
Según la Wikipedia, soy matemático, escritor y crítico de historietas, y políticamente me defino como activista feminista. Pues no, no me defino como activista feminista (sería muy pretencioso por mi parte). Creo, eso sí, y lo he dicho muchas veces, que el mundo será socialista, feminista y vegano o no será. Y tampoco soy crítico de historietas. Ni siquiera leía tebeos de niño (solo los de la pequeña Lulú, que aún conservo y releo a menudo en busca de consuelo e inspiración). He escrito algunos artículos teóricos sobre el lenguaje del cómic, pero estoy muy lejos de ser un experto en la materia. E incluso lo de matemático me viene grande.
Un lector airado dijo hace unos meses, en un comentario a uno de mis artículos, que yo no soy un verdadero matemático porque no hay ningún teorema que lleve mi nombre. No le faltaba razón. No llamamos filósofos a todos los que han cursado la carrera de filosofía, ni siquiera a todos los profesores que imparten la materia, sino solo a quienes «hacen» filosofía. Y yo no hago matemáticas (durante algunos años lo intenté, pero sin ningún resultado digno de mención), solo las divulgo y, ocasionalmente, las enseño. Así que, en puridad, no soy un verdadero matemático, del mismo modo —y por la misma razón— que no soy un verdadero poeta ni un verdadero dramaturgo, a pesar de haberles dedicado bastante tiempo y esfuerzo a la poesía y al teatro. En su día no me resultó fácil admitirlo; pero hace mucho que esas heridas narcisistas se cerraron, y las cicatrices casi no se notan. Tampoco soy un verdadero académico, aunque hace treinta años me hicieran miembro de la Academia de Ciencias de Nueva York (nunca entendí por qué). Mis actividades «académicas» se limitaron a mandar algún artículo a la revista Ciencia y a mantener contactos ocasionales con otros miembros durante los primeros años. Ni siquiera he estado nunca en Nueva York.
Esto no es la confesión tardía de un Falstaff de la cultura, un viejo farsante en busca de alguna suerte de (ab)solución, puesto que no me considero culpable: mis intrusiones nunca han sido premeditadas ni maliciosas, y en más de un ocasión he desmentido las falsas atribuciones que me asignaban méritos excesivos o competencias de las que carecía. Esto no pretende ser más —pero tampoco menos— que una reflexión sobre el papel de la impostura en nuestra sociedad hipermercantilizada, cuyo lema implícito es conseguir el máximo beneficio con la mínima inversión y el mínimo riesgo, y cuyo discurso dominante es el publicitario en todas sus modalidades, desde los spots comerciales a las campañas electorales, desde tu perfil en redes a tu currículum profesional. En última instancia, se trata de vender tu mercancía al mejor precio posible, para lo cual conviene adornarla, embellecerla, exagerar su virtudes y minimizar sus defectos. Incluso —sobre todo— cuando tu mercancía eres tú mismo. Pero a partir de cierto límite el embellecimiento y la exageración se convierten en impostura. Y cruzar ese límite se ha convertido en una práctica común, en gran medida fomentada por una publicidad cada vez más invasiva y engañosa.
Cabría pensar que la eclosión de la informática y el big data hacen que la impostura sea hoy más difícil que antaño. Un Casanova actual que intentara hacerse pasar por médico y noble podría ser descubierto con un par de clics. Pero si, por una parte, las nuevas tecnologías facilitan el desenmascaramiento de los impostores, les brindan, por otra, más eficaces formas de camuflaje.
En un artículo publicado hace unos años en estas mismas páginas1, decía que Photoshop solo era el primer paso. La posibilidad de pasar a limpio la propia imagen mediante un embellecedor informático no tiene por qué limitarse al físico, y ya hay a disposición de cualquiera que tenga acceso a la red programas de IA capaces de hacernos parecer más cultos y brillantes.
Impostureo por omisión
Antes he señalado algunas falsas atribuciones que me adjudican capacidades de las que carezco o méritos que no me corresponden, y no desmentirlas sería incurrir en lo que podríamos denominar impostureo por omisión. Una forma de impostureo propiciada por la superficialidad reinante, puesto que, en lo que se refiere a nuestra desquiciada cultura, vivimos una falsa Edad de Plata, el remedo de una imitación, la adulteración de un sucedáneo: una Edad de Alpaca2 dominada por el pastiche y el exceso, por la proliferación muscaria y el gigantismo elefantino, por las repeticiones en serie y las series repetitivas, por la estafa mediática y el fraude artístico, por la falsificación y el plagio (no en vano «malhechor» es uno de los nombres de la alpaca). Lo ilustraré con un ejemplo personal:
En julio de 1976 me pidieron, para el número 1 de El Viejo Topo, un artículo sobre los cómics propagandísticos chinos. Unos meses antes, yo había comprado en Italia una antología titulada I fumetti di Mao, prologada por Umberto Eco, y les dije que podía hacer una reseña de ese libro.
