Libros

Irene Vallejo, Barbitania y el día del orgullo lector

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La sala se llenó con la misma reverencia con la que se abre un libro muy querido. El Festival Barbitania repetía este año su ritual de lectura en voz alta y comunión con el texto, y lo hacía acogiendo a Irene Vallejo, que regresaba a Barbastro para encontrarse con los lectores que hace siete años la conocieron a través de El silbido del arquero. Esta vez, sin embargo, el motivo era otro: El infinito en un junco, su ya célebre ensayo sobre el libro como objeto, como historia, como gesto humano de salvación y resistencia. En su voz, el pasado se convierte en materia viva y política. Vallejo habló con los lectores no como quien baja de un pedestal, sino como quien se sienta en la mesa familiar, recuperando esa dimensión oral y casi mágica de los antiguos rituales en torno al fuego.

La autora zaragozana hizo de su paso por el festival una ocasión para reivindicar la lectura como acto íntimo y rebelde, y la escritura como una forma de atravesar la tormenta. Recordó que El infinito en un junco nació en una etapa dolorosa: su hijo Pedro, gravemente enfermo, estaba ingresado en la UCI. En ese tiempo de hospitales, miedo y cuidados, escribir fue una manera de sostenerse, de no naufragar. Vallejo no concebía entonces que ese libro sería el inicio de otra vida —personal, pública, literaria—, ni que miles de lectores en todo el mundo lo abrazarían como un clásico contemporáneo. De hecho, llegó a Siruela con un título borgeano, «Una misteriosa lealtad», y sin estrategia editorial de por medio. El libro parecía condenado al fracaso según todos los manuales del marketing: era un ensayo, defendía los clásicos, celebraba las bibliotecas. Y sin embargo, como los libros de los que habla, sobrevivió, floreció, se convirtió en fenómeno.

En la tertulia, presentada por Nanín Arcarazo y conducida, como el año anterior, por Chusa Garcés y Borja García, Vallejo reivindicó también la figura de las mujeres lectoras, bibliotecarias, traductoras, transmisoras de historias. Desde su madre, que quiso ser bibliotecaria y la convirtió en lectora con cuentos antes de dormir, hasta María Moliner, a quien leyó como una filóloga por vocación y no por título. Con emoción, habló del texto más antiguo firmado de la historia —obra de una mujer, Enheduanna— y del silencio que pesa sobre tantas otras. Como si en cada línea del ensayo hubiera querido recuperar un hilo de esa gran urdimbre femenina invisibilizada. En un mundo cada vez más dominado por algoritmos que nos confirman en nuestras ideas, Vallejo defendió los clásicos precisamente, por lo contrario: por su poder de descolocarnos. Leerlos es, dijo, una forma de desobediencia, de conversación intergeneracional y de insumisión ante la uniformidad digital. En su relato, el libro vuelve a ser lo que siempre fue: un artefacto frágil y poderoso, custodiado por manos anónimas, perseguido por tiranos y amado por soñadores. Un artefacto de resistencia y de belleza.

Quizá por lo cotidiano que nos resulta, el libro se da por hecho. Nos hemos olvidado, hasta la publicación del ensayo de Irene, de lo maravilloso que es este invento, uno de los grandes avances tecnológicos de la humanidad, aunque no lo parezca.

La emoción de los reencuentros traba un poco la lengua y acelera el corazón, pero estoy muy feliz de volver. Recuerdo que vine en 2018 —parece que fuera otra vida— y celebramos entonces un encuentro sobre El silbido del arquero. El infinito en un junco ya estaba escrito; trabajaba en sus últimas correcciones con mi editor, sin la más remota sospecha del vendaval que vendría tras su publicación. Siempre insisto en que aquellos encuentros, clubes de lectura, ferias del libro, visitas a institutos y colegios, cimentaron El infinito en un junco. Fue un contacto continuo con personas que, lejos de las grandes capitales, me demostraron que existe una red silenciosa, discreta y amorosa de quienes protegen los libros, los acarician, los leen, los comentan. Apoyan a los autores cuando más lo necesitamos: en los primeros pasos. Esos pequeños jardines literarios locales son, paradójicamente, el sustento de todo. Fue entonces cuando comprendí que lo que había estudiado sobre la biblioteca de Alejandría en mi tesis doctoral no estaba muerto: revivía en cada biblioteca pública, en cada lector. Cada biblioteca es una sucursal de Alejandría.

