
Como en el cine, como en la plástica, en cierta rama de los videojuegos también existe la idea de que generar apropiadamente la ilusión es una manera de trascenderla. Lograr, como Zeuxis, que los pájaros acudan a picotear la pintura de unas uvas. O que el mismo Zeuxis intente correr la cortina que cubre la pintura de su rival, Parrasio, solo para descubrir que lo que estaba pintado era la cortina. Eliminando la distancia que separa la realidad de su representación, la representación se vuelve realidad. Llegamos así al ápice de la fantasía.
Para procurar ese prodigio, los videojuegos cultivan un servilismo cada vez mayor al mundo físico. Todo debe verse y oírse como si fuera de verdad. Hace falta que el videojuego borre sus rastros, atomizando los elementos que componen su imagen: una proliferación de píxeles y polígonos siempre más pequeños. Como hacer piedras con arena. De eso se enorgullece la PlayStation 5 Pro, que salió a la venta en septiembre y exige unos setecientos dólares por procesar un poco más de todo, un poco más rápido. Si la versión anterior podía reproducir «desde detalles minuciosos a mundos fantásticos con enormes panoramas que explorar», si podía proyectar los reflejos del agua y las luces y sombras de una «iluminación global en tiempo real», esta versión redobla la potencia para acercarse a la pura «fidelidad»: gráficos que son casi como una filmación.
El público nota, sin embargo, que para percibir la diferencia entre la Play 5 Pro y la Play 5 pobre hay que achinar bastante los ojos, y que siete cienes por esa mejora infinitesimal son risibles, cuando no escandalosos. Pero es lo de menos; el caso de la Play 5 Pro, cuyo único fin es ostentar un progreso milimétrico hacia el fotorrealismo, ilustra bien ese afán irrefrenable y casi metafísico de la imagen digital por volverse indistinguible de la imagen analógica.

Es una aspiración constitutiva. Como lenguaje visual abstracto, los videojuegos siempre sintieron que su mayor desafío era el naturalismo. ¿Qué forma más completa de superar las propias limitaciones? Hacer que un montón de impulsos eléctricos simulen espacio, cuerpo, movimiento, voluntad; que simulen vida. Todavía nos estremece, quizás como ningún otro, el recuerdo del Half Life 2 (2004). Pues ¿qué mejor forma de cumplir su cometido? El videojuego siempre quiso satisfacer el sueño de habitar otro mundo, de ser un plomero italiano o de ser Batman, de pilotar un tanque, un robot o un dragón y volar y vivir aventuras demasiado osadas para esta realidad. De ahí su estigma de entretenimiento inmaduro: sus anhelos son los del niño, y tanto mejor serán cumplidos cuanto mejor pueda representarlos. Es «¡tan real, que duele!», decía el Mortal Kombat (1992).
Para cumplir esa misión, entonces, se cree necesario que el videojuego ya no se vea como tal. Hace tiempo que, visto de lejos, un partido de PES se confunde sin problemas con uno de La Liga o la Premier League, y un juego como Unrecord (inédito) parece dispuesto a conseguir lo mismo en el campo pistolero. Hasta un gamer avezado tarda en discernir que no se trata de una de esas cámaras que policías y militares —y asesinos como el de Christchurch— llevan en el pecho para registrar su actividad, sino de un software para andar a los tiros casi sin residuos de inverosimilitud. Un trompe l’oeil, como dicen sus creadores.
¿No es demasiado —preguntan algunos— matar a esa gente que parece gente? Pero «la madre de todos los juegos», como decía el gran Scorched Earth (1991) respecto de sí mismo y de la guerra, siempre se llevó bien con el realismo. Su brusquedad da a ese tipo acción pura, no narrativa, una cierta plenitud. A los adultos que seguimos jugando a las pistolas no nos basta con apuntar el dedo: queremos disparar la Thompson aliada o manejar un Panzer del Eje; queremos las calles de Stalingrado o Bagdad; queremos una guerra futura que combatimos colectiva y deportivamente, de tal modo que no hay imagen que pueda escapar la dinámica del juego.

