
Somos seres principalmente visuales.
Es cierto que, en algunos períodos históricos, pudo parecer que el oído iba ganando la partida, por el peso dado a la transmisión oral antes de la imprenta, a la música y los salmos en determinadas religiones anicónicas, por la algarabía alrededor de la radio y del teléfono y de los podcasts y de los no menos extensos audios de WhatsApp. Y, aun con todo eso, saber algo de oídas es lo contrario a la tranquilidad que da el poder percibirlo a simple vista, y por eso, tal vez, alguien que oye voces tiene mucho menos prestigio que un visionario. Utilizamos el verbo «mirar» para explicar cosas y vemos para creer.
Somos seres fundamentalmente visuales, porque volcamos en los ojos la fe de lo que no sabemos o no queremos razonar; porque el ver es, en sí mismo y paradójicamente, un acto de fe ciega.
Los artistas de las vanguardias del siglo XX supieron captar dicha idiosincrasia de lo humano a la perfección. De ahí que jugasen con la fe en las representaciones como lo hicieron, llevando al extremo las proporciones, las líneas, las figuras, el vacío de fondos y trasfondo, o al revés, saturándolo hasta hacerlo explotar. Sirva como ejemplo la primera escena de Un perro andaluz, imagen retiniana por antonomasia, por ser esta atravesada con una cuchilla por el mismo director, Luis Buñuel, y por su capacidad para quedarse grabada en las nuestras.
Hay una persona viva que, además de haber distinguido con igual audacia el poder de lo visible, de mostrar lo que se ha dicho que no debería ser expuesto y jugar con lo percibido, ha capitalizado como nadie las estrategias heredadas de aquellos artistas del siglo pasado. Habrá quienes defiendan que esta persona está lejos de ser artista o de hacer arte, pero el mismísimo Andy Warhol se encargaría de rebatirlo aludiendo al arte de hacer dinero y buenos negocios. Nos referimos, claro está, a Kim Kardashian.
Antes que nada, déjennos aclarar que no tenemos pruebas, y sí serias dudas, sobre si la comercialización de las estrategias vanguardistas por Kim K (o por Kris Jenner, su «momager» [mezcla de madre y mánager], uno de los cerebros detrás del imperio de las K’s) es algo consciente. Lo cierto es que aquí poco importa, porque no cambiaría en nada los hechos, y dicho halo de presunta accidentalidad, de incertidumbre y de inconsciencia es, de por sí, la primera conexión con algunos de los movimientos avant garde.
Su historia pública parece responder a la máxima del azar que se presenta espontáneamente y es aprovechado para crear en favor de sus fines particulares. Es así desde aquel famoso vídeo sexual que «se filtró» en 2007, coincidiendo, casualmente, con el estreno del programa de telerrealidad Keeping up with the Kardashians, cuya dinámica bebe de esa confusión entre lo orquestado y lo fortuito. ¿Que huele a demasiado guionizado? No pasa nada. Asistiremos a una conversación telefónica privada que nadie debería ver, porque, oh, suerte la nuestra, el equipo de cámaras había ido a grabar a Kim haciendo deporte. ¿Exceso de producción y de eventos glamurosos? Sin problema. Aparecerá, en cada capítulo, un momento familiar hogareño rayano en lo aburrido, o quizá algún otro embarazoso, alguna broma improvisada entre las hermanas, o una riña, o una escena de llanto sin maquillaje, o con un maquillaje efecto no-maquillaje (existe, no estamos inventando nada), o recostadas en grandes sofás, grandes camas, grandes superficies de reposo en general, mirando el móvil como haríamos cualquiera.
Ese «cualquiera» es importante, porque forma parte de la ilusión que, pocos años después de la aparición de los realities, constituiría la industria de los influencers digitales, y que un siglo atrás había desacralizado a la figura del artista junto a sus producciones. Si los de entonces trabajaron por romper la distinción entre alta y baja cultura mediante los poemas dadaístas o los urinarios instalados en museos, los de ahora sostienen ese edificio yendo un paso más allá del ready-made al convertir cualquier objeto de consumo en una pieza de lujo, deseable y, al mismo tiempo, asequible. Y la cosa quedaría en la clásica transacción comercial de no ser porque, ese objeto (que, a su vez, son todos los objetos de la misma clase), deja de ser tal al entrar en contacto con la obra de arte total, es decir, con la cotidianidad de alguien como Kim K, que ha hecho de su vida su obra, en sentido plástico y teatral.