Y cada club de lectura es un ritual en torno al fuego: una comunidad que deja de lado las pantallas y la prisa para reunirse a hablar de libros. Eso es valiosísimo. Esa vibración fue el impulso para escribir el libro. Nuestro hijo Pedro acababa de nacer con graves problemas de salud. Estuvo ingresado durante meses en la UCI neonatal del Hospital Infantil de Zaragoza. El primer año fue durísimo. Sentía que mi vida se derrumbaba y, en medio de esa catástrofe, se me ocurrió que lo único que podía hacer era escribir. Siempre ha sido mi refugio, mi espacio de serenidad. Pensé que ese libro sería el último, la despedida de mi sueño de ser escritora. Escribirlo era también una forma de posponer decisiones vitales. Me decía: habrá tiempo después para reorganizar la vida, los cuidados, el trabajo. Ahora necesito este último libro.

Escribía cuando mi familia me daba el relevo en el hospital. Y reflexionando, me he dado cuenta de que El infinito en un junco era mi manera de compensar la rutina dolorosa entre hospital y casa. Lo llené de lo que no tenía: viajes, aventuras, peripecias. Cuanto más monótona era mi vida, más frondoso se volvía el libro. Gracias a la sanidad pública, que salvó a nuestro hijo —y que siempre agradeceré— pude terminarlo. Lo enviamos a Siruela, sin ningún plan de márketing. Era un ensayo de 500 páginas sobre los clásicos: parecía condenado al desastre. Pero Siruela lo publicó porque les gustó, y eso es admirable. El libro tenía todo lo que no se debe hacer si se quiere tener éxito: era ensayo, reivindicaba las humanidades, defendía el libro en tiempos de pantallas y metaverso.

Y, sin embargo, sucedió. Cinco años después, sigo en estado de perplejidad. A veces creo haber ocupado la vida de otra persona. Pero me ha regalado momentos hermosos y, sobre todo, el descubrimiento de que hay una comunidad lectora, silenciosa pero firme, en todos los países y culturas. Quizá seamos un poco obsoletos, pero cultivamos la palabra, las historias, ese arte profundamente humano. A veces hay que contrarrestar ciertas tendencias peligrosas. Como decía Quevedo, leer es conversar con los muertos, sentirnos parte de una cadena que nos une al pasado e imagina futuros. Me alegra comprobar que esa pequeña multitud de lectores sigue viva. Somos discretos, no hacemos ruido ni titulares. Pero si un día celebráramos el día del orgullo lector, con carrozas de libros, muchos se sorprenderían.

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En el libro haces un ejercicio muy interesante de poner en valor a muchas mujeres en contraposición a las figuras clásicas que suelen aparecer en los libros de historia y que son mayoritariamente hombres.

Mientras estudiaba la carrera esta era una gran cuestión que siempre me rondaba. Decía: pero ¿qué pasaba con las mujeres? Porque el panorama era casi totalmente masculino. Los historiadores, los poetas, los filósofos del mundo antiguo, los oradores, los generales, los conquistadores… prácticamente todos eran hombres. Y yo siempre me preguntaba: ¿dónde estaban las mujeres? ¿Escribían? ¿Leían? ¿Se les impedía estudiar, leer? ¿Qué sucedía con ellas? Cuando hay un sujeto en plural masculino, ¿ellas estaban incluidas o no?

Siempre me hacía esas preguntas y quería que los textos me respondieran. Por otro lado, cuando me planteé escribir este libro —yo convencida de que sería el último— sentí que tenía que hacer todos los homenajes y expresar todas las gratitudes, porque no sabía si habría otro donde hacerlo. Y ahí estaba la figura esencial de mi madre. Si tengo que hacer un recuento de grandes mujeres, puedo proyectarme hacia la antigüedad, pero tengo que empezar por mi madre, que es el comienzo de todo. Mi madre, mi profesora de griego en el instituto, Pilar Iranzo, todas esas influencias intelectuales tan poderosas para mí. Desde ellas hacia el pasado, siguiendo una hebra que, aunque muchas veces se ha adelgazado enormemente, nunca se cortó del todo.

