Arte y Letras Literatura

Bolaño y la poética de la inconclusión

Roberto Bolaño. (DP)

La obra del escritor chileno podría inscribirse en una estética diametralmente opuesta al clímax narrativo. La literatura de Roberto Bolaño pretende detenerse en los detalles del trayecto y no en el punto de máxima tensión.

Todavía recuerdo la noche cuando una amiga influencer y lectora dijo que menos mal se había muerto Roberto Bolaño.

—Y así dejó de escribir maluco.

Lo dijo en medio de una cerveza en un bar con rock a todo volumen y tal vez nos reímos, o nos quedamos serios, o primero nos reímos y luego nos quedamos callados. Total, brindamos por Bolaño. Ella por su muerte y yo por su vida. Mi amiga era fanática de la literatura de entretenimiento, de novelas de vampiros, sagas juveniles, finales inesperados, bestsellers, estructuras de inicio, desarrollo y final, distribuciones que otros llamarán «aristotélicas», clásicas, vendedoras, masivas y comerciales.

Ella leía y recomendaba por sus redes sociales novelas ubicadas en las antípodas de la literatura de la línea dura —otros dirán «literatura conceptual»—, y por eso tenía decenas de seguidores en redes. Por supuesto, donde se ponga a recomendar poéticas de corte bolañista se quiebra. Así es: si se dedicara a recomendar estructuras fragmentadas, inventarios de autores ficticios y la renovación de fórmulas con anticlímax narrativos, se vería obligada a dedicarse al periodismo y la publicidad. Lo mejor es que siga recomendando sagas y no figuras poéticas de corte surrealista, ni personajes y descripciones ilógicas, historias que otros llaman posmodernistas o rizomáticas, a la manera del filósofo Deleuze, en la que los elementos no siguen las líneas de subordinación jerárquica o, mejor, la literatura que encontramos con Enrique Vila-Matas.

La paciencia de mi amiga le había alcanzado para leer un solo libro de Bolaño. Mi amiga tiene un carácter festivo y entrar en los terrenos de la amargura la habrían deslucido. Solo con ese libro le bastó para enterarse de lo que podría esperar de este tipo de historias. Se trataba de Putas asesinas, una colección de trece cuentos donde se mezclan la desolación y el humor, el lirismo y la autobiografía, la ruptura con la tradición y el homenaje a los maestros.

Esa noche no le dije que ese libro requiere un pacto lector diferente, una posición distinta de lectura, una en la que haya que cerrar los ojos para seguir leyendo o en la que tenga que encerrarse en la ducha o, en el mejor de los casos, meterse bajo el agua; leerlo en un bosque de pinos o sentada en un caballo, como sea, pero ubicarse en un marco de referencia diferente.

Esto, por supuesto, no se lo dije, ni tampoco intenté convencerla de las virtudes del libro de cuentos que ella detestaba. Lo aburridora que resulta una persona cuando trata de convencerte. Igual de molesto resulta tratar de convencer a alguien. Los gustos personales son una cuestión de temperatura: todo el mundo tiene la suya y nada más fastidioso que disfrutar de una brisa fresca y que venga otro a insuflar sus olas de calor.

No le dije, por ejemplo, que Bolaño antes de narrador fue poeta, uno con influencias del surrealismo, con tendencia a la transgresión y a la ruptura con las formas tradicionales. No le dije que una de esas formas de ruptura la materializó contradiciendo la escuela en la que se pide una crisis, un clímax y una resolución. No le dije que Bolaño no dejaba de poner problema en el ámbito cultural, plagando sus historias con anticlímax narrativos.

No iba yo a dañar la cerveza comentando que, para que una historia alcance su más alta tensión y se defina el destino del protagonista, se necesita un clímax. No iba a ponerme tan pesado diciendo que el clímax, en la tradición literaria, es el corazón de la narración, uno que, cuando sucede al final de la historia, deja al lector con una sensación de satisfacción y comprensión, ya sea por la resolución del conflicto o por la reflexión que genera.

Imagínense en plena cerveza de bar y tal vez una canción bien buena, y que otro pelmazo se ponga a dar una clase de literatura. Imagínese. Para nada iba yo a explicar que en las escuelas antitéticas de la tradición se tiene una pléyade de escritores anteriores a Bolaño, entre ellos a Chéjov, a Joyce y otros, quienes rompen con la expectativa de una culminación intensa. Autores y escuelas en las que, en lugar de un enfrentamiento épico o una resolución satisfactoria, el anticlímax introduce un desenlace que puede ser trivial, incluso absurdo, historias que terminan sin final ni mayores explicaciones.

Imagínese uno con ganas de estar altico del piso a causa de los tragos y que un intelectualoide de pacotilla diga una expresión del corte «anticlímax narrativo en la obra de Roberto Bolaño». Imagínese. Resultaría insufrible escuchar sobre los diversos objetivos de la narrativa inconclusa, como la ironía, el sarcasmo o la sorpresa del lector. Uno con ganas de cantar a grito herido un tema de los Héroes del Silencio y otro payaso hablando sobre la sensación de vacío que crea una historia que no termina, el enigma, la tergiversación o la ambigüedad en la naturaleza impredecible de la vida. No, por supuesto, yo no sería este pendejo. Ganas no me faltaban, pero me contuve.

