
La contracultura, ese término que en los albores del Siglo XXI invocaba espíritus incendiarios y noches de insomnio, parece haber sido devorada con la gula insaciable del capitalismo y su efecto corruptor. Lo que nació como una fuerza subversiva y de vanguardia cultural y estética, ha sido embotellado en un en un producto de consumo masivo con etiqueta de autenticidad prefabricada. Lo que alguna vez fue el grito de guerra de los beatniks, los hippies o los punkis, ahora es una melodía repetitiva y pegajosa que nos persigue desde las exposiciones inmersivas a las producciones coreanas. El espíritu subversivo, esa chispa que encendía hogueras, ha sido apagado con agua embotellada de marca premium. ¿La contracultura? Hoy es solo otra etiqueta de moda, un recuerdo empaquetado en plástico biodegradable.
Mark Fisher, con su Realismo capitalista, ya lo advirtió: el capitalismo no aplasta, absorbe. Como un agujero negro con conciencia de mercado, integra toda crítica y la convierte en su mejor campaña publicitaria. La contracultura del siglo XX no fue destruida a garrotazos, sino con algo mucho más humillante: descuentos y envíos gratuitos. Y así, murió, no con un grito, sino con el sonido de un código de barras escaneado. ¿Y ahora qué nos queda? La resistencia cultural, si es que podemos llamarla así, se ha mudado al espacio digital, ese inmenso escaparate de vanidades donde los algoritmos mandan y donde intercambio cultural es transaccional. Olvidad los clubs llenos de humo, las librerías clandestinas y los fanzines fotocopiados. Hoy, la subversión tiene formato de post y la rebeldía depende de cuántos likes acumule. Y no nos engañemos: el algoritmo no es una herramienta, es el nuevo censor, tan implacable como invisible.
Basilio Baltasar en su nuevo ensayo Crítica de la razón maquinal lo expresa contundentemente: «La razón maquinal ha patentado y puesto bajo su autoridad la ilusión mecánica del mundo, el edicto de su engranaje, el axioma regular, los ingredientes poseídos, la ecuación de los números ensamblados, el dispendio de las energías acopladas, la mortuoria ficción del hombre artificial». El algoritmo es el nuevo arquitecto de la realidad cultural. Plataformas como Google, Facebook, Instagram y TikTok moldean nuestras experiencias, influyen en nuestras preferencias y determinan qué contenido es visible y cuál se pierde en el vacío digital. En particular, Google Discover, con su homilía diaria en formato «timeline» muestra a millones de usuarios contenido «personalizado» basándose en todos los datos que obtiene de nosotros, ha transformado las líneas editoriales de los medios de comunicación. Dependientes del tráfico que estos algoritmos generan, los medios han adaptado su producción a las preferencias de máquinas programadas para maximizar la atención, dejando como periodismo residual cualquier atisbo de reflexión o pensamiento no viralizable. De facto, este conjunto de algoritmos denominado «Discover» —no deja de ser irónico— se ha convertido en el redactor jefe de todos los medios de comunicación.
¿Todos? Todos no, como la aldea gala de Asterix sigue habiendo proyectos que no bailan al son de los algoritmos. Espacios culturales como The Marginalian de Maria Popova, agregadores de noticias como Menéame o iniciativas independientes de periodismo como Jot Down, son ejemplos de cómo es posible construir audiencias fieles fuera de las lógicas de las grandes plataformas. Son excepciones, pequeñas luces en un paisaje dominado por la inteligencia artificial y las métricas. Sin embargo, su existencia plantea una pregunta crucial: ¿es posible construir una contracultura genuina en un ecosistema diseñado para absorberla y convertirla en mercancía?
Como señala Jaron Lanier en Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato, estas plataformas se valen de técnicas que rozan el neurohacking para maximizar la interacción. El diseño de los algoritmos no solo busca captar nuestra atención, sino también perpetuarla mediante la polarización y la creación de cámaras de eco. Esto no es accidental, sino un mecanismo deliberado para aumentar el tiempo que los usuarios pasan enganchados. La indignación, el miedo y la emoción extrema generan clics, y los clics son dinero. En este contexto, los medios de comunicación no solo informan, sino que compiten desesperadamente por encajar en los moldes de lo que el algoritmo considera viralizable.
El problema no es menor. Si el capitalismo domesticó la contracultura del siglo XX, los algoritmos están haciendo algo peor: uniformar la cultura contemporánea, eliminando las voces disonantes que no encajan en su lógica. Si un medio no adapta sus titulares, formatos o narrativas para optimizar el tráfico generado por los algoritmos, queda relegado a la irrelevancia. Las ideas complejas, los análisis profundos o las perspectivas matizadas no tienen cabida en un ecosistema diseñado para premiar lo rápido, lo simple y lo extremo. En este paisaje, paradójicamente, los espacios culturales que no operan bajo la lógica de los algoritmos han adquirido un nuevo significado. Una editorial que publica libros que no priorizan su viralización en redes sociales, un medio que apuesta por reportajes de largo formato en lugar de artículos «clickbait», o un artista que rechaza las métricas como guía creativa son, hoy, los verdaderos herederos del espíritu contracultural.
