Cómics

Arquitectura, deseo y encierro en La estación de Raphaël Geffray

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Ilustración del cómic La estación

La estación de Raphaël Geffray no es una estación cualquiera. Es una máquina de flujo y vigilancia, una ciudad comprimida en tránsito perpetuo. Es también, como en los relatos mitológicos, una isla. Una isla donde alguien ha decidido quedarse y otra ha decidido retener. Como si Ulises hubiese desembarcado en Montparnasse y Circe, en vez de ofrecerle vino y descanso, le hubiera escaneado el iris y anulado el pasaporte.

La novela gráfica publicada por Sarbacane en 2024 (y traducida en 2025 al español por Andana Gráfica) se construye sobre un dispositivo narrativo tan antiguo como efectivo: una historia de obsesión amorosa. Pero sería ingenuo reducirla a eso. Geffray, que ya había demostrado en C’est pas toi le monde una rara capacidad para explorar los márgenes del sistema —allí un niño violento y disfuncional; aquí una directora de estación poderosa y perturbada—, utiliza el marco del amor como un pretexto para hablar de otra cosa: el control, el capitalismo, la identidad, los espacios y la forma en que nos atraviesan.

Cartografía de un encierro

La trama es sencilla y escalofriante. Hannah, directora de una estación colosal en una ciudad francesa no identificada, se encapricha de Adam, un músico inglés que debe regresar a su país. En lugar de despedirse, como haría cualquier otra persona, Hannah decide impedir su partida manipulando el sistema: con la ayuda de su subordinada, experta informática, invalida su pasaporte y lo retiene sin violencia, sin barrotes, pero con eficacia quirúrgica.

Lo fascinante es que ese gesto se despliega dentro de un espacio donde lo arbitrario ya ha sido normalizado. Las cámaras, las tarjetas, los protocolos biométricos no son anomalías; son el entorno. Adam no es prisionero de una persona, sino de una infraestructura. En este sentido, La estación no es tanto una historia de amor como una distopía de interior, una metáfora brillante del capitalismo de vigilancia: nadie obliga a nadie, pero nadie puede irse.

La estación —y esto es importante— no es solo un decorado. Geffray la convierte en protagonista. La recorre con planos amplios, ángulos de fuga, escaleras interminables, pasillos vacíos o abarrotados. Cada viñeta parece respirar la claustrofobia de una lógica burocrática llevada al extremo. La arquitectura aquí no acoge, sino delimita. La geometría no ordena, encierra. Como escribió un crítico francés: «Cada llegada es una digestión confusa y difícil de gestionar». Esa digestión, en efecto, es también la del lector.

Entre Atassi y Kafka

Me ha sido inevitable pensar, al recorrer los escenarios de La estación, en la obra pictórica de Farah Atassi que ahora expone en el Museo Picasso de Málaga. Como Geffray, Atassi construye mundos a partir de patrones, cuadrículas, repeticiones. Sus figuras (femeninas, fragmentadas, dispuestas en escenografías abstractas) flotan en espacios sin fondo. En ambos, el entorno tiene peso simbólico. En ambos, los personajes se integran o se dislocan respecto al lugar que ocupan. Pero mientras Atassi explora desde la pintura una geometría ritual y casi celebratoria —como tapices posmodernos donde la forma rige sobre la emoción—, Geffray se vale de esa misma racionalidad visual para contar una descomposición. Sus líneas no armonizan; sus simetrías inquietan. La geometría de Atassi es matriz; la de Geffray, jaula.

Esta relación ambigua con el espacio entronca también con una tradición literaria: la de Kafka. En La estación, como en El proceso o El castillo, las reglas existen, pero no se explican. Se aplican con lógica opaca. Hannah no encierra a Adam mediante una coacción explícita, sino mediante una combinación de normas, excepciones y trampas administrativas. El encierro no duele porque sea físico; duele porque no tiene sentido.

Una Circe con MBA

Hannah es una figura que late como una zona silente del cerebro, de esas que no suelen ser mapeadas pero que gobiernan la emoción con una autoridad secreta. No es Circe, no necesita hechizos ni pócimas: tiene terminales, permisos, protocolos. No transforma hombres en cerdos, los mantiene en tránsito perpetuo. Su obsesión por Adam no es un desvío, sino una ruta neuronal corrupta, un cortocircuito afectivo en un sistema que fue diseñado para no sentir. Porque Hannah no es simplemente la directora de una estación. Es la estación. Cada pasillo es su pensamiento, cada puerta que se cierra es un acto reflejo suyo. Y Adam, esa interrupción súbita en el flujo perfecto, ese acorde inesperado en la partitura diaria, se convierte en la sinapsis que no puede dejar de repetirse.

Hannah no quiere retener a Adam con cadenas, solo necesita que no desaparezca de su campo de visión, que siga existiendo dentro del perímetro de su lógica. Cuando lo ve dormir, abrazado a ella en esa cama de dimensiones imposibles, respira aliviada desconectándose de la fugacidad del instante. Ella, mujer de pelo blanco y elegancia ingrávida, no es una villana; no hay fuego en su mirada, solo la melancolía de quien sabe que el amor, cuando se construye desde el artificio, está condenado. Hannah ha confundido el afecto con la trazabilidad, la presencia con la accesibilidad. Ha llegado a creer que, si puede prever sus movimientos, evitará su ausencia. Pero ese esfuerzo no es violencia, es miedo. Es el pánico ancestral de una mente que, al amar, pierde el control de sí misma.