Quizás esta tendencia haya facilitado que los jueguitos dejaran de ser un nicho de ñoños y conquistaran al gran público: el realismo disimula la fantasía, da una pátina de adultez al infantilismo. Cuanto más natural es su aspecto, más aceptables se vuelven para una audiencia habituada al entretenimiento tradicional, y ahí es donde los «buenos gráficos» empiezan a cumplir una función conservadora: nos ofrecen algo parecido a lo que vemos todos los días. No es solo su parecido con la realidad; es también el gran parecido con lo que vemos en la tele, el cine y la publicidad, cuyas producciones más costosas están atravesadas de cabo a rabo por creaciones computarizadas. Los «efectos especiales» no son más que «buenos gráficos», y si estos son infaltables en esos videojuegos de gran presupuesto, repletos de interludios cinematográficos, aquellos se han vuelto el rasgo distintivo de cualquier «tanque» hollywoodense, que termina de construir sus imágenes con ayuda digital. Ni unos copian a otros ni otros a unos: todos convergen en un mismo mainstream que cruza títulos y marcas, actores y actrices, que hace juegos parecen películas y —como en cualquier saga de Marvel— películas que parecen juegos. De una parte, la idea es que podamos protagonizar, vivir, la peli; de la otra, que podamos ver, «streamear» el universo del videojuego, y así un lado no se hace más que insistir sobre lo que ya se ha visto en el otro.
Ambos terminan por agotar nuestro asombro. Los efectos especiales del cine ya exasperan más de lo que maravillan y los gráficos realistas del universo gamer se han vuelto un estándar. Ya no tienen un Terminator 1 del que diferenciarse con un espectacular Terminator 2. Como bien demuestra el caso de la nueva Play 5, la afinación gráfica ha entrado en la trayectoria horizontal de la asíntota, y la fascinación que sentíamos al ver un juego nuevo que empujaba los límites de lo posible (una fascinación ínsita a la historia y la experiencia del videojuego y sin duda una de las sensaciones más entrañables que pueda recordar quienquiera se haya criado con un control en la mano) se va desvaneciendo.
La triste paradoja del realismo digital es que la tarea de crear un mundo se vuelve más técnica y menos imaginativa, y que la ilusión, justo cuando consigue su resultado más perfecto, carece ya de toda magia.
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La alternativa al realismo cinematográfico no es otra que la realidad del videojuego: su apariencia indisimuladamente digital. Basta desandar el progreso para delatar la infidelidad, para evidenciar los polígonos y evidenciar también la contribución más relevante que los videojuegos hayan hecho al mundo del arte (aceptando, claro, que hayan hecho alguna): el píxel.
Pariente del mosaico y del bordado, incluso, el pixelado es sin embargo uno de los sistemas de representación visual más singulares y propios de nuestro tiempo; una forma de construir imágenes que, como toda buena estilización, es un símbolo en sí misma: el perdurable símbolo de la era informática en general y del videojuego en particular. Los extraterrestres de Space Invaders (1978), los fantasmitas de Pac-Man (1980), el overol, el sombrero y los bigotes del primer Mario (1983) son tempranos hitos de un lenguaje que descompone y recompone todo objeto en unidades discretas e iguales; y son también figuras de esa perfección expresiva que suelen lograr las artes en su albor, cuando, al decir de Benjamin sobre la fotografía, «el objeto y la técnica se corresponden tan nítidamente como nítidamente divergen en el siguiente tiempo de decadencia».
En retrospectiva, y frente al avance del realismo, entendemos hoy que los píxeles delimitaban el universo estético del videojuego, visiblemente distinto de cualquier otra forma de entretenimiento audiovisual. Esos cuadraditos solo se parecían a sí mismos, a sus propias figuras y abstracciones, y eran también como una manifestación misteriosa del alma de la máquina, del fondo computarizado desde el que Ryu emergía en capas para proyectarse como un rayo, de esa noche caribeña y cuadriculada que había creado un nuevo tipo de aventura piratesca, distinta a la de los libros y el cine. El píxel era el elemento de la fantasía digital, o la fantasía digital en su elemento, y ningún jugador sensible lamentó ni lamentará jamás su aspecto aparatoso porque, como supo toda civilización cuyo nombre haya bautizado un arte, la estilización crea un cosmos.

Con esa intención los ha resucitado el nuevo milenio. El pixel art es un estilo ¿iconográfico, «pictórico»? que reivindica el valor artístico de una tecnología que ha perdido su valor instrumental. Es decir, un estilo reflexivo y estetizante. Es un error creer que los juegos de antaño eran una forma de pixel art porque en ese entonces la visibilidad del píxel era necesaria y no deliberada; la resolución de la pantalla permitía a lo sumo disimularlo, pero nunca ocultarlo del todo. Es solo una vez que el píxel desaparece frente a nuestros ojos que su visibilidad puede ser recuperada como un «arte» independiente cuya belleza está en su precariedad.
Lo que se recupera, en definitiva, es el aspecto artístico del artificio, el aspecto que el realismo tiende a debilitar. Incluso para los videojuegos que buscan una exactitud naturalista, los buenos gráficos no se miden con otra cosa que consigo mismos, con su capacidad para crear un universo visual coherente y expresivo, ajustado al sentido del juego. No importa la fidelidad sino la invención, y durante décadas el videojuego acometió esa tarea sin más herramientas que un manojo de cuadraditos. De ahí la dignidad inmortal del píxel. Hace falta arte para insuflar vida a un material tan limitado. En un juego como Undertale (2015) no hay uno solo cuadro de la cuadrícula que no rebose de carácter. Son gráficos «de mierda» y son inmejorables.

