Termina octubre en Tortuguero, Costa Rica, y es el fin de la temporada de desove. Me han dicho que no se han visto tortugas en las últimas noches. Mis expectativas son bajas, pero sé que el suceso más inesperado puede acontecer cuando menos te lo esperas. La naturaleza tiene sus propias reglas y es impredecible.
Destiné tres noches a vivir esta experiencia. Malgasté la primera oyendo los comentarios decepcionados de personas que intentaron ver a las tortugas y esperaron en vano durante varias horas. Recuerdo otras experiencias en las que parece que el universo nos lleva al límite y examina varios aspectos de nuestra personalidad: la templanza, la paciencia, el optimismo, la tolerancia a la frustración y tantas cosas necesarias para vivir.
Son las nueve de la segunda noche. Me he jurado persistir y evitar la frustración si no puedo verlas. Me digo a mí mismo que soy un privilegiado estando aquí en este momento. Miro el cielo, contiene una luna casi llena con miles de estrellas.
El guía se presenta muy educado y nos da las indicaciones. Está totalmente prohibido usar el celular, hacer ruidos y desplazarse solos. Es necesario moverse en forma sutil, cualquier sonido puede perturbar el proceso. Las tortugas podrían asustarse y regresar al mar. No puedo negar que me asalta la ansiedad. Somos un grupo muy pequeño y todos nos miramos con complicidad. Algunos hemos viajado durante muchas horas para vivir esta aventura.
A partir de las seis de la tarde no se permite el ingreso a la playa. Es durante la noche cuando esos seres misteriosos podrían salir a escena para cumplir su mágico propósito de dar continuidad a la especie.
A lo largo de toda la temporada de desove hay jóvenes patrullando la playa. Son los vigías que caminan y procuran detectar a las tortugas en el momento de llegar desde el mar a la arena: entonces de inmediato a los visitantes, para poder ver todo el proceso que dura aproximadamente entre una hora y una hora y media. Deben tener cuidado, pues si la hembra los ve, puede retornar al agua y postergar la puesta. Nuestro guía parece experimentado, ha hecho esto durante muchas noches. Le pregunto detalles, me los dio con entusiasmo. No obstante, veo en sus ojos el orgullo escondido, lo dará todo para acompañarnos en el acontecimiento milagroso de ver a las tortugas. Nos cuenta que esta temporada los jaguares han matado a muchas para alimentarse. Y aunque está penalizado con severas multas y prisión, todavía existe la caza furtiva de tortugas verdes. Sin embargo, ellas resisten los peligros y regresan cada año.
Nos refugiamos en una base, justo en el límite de la playa. Debemos esperar que los vigías avisen. Todo puede terminar aquí, consumiendo las horas en absoluta y tortuosa espera. Apenas murmuramos, las palabras se acaban y solo queremos entrar en acción. Lo miramos de reojo y desciframos su rostro moreno, curtido por tantos días de sol. Está concentrado, atento a su celular. Nosotros estamos atentos también a cualquier gesto suyo. Esperamos en el puesto en completo silencio y total oscuridad.
De pronto sucede lo que tanto esperamos: una tortuga verde ha salido del mar. Está a pocos kilómetros, imagino que debemos correr y me preocupo por si llegaremos a tiempo. Afortunadamente, está todo organizado, nos recogerá una lancha a pocos metros del alojamiento, en el río que corre paralelo al mar y nos llevará al lugar en pocos minutos. La excitación es enorme. En segundos nos abrochamos el chaleco flotador y la embarcación sale a toda velocidad. El guía consulta el reloj y nos tranquiliza. Hay tiempo.