—Una reseña no sería suficiente —contestaron—. Necesitamos un artículo de unos diez folios, un análisis a fondo. Le hemos reservado las páginas centrales de la revista.
—No puedo hacer un artículo tan largo sobre un tema del que no sé casi nada —les dije—. Quien lo haría muy bien es Román Gubern, ¿por qué no se lo pedís a él?
—Ya se lo hemos pedido, pero dice que hace mucho calor y que te lo encarguemos a ti.
Unas semanas antes, Román y yo habíamos coincidido en una fiesta en casa de una amiga común, y como éramos los únicos que no bailábamos ni intentábamos ligar, acabamos charlando en un rincón. En un momento dado él mencionó a Eco y yo le hablé de su prólogo a la antología de cómics chinos, tramposamente titulado Cautelosa aproximación a otro código. Por lo visto, Román se llevó la falsa impresión de que yo era un experto en la materia. Y de que no me afectaba el calor.
Tras unos minutos de negociación, accedí a hacer un artículo centrado en el prólogo de Eco y en el inequívoco maniqueísmo de muchas de las viñetas, en las que los chinos siempre aparecían en actitudes heroicas, bellos y sonrientes, y los soldados ingleses semejaban orcos uniformados. «No hay cautela interpretativa que valga: esto es maniqueísmo puro y duro», argumenté en mi artículo, titulado «Los tebeos de Mao: ¿cultura popular o infracultura?», que, como era de esperar, desató las iras de los prochinos.
El número 1 de El Viejo Topo causó un gran revuelo, y el mosqueo de los prochinos, muy activos en aquel momento, le confirió una inmerecida relevancia a mi perogrullesco artículo, en el que lo único que decía era que dibujar muy guapos a los de un bando y muy feos a los del otro era maniqueísmo, aquí y en China.
Al cabo de unos meses me llamó la directora de la revista Zoom, una lujosa publicación de gran formato dedicada a la imagen en general y a la fotografía en particular, para pedirme un artículo sobre semiótica.
—Yo no sé nada de semiótica —le aseguré—. Deberías hablar con Román Gubern.
—Ya he hablado con Román —me contestó ella—, y me ha dicho que hable contigo.
Acabé escribiendo un pretencioso artículo titulado «Semiología elemental de la pequeña Lulú», en el que enumeraba las posibles combinaciones de cejas, ojos y bocas en los rostros de los personajes, descartaba las inarmónicas y elogiaba el poder expresivo de las restantes. Con lo que yo, que nunca había leído tebeos (excepto los de la pequeña Lulú y a escondidas, porque se suponía que eran de niñas), me convertí en experto en cómics, además de semiólogo. Y lo mejor estaba por llegar.
Al poco tiempo, me llamó un catedrático de la Universidad de Granada para proponerme que impartiera un cursillo de semiótica centrado en el lenguaje cinematográfico.
—Entiendo vuestro error —le dije—, escribo en Fotogramas y recientemente he publicado un par de artículos en los que aparece la palabra «semiótica»; pero no soy un experto en cine y no sé casi nada de semiótica. Deberíais proponérselo a Román Gubern.
—Ya lo hemos hecho —me contestó—, y nos ha dicho que hablemos contigo.
Aún faltaba mucho para la llegada de internet y no había casi nada publicado en castellano sobre lenguaje cinematográfico, y menos aún sobre semiótica. Afortunadamente, en una librería de Perpiñán encontré media docena de libros interesantes, y una amiga me envió unos cuantos más desde Italia. Me pasé el verano empollando y conseguí dar el pego. Era un cursillo fragmentado, de dos días a la semana durante un trimestre, por lo que me daba tiempo, de una semana a otra, a preparar las respuestas a las preguntas que me hacían en cada sesión. El cursillo tuvo tan buena acogida que tuve que repetirlo en la Universidad de Valencia.
En la actualidad, lo que hace cincuenta años me costó un viaje a Francia y varios meses de intenso trabajo, podría pergeñarlo sin moverme de casa, navegando por internet y con ayuda de una IA, en una semana. Y la cosa no ha hecho más que empezar.
Notas
(1) «Psychoshop», 30/06/2019, título tomado de una novela de Alfred Bester.