Así fui recopilando a todas esas mujeres para incluirlas en la historia. No para hacer una monografía sobre las mujeres en la historia de la literatura o del libro, sino para hacer una historia donde estuvieran todos, hombres y mujeres. No notas a pie de página o epígrafes finales, como tenía yo en los libros de texto: «arte universal», y luego un capítulo sobre «la mujer en el arte» con dos o tres nombres. Yo quería que en mi libro estuvieran ya incorporadas al cuerpo de texto. Esta expresión es muy bonita: el cuerpo de texto. Pues los cuerpos de las mujeres también deben estar en ese cuerpo.

Fui buscando a las mujeres que dejaron huella. Aunque sus textos no hayan sobrevivido, sí lo ha hecho el recuerdo de sus nombres, de su actividad, de su influencia. Las recogí y les tendí la mano para que formen parte de esta historia. Y así llegué al descubrimiento, para mí sorprendente, de que el texto más antiguo firmado de la historia fue escrito por una mujer. Es decir, el primer «yo» de la literatura es un «yo» femenino. Me pareció un acontecimiento extraordinario. No solo por el hecho en sí, sino porque esta mujer no esté presente en los libros de historia. Que no empecemos por ella. Tenemos una especie de pacto que sitúa a Homero como el principio de la literatura occidental, pero antes de esa literatura existieron otras, las orientales. Y en ellas está esta mujer, Enheduanna, que escribió el primer texto firmado en primera persona de la historia literaria. Me pareció fascinante.

A partir de ahí seguí construyendo esos pequeños islotes de creatividad y memoria, intentando darles el lugar que merecen dentro del archipiélago de la creación. Me emocionó pensar que las mujeres siempre estuvimos ahí, desde los primeros textos, desde que se pronunciaba por primera vez, titubeando, el «yo». Allí también estábamos. Y fue una alegría íntima que, gracias al eco de El infinito en un junco, los poemas de esta sacerdotisa acadia se hayan traducido por primera vez al español. No existía esa traducción íntegra hasta que la editorial Espinas la publicó. Hemos recuperado la posibilidad de leer a una mujer que no encontraba ruta hacia nuestra lengua. También me interesó rescatar figuras aparentemente anónimas. No solo emperadores y guerreros, sino esclavos, bibliotecarios, eruditos, copistas, miniaturistas… Todas esas personas que han contribuido al salvamento de los libros y cuyas historias no aparecen en los relatos de heroísmo del mundo. Pero existieron. Y qué maravilla que lo hicieran.

En particular, me interesó la figura de las bibliotecarias. La diferencia entre la imagen cultural y la realidad de estas mujeres es brutal. Me marcó mucho, desde niña, la película ¡Qué bello es vivir!, que la he visto muchas veces porque la emiten en Navidad. Hay un momento en el que al protagonista se le aparece un ángel para convencerlo de que su vida ha valido la pena. Le enseña qué habría sido de todos si él no hubiera nacido: todo un desastre. Al llegar a su esposa, le dice que no lo quiere saber. Y cuando insiste, el ángel le muestra que, sin él, ella habría sido bibliotecaria. ¡Bibliotecaria! Como si fuera lo más terrible. Sale de la biblioteca de noche, con moño tenso, gafas gruesas, libros apretados al pecho, encorvada, asustada. Esa imagen es tristísima. Como si eso fuera lo peor que podría haberle ocurrido.

Y sin embargo, en esa misma época, aquí teníamos a las bibliotecarias de las Misiones Pedagógicas en España, que no eran mujeres acobardadas, sino valientes. Llevaban libros a los rincones más recónditos del país. O las bibliotecarias a caballo de Kentucky, que durante la Gran Depresión cruzaban montañas para llevar libros a poblaciones aisladas. Algunas perdían sus caballos, cargaban los libros a la espalda y seguían a pie. Mujeres decididas, sin miedo a la noche ni a la montaña. Esa comparativa entre María Moliner, las mujeres de las Misiones Pedagógicas, las bibliotecarias de Kentucky y esa bibliotecaria encogida de la película dice mucho. Mi madre quería ser bibliotecaria de joven, pero su familia la desanimó. Le dijeron que estudiara Derecho, que tendría más salidas. Nunca fue bibliotecaria profesional, pero yo creo que sí lo fue en casa, con sus cuentos antes de dormir, con su amor por las palabras. Eso también es ser bibliotecaria, aunque sea en lo íntimo, en lo pequeño. Así que El infinito en un junco es también un homenaje a todas ellas. A las bibliotecarias. A mi madre.