Desembarcamos en un pequeño atracadero, luego de seguir por un camino estrecho, colmado de vegetación, llegamos por fin a la playa. Han pasado pocos minutos desde el aviso, tal vez menos de diez, y estamos viviendo con las emociones a tope. El corazón palpita fuerte. En la arena hay rastros, parecen los dedos de un niño que se ha regodeado en dejar sus huellas en la superficie de una torta de chocolate. La iluminación es perfecta, los ojos se han acostumbrado a la penumbra, la luna le da a la escena una imagen perfecta. Podemos visualizar bien y reconocer las formas. No sé dónde mirar, estoy deseoso por descubrir a ese ser que esperé tanto. ¿Cómo será? ¿Lo asustaremos?
El guía nos pide que nos quedemos inmóviles. Cerca hay otro grupo pequeño. Casi puedo escuchar la respiración y el corazón de estas personas que me acompañan.
¡Ahí, ahí!, señalan. La vemos. Es enorme. A pocos metros de la orilla se arrastra con una gran lentitud y luego se detiene. Parece una anciana majestuosa atravesando una larga alfombra con una pesada capa sobre los hombros.
El mar murmura indiferente con su ritmo incansable a través de las olas. El aroma a sal me atraviesa, recuerdo momentos de la niñez, noches de pesca junto a mi padre. Siento emoción, soy un testigo privilegiado de este suceso. Probablemente esta tortuga se ha demorado, pero en este preciso instante, ha decidido con su misterioso reloj biológico, que ha llegado el momento de desovar. Es un hecho inexorable.
Esta, como todas, se ha apareado en las profundidades y con una inexplicable memoria, anidará en la misma playa en la que ha nacido, treinta y cinco años después. Esta travesía me parece algo extraordinario. El regreso al origen, al punto de partida.
¿Qué fuerza magnética las mueve en la misma dirección luego de tantos años? Nadie lo sabe. ¿Cómo se encuentran en el inmenso océano las tortugas de la misma especie? A través del olfato. Liberan feromonas que les permiten detectarse, atraerse y acometer su misión de apareamiento.
Los ciclos reproductivos de las tortugas marinas son circadianos, se repiten en forma secuencial. Sin embargo, pueden cambiarlos si se presentan problemas ambientales o hay escasez en la alimentación. Esta irregularidad se produce en los individuos muy jóvenes o muy viejos. Los primeros, porque no tienen nada que desaprender y los más maduros, porque cuentan con varias puestas de experiencia.
El número total de huevos desovados por temporada va aumentando con la edad de los animales. Pueden ser entre cien y ciento treinta. Con los años también se incrementa la fertilidad. El momento del desove está influido por las fases de la luna, las mareas, la temperatura y el viento.
Las hembras tienen un olfato más sensible. Desde que salen del mar hasta que eligen el sitio más apropiado para anidar, hincan el pico en la arena como un radar inteligente. Por eso la hemos visto tan cautelosa apenas salió de la orilla. Parecía descifrar el entorno con su cabeza, confiando en su sabiduría y en su intuición.
La madre
Luego de algunos instantes de estudio en los que pareció sopesar las opciones, podemos verla con absoluta claridad. Se arrastra y parece decidida, tiene un cuerpo voluminoso, pesa doscientos kilos aproximadamente. Descansa, sigue. Sortea los obstáculos que le presenta el terreno, troncos de árboles dispersos, pequeños montículos de arena, cocos. Ha llegado hasta esta playa donde nació hace tres décadas o más. Es un momento de una emoción inexplicable. Estamos inmóviles a pocos metros, con absoluto respeto por este proceso que ha iniciado.
Parece sopesar los detalles de la escena, con lentitud se desliza y escoge un sitio que percibe perfecto. Se detiene y comienza a cavar con las aletas traseras. Tiene ritmo lento pero persistente y mucha fuerza. Arroja la arena hacia atrás con determinación. Puede comenzar a vislumbrarse un hoyo, que, al finalizar, tendrá unos cuarenta centímetros de diámetro y medio metro de profundidad. Mientras las patas lanzan la arena hacia atrás, parece ensimismada en llevar a cabo su propósito, luego se toma un respiro, prosigue este trabajo arduo con ganas. Trato de descifrar sus gestos, la boca apenas abierta, los ojos fijos hacia adelante. No puede ver lo que hace, sin embargo, hay una precisión inédita. Sabe cómo hacerlo, lo ha aprendido a través de sus ancestros y lleva en sus genes el conocimiento de miles de madres que han cavado antes que ella.
