
Cuando un catálogo de una exposición histórica se deja de publicar porque desde un área administrativa se decide que los profesores y catedráticos universitarios deben darse de alta como autónomos para poder cobrar por sus textos para dicho catálogo, es imposible hacer política cultural.
Cuando una intervención decide que un contrato de una actividad artística debe hacerlo un área de un ayuntamiento distinta a la que lo propone y luego, cuando se presenta desde el área que han indicado, dicen que no, que lo debe hacer la primera, es imposible hacer política cultural.
Cuando una subvención cultural se paga tres años después de la concesión y tras una docena de requerimientos, uno detrás de otro, no reclamados a la vez, es imposible hacer política cultural.
Cuando se imposibilita un contrato de comisariado porque, según un área administrativa, se debe sacar a concurso, es imposible hacer política cultural.
Cuando desde intervención se le dice a un área que un ciclo de conciertos debe sacarse a concurso, es imposible hacer política cultural.
Cuando se anula una ponencia de un especialista o de un creador porque salta una deuda con alguna administración pública, aunque sea de un euro, aunque dicha deuda esté reclamada o sea simplemente por un aplazamiento aprobado por la Agencia Tributaria de un IVA que ha sido imposible pagar a tiempo porque la administración que debe hacer el pago se ha retrasado varios meses, incumpliendo la ley, es imposible hacer política cultural.
Cuando…
Y así se podría seguir indefinidamente.
Todos estos ejemplos son reales y ocurren casi a diario a lo largo del mapa estatal de administraciones públicas. No se trata aquí de tal o cual administración o de tal o cual partido en el gobierno, este mal es endémico a la administración, a las administraciones, independientemente del color político o del tamaño. Un técnico de cultura, un directivo cultural, un gestor cultural autónomo, una empresa cultural, todos ellos ven cómo una serie de decisiones administrativas, arbitrarias, en muchos casos contrarias a la normativa y que se han ido imponiendo poco a poco en y desde la administración, hacen imposible que en nuestro país se pueda desarrollar una política cultural, del signo que sea, mínimamente efectiva y realista.
Si un artista o un gestor trabaja para varias administraciones habrá comprobado no una sino varias veces cómo un mismo servicio cultural se contrata de diversas maneras (no ya en distintas administraciones, sino en la misma administración con la única variación del tiempo), cómo se solicita distinta documentación pese a ser la misma actividad, cómo los tiempos se alargan hasta el infinito y más allá, y todo ello bajo el amparo de una misma ley, de una misma normativa. Hay ayuntamientos que piden a las empresas culturales bastanteos de las escrituras de creación para contratos que no llegan a los mil euros. No existe ninguna normativa que lo exija, pero aun así se exige.
Muchos, si no todos, los técnicos de cultura y los gestores culturales privados han visto y sufrido cómo, de un día para otro, se cambia la tramitación de un determinado tipo de contrato, así como se aumenta exponencialmente la cantidad de documentación a presentar, y todo ello sin que haya habido un cambio de normativa, solo de criterio. Lo que conlleva gastos de recursos materiales, de tiempo y financieros que acaban por hacer inviable las propuestas culturales de pequeño y mediano formato, que suponen la gran mayoría de acciones culturales que desarrollan las administraciones públicas.
Por no hablar de la inseguridad jurídica que supone no saber qué te va a exigir la administración, si de un día para otro te va a cambiar de criterio o te va a exigir nueva documentación provocando retrasos que hacen inviable cualquier planificación, ni de contenidos ni financiera. O incluso que se cambie la tramitación una vez iniciado el expediente o incluso ejecutado el servicio.
No se puede planificar una política cultural mínimamente rigurosa si no se tienen unas reglas del juego claras. No se puede negociar cachés y precios si desde la administración no se ofrecen unas mínimas certidumbres, que el proceso va a ser transparente en lo administrativo, es decir, que no se van a pedir documentos a capricho, que los plazos van a ser razonables y estables, tanto para la tramitación como para los pagos. Es imposible organizar atendiendo a unas directrices políticas y técnicas si la normativa se aplica a capricho y dando continuamente bandazos. Podemos hablar todo lo que queramos de planificación, de planes estratégicos y de eficiencia, pero mientras que la realidad administrativa no cambie, no serán otra cosa que gritos en el desierto.
Cuando se adaptó la ley española de contratos del sector público a la normativa europea, la transposición de la excepcionalidad cultural en la contratación pública quedó muy mal planteada, dejando de par en par las puertas abiertas a los talibanes de la apariencia de control del gasto público, permitiéndoles saltarse esa excepcionalidad y generando una maraña administrativa descarnada. La cultura española necesita urgentemente una modificación de esta ley que adapte de forma real y fiel la normativa europea.