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Me viene a la mente una frase, un fragmento de un gramático no muy conocido que, si no recuerdo mal, cita James Joyce en Ulysses: «Aventura fatalibili».

Es verdad que lo que me ha pasado a mí es una demostración de lo inesperadas que pueden ser las cosas en la vida. Cuando yo creía que estaba al borde del final, en realidad estaba muy cerca de que se cumpliera mi sueño multiplicado por mil. El infinito en un junco es realmente un libro que ha venido acompañado, o mejor dicho, protegido por unos hados muy propicios. Pero al mismo tiempo es la historia de todas las peripecias que han atravesado los libros que han sobrevivido a los siglos. Eso es algo de lo que creo que no somos muy conscientes. Desde hace siglos —especialmente antes de la imprenta—, cada uno de esos libros tenía su propia historia de aventuras detrás. En la estela de Umberto Eco, como en El nombre de la rosa, siempre ha habido alguien que los copió, los cuidó, los protegió, los escondió… o los odió.

Durante muchos siglos no existían muchas copias de cada obra, y si una se destruía en una inundación o un incendio, quedaban menos. Algunos de nuestros grandes clásicos llegaron a existir en un solo ejemplar escondido en algún lugar remoto. Una sola peripecia más, un accidente más, y habrían desaparecido para siempre. Para mí, la historia de la conservación de los libros es una gran historia de aventuras. Cuando me puse a escribir El infinito en un junco, quería escribir eso: las mil y una noches de los libros. Contar sus viajes, sus personajes, sus defensores insólitos. De hecho, Borja antes preguntaba por el título original del libro. Cuando lo envié a la editorial Siruela, lo hice gracias a mis editores de Contraseña, aragoneses —uno de ellos de Barbastro, precisamente—, que me acompañaron durante los años difíciles. Al acabar El infinito, ellos me dijeron: nos desborda, no tenemos colección de ensayo, y además publicamos con un papel de una calidad tan enorme que solo imprimir esas 500 páginas supondría hipotecarse para comprar el papel.

Pero fueron ellos quienes me abrieron las puertas de Siruela. Y el libro llegó allí con el título de Una misteriosa lealtad, una referencia a Borges. Él define los clásicos como esos libros a los que nos acercamos con un previo fervor, que ya admiramos incluso antes de haberlos leído, porque sabemos que son importantes. Esa misteriosa lealtad me parecía muy adecuada: la historia de los libros es una historia de lealtades misteriosas. ¿Qué hace que alguien corra riesgos, que copie a mano un libro, que realice esfuerzos tan enormes solo para que no se pierda? Es una lealtad de lector hacia un libro sin el cual no puede imaginarse el mundo. Es una relación profunda, íntima, de amor. Y también es una historia de villanos. De quienes quieren quemar libros, censurarlos, acabar con ellos. De quienes maltratan a los escritores, los mandan al exilio, persiguen a libreros, bibliotecas. En medio de esa humanidad, a veces salvadora, a veces destructora, está esta gran aventura de los hados de los libros. Y ahí es donde El infinito en un junco deja de ser un ensayo y se convierte en un libro de aventuras. Un libro donde el protagonista no es el héroe habitual, sino el libro. Los libros como protagonistas. Y a su lado, todos los que a lo largo de los siglos los hemos amado, los hemos defendido para que no desaparezcan del mundo.

Eso ha permitido una hazaña que parece increíble: que, desde los tiempos de la oralidad, cuando se contaban las aventuras de los héroes homéricos en las costas de Troya y en las navegaciones hacia Ítaca, hasta hoy, algo tan frágil como una historia haya atravesado el tiempo y haya llegado hasta nosotros. Y es que una historia, sobre todo antes de la escritura, no es más que aire. Vibraciones que salen de nuestra boca, música que hay que preservar. Antes de los libros, antes de la escritura, solo vivían en la memoria. Y había que conseguir que pasaran de generación en generación. Por eso la poesía es más antigua que la prosa: el ritmo ayuda a recordar. Primero por la memoria, y después gracias a nuestras invenciones.