Cuando el pozo está listo, se coloca justo encima con el extremo de la cola en el medio. Parece en trance. Empuja ella sola con su inmensa maternidad. Uno a uno pare unos ciento veinte huevos blancos y blandos. Ninguno se rompe, caen unos encima de otros como una perfecta simetría, todo transcurre en cámara lenta. Nos ubicamos detrás para no perturbarla, el guía ilumina con luz roja para evitar molestarla. Explica que, en el momento de la puesta, el trance es tan profundo que ya no puede detenerse y nada la perturba. Nos turnamos para observar. Quisiera continuar ahí, sin moverme. Siento el impulso de abrazarla, pero no puedo, y entonces la abrazo con mi imaginación.
Cuando finaliza el desove, tapa el nido. Lo hace sin mirar, indudablemente tiene una sabiduría ancestral que la guía paso a paso y con extraordinaria exactitud. De inmediato, enmascara el hoyo y trabaja, trabaja con sus cuatro aletas como si en ello le fuera la vida. Exhausta, no observa ni una sola vez el lugar, parece segura de haber hecho bien su trabajo con responsabilidad y pericia. El mar está a unos doscientos metros, mira hacia allí, comprendemos que pondrá su proa en la misma dirección que el día en el que nació.
No verá nacer a sus crías. Disimular la ubicación del nido es el máximo y el último acto de protección que puede hacer por ellas. Entonces emprende el regreso, se arrastra hacia la orilla. Parece totalmente agotada. Se detiene unos segundos y prosigue hasta que el agua le permite nadar y desaparece ella sola en la profundidad del océano. La observamos en silencio sagrado. Miro la luna, las estrellas, estoy llorando ante el milagro de la vida. Soy un testigo furtivo del amor.
El regalo
Cuando la vemos internarse en las primeras olas y perderse en la profundidad, agradecemos haber estado justo esa noche en ese lugar mágico. Regresamos en estado de conmoción por lo vivido, lo hacemos con pasos lentos y hablando en voz baja. El guía se detiene, parece hurgar en la arena, se arrodilla y alumbra. En la oscuridad vemos un pequeño ser, se debate en la arena. Pensé que era un pequeño cangrejo, pero no, se trata de una tortuga bebé. Es otro nido y los huevos están eclosionando justo en ese momento. En pocos minutos, pequeñas tortugas recién nacidas, se desperezan y se quitan la arena de los cuerpos, corren frenéticas hacia el magnético mar. Son una hilera de pequeños cuerpos como si se tratase de una fila de hormigas.
Solo unas pocas lograrán sobrevivir. Mayoritariamente, eclosionan de noche para evitar ser presa de los pájaros. Luego, en las profundidades, se enfrentarán a los peces. Las resilientes que logren vivir, regresarán en treinta y cinco años a este mismo lugar. Tal vez el instinto o el recuerdo de sus corazones les digan: aquí es. No puedo dejar de pensar en esta sincronía.
La experiencia me ha conmocionado tanto que reflexiono los días siguientes acerca de la dificultad que tenemos los seres humanos en aprender que no somos los propietarios del hábitat, sino solamente inquilinos. Deberíamos enseñarles a los niños y a los adultos un respeto absoluto por el espacio, por la identidad de todo lo que nos rodea, tenga vida o no.
Imagino que quizá algún día, luego de muchas generaciones, disfrutaremos con asombro de ver a las tortugas llegar a la playa a cumplir sus mandatos de trascendencia y eso será un acontecimiento celebrado y respetado, igual que el día en el que nacimos.
Este artículo es un adelanto de nuestra revista trimestral nº 50 especial Pura vida, ya disponible aquí.