Cine y TV

‘Blossoms Shanghai’, la megalópolis de Wong Kar-wai

Blossoms Shanghai. Imagen: Filmin.
Blossoms Shanghai. Imagen: Filmin.

Tardé más tiempo de lo normal en ver Deseando amar (Wong Kar-wai, 2000). Todo aquel que se había acercado a ella y con cierta ascendencia intelectual sobre mí me la describía como la octava maravilla del celuloide, algo similar a las leyendas atávicas que los viejos de la tribu narran a los jóvenes en las noches de estrellas y fuego. Siempre me han dado miedo estas cosas. Mi capacidad de fascinación con el cine es tan grande que tiendo a sublimar el producto en mi mente y, cuando me siento en la sala oscura, generalmente me llevo una gran decepción. Y más con el cine asiático, con el que raras veces me emociono, tal vez por la enorme desconexión sentimental entre nuestra cultura y la oriental. Cierto es que adoro a Kurosawa, el más occidental del triunvirato genial nipón, me encantan dos o tres obras de Ozu —por supuesto, la magistral Cuentos de Tokio (1953)— y con Mizoguchi no me acabo de entender. Me pasa lo mismo con las (supuestas) comedias nórdicas, como El jefe de todo esto (Lars Von Trier, 2007) o la premiadísima y divertidísima (?) Otra ronda (Thomas Vinterberg, 2020). No me hacen ni puta gracia. Será por el frío. Zapatero a tus zapatos.

Pero en el caso de Deseando amar no me ocurrió nada de esto, ni rastro de frustración: lo que vi me llegó hasta la espina dorsal, literalmente. Recuerdo un hormigueo físico por todo mi cuerpo, ya en las primeras secuencias, catarata de emociones, preciosas y preciosistas imágenes impecablemente cosidas a la poesía que transmite cada plano en esta obra maestra del cine contemporáneo. Todo funciona admirablemente en ella: la historia de pasión soterrada, ese amor acariciado pero no conseguido, el tempo narrativo, la sensibilidad y el romanticismo arrebatado con que Kar-wai mira a su pareja imposible, envuelto en una dirección artística maximalista, asfixiante pero bella, y una banda sonora de Michael Galasso —que me acompaña mientras escribo estas líneas—, incrustada desde hace tiempo en el imaginario popular, que envuelve y marca el ritmo de la historia de amor fou latente (solo en el caso de Wong Kar-wai no es un oxímoron) entre Chow y Li-zhen.

A partir de ahí me convertí, al igual que tantos otros cinéfilos, en fan incondicional de Wong Kar-wai, su todo-creador, poseedor de un universo fascinante, capaz de diseñar atmósferas que beben de la publicidad, la obsesión por Occidente y la cultura pop, pero desde un barniz personal y brillante. Lo que se dice un genio, vamos.

Si bien es verdad que nunca ha vuelto a tocar el cielo con ninguna de sus posteriores películas (2046 y My Blueberry Nights son magníficas, pero transitan caminos ya trillados) o sus iniciales borradores (Chungking Express o Happy Together), su filmografía ya podría situarle en el Olimpo del cine asiático, junto con los anteriormente citados y sus medio paisanos (Wong es chino-hongkonés) Zhang Yimou o Chen Kaige.

Hasta ahora, que se ha chocado por la calle con las plataformas de streaming. O los seriales, soap opera o como quieras llamarlo. Tortazo oriental.

Blossoms Shanghai (2023) es una serie de treinta capítulos, cuya primera parte ya está disponible en la plataforma Filmin, y que cuenta la historia, a lo largo de varias décadas, en la efervescente y frenética Shanghai, de Ah Bao, un «malabarista del comercio exterior» sin escrúpulos, al que su tío Ye, una especie de señor Miyagi del «capitalismo socialista», convierte en un súper hombre de los negocios. A partir de ahí, ensaladas de amor, decenas de personajes, celos, crímenes, pícaros, tratos comerciales muy terrenales, valores bursátiles que van y vienen, auges, caídas y una misteriosa y atractiva dama, madame Li Li, dueña de un club-restaurante y bla, bla, bla… Si este argumento se te parece al de un serial de sobremesa de la tele generalista, es que lo es. Por desgracia, ni el tratamiento formal marca de la casa es capaz de salvarla, al estilo de Paolo Sorrentino y su The Young Pope (HBO, 2016). Más bien todo lo contrario: la hace insoportable.

Aún estoy digiriendo, tras un binge watching tremendamente indigesto, lo que este señor nos ha contado o, más bien, querido contar en sus primeros episodios. La serie, promocionada a bombo y platillo por la plataforma gafapasta por excelencia, no ha podido ser más decepcionante. Podría ser que, en un milagro a lo Dreyer, resucite en sus nuevas entregas, aunque lo dudo viendo el conjunto, tono y factura.

Y me resulta difícil describirla sin pensar en ella como una caricatura involuntaria del propio cine de Wong Kar-wai y asociarla con otro artículo que escribí por aquí, a propósito del colosal despropósito de la Megalópolis (2024) de Francis Ford Coppola. O que quizás, en uno de mis sueños húmedos de cinéfilo naïf, el propio cineasta haya querido dinamitar el streaming desde su núcleo, entregando este carísimo pastiche sin sentido.

Y sin llegar al fiasco indescriptible de Coppola, las primeras entregas de Blossoms Shanghai son una vomitona de sangría con planos histéricos y solapados, narrativa deslavazada, inconexa, subrayada hasta el corvejón por el main theme de su banda sonora, una copia descaradísima de la magistral partitura de Nicolas Britell para Succession (serie, por cierto, con la que algunos han establecido unos vasos comunicantes que yo no veo por ningún lado), un diseño de producción sacado de la IA de Freepik pero sin la versión Premium Plus: universo plasticoso, gomoso, increíble, exagerado hasta lo grotesco.

La forma asfixia al fondo hasta enterrarlo. Esa fina línea en la que el director hongkonés siempre se ha movido de forma brillante aquí colapsa por completo desde el primer capítulo, que se supone vibrante por la propia presentación de la trama y los personajes: en este episodio de cuarenta y cinco minutos únicamente conté ¡dos planos fijos! (La señorita Wang hablando con el señor Fan, un empresario textil colaborador de Ah Bao) sin que la cámara se moviera ingobernable y atolondrada: travellings laterales, verticales, zoom in y zoom out, montaje disruptivo, el objetivo siempre tras prismas deformantes y borrosos, gran angulares, cámara al hombro, time-lapse, slow motion y toneladas de IA y VFX al servicio de una puesta en escena insoportable por cuantitativa y desaforada.

Con todo, lo peor no está en su engranaje formal: los diálogos sutiles, sello del mejor Kar-wai, más bien la ausencia de ellos, esos silencios atronadores de su mejor cine, intimismo, cada palabra, gesto o frase medidos en su contexto, no se ven por ningún lado en Blossoms Shanghai. Más bien al contrario: aquí todo es obvio, líneas de texto pomposas, una solapando a la otra, nadie calla, todo el mundo tiene algo que decir «bigger than life», que acaban convirtiendo el conjunto en un Rue del Percebe con bling-bling.

Cualquier cosa cabe en la coctelera arbitraria de una serie que parece producida por su club de fans después de una noche de speed y brainstorming creativo: «vamos a meter todo el estilo de Wong, que no se os olvide nada. Cada uno que elija un plato y todo al centro. Dale al túrmix y a ver lo que sale». Ya te lo digo yo: un grumo sin ningún sabor.

Solamente cuando toma tierra y busca, a partir del cuarto capítulo, eso tan difícil que es «contar una historia» con ciertas dosis de sano costumbrismo, se calma (un poco) y ofrece una panorámica histórica de la evolución de Shanghai como megalópolis (de verdad) que busca su identidad comercial entre los contradictorios órdenes capitalista y comunista (ese pepito grillo del quiosco) y los millones de animales sedientos de dinero que la habitan. Para ello echa mano de imágenes de archivo, reconstruye escenarios y los integra en la historia, a veces de manera orgánica, otras, las más, artificiosamente (esa calle Huanghe que parece la de un anuncio lisérgico de la Lotería de Navidad).

Eso es Blossoms Shanghai. Por ahora.

Leo por ahí que la serie completa una trilogía iniciada con Deseando amar y 2046. No entiendo nada. Queremos miradas únicas, creadores con talento visual, especialmente en el SVOD, que nos alejen del «efecto showrunner» (David Fincher se quejó amargamente tiempo atrás de que las series que triunfan son excesivamente verbosas pero muy planas en la puesta en escena por provenir precisamente de guionistas), os perdonamos los excesos y las licencias (faltaría más, llevamos treinta años haciéndolo con Almodóvar) pero no queremos que os autoparodiéis en vuestras montañas mágicas de egos. No os creáis aquello de la trilogía o del efecto Woody Allen (que entrega desde 2005 horrores año tras año y la crítica se lo perdona todo). La serie es un artefacto audiovisual indigno de su creador y si alguien es capaz de hablar bien de ella es bajo el mantra «es un hijo puta, pero es nuestro hijo puta».

Los restantes quince capítulos llegarán a Filmin en Navidad, según informa la plataforma. Ya tengo otra cosa con la que atragantarme, además del turrón y las uvas.

P. D. Wong Kar-wai: tu talento se merece mucho más. No espero nada de la segunda parte. Solo quiero que duermas una buena siesta después de cocinar este engendro, te levantes con esa mezcla vibrante de energía, creatividad y poesía tan tuya y nos regales otra obra maestra como Deseando amar: mi saltamontes intuitivo me chiva que va a ocupar lo más alto en la próxima lista de Sight & Sound de las 100 mejores películas de la historia.

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Un comentario

  1. Pues cuando veas la segunda parte (si la acabas) verás algo todavía peor.

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