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Los «fallos productivos»: un oxímoron en el mar de las paradojas contemporáneas

El ángel caído, de Alexandre Cabanel. oxímoron
El ángel caído, de Alexandre Cabanel.

La realidad actual es paradójica, y como tal ha de ser mentalmente dibujada, gracias a este fenómeno singular que niega y afirma al mismo tiempo: el oxímoron.

En una época definida por las turbulencias ubicuas y las pandemias impensadas, nada puede ser irreversible ni tener una sola lectura. La globalización ha facilitado de forma sorprendente que los extremos, los contrarios, no solo puedan coincidir en un solo punto, sino hasta ser progresivamente compatibles a pesar de su aparente oposición, ofreciendo como un faro experiencias abiertas y poliédricas. Una de las últimas expresiones en sumarse a la lista de aparentes contradicciones que nuestro tiempo facilita, e incluso invita, proviene del mundo de la economía y el coaching, con el «fallo», o «fracaso productivo».

En efecto, si bien se mira, para conseguir una victoria en un mundo más y más complejo, diversificado en feroces competencias y especialidades, se hace necesaria, cual sarta de perlas negras, una cadena —minúscula o mayúscula, según la ocasión— de naufragios y malogros. ¡No hay manera de evitarlo! Si lo que más interesa, en un camino evolutivo, es el conocimiento, el aprendizaje, hasta la mayor metedura de pata o victoria pírrica puede, posteriormente, revelarse como un paso obligado para recoger ciertos frutos. Será, más allá, un inteligente encuadre globalizador, frente al foco parcial, frente al corto plazo —que siempre resulta pasajero— el que, desde el horizonte, arroje al fin una síntesis y un calificativo a lo ya vivido.

Numerosas ocasiones en la ciencia y la medicina —por caso, un amargo fiasco en un ensayo o un planteamiento equivocado— conducen de manera inesperada a descubrimientos mucho mayores de lo que se perseguía. Y la penicilina, que desde su hallazgo por Fleming ha salvado millones y millones de vidas, es un claro paradigma de este fenómeno mudable y sorpresivo que a veces se resume en: ¡Eureka!

Tanto lo que llamamos éxito como fracaso, aunque influyan de una forma tan decisiva en nuestra autoestima, forman parte de un proceso más largo, más complejo de lo aparente, por más que intentemos constatar uno u otro extremo y adjetivo a cada paso con la fotografía de un instante «decisivo». El plano personal, en el que toda equivocación es justificable, por supuesto se diferencia del más amplio —político o económico— donde cualquier error o engaño tiene diferentes y desagradables epítetos, los cuales pueden ser siempre enmendados mediante un ingenioso «relato». Como es bien sabido, todo depende, a la postre, de cómo se mira y plantea. Desde Kant y el posterior idealismo, en el imaginario común del pensamiento occidental se instauró definitivamente la hermenéutica, interesada no tanto en cómo puedan ser las cosas en sí mismas, sino en la visión que se imprime sobre ellas y la subsiguiente lectura práctica.

Todos estos factores sobre la complicada captación de la «realidad», y nuestra inmersión en ella como testigos y actores, han obrado el que una casi olvidada figura retórica, como es el oxímoron —que el Barroco entronizara en identidad propia— cobre hoy un brío tan renovado como inesperado. No tanto porque vivamos en una época con delirios místicos o literarios, sino por las ocultas verdades y las flagrantes contradicciones —sean reales o aparentes— que respira nuestra cotidianeidad.

Hace unos decenios comenzaron, inopinadamente, a deslizarse frente a nuestros ojos y oídos términos como café descafeinado, salsa agridulce, guerra fría o alarma silenciosa, los cuales, en una situación de posguerra y rápidos cambios en todos los orbes, ya mostraban el carácter, digamos, «barroquizante» de nuestra sociedad posmoderna. Pero también hay algo más: la sed de un conocimiento holístico e integrado de nuestro universo que fuese más allá de la razón instrumental y de la lógica habituada, de corte aristotélico, en la que se llevaba viviendo inmersos varios siglos. Tras Galileo y Copérnico, perdido en la inmensidad del cosmos, el ser humano no posee un centro en el que reposar.

Así, de forma subrepticia, se fueron introduciendo en nuestro día a día reflejos de las crecientes contradicciones y antagonismos de una cultura arrastrada por avances científicos y tecnológicos exponenciales, al tiempo que una franca decadencia respecto de otros valores más éticos y sensibles, más invariables. Tales expresiones contrastadas —tan inquietantes como reveladoras— justificaban y resolvían su presencia entre nosotros mediante una especie de esquizofrenia del lenguaje que, antes de ser perjudicial, intrascendente o engañosa, como una metáfora de nuestras propias vidas, enriquecía y otorgaba nuevas e insospechadas visiones sobre muy diversos campos de nuestro presente. Poco después irían sumándose a esta vieja, al tiempo que nueva estratagema de la lengua, enunciados como calma tensa, silencio atronador, muerto viviente, luz oscura, instante eterno o copia original…

Como señalaba Einstein, frente a la lógica —que solo nos conduce de la A a la B— «la imaginación puede llevarnos a todas partes». Parecen, en efecto, estos términos bifrontes un aparente error conceptual, casi un chiste en ocasiones. ¡Pero no es así! ¡Muy al contrario! Algo nos dice, sin necesidad de cálculos ni de recapacitar un instante, que obedecen a realidades y presencias absolutamente palpables, como la luz y la oscuridad, al conseguir apuntar los dos opuestos en los términos a una tercera esfera simbólica y metafórica, velada en sus contornos, de una gran carga subjetiva, aunque enriquecida, en cualquier caso, con una gran energía y unas ilimitadas sugerencias.