Adam, por su parte, no tiene mapa. Camina en línea recta sin saber que ya no hay salida. No entiende la lengua, ni las reglas, ni la anomalía que lo mantiene allí. No está atado, pero tampoco libre. Quiere marcharse, pero también siente el calor de la cama, el café exacto en la taza, la mirada que no lo suelta. Su extranjería es la nuestra: esa torpeza con la que habitamos sistemas que decimos comprender, algoritmos que aceptamos sin leer, afectos que confundimos con interfaces. Y cuando finalmente intuye que no puede escapar, ya no sabe si quiere hacerlo. Así es como funciona este cerebro-estación: no encierra, convence. No castiga, seduce. Y el amor, en ese contexto, es solo una disfunción más. Una que duele, pero da sentido.

El trazo y la atmósfera

La dimensión estética en La estación opera justamente en sentido inverso al que soñaron la Ilustración o el idealismo alemán: no como espacio de emancipación, sino como tecnología de coacción. Geffray despliega una estética rigurosa, casi quirúrgica, donde cada línea, cada simetría, cada código de color sirve para reforzar la sensación de encierro, para constreñir la libertad bajo una falsa apariencia de orden. La belleza aquí no libera: regula. Es una belleza funcional, normativa, como la de los centros de datos o los hospitales sin alma. El dibujo, lejos de abrir al sujeto a lo posible, lo disciplina. El lector camina las viñetas como quien transita un pasillo vigilado. En vez de prometer redención, la estética se convierte en instrumento de captura: es el envoltorio perfecto de la obsesión, la arquitectura del poder emocional. Geffray no ilustra una historia de amor enfermizo; nos obliga a habitar el orden visual que la sostiene, sin posibilidad de escape.

Geffray trabaja con la viñeta como unidad de sentido, pero también como trampa visual. A menudo usa marcos dentro de marcos, escalonamientos, líneas que se doblan sobre sí mismas. La lectura no es lineal: se bifurca, se ralentiza, obliga al lector a detenerse. Como los viajeros de su estación, el lector se ve obligado a seguir un circuito que no ha elegido. El autor despliega una atmósfera que de alguna manera recuerda a Flatland la obra de Edwin A. Abbott, donde las figuras están atrapadas en un mundo bidimensional regido por leyes que no pueden comprender, condenadas a moverse en un espacio cerrado que simula libertad mientras restringe toda perspectiva. Geffray, como Abbott, construye un universo gráfico donde el lector, igual que los personajes, se mueve dentro de coordenadas fijas, sin acceso a un “afuera”, atrapado en una gramática visual que se cierra sobre sí misma con la elegancia implacable de un algoritmo.

Geffray no busca la belleza convencional. Su dibujo es seco, preciso, ligeramente sucio cuando debe serlo, pero siempre controlado. Los personajes no son bellos, pero son profundamente expresivos. Los gestos, las ropas, las posturas están cargadas de intención. Cada figura dice algo de su mundo, y cada mundo es una variación de la estructura central: la estación como organismo. La paleta cromática es austera, con tonos fríos, grises, ocres, a veces interrumpidos por un rojo o un azul que funciona como alarma. No hay decorativismo, pero sí una atención enfermiza al detalle: rejas, pantallas, papeleras, moquetas. Todo parece estar allí con una función. La estación vive, respira, mira.

Una crítica disfrazada de ficción

Lo más inquietante de La estación es su verosimilitud. No hay nada en sus páginas que no pueda pasar mañana. La invalidación de un pasaporte por error. El control absoluto de los flujos migratorios. El uso de datos biométricos como forma de selección. La precariedad disfrazada de orden. La hiperfuncionalidad que convierte el amor en algoritmo y la identidad en código QR.  Me asalta la duda de si Roger Senserrich, amante de trenes y estaciones, podría entender esta obra como una epifanía disonante capaz de subvertir su pasión por los templos ferroviarios. Si en sus crónicas urbanas se ensalzaba la liturgia del tránsito —Grand Central Terminal como catedral laica del siglo XX—, aquí el andén se clausura, la lógica se tuerce, y lo que era punto de fuga se convierte en celda.

Geffray convierte la lógica ferroviaria en drama psicológico y el diseño funcional en cárcel existencial. Como si Kafka hubiese tomado el lápiz de Le Corbusier tras una ruptura sentimental. Esta novela gráfica no se limita a mostrar una estación perturbada por el deseo: la convierte en el lugar donde el deseo mismo —esa interrupción ilegítima del protocolo— desmantela todo el engranaje. La obsesión no es ya un fallo humano, sino una variable no prevista del sistema. ¿Cómo no pensar, entonces, que Senserrich cerrará el cómic como quien apaga la luz de un túnel sin salida?

Geffray, que además de historietista es máster en Ciencias de las Religiones por la Universidad Libre de Bruselas, entiende el poder de las narraciones. En sus propias palabras, le interesa cómo los relatos estructuran los imaginarios y afectan la realidad. La estación es uno de esos relatos que, sin levantar la voz, logra poner en evidencia la lógica represiva de la sociedad del rendimiento. No propone soluciones, pero sí incomodidades. No es moralista, pero sí política. No habla de un futuro distópico, sino de un presente que ya hemos naturalizado.

En un mundo donde las estaciones ya no son lugares de paso, sino sistemas de gestión emocional, Raphaël Geffray ha creado una novela gráfica donde la arquitectura es destino, y el amor, una forma más del encierro. La estación no se lee: se habita. Y cuando uno logra salir de ella, ya no es el mismo.

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