Lo más sangrante de todo es que toda esta burocracia se hace, en teoría, por el control del gasto público, pero la realidad es mucho más mundana porque, insisto, no hay más control aumentando la burocracia y el papeleo. Todo esto se hace por una razón muy humana: por miedo. Miedo a que «pase algo». Toda esta catarata de exigencias inauditas y administrativamente inútiles se hace para que, cuando surja un problema (si surge), el responsable de turno tenga las espaldas cubiertas por haber pedido hasta la partida de nacimiento del abuelo materno del vecino del quinto del artista que va a dar un concierto por seiscientos euros. A esto se suman unas orejeras que hacen que quienes diseñan la burocracia solo vean la propia burocracia y pierdan conciencia de la realidad en la que se debe inscribir la norma.
Así, se generan procesos absurdos que únicamente tienen sentido dentro de la lógica irreal de la burocracia y, cuando estos procesos chocan con la realidad, hacen imposible la gestión pública.
En su libro Silencio administrativo, Sara Mesa, entre otras cosas, denuncia cómo a una persona sin hogar, a la que está ayudando a solicitar una ayuda para personas sin hogar, le piden para acceder a dicha ayuda… la dirección de su hogar, de esa casa que no tiene. Creo que no hay ejemplo más claro de lo absurdo de la administración cuando solo se ve a ella misma. O, si lo prefieren, vayan a Las doce pruebas de Astérix.
Alguien podrá preguntarse por qué, pese a todo, se siguen realizando y contratando actividades culturales por parte de las administraciones públicas. Dejémoslo en que la imaginación es más fuerte que la burocracia, aunque todo tiene un límite. Y que, como decía más arriba, lo que hay es una necesidad de aparentar control, no de que realmente lo haya. No es mejor para la administración pública, ni a nivel de gasto ni de servicio, que los libros para las bibliotecas públicas se compren a concurso cuando en este país existe el precio único del libro. Sería mil veces más rentable, desde todos los puntos de vista, que las bibliotecas pudieran comprar sus libros a las librerías de su territorio y no a los grandes conglomerados de distribución, que siempre ganan estos concursos gracias a supuestas mejoras que, más allá del papel, compulsado y presentado por triplicado, no aportan nada al servicio público que son las bibliotecas.
Se olvida continuamente que la promoción cultural, tanto para la ciudadanía como para los creadores, es un mandato constitucional, recogido en varios artículos de la ignorada carta magna. No se puede poner en solfa continuamente un derecho básico recogido en la Constitución por una serie de caprichos administrativos, de nula eficacia en el control del gasto público y de enorme efectividad en la castración de la cultura de base en nuestro país.
A raíz de que la Comunidad Foral de Navarra aprobara su Ley de Derechos Culturales en el ya lejano 2019, varias comunidades se están sumando a esta nueva legislación; incluso el Ministerio de Cultura está trabajando en una. Quizás sería buen momento para incluir en estos cuerpos legales una normativa clara que impida los abusos administrativos y que dé garantía a los ciudadanos en su derecho de acceso a la cultura y a los creadores y gestores de cara a ofrecer sus servicios a y desde la administración pública, con una mínima seguridad jurídica y de plazos.
En un país donde la inversión estatal es uno de los puntales de la economía, tener a un sector de la importancia del cultural maniatado por las trabas administrativas es un lujo que no nos podemos permitir. No se trata ya del eterno reclamo de mayor financiación para la cultura (para los de la paguita, solo señalarles que la empresa que recibe la mayor subvención del país es automovilística, no cultural, y de capital foráneo para más inri), se trata ahora simplemente de que las administraciones culturales puedan ejecutar eficazmente el presupuesto asignado, cosa que actualmente no sucede en casi ningún sitio.
Si no se consigue una administración ágil y efectiva, tanto para realizar el gasto como para controlarlo, todo el sistema cojea. Y lo más afectado por esto es la base cultural, tanto a nivel de creación como de gestión como de público. Esto provocará una merma de la calidad artística y del número de creadores que podrían desarrollar sus carreras en nuestro país. Lo que, a su vez, aumentará el ya excesivo peso de la mercantilización de la cultura. Los grandes nombres, los grandes medios y las grandes empresas lo seguirán teniendo igual de fácil y serán los nuevos, los pequeños, los arriesgados los que verán sus alas cortadas. La comercialización tendrá el camino despejado, sobre todo si le sumamos los algoritmos, los nuevos reyes del mambo.
Así, con políticas culturales reales, de base, maniatadas a procesos improductivos e inútiles, eternos y avasalladores, dejamos el camino despejado a una cultura puramente comercial que no reflejará la realidad de nuestro país y que, sin duda alguna, conllevará un empobrecimiento de nuestra sociedad, tanto cultural como económico.
una buena parte de su exposición, en cuanto a hechos concretos detallados por usted, es razonable y objetivo… tanto como la abundancia de chorizos que permean el ecosistema cultural patrio, que solo en parte, se controla (es cierto que de forma bastante ineficaz) desde los diversos estamentos de la Intervención… no nos quejemos tanto de su necesaria labor y atendamos al exterminio del choriceo existencial de la Industria cultural… exterminio… quiá!
