
Nos pasamos la vida evitando la muerte. Para eso sirven todos esos pequeños sacrificios que hacemos la mayoría: hacer ejercicio con moderación, seguir una dieta saludable, beber agua en cantidad, evitar el sol en las horas centrales del día, lavarnos las manos con frecuencia y dormir ocho horas seguidas, por citar las más importantes. Algunas personas van más allá: planes detox, jarabes purgantes, baños gélidos, cámaras hiperbáricas… Por poco sustento científico que tenga, cualquier receta parece válida con tal de prolongar la existencia un poquito más. Especialmente, a partir de cierta edad, cuando se empieza a sentir que el inevitable encuentro con la Parca ya no queda tan lejos como antes.
Pero en la península de Nicoya las cosas son distintas. Los habitantes de esta región de la provincia de Guanacaste, al noroeste de Costa Rica, parecen haber firmado una tregua con la muerte. Es una de las llamadas zonas azules, un puñado de rincones del mundo donde las personas viven más que el resto de los mortales. No un año o dos, sino cerca de una década más, hasta concentrar las mayores cantidades de personas nonagenarias, centenarias y supercentenarias con relación a la población total. Este concepto demográfico fue acuñado por Dan Buettner, investigador y experto en longevidad, a principios del siglo XXI, después de identificar los cinco puntos del planeta donde ocurría. Estas cinco zonas azules son la península de Nicoya, en Costa Rica; la isla de Icaria, en Grecia; la isla de Okinawa, en Japón; una pequeña ciudad californiana, Loma Linda (sede de una comunidad de adventistas del séptimo día singularmente longevos); y las regiones de Nuoro y Ogliastra, en la isla italiana de Cerdeña.
Fue en Cerdeña, precisamente, donde todo empezó. Antes de Buettner, otros investigadores habían descubierto que al este de la isla había una prevalencia de trece personas centenarias por cada cien mil habitantes, muy por encima de la media. Y que aquella densidad parecía coincidir con la orografía, repartiéndose por varias regiones montañosas unidas entre sí por lazos culturales, económicos y familiares, lo que hacía descartar la casualidad. La sorpresa vino cuando nuevas investigaciones también llevaron a descartar el factor que muchos daban por sentado: la genética. Las personas de la región tenían una buena constitución física y gozaban de buena salud, pero nada parecía indicar que aquello fuera algo innato.
Después de recorrer Cerdeña y las demás zonas azules con un equipo de National Geographic, Buettner propuso que la clave de aquella excepcional longevidad tenía que ver con factores médicos y biológicos bien conocidos (dieta equilibrada, ejercicio físico regular, etcétera), pero también con el aspecto cultural. En las zonas azules, según él, no solo se vivía más, sino mejor. Eran regiones donde los mayores no eran apartados de la vida social en la medida que lo hacían en otros lugares del mundo, sino que seguían formando parte de ella y hasta desempeñaban, en muchos casos, un rol central en las dinámicas familiares y tradicionales. La teoría de Buettner, muy resumida, es que son los días bien vividos los que extienden el hilo del tiempo. Particularmente, los días vividos en la senectud.
En Nicoya, la teoría parece encajar. En este lugar los ancianos no están apartados en residencias ni relegados a la insignificancia. Al contrario: la vejez se percibe casi como un oficio con sus propias normas, ritmos y responsabilidades. Cierto: los estudios científicos destacan su dieta, austera y rica en productos locales (especialmente el maíz y sus derivados, como la tortilla, el arroz de maíz o el chicheme, muy consumidos en la región) y un estilo de vida que los mantiene en constante movimiento, pero también de algo más difícil de medir, o incluso, de cuantificar en términos científicos. Tiene que ver con la propia forma de ver la vejez, y hasta el propio paso del tiempo. Para los nicoyanos más mayores, los que siguen viviendo de una forma más tradicional, el tiempo no parece ser una sustancia escurridiza de la que cada vez queda menos entre las manos. Ni siquiera se piensa necesariamente en la senectud como una etapa de descanso. Hasta su forma de actuar es un tanto especial: caminan y hablan con una parsimonia que no es lentitud, sino una forma distinta de medir el tiempo.
