede llegar la maldad humana. Esto la llevó a beber cada vez más y cayó en una depresión continua. Se había casado con el surrealista inglés Penrose, y su casa se convirtió en un lugar de peregrinación para toda la intelectualidad de la época. Españoles como Picasso o Miró los visitaron, pero nada la sacaba de ese pozo en el que estaba.

Incluso para su familia, era como una vieja triste, alguien muy poco interesante.

Exactamente. Su hijo, que ahora es prácticamente su albacea, solo se dio cuenta de quién había sido su madre cuando murió. Subió a la buhardilla, encontró todas las cajas de negativos y fotografías, y claro, se quedó admirado.

Hay una pregunta que no hace falta hacerle a Rosario Raro, relativa a si se documenta sobre su personaje.

Pues mira, te estaba contando esto porque mi editor me dijo: «¿Te has dado cuenta de que tienes una novela con Lee Miller?». Pero resulta que acaba de estrenarse una película que se titula Lee, es la biografía de Lee Miller y la protagoniza Kate Winslet.

Y luego me pasó otra cosa cuando tenía Prohibida en Normandía al setenta por ciento más o menos. Leí que Ben Affleck estaba preparando una película que era exactamente lo que yo tenía escrito sobre el ejército fantasma o The Ghost Army.

¡Qué miedo!

Pero tal cual. Entonces pensé: si sale mi novela después de la película, se puede pensar que me he inspirado (demasiado) en ella.

Claro. ¡Y Jennifer te salvó la vida!

La literaria de ese momento, sí. Pensé que, como decimos por aquí, no podía estar en misa y repicando (risas).

Rosario Raro para Jot Down B

Continuando con el cine, por ejemplo, a mí el personaje de Douglas Fairbanks me gusta muchísimo. Tiene un sentido del humor a prueba de bomba, nunca mejor dicho. Pero también me gusta mucho el general Harvey.

Y hay otro, Otto Mannheim que también me parece alguien con una gran carga moral. 

La primera vez que Hemingway aparece en la novela, no aparece como Ernest Hemingway, sino como «el marido de Marta». ¿Lo hiciste adrede?

Sí, claro.

¡Tengo la confesión!

Era precisamente una protesta contra lo de siempre, «la mujer de», «el marido de», «la hermana de». Quería poner el foco en Marta, como si él fuera solo «el marido de ella», lo que siempre se ha hecho con las mujeres. Y, de hecho, ella nunca se cambió el apellido, nunca fue la señora Hemingway.

Ella siempre fue Martha Gellhorn, ¿no?

Sí, siempre. Y ella decía de sí misma que a los hombres les gustaba que fuera tan salvaje para luego intentar domarla.

Y les gustaba porque así tenía más mérito, ¿no?

Exactamente. Y claro, yo no quería que Hemingway tuviera más peso en la novela del que tiene, porque lo que le pasó a ella toda su vida fue que tuvo que luchar por no convertirse en una nota al pie de página en la vida de Hemingway. Y a mí me ha pasado lo mismo, respecto a la novela. Cuando estaba escribiendo, las pocas personas que sabían quién era Martha Gellhorn me decían: «Ah, una de las mujeres de Hemingway».

Claro, porque después él se casó con otra de los personajes de tu novela, Mary Wells.

Sí, la misma que les deja el apartamento en Nueva York a Otto y a ella en mi novela. Entonces, no quería que él la eclipsara de nuevo. Quería hacerle justicia. Ya desde el principio, ella le dice al general que no puede cenar con él porque ha quedado con su marido para ir a bailar. Y luego, cuando aparece, Hemingway queda relegado. Su hábitat eran los bares, incluso ellos se conocieron en uno.

Por cierto, que Harvey no acaba de ser del todo real, pero tampoco es completamente imaginario, ¿no? Martha después se casa con un paratrooper. ¿Harvey tiene algo de esto?

Sí, exactamente. Martha ya había dado por disuelto su matrimonio con Hemingway, al menos de forma unilateral, y tuvo varios romances en el frente. 

Entonces, ¿el general Harvey está basado en Bradley?

Tiene mucho de Bradley, sí, pero no es exactamente él. La frase de que era el contrapeso de Patton se decía respecto a Bradley, pero como han aparecido familiares de algunos personajes en la vida real, y hay una situación de adulterio en la novela, preferí no faltarle al honor y me inventé a Harvey. Él tiene una visión del amor muy parecida a la de Martha Gellhorn, que decía que para ella el amor era poder confiar al cien por cien en alguien y que, además, no le privara de su libertad, algo que no consiguió con Hemingway.