Pero que chorizeo va a haber, hombre de dios, con la miseria que se invierte en Cultura… Dese una vuelta por los contratos de la administraciones públicas dedicados a Cultura y dígame de dónde se puede sacar algo, es más dígame como cree que se puede desarrollar una profesión digna con esas cantidades. Dese otra vuelta por las mayores subvenciones que se dan en este y otros países a ver si es capaz de encontrar entre las cien primeras alguna referida a la Cultura. No, caballero, no, el problema de nuestra Cultura no es la corrupcion
La mejor política cultural es la ausencia de política cultural. The Beatles, Martin Scorsese, Picasso, Paul Auster, Cartier-Bresson, y tantos otros, nunca necesitaron los servicios de ninguna política cultural.
Claro, porque esos creadores surgieron de la nada más absoluta… McCartney y Lennon no venían acaso de un país donde la música en los hogares tenían un protagonismo muy importante y existía una notable educación musical… Scorsese no estudió cine ni creció en una ciudad como Nueva York donde la Cultura (y la política cultural) era una pieza clave de su desarrollo. Picasso no tuvo un padre que se ganaba la vida como profesor de pintura ni se desarrolló en una ciudad como Barcelona que en aquella época era un hervidero cultural…. etc. Todos ellos surgieron cada uno de su propio ecosistema cultural, donde existían, como siempre ha sido, políticas culturales, un tipo o de otro, pero existían. Lo mismo es que no se entiende que significa realmente la expresión política cultural porque sin política cultural no hubieran podido llegar a ganarse la vida ninguno de los creadores que citas.
La música que compusieron Lennon y McCartney, las películas que dirigió Scorsese, la pintura de Picasso, se iniciaron mayormente a la contra de las, llamémoslas así, políticas culturales establecidas en sus tiempos y lugares. La creación, indudablemente condicionada por el entorno en el que se desarrolla, ha de ser ante todo libre, y también, autosostenible.
En lo de libre estoy totalmente de acuerdo. En lo de autosostenible no puedo estar en más desacuerdo. La autosostenibilidad económica en cultura, hoy en día, lleva a la dictadura del algoritmo y de lo comercial, suplantando la creatividad por la comercialidad. Es más, es que en los países actuales, apenas hay sectores económicos autosostenibles, no lo es el automovilístico, ni el energético, ni la agricultura, ni la construcción. Todos estos sectores y muchos más entrarían en crisis muy profundas si los estados dejaran de invertir en ellos. No termino de entender porque a la Cultura se le exige una solvencia económica que nunca se le exige a sectores que además generan cantidades ingentes de beneficios.
¿Y en qué propuestas culturales invertimos? Si los gestores de la inversión son de Vox, invertirán en que aparezcan muchos Morantes de la Puebla (ya que ellos creen que un señor ataviado de una manera freaky haciendo posturitas ante un toro, y luego matándolo, es cultura), si son exquisitos progresistas lo harán fomentando futuros supuestos rompedores Banksys o Calistos Bieitos, si son conservadores cultos seguramente preferirán los valores seguros y académicos del Teatro Real o el Liceu. Y donde yo vivo, si son nacionalistas no saldremos ni de del folklore de los castellers ni de los clones del peor Lluis Llach (sí, hubo un Lluis Llach bueno).
Pues para eso deben servir los programas electorales, por ejemplo, para dejar claro cual es la política que se quiere implementar si se llega al gobierno. Además, en el caso cultural, no es difícil llegar a un consenso sobre unas bases mínimas que además están recogidas en la constitución. Desarrollar la Constitución en lo que a políticas culturales se refiere sería un buen punto de partida para desarrollar esas inversiones.
«Debe enviarnos toda la documentación/facturas a través de la web Tal».
La web no admite PDF, ni Word (mala idea enviar un documento personal en formato editable, pero la desesperación manda) ni JPG, ni HTML, ni RTF, ni TXT… Pruebas en otros dos o tres navegadores.
La persona encargada no sabe cuál es el problema, y reitera que es el único medio.
Has trabajado como administrativa, con distintos programas, con muchos formatos, eres resolutiva, espabilada y tienes experiencia… pero aún así te sientes una completa inútil.
El servicio de ayuda te lleva a otra web externa donde un PDF descargable de 80 páginas te explica el proceso genérico pero no te soluciona nada.
Mañanas enteras tramitando, accediendo, descargando, respondiendo.
Y tanto que hay miedo. Miedo a que la ATT te diga que hay 200€ que no cuadran porque alguien no los ha declarado, supongo. Pero se pasan con la guasa:
Adjuntas una «Declaración jurada de que estás al día con esto, con lo otro y con la ley». ¿Y si me han robado los datos de mi tarjeta de crédito y aún no lo sé? ¿Y si mi declaración está en trámite y me sale algún error? ¿Me estoy metiendo yo a título personal en un lío legal?
Yo solo quería dibujar.
Hace ya tiempo que decidí que no aceptaría más encargos de la administración pública que no estuviesen remunerados con una cifra mayor a X dígitos, que me compense no solo el trabajo en sí, si no el tiempo empleado en el apartado burocrático, el estrés y la ansiedad generados, y el agotamiento físico y mental.
Amén