Las ensaladas preparadas en envases que las hermanas agitan con brío para mezclar los ingredientes, la bata de Kim el día que lloró con gesto compungido y se hizo meme, o una bolsa de cartón del supermercado Erewhon llevada a modo de bolso de mano a un desfile de Balenciaga, cobran un nuevo estatus al ser ostentados por y en ella, resignificando lo ordinario como expresión artística controladamente casual. Lo diremos con otras palabras: Kim Kardashian es el lienzo y la pared del museo, la artista, la inspiración y la tienda de regalos a la salida, la idea tras la ejecución de la obra y el mensaje que transmite.
Y si piensan que se trata de un mensaje vacío, están casi en lo cierto. Tanto como lo pudieron estar de primeras aquellas tres mil personas que, en la noche del 28 de abril de 1958, acudieron a la galería Iris Clert en París para el estreno de la exposición de Yves Klein. Encontraron allí una habitación pintada de blanco, diáfana, sin nada más que su obsesión por «alcanzar esa transparencia, ese vacío inmensurable donde reside el permanente y absoluto espíritu liberado de todas las dimensiones». De ahí que se conozca como Le Vide, El Vacío. La mansión en Hidden Hills de Kim K diseñada por el artista belga Axel Vervoordt es reflejo de aquella instalación. También ella, de manera conceptual, lo es, en tanto que su principal mensaje es el de la invitación a mirar, a seguir mirando, aunque lo que se tenga enfrente sea la transparencia, el vacío, la más estricta nada, o nadería, aderezada con breves destellos de sentido —estético, sobre todo— que llegan igual de rápido que se van, en sintonía con las dinámicas del futurismo, o de las presentísimas redes sociales, o de la imparable (y rentable) liquidez.
Para que esa construcción se mantenga en el tiempo no basta, como comprenderán, con la sobreexposición, aun siendo esta un punto clave. Hace falta sumarle un yo cincelado con idénticas dosis de realidad y de ficción, previsible a la par que desconcertante, común y excéntrico, fragmentario, plástico; y un cuerpo maleable, hecho y deshecho a su antojo por medio de cirugías estéticas, maquillaje y retoques digitales.
Es, el de Kim Kardashian, un cuerpo esculpido desde el desafío a lo que entendemos por convencional, en la misma línea que las performances firmadas por la artista corporal ORLAN, aunque desde un lugar diametralmente opuesto.
Nos explicamos: mientras que ORLAN ejerció una crítica de lo absurdos e inalcanzables que han sido, desde los albores de la historia, los estándares de belleza impuestos a las mujeres realizándose sendas intervenciones quirúrgicas en La Réincarnation de sainte Orlan (1990) y Omniprésence (1993), y con Self-hybridizations (1998-2002) invitó a reflexionar sobre el papel colonizador de Occidente en lo que consideramos hermoso o perfecto, Kim se apropia de ciertos rasgos asociados a mujeres racializadas, los mezcla con otros recogidos de los ideales de otras épocas y los vende como posibles, una vez más, para cualquiera. Lo hace cuando comparte sus rutinas simplificadas de cardio como acciones milagrosas, desde su línea de fajas moldeadoras SKIMS, desde la otra de maquillaje SKKN; lo lleva haciendo desde que en la sexta temporada de Keeping up with the Kardashians centraron la trama de un capítulo en una radiografía de sus glúteos, tratando de demostrar que no había nada artificial en ella. Existe también la opción de inspirarse con el torso de la mujer-obra de arte viviente en formato frasco de perfume, o consolarse con observarlo en la mesita de noche si todo lo anterior falla, y siempre falla, porque para bien o para mal, Kim Kardashian solo hay una.
Ha quedado claro en repetidas ocasiones, pero las manifestaciones más evidentes han sucedido, sin duda, en el contexto de la MET Gala, evento anual orquestado por el Instituto del Vestido del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York y dirigido por Anna Wintour.