Cabe aquí una sospecha de nostalgia, como si los píxeles no hicieran más que reanimar artificialmente el pasado, pero la acusación ignora la autonomía estética de ese lenguaje. Es ella la que da sentido a los juegos pixelados que se crean hoy: más que un modo de evocar el encanto de antaño, hacen valer el encanto de siempre; el encanto de —repetimos— una estilización. Y si bien existe una corriente netamente retro que busca replicar las experiencias de antes con, por ejemplo, no más que dieciséis colores, existen también juegos que aprovechan sin culpa el desarrollo tecnológico para complejizar la jugabilidad, para sumar píxeles y cuadros por segundo y para ampliar un imaginario que siempre fue propio y nunca prestado. Los nuevos píxeles de Hotline Miami (2012), de Dead Cells ( 2018), Lucy Dreaming (2022), Animal Well (2024) y de un infinito etcétera no solo se vinculan con sus precursores del siglo XX, no solo se sitúan visiblemente dentro de un linaje, sino que permiten explayar las posibilidades que los clásicos solo habían podido sugerir. Es menos un homenaje que una continuación. Y es el videojuego que se ve y siente como tal.
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El otro estilo que resucitó es el de los polígonos a cuentagotas, los «low-poly», otro neologismo que designa retrospectivamente la vanguardia gráfica de la segunda mitad de los noventa, cuando juegos como Tomb Raider (1996) y Mario 64 (1966) terminaron de imponer el espacio tridimensional como norma. Los «low-poly» vuelven con la misma intención de reivindicar su encanto estético y preservar el videojuego en una dimensión exclusiva y aparatosa. Quien haya jugado al Dusk (2018) o al Crow Country (2024) no puede sino agradecerlo. Pero no hace falta estar en la pomada para saber de qué se trata: el Minecraft (2011), uno de los videojuegos más exitosos de la historia, construyó un imperio mundial con sus low-poly.
Con todo, los polígonos no pueden aspirar a la cualidad emblemática de los píxeles. Aquellos modelan volumen y necesitan simular un espacio de tres dimensiones que vive en secreta contradicción con el plano sobre el que se proyectan. No están, como los píxeles (como el mosaico, como la escritura, como los bajorrelieves de Asurbanipal cazando sus leones), inmediatamente adheridos a la superficie bidimensional de una página, una pantalla, una pared en París, logrando esa especie de sintonía trascendental entre la figura y su soporte. El personaje pixelado puede cobrar vida en decenas o miles de sprites, de posiciones prestablecidas que pueden incluso mostrarlo de espaldas, pero siempre es una figura plena por el simple hecho de que no tiene revés. La figura poligonal, por el contrario, exhibe solo una de sus mil caras posibles y, en resumen, carece de esa abstracción elemental que da al píxel su fuerza artística y simbólica.

De todos modos, no se trata de elegir entre uno u otro tipo de representación, de una preferencia nostálgica entre lo nuevo o lo viejo, ni de una militancia ideológica a favor de lo artesanal o lo industrial. AstroBot (2024), un videojuego de la PlayStation 5 que trata sobre la PlayStation 5, es uno de los mejores del año y no en menor medida porque, con gráficos de punta, representa un mundo totalmente estilizado y gloriosamente infantil. Borbotean las formas y los colores, el diseño expresivo de cada personaje, de cada objeto creado de cero por un lenguaje mucho más afín a la ilustración y la animación digital que a las películas de Marvel. Es afín al mundo cuyo cielo ocupa Mario, el emblema universal de los jueguitos.
Que estos juegos también puedan parecer cine porque son como una peli de Pixar no es problema porque estamos siempre del lado lúdico e irreal. Y, de hecho, quien quiera protagonizar la película, jugar a estar dentro de ella, estará más cerca de lograrlo aquí, donde la sustancia gráfica del juego es idéntica a la de la animación digital, que en una de esas aventuras visualmente realistas que buscan colmar la inconmensurabilidad entre lo programado y lo filmado.
Es en este espectro que abarca desde los más gruesos hasta los más finos píxeles y polígonos, que va y viene entre las dos y tres dimensiones, entre la monocromía y una paleta infinita de colores, aquí es donde los videojuegos tendrán siempre estilizada guarida y vanguardia. En la representación no de la realidad, sino de la fantasía.