El término «contralgoritmia» encapsula esta nueva forma de resistencia. Si la contracultura del siglo XX se oponía a los valores dominantes de su época, la contralgoritmia se rebela contra las estructuras digitales que intentan homogeneizar nuestras experiencias. No es una simple oposición a la tecnología, sino un rechazo a la tiranía de las métricas, a la lógica de la optimización y a la dictadura del alcance. Es fascinante que lo que hace apenas unas décadas podía considerarse mainstream hoy puede ser radicalmente contracultural si no se alinea con las lógicas algorítmicas. La contralgoritmia alerta sobre el poder excesivo otorgado a los algoritmos, que moldean decisiones, comportamientos y relaciones humanas al recopilar datos para fines comerciales y políticos y busca preservar la diversidad cultural y la autonomía creativa en un mundo donde las máquinas deciden qué merece ser visto, leído o escuchado. Desde estas perspectivas, la contralgoritmia no es solo una resistencia cultural, sino también una defensa de lo humano frente a la creciente automatización de nuestra existencia.
La pregunta clave es: ¿cómo podemos articular esta resistencia? No se trata de desconectarse de las plataformas, aunque esa sea una opción válida. La contralgoritmia exige una reconfiguración profunda de nuestras prioridades culturales. Requiere apostar por modelos de sostenibilidad económica que no dependan exclusivamente del tráfico digital. Requiere educar a las audiencias para que valoren el contenido que trasciende la lógica del clic. Requiere, en definitiva, recuperar la capacidad de imaginar un mundo donde la cultura no esté al servicio de las máquinas. La contralgoritmia no busca regresar a un pasado idílico conformado por neoluditas, porque este nunca existió. Más bien, plantea una alternativa al presente: una cultura que priorice la calidad sobre la cantidad, lo genuino sobre la viralidad y la profundidad sobre la inmediatez. En un mundo donde las métricas son el nuevo opio del pueblo, decir «no» al algoritmo es el gesto más revolucionario que nos queda.
Larga vida a la contralgoritmia
Bajarás hacia una profundidad prometida bajo un cielo de estrella palabras que no suenan, sin eco, sólo signos tan mudos como tus dedos que volverán a indicar las cosas olvidadas con el pulgar eligiendo paraíso o infierno rutilantes, mientras bajas distraído hacia la luz de tu pantalla como falenas condenadas sin vibrar las alas, y no habrá tiempo, ni para el escándalo última forma de rebeldía pues te han ido desnudando clicando, satisfecho, hacia abajo y ni siquiera supino, siempre en pie, atento a cualqulier novedad con precio a la mano, olvidando que todas las puertas dan a tu calle, a tu barrio, a tu plaza de amorios, a tu idioma sonoro bien mal tratado. Habría que defender nuestra corteza cerebral con lo absurdo, tal vez con una máscara de harina y papel con los ojos detrás, la nariz adelante y la boca a un costado de hombro a oreja, bien grande. Después de todo, los carnavales eran una burla hacia los bien pensantes que nos alquilan la cultura.
Tiene gracia lo de meter a Menéame en el mismo saco que Jorge Down. Supongo que será una ocurrencia del gurú Frabetti.
En Menéame no usarán el algoritmo ni falta que les hace. Allí usan el Karma. Los más veteranos, y los más posicionados con la ideología dominante allí deciden qué noticia obtiene visibilidad y cuál se hunde. O sea: lo mismo que pretenden hacer Musk y Zuckerberg en sus malvada plataformas. Pero como en Menéame manda la extrema izquierda de Frabetti, ya son buenos chicos contraculturales, ¿verdad?
Lo mismito que Zuckerberg y Musk, oiga
Otro que no sabe por dónde la da el aire
Excelente y refrescante texto. Es como si visitara una aldea que me es familiar, conocida y acogedora. Lúcida interpretación de la idea de «lo alternativo» Gracias
La gente se hartará pronto de tanta gelipollez algorítmica. Y los Estados, ante el peligro de una gran epidemia de diarrea mental en sus adolescentes, reaccionarán y prohibirán los excesos a la TikTok, como ya lo están haciendo algunos. Nos encontramos en la fase inicial de un mundo nuevo que será cada vez más regulado. El Derecho ganará la partida al far-west digital, como siempre la ha ganado contra todo lo que ha amenazado la existencia misma de nuestra civilización.
Precioso,
En un mundo donde las métricas son el nuevo opio del pueblo, decir «no» al algoritmo es el gesto más revolucionario que nos queda.