En el 2019 acudió con un vestido camisero hecho en silicona y organza de seda del que colgaban pequeños cristales cosidos con hilo de pescar, emulando el instante en que Sophia Loren salía del agua en la película La sirena y el delfín. La obra fue diseñada por Thierry Mugler, quien abandonó un retiro creativo de veinte años para darle forma a aquella producción futurista, pensada especialmente para Kim. El resultado es, cuanto menos, espectacular, pero la cosa no acaba ahí porque, como buena vanguardista, concede todo lujo de detalles sobre el proceso: que el vestido fue confeccionado durante ocho meses, que ella dedicó una semana entera de su vida a recibir toda clase de tratamientos imaginables, que estuvo rodeada por un equipo bastante nutrido de profesionales dispuestos para peinarla, maquillarla, hacerle la manicura, vestirla y atarle un corsé, diseñado por el corsetero Mr. Pearl, que necesitó de tres personas para ajustarlo, el cual le obligaría a estar de pie durante todo el evento, incluso en el vehículo. «Voy a estar cuatro horas sin hacer pis», reconoce mientras la maquillan con su icónica bata blanca en un vídeo de Vogue España. «Estamos planeando qué hacer en caso de emergencia. No hay muchas opciones. No he ido al baño en todo este rato, así que me tocará ir mil veces. Cuando me pongo nerviosa tengo que ir un millón de veces». Nadie dijo que ser una escultura humana fuese fácil, ni que estuviese exento de sacrificios.
Para la edición de la MET Gala de 2022 el sacrificio consistió en llevar una estricta rutina para perder siete kilos en tres semanas: «Usaba un traje de sauna dos veces al día, corría en la cinta, eliminé por completo todo el azúcar y todos los carbohidratos, y solo comía verduras y proteínas». ¿El motivo? Entrar en el vestido que Marilyn Monroe llevó el día del Happy birthday, Mr. President. Una pieza de colección adquirida por el museo de rarezas Ripley’s Believe It or Not, por el módico precio de cuatro millones ochenta y un mil dólares, que le fue prestado a Kim por ser Kim, y porque su momager nunca acepta un no por respuesta.
El martirio para la cita de 2024 con Anna Wintour no fue menor. Por abajo, una falda de metal diseñada por John Galliano de la firma Maison Margiela le cubría más allá de los pies y, para que no se enganchase el tacón, hubo de ir montada en unas plataformas sin parte de atrás, esto es, haciendo equilibrismo de puntillas sobre veinte centímetros de plástico. Por arriba, un cárdigan con efecto pelotillero y un corsé aún más ajustado que el de 2019. En otro de los ya clásicos vídeos de Vogue cuyo fin es introducirnos en la trastienda de la farándula, y que funcionan como extensión del programa de las Kardashians, vemos a Kim K mientras la peinan, con la mirada de las mil yardas, exhalando una vez, seguida de otra, sin haber inhalado entre medias. «¿Cómo está la paciente? ¿Cómo lo llevas?», pregunta alguien tras las cámaras. «Es una obra de arte/una disciplina artística [an art form], pero lo tengo controlado», responde. No se refiere, en este caso, al proceso de creación del atuendo-concepto, ni a los nervios, ni al control de esfínteres, ni a la paciencia requerida por las infinitas horas de preparación. Se refiere a respirar. Respirar como forma de arte —continuando la tradición de Manzoni en Fiato d’artista, de Marina Abramović y Ulay en Breathing in/Breathing out— por amor al arte, a la moda, al espectáculo inmortalizado en imágenes al alcance de todos.
Una última reseña: en 2021, una vez rebajadas las restricciones de la pandemia por covid, desfiló por la alfombra roja (blanca, ese año) del Museo Metropolitano de Arte una persona cubierta por un traje de Demna Gvasalia para Balenciaga. Y cuando decimos cubierta nos referimos a cubiertísima: cabeza, cara, cuello, manos, hasta los zapatos iban por debajo de la misma tela negra que conformaba el traje de sombra. La persona debajo de la máscara iba a ciegas. Los espectadores, presenciales o virtuales, solo veían tela negra ceñida, de material opaco, de tono uniforme: el epítome de la tendencia total black. No se distinguía nada más que una silueta envuelta en nada y, sin embargo, no hubo ni un instante de duda sobre quién era la portadora de aquel traje que le hubiese valido el anonimato a cualquier otro asistente.