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Formado por dos palabras griegas: oxýs (agudo, punzante) y morós (torpe, romo), el oxímoron resplandece como figura retórica que abriga una rica tradición en la literatura grecorromana y, posteriormente, barroca. Aunque, en un imprevisto salto evolutivo, en nuestros días ha ido virando de la poesía y la ascética hacia el periodismo, la música, el deporte o la publicidad.

Al «apresúrate lentamente», que según Suetonio tanto degustaba Augusto, se intuye que, en varias facetas de la vida, prosiguieron el placer doloroso y el dulce cauterio de nuestra mística. En efecto, a la hora de describir nuevos fenómenos y sensaciones, hoy día resulta difícil abrir un periódico, ver un eslogan publicitario o describir una compleja situación política o personal sin tener que recurrir a tal imagen contrapuesta, paradójica, que, como una fotografía mental, capta realidades sin nombre propio, suscitando sensaciones inéditas.

Frente a los clásicos claroscuro, vaivén o altibajo —comprimidos en una sola palabra—, los nuevos equilibristas contemporáneos oximorónicos nos llevan al crecimiento negativo, al secreto a voces, a la tolerancia cero, la baja altitud, la sociedad unipersonal o el gas líquido. La realidad actual es paradójica, y como tal ha de ser mentalmente dibujada, gracias a este fenómeno singular que niega y afirma al mismo tiempo. Enlace oblicuo que, por encanto y casi taumaturgia, cruza dos tensiones de signo opuesto, ofreciendo un resultado que, muy al contrario de orillar el absurdo o el disparate, posee verdades que de otra forma no se describirían. Son evocaciones que actúan casi como oráculos, contando de forma intuitiva con toda la carga imaginable de sentido y orientación. Algo similar a cuando, en el aparato de la ducha, mezclamos agua fría y caliente, obteniendo —como en una epifanía— el resultado de esa temperatura templada que deseamos, pues, acercándose a los 36 grados, nuestro cuerpo la reconoce como amiga, como conductora de flujo y purificación.

Frente a la habitual confrontación bipolar o sistema binario (0, 1) de leer la realidad (on/off), derivada de la percepción del mundo a través de lo dual —de lo bueno y lo malo, del pasado y del futuro, del éxito y del fracaso—, subyace en tales expresiones una cierta estructura triangular. En filosofía es bien conocida la expresión de la tríada dialéctica: tesis-antítesis-síntesis, con la que, mediante la negación de algo, se accede a la superación o reconciliación del ser consigo mismo. Y tal síntesis, de inmediato, se vuelve a convertir en una tesis en un proceso circular virtualmente interminable. Términos todos ellos acuñados por Fichte y empleados extensamente por Hegel, expresan una visión de la historia como tal ciclo reiterado, el cual se desarrolla en tres fases que se preceden y suceden, impelidas por el principio de la contradicción, el cual busca lo que hoy llamaríamos un «final feliz». En resumen, tras un primer estadio (tesis), en el que el ser es visto como identidad —pero no en su totalidad—, se da una negación o contradicción que conlleva una escisión… Y, en fin, en el tercer estadio (síntesis) se accede al ser en y para sí: es decir, a la Totalidad o Ser real.

Aplicado a nuestro objeto actual de interés, podría decirse que se dan dos polos, positivo y negativo, y en la confrontación de ambos sucede una imprevista superación, dotada con un exceso de sentido, en una especie de extenuación del lenguaje. Dicho de otra manera: mediante la razón, lo conocido, a partir de dos fragmentos se llega a otro ámbito mucho mayor y bien distinto. En lo absoluto se trata de un punto medio. A lo que apunta el oxímoron no es a un equilibrio: el que algo sea medio frío o medio caliente, o que el dolor se aminore avistando el gozo. Se trata de algo que engloba y supera a ambos, una mezcla de adivinanza y revelación, un juego serio en el que se hallan implicados muchos registros de la experiencia humana.

Podríamos, pues, calificar al oxímoron de un supertropo o transtropo, pues, con muy escasos medios, encarna y opera un desplazamiento colosal del sentido. Es, así, una alquimia de la percepción, gracias a las regiones abisales del lenguaje, que conduce a un nuevo significado abierto, que va más allá del lavado en seco, del fuego amigo, de las lágrimas secas, el ruido sordo, el accidente fortuito o de la muerte anunciada.