La escritura es una partitura del lenguaje. Una forma de fijar los sonidos, la música de las palabras. Y los libros son esos frágiles vehículos —de arcilla, madera, metal, piedra, papiro, pergamino, piel, papel— que han permitido ese viaje desde la lejana China hasta nosotros, a través de siglos de esfuerzo, inventiva y voluntad. Hemos logrado salvar una de las cosas más frágiles del mundo: ese aire semántico, como lo llama Emilio Lledó, que sale de nuestras gargantas y tiene el poder de emocionarnos. Haberlo conseguido merecía una crónica. Y eso fue lo que quise escribir.

Tu libro nos ha transformado como grupo de lectura. De hecho, en el Día del Infinito hablábamos de que podríamos estar comentándolo infinitamente durante todo el curso. En él aparecen muchas referencias a otros libros que podríamos aprovechar en los grupos —El lector, Austerlitz, Una biblioteca en Berlín—. Te pediría que nos hicieras otras recomendaciones.

A mí siempre me han gustado los libros que te llevan a otros libros. Me gusta que cuando lees uno, ese contenga ya unas cuantas recomendaciones lectoras para seguir avanzando, o al menos para guardarlas en la mente. Carmen Martín Gaite, a quien celebramos, tenía una teoría muy bonita: la llamaba la teoría de las cerezas. Decía que los buenos libros son como las cerezas: intentas coger una y se te enganchan muchas más. Acabas con un puñado de cerezas entreveradas, inseparables, como si fueran amigos que te presentan a su grupo de amigos. Así es como vas ampliando tu mundo social —o lector—. Me encantan los libros que contienen otros libros, y que además buscan lectores para sus compañeros. Eso es algo que me entusiasma. En los últimos tiempos recomendaría dos muy distintos, pero ambos me han fascinado.

El primero es Hasta que empiece a brillar, de Andrés Neuman. Es su último libro, dedicado a la vida de María Moliner. Lo presentó de forma muy bonita y, aunque coincide con el aniversario de Moliner, no es una novela de encargo. Recupera toda su historia, desde la infancia hasta la muerte. Es un personaje prodigioso, muy nuestro. Y el libro recorre también muchos escenarios aragoneses: Paniza, Zaragoza… Lo que me encanta de esta novela es cómo explica la revolución sigilosa que María Moliner llevó a cabo con su diccionario. Más allá del hecho asombroso de haberlo escrito sola, Neuman —que es un escritor granadino, argentino, poeta y narrador fabuloso, con una sensibilidad enorme hacia las palabras— compara sus definiciones con las del diccionario de la Real Academia. Así vemos cómo cambia la percepción de términos como «madre», «república», «democracia», «matrimonio»… cómo reconstruye el idioma en rebeldía contra la retórica de la dictadura y todos los obstáculos del momento.

Con humor y precisión, Neuman desmonta las definiciones atroces que circulaban y las convierte en algo completamente distinto. Porque las palabras nos fundan, nos construyen como sociedad. Necesitábamos un diccionario que cambiara la forma de entender lo esencial. Es una novela de lenguaje, sí, pero también una biografía apasionante del siglo XX en España, muy bien escrita y con mucho sentido del humor. Me ha encantado.

El segundo es El puente donde habitan las mariposas, de Nazareth Castellanos. Lo estoy terminando ahora mismo y me parece un libro muy especial. Tiene que ver con nosotros porque es un homenaje precioso a Ramón y Cajal —don Santiago—. De hecho, el título hace referencia a una de sus frases: hablaba de las neuronas como las «mariposas del alma». Es un ensayo, pero muy literario. Mezcla lo humanístico con lo científico, abre perspectivas, nos ayuda a entender mejor nuestro cuerpo, nuestros procesos mentales y físicos. Actualiza lo que sabemos sobre neurociencia, sobre cómo miramos y habitamos el mundo. Y está escrito con sensibilidad, con muchas anécdotas, con un gran conocimiento detrás. Es de esos libros que nos ayudan a reconciliarnos con nosotros mismos, a cuidar de nuestro cuerpo y a comprendernos mejor. Así que ahí están: dos libros muy distintos, pero que, cada uno a su manera, me han fascinado.