Esto es muy interesante, y también me lleva a otra conexión. Toda esta novela, cuando la terminas, parece una reivindicación de muchas cosas. De estas mujeres que pelean a corazón abierto por conseguir la igualdad. Y a veces, se alían con hombres. Parece que la novela dibuja que, aunque somos distintos, somos equivalentes.

En la novela hay personajes que salen muy bien parados y otros no tanto, independientemente de su género.

¿Tienen las ideas tan claras las feministas ahora como hace ochenta años?

Creo que vivimos en un mundo más complejo y confuso ahora. Hace ochenta años, las mujeres se enfrentaban a una estupefacción clara: aunque fueran profesionales de reconocido prestigio, con credibilidad y profesionalidad, no les dejaban desempeñar las mismas funciones que los hombres. Lo que querían era aportar su valor y ocupar su lugar en la sociedad. Esa era la verdadera lucha.

Me interesaba ese enfoque porque, por ejemplo, el personaje de Douglas Fairbanks, que realmente era así en la vida real, ya había triunfado en Hollywood antes de ir a la guerra. En la novela, en escenas donde ella va sola y la piropean, él reacciona de manera que te hace reflexionar: ¿qué pasaría en la situación contraria?

Creo que algunos comportamientos se siguen repitiendo inevitablemente, pero hoy en día es evidente que dentro del feminismo hay posturas muy diferentes, algunas incluso enfrentadas. Esto muestra que no estamos remando todos en la misma dirección, y cuando digo «todos», me refiero tanto a hombres como a mujeres. 

The Ghost Army es todo juego de artificio, juego de espejos, humo, teatro, actores. Actores actuando dentro de una novela en la que se cuenta que hay actores… Hay tal autorreferencialidad y tal juego de espejos que le da una componente realmente extraordinaria a la novela, ¿no?

Bueno, de espejos y de espejismos.

Eso es.

De trucos de magia, como lo que hicieron al ocultar el puerto de Alejandría mediante espejos y luces, o hacer aparecer un buque alemán por el Támesis. Hacían cosas así sin efectos especiales ni herramientas digitales como las que tenemos ahora. Hoy en día lo clonarían todo y no haría falta tanto despliegue. Pero en esa época se usaban todos los trucos del cine. 

Yo he hablado con expertos en la Segunda Guerra Mundial y me han dicho que lo de The Ghost Army fue uno de los mayores trucos de magia de la historia. Reclutaron a mil cien hombres de los estudios de Hollywood, desde camarógrafos hasta carpinteros y técnicos de iluminación, y los llevaron a Inglaterra con la misión de engañar a los alemanes, haciéndoles creer que el desembarco sería por el paso de Calais. Mientras los alemanes miraban en esa dirección, el verdadero ataque se preparaba en Normandía. Todo se consiguió con los mismos trucos que usa el cine: tanques hinchables, trenes vacíos que simulaban el traslado de tropas, tiras de aluminio lanzadas para saturar los radares… Era todo imagen, sonido y, sobre todo, engaño.

Es fascinante.

Lo impresionante es que a esos mil cien hombres les hicieron jurar que no contarían nada de su participación hasta cincuenta años después de la guerra. Por eso hasta 1994 no se supo nada. Poner el cine y la magia al servicio de la guerra me pareció algo espectacular.

Por eso empiezas la novela con la frase de Sun Tzu, «el arte de la guerra es el arte del engaño».

Exactamente. Y claro, la cuestión es quién engaña más. Pero hay otra frase en la novela que dice: «Todo esto está muy bien hasta que la guerra nos devuelva la realidad». Porque, al final, la única certeza en la guerra es la muerte. En la guerra, a diferencia del cine, no hay un «corten» ni una segunda oportunidad. Ahí radica la brutalidad de la realidad frente a la ficción.

Esto me lleva a otro de los grandes elementos de la novela: aunque trata sobre la guerra, la obra reivindica el pacifismo, como muchas otras grandes novelas bélicas.

Sí, la novela es pacifista, como lo era Martha Gellhorn, y como lo soy yo. Creo que no puede haber otra respuesta ante la atrocidad de la guerra. En las notas finales incluí la frase de H. G. Wells que dice: «Acabemos con la guerra o la guerra acabará con nosotros».

¿Es más fácil ser pacifista siendo mujer? 

También hay mujeres de armas tomar.

Sí, nunca mejor dicho.

Hay un capítulo clave en la novela que fue uno de los motivos por los que la escribí, es ese momento en que una madre en un pequeño pueblo de Alemania, cerca de la frontera con Francia, ve a su hijo en el momento en que muere. Esto era algo recurrente, y muchas madres contaban que veían a sus hijos en ese instante. Esa escena me pone la carne de gallina cada vez que la releo. La madre le dice a su marido, que está jubilado y enfermo, que ha visto a su hijo frente al río. El padre piensa primero que ha desertado, luego cree que es una alucinación de la madre.