(2) Cf. «La edad de alpaca: cuatro comparaciones y un ruego», 03/11/2021.
Mi caso de impostor comenzó hace años cuando, para aprender y practicar programación web, desarrollé una especie de blog enfocada en el mundo del violín, instrumento que toco a nivel aficionado.
No había nada sobre ese tema entonces en español, así que cogí algunos de lo libros que tenía sobre el tema y pergueñé algunos artículos de pedagogía e historia del instrumento para hacer bulto. Cual no sería mi sorpresa cuando empezó a recibir muchas visitas y comentarios. De modo que tuve que esforzarme en seguir engordando el monstruito que había creado y que al que a día de hoy (aunque con muchísimas menos visitas porque ya casi nadie lee) sigo vinculado por un sentimiento de culpa. Es una criatura extraña de la que a la vez me alegro y me avergüenzo de haber creado.
Hay muchas personas que piensan que soy un experto, cosa bien lejos de la realidad, y a menudo temo haber transmitido malos consejos y pésima información. Pero también he recibido muchos halagos y buenas palabras de infinidad de personas, así que, quién sabe, puede que sí que haya creado algo positivo con ello.
Somos el resultado de un cúmulo de interacciones azarosas, intentos fallidos y logros inesperados. Y creo que lo mejor que podemos hacer es gestionar todo eso con honradez y buena voluntad.
Realmente casi todos somos un fraude. En mi persona no tengo nada claro que es lo originario mío y que es lo que he recibido de los demás. Lo único creo que hay original en mi es la curiosidad, y cierto sentimiento de enardecimiento al notar injusticias. E incluso éso tan íntimo e intrínseco lo he aprendido o lo he tomado de modelos que he admirado. Hay un acto consciente en elegir referentes, en buscar está página y leer tus columnas. Aunque no estemos de acuerdo. Un abrazo maestro!
Yo matizaría un poco: somos apariencias engañosas, pero solo nos convertimos en fraudes si engañamos deliberadamente y nos aprovechamos del engaño. En cuanto a la identidad personal, está sobrevalorada. Y ya no digamos la capacidad de elección… Gracias por tus asiduos y siempre estimulantes comentarios.
Pues para ser un «fraude» Román Gubern te tiene en alta estima…
Creo que le caía bien (yo era entonces un jovenzuelo voluntarioso); pero, sobre todo, le venía bien para quitarse de encima encargos que no le apetecían nada.
Te ha faltado añadir que también eres ajedrecista aficionado. Uno de mis libros de cabecera es «El tablero mágico. Juegos y pasatiempos alrededor del ajedrez». Si contaras por qué surgió ese libro, cómo y por qué lo escribiste… ¿Te lo encargaron? En ese caso, estoy seguro de que no te pudiste negar: No creo que Román Gubern hubiera podido escribirlo… ¡Sería poner la guinda al pastel!
Fue uno de esos libros que se van gestando solos sin que casi te des cuenta. Desde muy joven he ido recopilando acertijos lógicos y pasatiempos de la llamada «matemática recreativa», y hay muchos relacionados con el ajedrez. Mi mayor fuente de inspiración fue mi maestro y amigo Raymond Smullyan y sus problemas de ajedrez retrógrado, que te recomiendo encarecidamente (en Gedisa hay un par de recopilaciones).
Román Gubern… Recuerdo que comentó en alguna entrevista hace muchos años, que el psiquiatra y escritor Juan Antonio Vallejo-Nájera era un hombre muy coqueto y eso lo decía él, que era coqueto hasta la afectación. Una vez coincidimos en un ascensor compartido con terceros y no podía apartar los ojos de mí; lo noté anonadado por el hecho de tener que soportar la presencia de un tipo tan o más coqueto que él.
Dejando de lado lo desopilante de los personajes e instituciones que evocás en tu escrito, al final de la lectura me pareció que una aclaración o explicación de tus decisiones laborales no era necesario. Todavía se me hace difícil exigir explicaciones a un Humanista. Exceso de idealismo que no me abandona, supongo. Como obrero en mis años mozos, escuché decir por boca de un delegado sindical, peronista por supuesto, de esos que desconocían las agachadas oportunisticas, teóricas o no, que todo funcionario público debía, además de ser honesto, parecerlo. Fue duro aceptarlo. Entonces, bienvenido sea este excelente artículo aunque a regañadientes. Si no fueras tan severo con respecto al “carnibalismo”, serías el personaje perfecto. “… no soy puro pero si duro, con la cabeza dura como lomo de tortuga, lento, lentisimo para entender y rumiar junto al tiempo que mastica reflexionando que no podría ser necesario esconderme en la caparazón…” escribía un poeta cuyano de mis pagos. Lo mejor para vos.