La península de Nicoya, a orillas del Pacífico, ofrece al visitante una orografía suave, largas playas y manglares y grandes extensiones de selva y sabana con una biodiversidad única en el mundo. También es uno de los enclaves costarricenses favorecidos por los aficionados a la historia: entre otros puntos de interés, el municipio de Nicoya alberga la iglesia de San Blas, la más antigua del país, levantada por los conquistadores españoles entre 1522 y 1544. Entre los nicoyanos abundan los chorotegas (un pueblo originario del actual México que emigró a las actuales Nicaragua, Honduras y Costa Rica en torno a los siglos VI y VII d. C.), aunque la zona es un verdadero crisol que combina las herencias americana, africana y europea. Aquí la comunidad es un tejido fuerte, donde la familia y los vecinos son presencias cotidianas que sostienen la vida de todos sus miembros. La longevidad en Nicoya no se entiende sin esta trama de relaciones, sin los lazos que, invisibles pero firmes, mantienen a los ancianos en el centro de la vida social en lugar de confinarlos en los márgenes. Es un lugar donde el tiempo no se cuenta con prisas ni urgencias, y donde envejecer significa, más que perder, seguir sumando.
¿Podría algo así desmontarse y volver a montarse en otro lugar, como si fueran las piezas de un reloj? ¿Podría estudiarse, copiarse e implantarse lejos de Costa Rica? Seguramente, no. Si fuera tan fácil, todos conoceríamos ya el secreto de la vida eterna. Y si la cuestión de la longevidad se redujera a la dieta y el ejercicio, entonces cualquier obseso de la nutrición y el crossfit podría alcanzar los cien años fácilmente. No, hay algo más en Nicoya. Hay un pacto no escrito entre la comunidad y sus miembros, una manera de integrarse en la vida que no permite la desconexión ni el aislamiento cuando uno es viejo. Los ancianos no son tal cosa: son abuelos, padres, vecinos. Forman parte de un entramado social en el que su presencia sigue teniendo sentido, y eso, según algunos estudios sobre longevidad, es tan importante como cualquier superalimento.
La ciencia ha tratado de descomponer el fenómeno en cifras, tablas y explicaciones racionales. Se ha hablado de la pureza del agua, de la baja contaminación, del hecho de que los nicoyanos tienen un sentido del propósito que los mantiene activos incluso cuando la sociedad, en otros lugares, ya los habría jubilado emocionalmente. Pero más allá de todos los estudios, hay algo que solo se percibe al estar allí. Es la sensación de que la vida, al menos en este rincón del mundo, no se vive como una carrera hacia la obsolescencia. Se vive como si siempre hubiera algo más que hacer, algo más que decir, algo más que vivir. Aquí el envejecimiento no es, como en otros lugares, una especie de desgracia programada. Nadie insiste en que deben ocultarse las arrugas, teñirse las canas y hablar de la vejez en términos de enfermedad y decadencia. No se envejece en silencio, como si continuar viviendo más allá de cierta edad fuera una ofensa contra los más jóvenes. En Nicoya, la vejez no es un fracaso biológico. Es solo otra estación en un viaje que sigue yendo en la misma dirección de siempre.
Envejecer no es una lucha, mucho menos una rendición. Es una manera de existir tan natural como cualquier otra, e igual de digna. Quizá debamos aprender de los nicoyanos que la senectud no debe mirarse como una cuenta atrás, sino como otro paso hacia adelante. La longevidad no es solo un accidente biológico ni un don genético reservado para unos pocos organismos afortunados: es un proceso que puede ser influenciado, moldeado, quizá incluso comprendido, aunque sea imperfectamente. Mientras la ciencia rigurosa busca patrones y soluciones replicables (y la pseudociencia predica sus dieta milagrosas, entrenamientos revolucionarios y sustancias antiedad), la fórmula nicoyana resulta fácil de seguir: vivir con propósito, moverse sin pensarlo demasiado, entender que el final llegará cuando tenga que llegar, pero sin anticiparlo con miedo ni apurarlo con estrés. Vivir, en resumen, sin contar los años.
Magnífico, magnífico y necesario artículo.
Digno de alguien atento/a a la vida y sus matices.
GRACIAS: