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Illuminatis, masones, rotaris y cienciólogos: ¿en cuál de estos selectos clubs te admitirían?

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Image promocional de La fiesta, con Peter Sellers que además de ser un gran actor era masón

Desde que el ser humano dejó de cazar mamuts y empezó a fundar clubes de lectura, quedó claro que lo más irresistible no es el poder, ni el dinero, ni siquiera el jamón ibérico: es pertenecer a un círculo exclusivo donde se hable con susurros, se mula el café antes de prepararlo y alguien te llame «hermano» sin conocerte de nada. Porque el mundo, con sus pandemias, guerras y algoritmos, puede ser un lugar confuso, pero si tú formas parte de algo secreto —o peor aún, semiclandestino— ya no estás perdido: estás iniciándote. Por eso abundan los clubes donde no se entra con dinero ni talento, sino con cara de saber algo que el resto ignora. Y no hay mejor pasaporte social que un mandil, un compás, una escuadra o un pin dorado de diseño indefinido.

El primero en saberlo fue Adam Weishaupt, un jurista bávaro al que se le ocurrió, en 1776, fundar la Orden de los Illuminati de Baviera, como quien abre una startup con amigos de la universidad. Su propósito era admirable: combatir la superstición, la influencia religiosa en la vida pública y el poder absoluto. ¿Cómo? Pues con seudónimos, grados secretos, una jerarquía inspirada en los misterios eleusinos y una tolerancia selectiva al aburrimiento ritual. Weishaupt adoptó el nombre de «Hermano Espartaco», y sus colegas tan campantes. Duraron lo que suele durar una sociedad secreta en un país donde el duque tiene miedo a los libros: ocho años. En 1785 fueron prohibidos y perseguidos, lo que por supuesto les garantizó la inmortalidad. Como cualquier leyenda, cuanto menos existieron, más famosos se hicieron. Hoy se les atribuye en Tiktok todo lo que pasa en el mundo: desde la invención del reguetón hasta la explosión del Concorde. Nadie ha visto nunca a un Illuminati en acción, pero como el gluten, están en todas partes.

Por supuesto, si tu ambición es más artesanal, puedes probar suerte con los masones. La francmasonería tiene más solera, más compases y más grados que una universidad privada. Su origen se remonta —según a quién le preguntes— a los constructores de catedrales medievales, los templarios supervivientes, o directamente a los escribas egipcios. En cualquier caso, lo importante es que hay símbolos, palabras clave, niveles jerárquicos, salas con columnas y velas, y una pasión por el simbolismo geométrico que haría llorar de emoción a un ingeniero civil con TOC. También hay whisky. No siempre del bueno. Entrar en una logia masónica requiere paciencia, discreción y una vocación por el ritualismo que desanima a los impacientes. Aquí no hay influencers. No se aceptan stories del tipo «Mi primer tenue de Recepción, qué emoción». Es una mezcla entre cofradía renacentista y club de lectura de Trismegisto, pero sin leer demasiado. En el siglo XVIII eran revolucionarios; en el XIX, reformistas; y en el XX, una molestia para dictaduras, obispos y algún que otro comisario soviético. Si tu sueño es pertenecer a una estructura que combina misticismo, filantropía y reuniones eternas donde el protocolo dura más que el contenido, estás en el lugar adecuado. Pero cuidado: si te equivocas al usar la palabra «profano» puedes acabar barriendo la logia durante tres años.

Para los que consideran que el secreto y la simbología son demasiado exigentes para la vida moderna y que lo importante es hacer cosas, aunque no se sepa muy bien qué, están los rotarios. El Rotary Club fue fundado en Chicago en 1905 por un abogado llamado Paul Harris, cuya idea de revolucionar el mundo era reunirse una vez por semana con profesionales respetables para almorzar y hablar del bien común. Desde entonces, los clubes rotarios han florecido como margaritas en primavera. Son el lugar ideal para empresarios de éxito que quieren devolver algo a la sociedad sin tener que renunciar a sus vacaciones en las Seychelles. Su lema es «Dar de sí antes de pensar en sí», que es una forma educada de decir que antes de hacer negocios hay que hacer como que no. No hay túnicas ni escuadras ni sellos secretos. Solo PowerPoints, discursos inspiradores y cenas con el Godello que esté de oferta en el Lidl. El rotario medio suele ser un hombre maduro, vestido con americana azul marino, buen conocedor del reglamento interno y gran aficionado a las causas nobles que no alteren el orden establecido. Si alguna vez organizaste una recogida de alimentos y lo hiciste con corbata, este es tu sitio. No hay iniciaciones, pero sí distinciones por méritos: si apadrinas suficientes pozos en Uganda o apagas suficientes velas en una cena de aniversario, puedes ascender a Gobernador del Distrito, una categoría que suena a novela de García Márquez, pero que en realidad implica coordinar cenas con otros señores idénticos a ti en distintas ciudades del mismo país. Si buscas conspiraciones, secretos o contactos con lo oculto, sal de aquí. Pero si te gusta aplaudir discursos sobre el cambio mientras sigues conduciendo un SUV, adelante.

Y luego están los cienciólogos. Aquí la cosa se pone seria. O delirante. O ambas. La Cienciología fue fundada en 1954 por L. Ron Hubbard, un escritor de ciencia ficción que un día decidió que en lugar de escribir sobre civilizaciones galácticas iba a fundar una. Y lo logró. Su doctrina parte de la idea de que los seres humanos somos entidades espirituales inmortales (thetanes) que han olvidado su verdadera naturaleza debido a traumas almacenados en el «reactive mind». ¿La solución? Pagar cursos, auditorías, niveles de limpieza espiritual y, si te portas bien, llegar al nivel OT VIII, donde te revelan, por ejemplo, que el tirano galáctico Xenu nos trajo a la Tierra hace 75 millones de años. No es broma. Está en los papeles judiciales. La Cienciología es el único club de esta lista que combina fervor religioso, estructura empresarial y narrativa de serie B. Si consigues entrar —y sobre todo salir— ya puedes tachar «experiencia mística con abogados» de tu lista vital. Porque la Cienciología no te expulsa: te demanda. En Estados Unidos, han logrado que los reconozcan como religión; en Alemania, se les considera una secta peligrosa. Entre sus filas figuran actores de Hollywood, millonarios crípticos y algún político despistado. Si eres de los que cree que la espiritualidad verdadera se demuestra con tarjetas de crédito y formularios de consentimiento, este es tu paraíso.

Ahora bien, ¿en cuál de estos selectos círculos te admitirían? Si tienes una cuenta de Instagram con más selfies que frases de Kant, puedes olvidarte de los masones: te detectan a leguas. Si crees que el cambio climático se soluciona con una charla TED y una foto con niños sonrientes, los rotarios te recibirán con los brazos abiertos y una carpeta con gráficos. Si llevas tatuado un ojo dentro de un triángulo y te excita la idea de controlar gobiernos desde la sombra, los Illuminati seguirán sin llamarte, pero al menos puedes fingir que lo hicieron. Y si estás dispuesto a pagar miles de dólares por aprender que tus problemas vienen de una invasión alienígena del Jurásico, la Cienciología tiene una silla para ti. Solo no la reclines demasiado, que cada grado cuesta. Hay quien dirá que todo esto es caricatura, y claro que lo es. Pero también es cierto. Las organizaciones exclusivas han existido siempre porque la exclusión es rentable, y la pertenencia, adictiva. Lo importante no es lo que hacen, sino cómo te hacen sentir. Todos quieren formar parte de algo que les prometa sentido, relevancia, o al menos un pin que no se venda en las tiendas para turistas. Algunos buscan lo esotérico, otros lo institucional, otros simplemente buscan que alguien los llame por su nombre en una sala decorada con columnas dóricas. Y todos creen que, al ser admitidos, descubrirán un secreto mayor: el de no ser uno más en el supermercado de la existencia.

Así que la pregunta no es si estos clubs te admitirían, sino si tú estás dispuesto a fingir que te importa. Porque lo verdaderamente exclusivo, en este mundo de etiquetas y membresías, es mirar todo esto desde fuera, con una copa en la mano, una sonrisa escéptica, y la certeza de que ningún club vale tanto como la libertad de reírse de él. Aunque, si nos ofrecen uno con buena merienda y poco compromiso, tampoco vamos a hacerle ascos.

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7 Comentarios

  1. Leí atentamente el bien redactado y hasta divertido artículo de HL y no encontré en él rastros de una de aquellas cosas que orienta, en mayor o menor medida, nuestros humanos apetitos y nos hace tocar -a algunos, en algún momento- las puertas de un club, una secta, una logia, una asociación, un partido, un grupo, etc..: el deseo de poder.
    En su lugar, HL hace una divertida caricatura verbal de corte psico-antropológico que, en una de esas, sirve de idea para un futuro guión de serie Netflix.

  2. Artículo estúpido, que se contradice ya en las primeras líneas (de las que yo no he pasado, dado el tono de ignorancia que las domina). Por un lado su autor nos hace saber que los Illuminati son la primera secta esotérica de la historia («El primero en saberlo fue Adam Weishaupt, un jurista bávaro al que se le ocurrió, en 1776, fundar la Orden de los Illuminati de Baviera») y por el otro se dice que copia «una jerarquía inspirada en los misterios eleusinos», una secta esotérica de hace más de 2000 años.

    Su autor parece ignorar que el esoterismo es más viejo que la orilla del río (el occidental existía ya en las civilizaciones de Mesopotamia, Egipto o Grecia).

  3. Sesudos_no

    Cuánto sesudo hay comentando por aquí… Es un artículo para leer, echar un rato agradable y reírse un poco de que la gente termine perteneciendo a estos grupos tan solo por el «ser diferente» como bien indica el texto.

  4. José Antonio

    Simpático artículo, gracias. En mi caso, me limito a citar la famosa frase de Groucho Marx, así que de socio de club nada de nada. Pero si es que tengo aquí al lado el Benito Villamarín y no soy ni del Betis, pordió.

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