Sociedad

¿Por qué vamos a la playa a tomar el sol?

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Unas vacaciones en Mentone. Charles Conder, 1988

Si hay un lugar donde el sol se pega más que un cobrador del frac en crisis existencial, ese es la playa. ¿Por qué? Por el efecto de la arena y el agua. La primera actúa como un espejo sucio: refleja hasta un 15% de la radiación UV, lo que significa que, aunque estés bajo la sombrilla con gafas de sol y cara de desprecio, te estás achicharrando por abajo. El agua, por su parte, refleja otro 25% y deja pasar rayos que pueden freírte como una tortilla de playa sin que lo notes. A pesar de ello lo cierto es que cada verano millones de personas se lanzan como salmones desquiciados hacia las costas del planeta con un único objetivo: tumbarse en la arena a freírse como croquetas humanas. A simple vista podría parecer una manifestación contemporánea de estupidez colectiva, pero no, el fenómeno tiene historia, tradición y hasta clases sociales involucradas. Spoiler: tomar el sol no siempre fue sexy. A veces ni siquiera fue legal.

La playa, ese territorio hostil de sal, arena y niños con pistolas de agua, no siempre fue símbolo de placer. Durante siglos, el litoral era considerado un lugar insalubre, lleno de enfermedades, monstruos marinos y pescadores. El mar era para trabajar, para morir o, con suerte, para pescar la cena. La idea de ir allí a pasar el rato era tan ridícula como hacer senderismo por un campo minado. Todo empezó a cambiar en la Inglaterra del siglo XVIII, cuando un puñado de médicos aburridos empezó a recetar baños de mar como si fueran infusiones mágicas para curarlo todo: la melancolía, el escorbuto y las ganas de vivir en Londres. Brighton se convirtió en el epicentro del fenómeno y los aristócratas británicos, tan dados al postureo como cualquier influencer de hoy, acudían a las playas vestidos de funeral para caminar por la orilla con cara de estreñimiento victoriano.

Cuando tomar el sol se puso de moda

Eso sí, como nadie enseñaba piel no era necesario usar protector solar  . El moreno era cosa de labriegos, y mostrar los tobillos podía suponer la ruina familiar. Para estos paseos terapéuticos se inventaron las gloriosas «bathing machines»: casetas de madera con ruedas que se arrastraban hasta el mar para que las damas pudieran cambiarse, sumergirse y salir sin que nadie —salvo Dios y algún mirón con catalejo— viera sus tobillos pecaminosos. La ironía es que esas mismas damas que se ocultaban para no escandalizar, se untaban luego con cremas blancas de plomo que te dejaban la cara como un plato de loza. Pero el sol seguía siendo un enemigo, un agente del caos, un proletario de los cielos. Hasta que llegó Coco Chanel en los años veinte del siglo XX y, después de quedarse accidentalmente bronceada en la Riviera Francesa, hizo del moreno algo chic. De pronto, estar tostado era sinónimo de riqueza: si podías permitirte estar al aire libre sin trabajar, eras de los buenos. Adiós a las sombrillas victorianas, hola a los biquinis y los complejos de clase disfrazados de bronceador con escarcha.

A partir de ahí, la cosa se fue de las manos. Las playas dejaron de ser centros terapéuticos y se transformaron en arenas de combate social y estético, donde la gente compite por espacio, por tono de piel y por la toalla más hortera. En los años 60, con el turismo de masas, las costas mediterráneas se llenaron de alemanes con calcetines blancos y españoles con casetes de Camilo Sesto. Tomar el sol ya no era solo un lujo: era una religión, un espectáculo y, para muchos, una excusa para enseñar barriga con dignidad.

Pero volvamos a la ciencia, porque algo de lógica debe haber en todo esto. La radiación solar emite rayos ultravioleta (UV) que activan la producción de melanina, lo que da ese color tostado que tanto se busca en Instagram. También estimula la producción de vitamina D y el buen humor (hasta que te das cuenta de que has perdido el móvil en la arena). Sin embargo, estos mismos rayos también provocan cáncer de piel, arrugas prematuras y una capacidad alarmante para generar turistas con aspecto de cangrejo cocido. Por eso, antes de lanzarse a la parrilla playera, conviene recordar las tres palabras mágicas: protector solar, protección solar y crema solar (también vale «protector de sol», aunque suene a villano de Marvel). Usar protector solar no es de débiles, sino de gente que no quiere acabar con la cara como un pimiento asado.

Y así llegamos al presente. A ese momento histórico en el que las playas ya no son templos del ocio, sino campos de batalla geriátrica. A las seis de la mañana, hordas de jubilados con chanclas ortopédicas y mirada de veterano de guerra se lanzan a conquistar territorio sombrillero como si fuera Normandía. Plantan sus sombrillas, sus neveras y sus sillas plegables con precisión militar. Quien llegue después que no llore: el sitio ya está cogido desde el martes. Hay peleas, sí. Hay traiciones. Hay espionaje entre hamacas. Hay quien deja a su nieto vigilando el perímetro como si fuera un francotirador de crema solar. Y todo para poder decir, al mediodía, con voz temblorosa y sudor en el bigote: «Hoy sí que pega el sol». Como si fuera una sorpresa. Como si no estuviéramos, todos, repitiendo año tras año el mismo ritual absurdo de ponernos al sol para que nos dé el sol, para que se nos note el sol, para que nos duela luego el sol.

¿Y por qué lo hacemos? ¿Por qué vamos a la playa a tomar el sol? Por masoquismo estacional, por inercia histórica, por necesidad de parecer felices. O quizá porque, en el fondo, sabemos que nada nos une más como especie que abrasarnos juntos bajo el mismo astro, oliendo a crema solar y a chorizo al vacío. Sea como sea, recuerda el mantra: sombrilla, protector solar y mucha ironía. Que el verano es corto, pero el melanoma es eterno.

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3 Comentarios

  1. Atanasio Belástegui Sarsanedas

    ¡Me he reído mucho! En los años setenta, ochenta, e incluso en los noventa, me pasaba horas tumbado en la arena para conseguir ser el más bronceado de los contornos. Además, podía lucir mi apolínea figura, músculos de acero, piernas de escándalo, con unos gemelos de concurso que eran envidiados no solo por los panolis de la playa, sino por un campeón de España de culturismo que iba al mismo gimnasio que yo.
    En cambio ahora, hace más de cinco años que no piso una playa ni por error. Me parece mentira que pudiera aguantar a esas turbas que la invaden, esa arena, el solazo (lo tomo en mi terraza en pelotas y con duchas intermitentes).
    Quizá haya influido en ello el que ya no soy joven, mis legendarias piernas tienen varices y la piel que las recubre parece tener más similitudes con la de un elefante que con la mía, antaño tersa y brillante.
    Lo cierto es que ni siquiera añoro la jodida playa. Se nota que voy de cabeza al hoyo.
    ,

  2. Pues a mí me pone de buen humor, como este artículo de Eduardo.

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