Se trataba, por supuesto, de Kim Kardashian vistiendo el vacío y siendo, aun así, reconocible; haciendo emerger un debate sobre sus intenciones, ya que ella misma y su atuendo —lo visible— eran imposibles de analizar. Hubo muchos memes, por supuesto, pero también reflexiones sobre la fama, la identidad, el silencio y los silenciados, las mujeres silenciadas, los límites de las tendencias y de la exposición, sobre su relación con los movimientos artísticos del siglo XX. Dos días después del acto, el 15 de septiembre, María Serrano publicó en la revista Telva un artículo donde se recogían las siguientes declaraciones de Catalina Martín Llopis, profesora de la Universidad de Católica de Valencia y doctora en Historia del Arte:
Salvando las distancias, me recordó a cómo debió de ser el momento en el que en la Armory Show —la Exposición Internacional de Arte Moderno— el jurado, esperando ver obras preciosas, se encontró en 1917 con el Urinario de Duchamp, o la provocación que causó el Cuadrado negro sobre fondo blanco de Malevich. El váter se destruyó y el Cuadrado negro sobre fondo blanco se rechazó. «Esto no es arte —decían—, es una tomadura de pelo» y, sin embargo, hoy no podríamos entender el arte contemporáneo sin estas obras que fueron esenciales.
El 14 de septiembre Kim ya se había pronunciado desde Instagram con una recopilación de fotos en blanco y negro que, mientras se escriben estas palabras, acumula más de siete millones de «me gusta» y más de ochenta mil comentarios llamándola reina, ridícula, icono, rarita, satánica, talibana, antifa, illuminati… Como pie de foto, escribió una sola frase: «¡¿Qué hay más americano que una camiseta de la cabeza a los pies?!».
Miren, nosotros no somos quiénes para responder a esa pregunta, pero lo que sí sabemos es que basta con ver un segundo a Kim Kardashian para entender que su condición de artista, cuando de hacer dinero y negocios se trata, es innegable. Y que siempre, siempre, va un paso por delante, cobijada bajo la sombra del vanguardismo y del vacío que es, a veces, la suya propia frente a los ojos de los demás.
Tanto que comentar, porque Kim K. es inagotable…
Soy simple y con la prueba empírica de la nalga natural he echado la bebida por la nariz. A ver qué personaje de la historia ha moldeado las nalgas femeninas de la humanidad (y no solo femeninas) a su imagen y semejanza como esta personalidad epocal.
Tuve la suerte de asomarme a su reality en algunos episodios gracias a la intercesión de mis hermanas, ya que por mí mismo no hubiera tenido el valor deconstructivo suficiente (además de simple, uno es limitado, quizá sea lo mismo). No puedo estar más agradecido, porque en esa casa están las respuestas a tantas cosas…
Supongo que es imposible, pero me gustaría conocer (una vez más empíricamente) el impacto que ha tenido esta mujer en el derribo (siempre parcial, por desgracia) del peligroso modelo de cuerpo, perdonen la redundancia, de las modelos extremadamente delgadas. Y lo mismo con la apertura a las relaciones interraciales. No es moco de pavo.
Pero quiero terminar hablando de ese vacío, que la autora del texto relaciona agudamente con el arte y hasta con la metafísica (¿no es eso la metafísica, un arte creador de mundos?). Ese vacío que se pretende (también) vacío intelectual y que se muestra de forma grosera en la voz de doblaje en español que implantan a la buena de Kim K, como si tuviera un lápiz incrustado en ese cerebro que, y en este punto disiento con la autora, ha pergeñado junto a su momanager el modelo de mujer más influyente de nuestro siglo. De lo cual se puede hablar largo y tendido pero será, quizás, en otra ocasión.
Resumido: Tía rica se pone modelitos, realiza gestos y enseña su casa. Los medios lo muestran porque es famosa porque su viejo era famoso. El rebaño de atorrantes mira lo que le echan, no sabe hacer otra cosa porque sus mentes están muertas. Plumilla se gana los garbanzos inventando rebuscadas explicaciones al «fenómeno».
Échale un poco más de esfuerzo, anda
No he entendido casi nada pero siempre que he visto a esta pava, la Kardashian, en lo único que pensaba referido a ella, era en petarle el ojete. Al fin y al cabo, es la reacción que ella ha buscado siempre, ¿no?