Es desgarrador.

Sí, porque ¿cómo pueden llevar una vida normal sabiendo que en cualquier momento su hijo puede morir en la guerra? Pero quería montar esa escena sobre otra, la simétrica y gemela: el telegrama del Ministerio de Defensa que llega a esa familia alemana, y al mismo tiempo, un telegrama similar que llega a una familia en el Medio Oeste estadounidense, en medio de los campos de cereales. Ambas familias quedan devastadas. 

Cuando presenté la novela en la playa de Omaha, nos llamó la atención ver en el cementerio americano tantos soldados con nombres alemanes. Eran hijos de la primera generación de alemanes emigrados a Estados Unidos. Si se hubieran quedado en su país, habrían luchado en el otro bando. Uno de los soldados en la novela dice: «Son igual que nosotros, solo cambian de uniforme». A veces, físicamente, eran idénticos, lo que evidencia el sinsentido de las guerras, matar a gente que ni conoces.

Es terrible.

Es la codicia criminal lo que está detrás de todo. Siempre.

Una última pregunta sobre PEN. Los dos hemos estado en la playa de Omaha. Yo estuve con mis hijos, y fue una experiencia increíble. ¿Qué sentiste cuando estuviste allí?

Fue muy impactante. Describí esas playas como un inmenso reloj de arena, donde cada grano de arena tiene partículas brillantes, que son restos de metralla y armas erosionadas. Es como si hubieran triturado pirita, pero en realidad son fragmentos de metal. Pensar en los miles que fueron allí solo para morir, sin saber siquiera dónde iban a hacerlo, porque los mapas tenían nombres falsos por motivos de seguridad, es desgarrador. Muchas familias recibieron el telegrama antes que las cartas, que llegaron después. Es una tragedia inmensa. 

Y además, como en la novela de Márquez son crónicas de muertes anunciadas.

Literalmente, además. Está el detalle de que, de uno de los puertos del sur de Inglaterra, Weymouth, que también aparece en el libro, salió un barco cargado con mármol para las cruces de los soldados. Sus tumbas los seguían.

Volvamos a Canfranc. ¿Cómo se hace esa carambola para que consigas colocar tu primera novela en Planeta?

Fue por Canfranc, precisamente. Yo no fui consciente en 2015 de que iba a conmemorarse el 75 aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial. Creo que mi novela llegó en el momento justo. Conocí a mi editora, Raquel Gisbert, en noviembre de 2013, y cuando le conté la historia de Canfranc, vi que su estupefacción crecía porque le gustó encontrarse con esa historia tan poco conocida, y, a la vez, tan real. Vio enseguida el potencial que tenía esta novela y acertó: ya vamos por la trigésima edición. 

¿Crees que fue dar con la historia apropiada lo que te consiguió ese primer gran salto?

Sí, creo que lo importante son las historias, no nosotros. Detrás de un libro hay muchas personas y personajes.

Diste con la idea buena, la editora perfecta, te documentaste bien, y publicaste en una gran editorial. Pero ahora viene el reto de la promoción, ¿no?

Exacto. Vivimos en un momento bisagra entre lo decimonónico y las nuevas formas, usos y costumbres del segundo milenio. Antes, un escritor se dedicaba solo a escribir y ahora tenemos que ser hombres y mujeres orquesta. Darnos a conocer. Nuestro premio es la atención de los lectores. 

Antes de concluir, quiero hacerte una última pregunta importante. Mi sobrina, que tiene veinticuatro años, es brillante y apasionada de la literatura, quiere desesperadamente ser escritora. ¿Qué le recomendarías?

Primero, me encantaría que nos pusiéramos en contacto. Por el Aula de Escritura de la Universidad de Castellón han pasado en estos veinte años casi ochocientos cincuenta alumnos y siempre les digo que quiero ser un atajo para ellos. Quiero evitarles cometer mis errores, que solo cometan los suyos. Así tendrán mucho adelantado. Lo primero que le diría a tu sobrina es que no tenga prisa. «Las prisas son la carcoma de la literatura», decía Caballero Bonal. Es importante darles tiempo a las historias para que maduren.

Eso mismo le he dicho yo, pero se enfada porque quiere publicar ya.

Es normal a los veinticuatro años, pero no se debe apresurar. He visto muchos libros que salieron demasiado pronto, como un alumbramiento prematuro, y la oportunidad se pierde. Cuando crea que ha terminado, déjalo reposar. Eso es lo que le diría a ella, porque a ti no tengo nada que contarte dada tu maestría como escritor.

Y la importancia de leer, claro.

Es la mejor forma de aprender a escribir. 

Es un truco, porque ya le he dado esos consejos, pero espero que a ti te haga caso.

Rosario Raro para Jot Down B

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