Thnx
Decir sí al ritmo de las palabras, a su cadencia verosímil o fantástica. Y no al algoritmo medidor de nada, ni a los chismes baratos, ni a los consejos no solicitados, ni ni ni (ni estudio, ni trabajo, ni comprendo)…
Desde los resultados de búsqueda de Google hasta las sugerencias de noticias, posts, tweets etc. Todo está ordenado por un algoritmo. Y quien conoce el algoritmo y tiene dinero sabe cómo posicionarse para que su mensaje sea visto por más personas.
Es complicado alejarse de los algoritmos de ordenación porque están en todo listado de resultados.
Hace años que no pasaba por Jot Down y qué placer encontrarme primero que nada con este artículo.
Se me ocurre que, en la batalla, tenemos un arma muy superior a los algoritmos: el insumo de los algoritmos es la psiquis humana. Quizás debamos pensar ¿Por qué «las ideas complejas, los análisis profundos o las perspectivas matizadas no tienen cabida en un ecosistema diseñado para premiar lo rápido, lo simple y lo extremo»? ¿qué hay o qué hace en la naturaleza humana que seamos así?
A modo de chiste, el artículo me hizo resignificar al muchacho que en Twitter se hace llamar «Ahorrandoclicksbaits» o algo así, ese que va por la red adelantando en una corta frase lo que los titulares baiteros enconden en sus artículo. Ahora lo veo como un revolucionario agazapado en las estepas de las redes.
Yo he encontrado este artículo gracias al algoritmo de Google discover. ¿Será posible la paradoja de que el algoritmo también pone en contacto a disidentes del propio algoritmo?
No es un chiste aunque sea irónico: este artículo me lo recomendaba Google discover y vine a buscarlo a la web xq jamás pincho en nada q me recomiende ese página (es mi pequeña victoria diaria) pero el cabron me conoce y sabe lo q me gusta. Total, que Google discover se tiró piedras sobre su propio tejado: se ve q tan inteligente no es.
Totalmente de acuerdo con el artículo.
No es un chiste aunque sea irónico: este artículo me lo recomendaba Google discover y vine a buscarlo a la web xq jamás pincho en nada q me recomiende ese página (es mi pequeña victoria diaria) pero el cabron me conoce y sabe lo q me gusta. Total, que Google discover se tiró piedras sobre su propio tejado: se ve q tan inteligente no es.
Totalmente de acuerdo con el artículo.
Soberbio artículo.
Descubrí esta página leyendo sobre lo que fue la cultura victoriana, y me terminé encontrando con un espacio rico de contenido.
Sólo comentaros una errata: «ha sido embotellado en un en un producto»
La contracultura, ese término que en los albores del Siglo XXI invocaba espíritus incendiarios y noches de insomnio, parece haber sido devorada con la gula insaciable del capitalismo y su efecto corruptor. (…)
Creí que después de esta memez el cupo estaría completo. Pero el resto del artículo lo supera.
…Come mothers and fathers
Throughout the land
And don’t criticize
What you can’t understand
Your sons and your daughters
Are beyond your command
Your old road is rapidly agin’
Please get out of the new one
If you can’t lend your hand
For the times they are a-changin’…
A buen entendedor…
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lo que no entiendo es porqué se mete todo esto en el capitalismo como si fuese el causante de estos males. No se si es porque el autor considera que internet debería ser una empresa pública y si todos los dominios y todas las empresas de redes sociales o de internet debería ser públicas. De hecho, la web es bastante pública y carece de obstáculos para que los que quieran utilizarla entren en ella. Tampoco supongo que el autor cree que si el sistema no fuese capitalista no se produciría algo parecido?
Y como yo creo que una economía de mercado con libertad de empresa y propiedad privada es el mejor de todos los sistemas económicos posibles, sigo sin entender porqué los desafueros y despropósitos de las redes sociales y de algunos buscadores son atribuibles al capitalismo.
Además, el autor habla como si los abusos y manipulaciones de estos operadores de internet fuesen desconocidos por la población, lo que deja de ser algo que está muy lejos de la realidad. Los ciudadanos y los usuarios de internet deberían ser considerados como personas con criterio que saben lo que hacen y donde se meten, y ningún otro puede sustituirles en sus preferencias, y si resulta que por mucho que a unos les parezca muy mal que los operadores manipulen la información y los gustos de los usuarios, no pueden sustituirles ni actuar como si fueran marionetas sin mente manipuladas sin que lo sepan.
Por cierto, que la Comisión Europea y muchos gobiernos europeos ponen limites a Google y les están multando, reduciendo sus capacidades de manipulación. Y Trump se la tiene jurada a la Unión Europea por este control. De manera que el sistema en el que vivimos se defiende (malamente) de estos abusos.
Y lo que vuelvo al principio, el capitalismo no es culpable de nada de esto….
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