
Acabo de recibir un correo electrónico que proclama, con la solemnidad de un anuncio eclesiástico, que el Premio Formentor de las Letras 2025 ha sido otorgado a Hélène Cixous. Leo su nombre y siento que algo se remueve en la parte del cerebro donde habita mi yo más lector, ese fantasma que se excita ante los signos que otros consideran ilegibles, pero que a mí me hacen sentir en casa, como si una parte exiliada de mí encontrara refugio en la oscuridad. Cixous. La autora francesa-alemana-argelina. Filósofa, poeta, madre literaria, musa feminista, discípula, amiga, casi hermana de Derrida, esa esfinge. Cixous, que escribe como si se desgarrara a sí misma con una cuchilla empapada en tinta.
No es un premio menor el Formentor. No es uno de esos galardones plastificados que se reparten en cócteles de embajada. El Formentor es una declaración de principios, una cinceladora de pensamiento lanzada contra el mármol del entretenimiento. Los últimos nombres que lo han recibido antes de Cixous —Ulítskaya, Quignard, Krasznahorkai— forman una especie de club de disidentes del lenguaje. Ninguno ha escrito para agradar. Todos, en cambio, han escrito para provocar algo parecido al malestar necesario.
Y ahora le toca a ella, la mujer que convirtió la escritura en acto erótico, en una especie de amanecer sangrante, en una reescritura del mundo con el cuerpo por pluma.
Según el acta del jurado:
Por la personalidad de su estilo y su intrépido sentido de la soberanía creativa, por la amplitud de las disciplinas intelectuales que ha integrado en su numerosa y proteica obra, por la composición de una obra literaria que ha expandido la más ilustre herencia de la cultura europea, el jurado otorga el Premio Formentor a la escritora francesa Hélène Cixous.
Al leer esta frase una no puede evitar pensar en el comité de sabios encerrado en un lujoso hotel del Grupo Barceló, bebiendo vino demasiado caro, pronunciando frases que serían ampulosas si no fueran precisas. Porque esa es la maldita verdad: Cixous no escribe para contar historias, sino para tocarlas, como quien toca una herida para ver si sangra. Su obra es esa clase de literatura que te hace sentir analfabeto aunque tengas un doctorado. Hay que leerla con el cuerpo tenso, con la mandíbula apretada, como si uno estuviera escalando la ladera de un volcán. No te da descanso. No te ofrece personajes amables. No hay consuelo. Solo la conciencia brutal de que el lenguaje es una trampa, y de que, sin embargo, no hay otra salida que escribir. Escribir para no caer.
La risa de la Medusa, con su llamada radical a escribir desde el cuerpo, reaparece con un valor inusitado en medio de los conflictos entre dos grandes facciones del feminismo contemporáneo: el feminismo de corte identitario-biologicista y el transfeminismo que apuesta por una disolución más fluida del género. Cixous no proponía una esencia femenina anclada en la biología, sino una escritura que emergiera del deseo, del inconsciente, de una experiencia históricamente reprimida por el patriarcado. En ese sentido, su concepto de écriture féminine se coloca hoy en un lugar intermedio, incómodo para ambas partes: demasiado corporal para quienes temen que lo orgánico se use como barrera de exclusión, pero también demasiado simbólica para quienes buscan certezas genéticas. La Medusa de Cixous no tiene un sexo fijo, sino una potencia creativa que nace del margen, del temblor, de lo no dicho. Por eso, su risa vuelve a ser actual: no como dogma, sino como grieta.
Llama la atención cómo el Formentor ha vuelto a premiar la literatura como forma de combate. En estos tiempos donde todo se mide por su capacidad de viralizarse en TikTok, premiar a Cixous es casi un acto terrorista. ¿Quién va a leerla ahora? ¿Cuántos están dispuestos a entrar en ese bosque donde no hay caminos, donde el lector debe ir cortando ramas con los dientes?
La escritura de Cixous es profundamente impura. No sigue géneros. No respeta convenciones. Se mueve como una serpiente herida. Hay una especie de exceso, de barroquismo desquiciado, que a veces recuerda a los pasajes más sucios de Céline o a las parábolas más violentas de la Biblia. Pero ese exceso no es adorno: es necesidad. No se puede escribir así si no estás ardiendo por dentro. Y sí, lo confieso, hay algo en su estilo que me recuerda a mis propias obsesiones: el deseo incontrolado de traducir el caos en frases, la voluntad absurda de hablarle al mundo aunque el mundo no escuche, la lucha permanente contra el silencio. Uno escribe porque no tiene otra forma de respirar. Y Cixous lleva respirando con las palabras desde hace más de medio siglo.
Recuerdo una entrevista suya donde decía que la literatura no debía nunca separarse del cuerpo. Que escribir era una manera de amar. De morir. De renacer. Esas frases, tan cargadas de metáforas que podrían parecer ridículas en boca de otros, en ella suenan como verdades pronunciadas desde la última frontera de lo humano. Quizás por eso el jurado habla de «la incisiva invención de un nuevo género literario». Porque Cixous ha construido su obra como una especie de oráculo personal, donde cada libro es una confesión en trance, una tentativa de alcanzar una lengua anterior al lenguaje. Y eso, en estos tiempos de frases prefabricadas, es más valiente que nunca.
Hay quienes dirán que premiar a Cixous es una forma de ensimismamiento cultural. Que necesitamos voces más accesibles, historias más digeribles. Que la literatura no puede ser una carrera de obstáculos. Pero yo pienso lo contrario. Necesitamos voces que nos saquen de quicio, que nos expulsen del cómodo sillón de la lectura pasiva. Voces como la suya, que no escriben para complacer, sino para despertar.
El Premio Formentor no busca ganadores mediáticos. Busca nombres que incomoden, que transformen. Y este año, al elegir a Hélène Cixous, ha escogido la línea más radical, más intensa, más brutalmente literaria. Se puede estar de acuerdo o no con su estilo. Se puede incluso detestarla. Pero no se puede ignorarla. Leer a Cixous es como mirarse en un espejo y descubrir que no tienes cara, sino un collage de heridas y deseos. Y eso, en definitiva, es lo que la literatura debería hacer siempre: arrancarte las máscaras, dejarte desnudo, enfrentarte a ti mismo.