En Desengaño 14, Madrid, hay un ascensor que se queja en cada viaje como si transportara los pecados de todos los que lo han usado. El edificio parece uno de tantos: fachada cansada, portal oscuro, vecinos que intercambian saludos mínimos y miradas largas. Pero bajo el yeso se esconde algo más denso: una comunidad de vecinos que no necesita provocaciones para desconfiar, porque la desconfianza es su lengua materna. Entra en escena Julia, agente inmobiliaria de verbo rápido y vida encallada, que viene a enseñar un piso. Encuentra un muerto en el ático y, bajo una baldosa de su cocina, 300 millones de pesetas. Ese hallazgo basta para que todo el mundo se quite la máscara.
Han pasado veinticinco años desde que La comunidad se estrenó en los cines. Vuelve el 21 de agosto por tiempo limitado, restaurada en 4K, con los colores y las texturas de aquel Madrid de principios de siglo, cuando las fachadas aún conservaban su pátina de renta antigua y las comunidades de vecinos eran pequeños parlamentos de pasillo. En 2000, Álex de la Iglesia venía de El día de la bestia, Perdita Durango y Muertos de risa, y decidió encerrarse en un único inmueble para rodar una historia de codicia, mezquindad y resistencia. Lo que empezó como un reto técnico —hacerlo todo en un decorado— terminó en un ejercicio de claustrofobia calculada: escaleras que no llevan a ninguna parte buena, descansillos donde el aire se carga con las conversaciones a media voz, tejados que invitan tanto a huir como a precipitarse.
La película funcionó porque no necesitaba explicaciones: cualquiera que haya vivido en comunidad reconoce el mecanismo. El dinero —esa maleta llena de billetes que pesa más por lo que promete que por lo que contiene— es solo el catalizador. Lo importante es lo que aparece en cuanto huele la oportunidad: la predisposición a traicionar, manipular y sobrevivir a costa de cualquiera. El reparto puso caras inolvidables a esas pulsiones. Carmen Maura hizo de Julia una heroína accidental, mezcla de fragilidad y dureza, que no duda en quedarse con lo que no es suyo y defenderlo con uñas y dientes. Emilio Gutiérrez Caba interpretó a Emilio, administrador de la finca y villano de traje bien planchado, de los que apuñalan con sonrisa y cita bíblica.
A su alrededor, un vecindario de alta intensidad: Sancho Gracia como la bestia parda que insulta por deporte; Terele Pávez como solterona inamovible, con voz de tragedia griega; Eduardo Antuña como el único inocente, un adulto-niño que vive en La guerra de las galaxias; Kiti Manver, María Asquerino y Paca Gabaldón como un coro de arpías con bata. Cada uno, un tipo humano reconocible y exagerado al límite para que no quepa duda de sus intenciones.
El edificio, diseñado por José Luis Arrizabalaga “Arri” y Arturo García Biaffra, es un personaje más. Tiene fachada engañosamente decadente, interiores que se estiran o encogen según el momento, y paredes que se abren como en un tebeo de Ibáñez para mostrar la vida en vertical. Esa disposición permite conservar el ambiente opresivo sin sacrificar el movimiento de cámara. De la Iglesia saca partido a cada esquina, alternando diálogos de costumbrismo ácido con persecuciones por los tejados, cuelga a Maura de una estatua ecuestre y hace saltar a Pávez de edificio en edificio como si el cine español hubiera decidido, por una vez, que también podía jugar en la liga de las grandes escenas de acción.
La música de Roque Baños, mezcla de farsa y melancolía, acompaña sin subrayar demasiado, como un comentario en voz baja que a veces se convierte en carcajada amarga. El sonido conserva el eco de las casas viejas y lo mezcla con ruidos modernos, recordando que el pasado y el presente se pisan los talones en cada esquina. El resultado es una comedia negra que sabe a tragedia y un thriller que se ríe de sí mismo.
En su estreno original, La comunidad fue recibida como un “delirio urbano” por Miguel Ángel Palomo y provocó las carcajadas interminables de Carlos Boyero. Encajó bien en un año en que el cine español buscaba maneras de ser popular sin renunciar a la personalidad. Veinticinco años después, lo que se ve en pantalla es también una cápsula de un Madrid que ya no existe. Ese Madrid en el que aún quedaban fincas sin reformar, porteros que conocían las vidas de todos y patios interiores que eran un paisaje común. Muchas de esas casas han desaparecido o se han disfrazado con reformas asépticas; muchas comunidades ya no son escenarios tan teatrales. Volver a ver la película es como abrir un álbum de fotos antiguas y descubrir que, aunque hayan cambiado los muebles, las miradas siguen siendo las mismas.
La restauración les da un brillo nuevo a los colores sin borrar las arrugas. Las manchas de humedad, los suelos gastados, las bombillas desnudas: todo sigue ahí, más vivo que nunca. Las escenas en los tejados, con su mezcla de vértigo real y trucos invisibles, recuperan la tensión física de un cine que no abusaba del digital. Y Maura, en cada plano, sostiene el peso de la historia como si estuviera colgada de un hilo invisible, igual que Julia, decidida a no soltarlo, aunque todo a su alrededor se derrumbe.
El aniversario convierte el reestreno en algo más que un ejercicio de nostalgia y, al contrario que otras efemérides fílmicas, le alegra el día al espectador. No es solo que el humor, el suspense y el terror se mantengan frescos; es que los materiales de los que está hecha —codicia, miedo, instinto de supervivencia— son tan sólidos como el hormigón armado. En 2000, la película retrataba una comunidad capaz de unirse solo para aplastar al intruso que ha tenido más suerte que ellos. En 2025, ese retrato sigue vigente, aunque el decorado haya cambiado. Lo único que ha variado es que ahora, cuando miramos a nuestros vecinos en el ascensor, quizá recordemos que debajo de cualquier baldosa puede haber algo que lo complique todo.
En una sala oscura, con el sonido envolviendo cada crujido de madera y cada insulto a media voz, La comunidad sigue siendo lo que fue: un animal vivo, incómodo y divertido, de esos que uno no querría encontrarse en su propio rellano. Porque en todas partes hay un Emilio, una Ramona, un Castro, y en todas partes puede aparecer alguien como Julia. Y, como sabe cualquiera que haya vivido en comunidad, los vecinos siempre tienen sus cositas. Algunas caben en una anécdota. Otras pesan lo mismo que una maleta llena de billetes.









Habrá que verla
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La vi cuando la estrenaron y la he vuelto a ver en la tele varias veces más, totalmente recomendable. Qué grande Carmen Maura (y Emilio Gutiérrez Caba, Terele Pávez, Sancho Gracia, Kiti Manver, …)
De lo mejor que ha dado el cine patrio en las ultimas decadas.
Derrocha talento por todos lados
Para mí una de las mejores películas de Alex de la Iglesia, un tío que suele hacer grandes primeras partes en sus películas y series pero luego no sé qué le sucede que luego se desinflan. La Comunidad es una de las que aguantan bien.