Volviendo a María Moliner, me ha sorprendido descubrir que es un personaje muy querido también en Latinoamérica. Yo pensaba que era una figura más española, pero tiene muchísimos admiradores allí también. Fue muy innovadora en muchos aspectos: valoraba los giros latinoamericanos, era sensible a la diversidad del español. Mientras en el diccionario académico todo eran «colombianismos», «mexicanismos», «argentinismos», y lo español era simplemente «lo correcto», ella fue más abierta. Y eso la hizo muy valorada. Era una mujer adelantada a su tiempo. Pasó toda su vida trabajando como bibliotecaria, lo cual también hay que celebrar. Estudió en la Universidad de Zaragoza y en el Instituto Goya, donde yo también estudié. Siempre la he tenido cerca, como un fantasma que me seguía en el camino.

María Moliner no era filóloga de formación, era historiadora, pero fue filóloga de corazón. Para mí, fue un modelo, un referente. No había muchas como ella. Es un personaje fascinante, y creo que merece la pena conocerla. Todo lo que tuvo que superar… también mucho desdén, por ser mujer, por no pertenecer al mundo académico, por haber hecho su diccionario sola, desde casa, mientras criaba a sus hijos. Todo eso parecía no tener el mismo valor que el trabajo de los académicos. Y sin embargo, lo hizo. Reivindicar su figura tiene mucho que ver también con mi vida. Con ese trabajo muchas veces sigiloso, entre sobresaltos de la vida, entre cuidados, enfermedades, tareas invisibles. Y, aun así, sacar adelante un proyecto. Eso también hay que valorarlo.

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¿Y qué recomendaciones aparecen en El infinito en un junco?

Las tragedias clásicas, que me parecen maravillosas. Creo que hay que leer Las troyanas, Medea, Antígona, Edipo Rey, al menos esas. Sin duda, para entender el mundo contemporáneo. A mí me gustan mucho las historias de Heródoto, el sentido del humor de Ovidio, nuestro Marcial —que fue un sujeto muy interesante y muy curioso en su forma de vivir y ver el mundo—, en la antítesis total de lo políticamente correcto. Virgilio, por supuesto. Homero, que para mí fue el principio de todo, de toda la pasión literaria. Esos clásicos que a veces nos intimidan, cuando nos acercamos a ellos descubrimos que guardan sorpresas, que nos envuelven con su red de palabras, que nos construyen también como parte de esta cultura mediterránea a la que aún pertenecemos. Son el origen de algo con lo que todavía nos podemos identificar. Muchas de nuestras metáforas actuales vienen de ahí. Me hace mucha gracia que hablemos de «troyanos» en los ordenadores, cuando aquella historia del caballo de Troya se inventó en una época que no podía ni imaginar qué era un ordenador.

Y, sin embargo, cuando una realidad nueva, tecnológica, necesita nombre, vamos a buscarlo a la historia más antigua de nuestra tradición occidental: los griegos convenciendo a los troyanos para introducir el caballo en su ciudad, preñado de soldados que al anochecer tomaron la ciudad. La metáfora sigue funcionando, y lo interesante es que no elegimos una palabra inglesa, moderna y tecnológica, sino que volvimos al viejo Homero. Porque lo llevamos dentro. Siempre estuvo ahí, aunque no lo supiéramos, como el dinosaurio de Monterroso.

A lo largo de la historia los libros han sido objeto de ataque continuo. En tu libro se explica que son peligrosos. ¿Sigues pensando que los libros lo son subversivos, incluso en nuestra época postmoderna?