No me lo pareció, en el escaso trato personal que tuve con él. En el plano intelectual, no era nada pedante, y sabía escuchar, cosa poco frecuente en los «intelectuales» al uso.
Dejando de lado lo desopilante de los personajes e instituciones que evocás en tu escrito, al final de la lectura me pareció que una aclaración o explicación de tus decisiones laborales no era necesario. Todavía se me hace difícil exigir explicaciones a un Humanista. Exceso de idealismo que no me abandona, supongo. Como obrero en mis años mozos, escuché decir por boca de un delegado sindical, peronista por supuesto, de esos que desconocían las agachadas oportunisticas, teóricas o no, que todo funcionario público debía, además de ser honesto, parecerlo. Fue duro aceptarlo. Entonces, bienvenido sea este excelente artículo aunque a regañadientes. Si no fueras tan severo con respecto al “carnibalismo”, serías el personaje perfecto. “… no soy puro pero si duro, con la cabeza dura como lomo de tortuga, lento, lentisimo para entender y rumiar junto al tiempo que mastica reflexionando que no podría ser necesario esconderme en la caparazón…” escribía un poeta cuyano de mis pagos. Lo mejor para vos.
Hablar de la impostura generalizada sin una mínima confesión personal sería como colocarse por encima de los demás, adoptar una actitud «sobradora», como dicen los porteños. Y no soy nada severo con los carníbales. Decir que el tabaco mata (ahora lo dicen hasta las tabacaleras) no es ser severo con los fumadores. Lo mejor para ti, caro ER.
Tendría gracia encargarle a Román Gubern un «Tratado sobre la pereza». ¿Adivináis quien lo acabaría escribiendo?
Efectivamente: https://www.jotdown.es/2025/02/pereza-fragmentos-dialogo-interior/
😅😅😅😅 Genial ! Me pregunto si te falta algún tema que tratar. ¿Colombofilia? ¿Puericultura? ¿Bailes regionales?
Depende de lo que entendamos por «tratar». Hay muy pocos temas que yo pueda tratar con un mínimo de solvencia; pero, como divulgador y activista, considero un deber llamar la atención sobre cualquier asunto que me parezca importante. Profundizar en ello- o no- es cosa de las/os lectoras/es.
«El horror, el horror» El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad
Una buena y honesta pincelada sobre el mundo actual, dando una buena lección de humildad. De lo mejor que ha escrito últimamente. Bravo Frabetti.
Gracias, Scatergories. Créeme, la humildad no es mi mayor virtud; pero no se puede hablar de ciertas cosas como si uno estuviera por encima de ellas.
Estimado Carlo, gracias por tu sinceridad y humildad, es un ejemplo para tod@s y me gustaría leerte con más frecuencia, pues tu honestidad siempre es un atractivo a añadir al interés de tus reflexiones. Pocos pueden presumir de ello.
Hace años me vi también impartiendo cursos por encargo, como tú, y de temáticas a veces variadas y exóticas para mí. Salvé el síndrome del impostor siendo absolutamente claro sobre qué materias dominaba y cuáles era un mero divulgador. Pero siempre puse un plus, aportando mi experiencia personal y enseñando la materia de la manera más práctica posible. Algo de impostor quedaba, pero al menos era honesto.
Hoy sigo enseñando con los mismos valores, pero la IA ha alterado el proceso educativo de manera que muchos alumnos me ven como un expendedor de títulos. GPT y compañía hace el trabajo por ellos, se lo estudian, se creen que saben, me lo entregan y adiós. Participar en clase, trabajar (de verdad) en equipo, actividades creativas, noto un declive, se ve como pérdida de tiempo. Aquel fogonazo mental que detona un buen profesor en una explicación y que es la base de la educación los nativos digitales lo juzgan bastante superfluo. Creo que debemos pensar ya en redefinir la educación, o tod@s los maestros y profesores vamos a ser unos impostores en menos de una generación… Gracias otra vez y disculpas, me pasé con la extensión.
Gracias, Robert, por tu lúcida reflexión. Hace unos años tuve el privilegio de hablar de la crisis de la docencia, en México, con Mario Molina, el descubridor del agujero en la capa de ozono, y venía a decir lo mismo que tú. Se habla mucho del calentamiento global, y no es cosa baladí; pero la generalizada degradación intelectual/cultural -que afecta incluso a la universidad- es mucho más preocupante.