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Se han dado diversos nombres —pensamiento paradójico, lateral o circular, según las denominaciones personales y locales— para encarar problemas y situaciones más allá de la lógica convencional, en ese moverse por los terrenos de la creatividad y lo imprevisible. Todas ellas, al igual que el oxímoron, tienen en común el contar con la intuición como un viaje relámpago y liberador, como un fresco empujón o pértiga inefable del conocimiento.

Bergson, el hoy gran olvidado filósofo que más trató sobre ella —la intuición— a principios del siglo XX, señalaba que, más allá de los conceptos, esta es una reapropiación sublimada del instinto, al que de tal manera situaba en un nivel superior a lo puramente animal, adquiriendo calidades gnoseológicas únicas en el ser humano. Nosotros, como las plantas y el resto de la naturaleza, quisiéramos conocer y prosperar por instinto, más allá de las arbitrariedades, de las angustias y desequilibrios de la mente, alcanzando nuestro lugar objetivo como especie. ¡Un punto omega al que no dejamos de tender! Pero eso, que se experimenta en caminos evolutivos de largo recorrido, y no siempre convergentes, resulta en extremo dilatado e indefinible.

Por el contrario, sí es dable en un tiempo presente, y se trata de una oportunidad que no debemos desaprovechar para la ampliación de la consciencia, este gran «desvío» cognoscitivo que tradicionalmente se sitúa en el corazón, ese gran plexo con neuronas propias que nos conduce a certidumbres de otra forma inalcanzables.

El proceso paradójico, que accede a la síntesis y superación de los contrarios, ligado a la mística y a la línea neoplatónica del Pseudo Dionisio —entre otras tradiciones occidentales—, más las orientales como el advaita, el tantra y el taoísmo, en las que toda esta reflexión se inscribe, saca al pensamiento de su rutina, de su línea habituada de carambolas conocidas, y le hace mirar a los mundos interior y exterior como uno y el mismo… y por ello desde otra perspectiva. La pregunta frente a los acontecimientos no es tanto el por qué ha sucedido tal cosa —algo que inaugura el método de la ciencia, y que en clave psicológica tiende a retenernos en la dinámica del pasado—, sino para qué ha sucedido, lo que ofrece un cambio constructivo, una nueva salida a otro paisaje antes no avistado. El mundo puede ser, a cada momento, reinventado. No se trata de prescindir de la lógica instrumental, del tercero excluido, sino de presuponerlos e ir más allá de ellos.

Otro de los filósofos que transitó esta vía «escondida» y paradójica de enfrentar la realidad fue Blaise Pascal, quien, a partir de su celebérrima frase sobre las «razones del corazón», unificó con su método trascendente vida y filosofía en derroteros muy diferentes a los académicos, esos por los que —a excepción de Kierkegaard, Nietzsche y algunos hitos más— esta última ha evolucionado en Occidente.

Es en la tradición agustiniana de la espiritualidad como experiencia, de la vivencia como revelación, en la que Pascal —ese gran precursor cristiano del existencialismo— funda una sorprendente y superior razón, base del pensamiento intuitivo. Más allá de las líneas rectas y de los caminos irreversibles, nuevamente esta se revela circular. ¡La flecha da así indefectiblemente en la diana! ¡Pero por la parte de atrás! El objetivo último de Pascal era alcanzar un equilibrio mantenido entre los extremos, hallar el lugar verdadero entre la «miseria» y la «grandeza», no ser ni «ángel» ni «bestia»… aun teniendo parte irrenunciable de ambos. Se trata de ese lugar de equilibrio perdido —o nunca logrado—, pero sí descrito en aras de la evolución, no lejano del difícil «punto medio» por el que el budismo propone transitar.

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Este camino, apenas aquí esbozado, procede de una inagotable sed por hallar el centro, un punto de apoyo perdido tras la revolución copernicana en diferentes altos del camino, y que algunos quieren más y más posponer, tirando del escenario hacia los extremos de sus propios intereses. Nos encontramos emergiendo de una época fundamentalista de la fe científica, en la que se pretendió encorsetar todo en conceptos e ideologías, en fáciles fórmulas para intentar alinear la realidad con una u otra tribu, con uno u otro partido o línea roja, cuando el ser humano y la vida, en sus grandes corrientes, no caben en tan estrechos vasos. Por fortuna, la humanidad posee un instinto de supervivencia y superación que atraviesa desiertos y eclipses.

En este mundo de la jubilación activa, de las verdades relativas, de los amores fugaces y los finales interminables… podemos decir que contamos con una tan vieja como nueva herramienta, dotada de un impacto casi irónico, que nos ayuda a profundizar intensamente en la experiencia y la reflexión sobre ella. Se trata casi de una bomba atómica lingüística, con detonaciones retardadas, que parece violar ciertas leyes de la existencia ordinaria, uniendo lo real y lo imposible. Es decir: definiendo nuestro ser.

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