Sí. De hecho, estamos ahora en un momento histórico en el que los libros están recibiendo muchos ataques. Algo que pensábamos que no sucedería en democracias está ocurriendo ahora mismo. Hace apenas un par de años, la Asociación de Bibliotecas de Estados Unidos lanzó una alarma internacional: muchas bibliotecas públicas —sobre todo en centros educativos— están recibiendo presiones para retirar libros que algunas familias consideran inapropiados para el préstamo. Esto está sucediendo. Se están aprobando leyes, se está dando forma legal a esta tendencia. Algunos libros expulsados de bibliotecas estadounidenses podrían ser La casa de Bernarda Alba de García Lorca. Y yo, que suelo ser optimista, me digo: si se están movilizando tanto para sacar libros de las bibliotecas, será que no eran tan inútiles. Será que todavía importan.

No se puede defender que los libros ya no tienen relevancia y al mismo tiempo estar persiguiéndolos. Una de dos. Yo creo que sí: que los libros siguen siendo peligrosos. Tenemos testimonios documentales de su persecución desde mucho antes de Grecia y Roma. Sabemos de hogueras, condenas, destrucciones. Y eso que son objetos frágiles, pequeños, silenciosos, que no pueden usarse como arma… salvo en El nombre de la rosa, claro. Esa idea del libro asesino aparece ya en Las mil y una noches, reinterpretada por Eco. Pero más allá de lo simbólico, son objetos que han generado temor. Han sido temidos por su poder. Hoy, más que nunca, hay que movilizarse en defensa de las bibliotecas públicas. Si esto sigue así, se convertirán en uno de los escenarios de las guerras culturales del futuro. Tendremos que defender la libertad de los libros, incluso de los que no nos gustan, de los que no leeríamos, para no limitar el derecho de nadie. Defender la libertad de lectura es un ejercicio de tolerancia vinculado al corazón mismo de la democracia. Y quién sabe, quizá empezar a prohibir libros logre lo contrario: que la gente joven sienta más deseo de leerlos. Porque no hay mejor estímulo lector que una prohibición. Basta decir que un libro no puede leerse para que crezcan las ganas de descubrir qué contiene, qué lo hace tan peligroso. Tal vez esto era lo que necesitábamos para recordar lo apasionante que puede ser la aventura intelectual.

¿Cómo ha sido la experiencia con las traducciones internacionales del libro?

Ha sido una auténtica batalla. En España no afectaba, pero en muchos países hay normas editoriales que obligan a usar traducciones canónicas. Es decir, si en un libro citas un clásico, hay que buscar ese pasaje en la edición de referencia del país y usar su traducción. Pero en este caso, las traducciones eran mías. Y no eran formales, ni escolásticas, ni retóricas. Intenté darles vida, quitarles ese barniz decimonónico que muchas arrastran. Porque los clásicos necesitan ser traducidos una y otra vez: cada época necesita su traducción. Si no, el verdadero obstáculo es el lenguaje del traductor, no el del autor clásico. Así que, claro, las versiones oficiales a veces no encajaban en mi texto. Chirriaban. Eran frías, estiradas. Mis traductores, en muchos países, se vieron ante un dilema. Algunos decidieron arriesgarse y traducir mi traducción. Y luego, en algunas críticas, se les reprochó eso, como si no se hubieran molestado en consultar las versiones canónicas. Pero no era pereza: era una decisión ética y estética.

Muchas veces tenemos una imagen de los clásicos que es una imagen adulterada. Versiones de versiones. Cada época ha vuelto a ellos buscando su reflejo. Y ha ocultado lo que le incomodaba. En Pompeya, por ejemplo, cuando se encontraron objetos cotidianos con formas fálicas, los encerraron en una sala secreta del Museo de Nápoles. Durante mucho tiempo, no podían entrar mujeres, y solo se accedía con permiso real. Eran objetos de la vida común, incluso amuletos de fertilidad, pero la moral victoriana no lo soportaba. Con los textos pasó lo mismo. A los autores más directos se les «corrigió». Se buscaron fórmulas más suaves para que los niños o las mujeres pudieran leerlos. Se les hizo cirugía, y lo seguimos aceptando como versión definitiva. Yo quise recuperar esos clásicos con un sabor más auténtico. Dentro de mis limitaciones, claro. Pero quería que mis traducciones tuvieran vida, que no parecieran sacadas de una estantería polvorienta del siglo XIX. Y en todo esto tengo que agradecer a mis traductores internacionales su valentía. Se arriesgaron. Sabían que serían criticados, pero lo hicieron. Y para mí eso es un acto de fidelidad a los libros.

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