Claro que, si la conversación se hubiera torcido por esos lares, no tendría problema en agarrar de la mano a mi amiga y sacarla de la atmósfera oscura y bohemia del bar, y llevarla a un café silencioso para darle un buen cantaletazo literario. ¿Por qué son seducidas ciertas personas por este tipo de finales? ¿Por qué se sienten atraídas por los finales decepcionantes, absurdos, finales sin final? Este tipo de narraciones son significativas para quienes buscan participar de manera activa en el relato, apostando por un final, especulando una escena, imaginando varios desenlaces o simplemente hechizados por una historia que no termina. Precisamente allí radica el problema: creer que la historia debe tener un final cuando en este tipo de estéticas la belleza está en la indeterminación.

El mismo Bolaño lo dijo al comienzo de su relato «El secreto del mal»: «Este cuento es muy simple aunque hubiera podido ser muy complicado. También: es un cuento inconcluso, porque este tipo de historias no tiene un final». Allí está una de las claves de su pretensión: lanzar al aire una granada de fragmentación que no termina de caer, una granada en el horizonte con la intención de estallar y, sin embargo, no da con el fondo ni con la explosión, intensificando la espera y llenando de significado un momento que nunca llega. Se trata de un movimiento perpetuo, con múltiples lecturas, múltiples interpretaciones y apuestas, un relato con inagotables hipótesis.

Ignacio Echevarría, editor y amigo del escritor, también lo apuntó cuando dijo: «La obra entera de Bolaño permanece suspendida sobre los abismos a los que no teme asomarse. Es toda su narrativa, y no solo «El secreto del mal», la que parece regida por una poética de la inconclusión».

Inconclusión, línea dura: la literatura conceptual tiene mayor interés en recorrer el camino que en coronar la meta. Pretende detenerse en los detalles del trayecto, reduciendo la importancia del punto donde todo acaba. Es casi una visión de la vida en la que no importan los destinos, sino las travesías. Una visión idealista y antipragmática que busca un trayecto inconcluso, aplazado, imperfecto, una multiplicidad de trayectos conectados con el presente, sin la angustia de los horizontes, las esperanzas y la fe. La poética de la inconclusión entiende que los destinos no tienen finales satisfactorios, que la vida es ilógica, inexplicable, impredecible, absurda e irrazonable.

Imagínese yo diciéndole todo esto a mi amiga en un bar. No. Mejor sigamos. De manera inversa a lo que sucede con la literatura de entretenimiento, en la que una vez conocido el final ya pierde todo interés, la literatura de la línea dura no se agota con una sola lectura, soportando una, dos, tres relecturas, porque en cada una de ellas se descubren nuevas vetas, hilos y nuevos detalles. Por eso la literatura colombiana es tan mala, con pocas excepciones, porque se despacha de un tirón, como dicen las contraportadas de los libros.

Imagínese uno hablando de estas cosas en un bar con rock a todo volumen. Qué tal. Imagínese que esté sonando un tema de Judas Priest y uno diga que una consecuencia de la inconclusión sea tener varias historias en una sola. Nunca. Esas cosas las dejamos para los ensayos y no para las cervezas. Ricardo Piglia, en su ensayo Tesis sobre el cuento, comenta una idea de Antón Chéjov que nunca llegó a desarrollar: un hombre en Montecarlo gana un millón y luego se suicida. Así, corto, contundente, con un final inconcluso. En ese breve relato hay dos historias. Otros lo llaman «la teoría del iceberg», que Hemingway practicó en sus relatos. También es conocida como la teoría de la omisión, en la que gran parte de la historia permanece oculta, similar a un iceberg bajo el agua. Solo una pequeña parte, la punta del iceberg, es visible para el lector, mientras que la información más profunda y significativa se deja implícita o se sugiere.

Ahora, si lo que importa es el trayecto y no el final, ¿qué hay en los trayectos de Bolaño? En el inicio de «Prefiguración de Lalo Cura» se puede ver: «Parece mentira, pero yo nací en el barrio de los Empalados. El nombre brilla como la luna. El nombre, con su cuerno, abre un camino en el sueño y el hombre camina por ese sendero. Un sendero tembloroso. Siempre crudo. El sendero de llegada o de salida del infierno. A eso se reduce todo. Acercarse o alejarse del infierno».

¿Qué tiene la literatura de Bolaño? En ese párrafo, en esa breve muestra lo contesté: tiene imágenes vivas, relaciones inusuales y oscuridad deliberada. No digamos ya «para explorar la psique humana y los misterios de la percepción», como dicen los académicos, pero sí, puede que Bolaño lo haga para explorar la psique humana y los misterios de la percepción.

Esa noche en el bar yo tenía la intención de seducir a mi amiga, esperaba poder llegar al clímax y evitar a toda costa la inconclusión. La vida es así: las cosas que funcionan en la literatura no funcionan en la vida real. Lo mejor era cambiar de tema. Yo quería llegar a un final satisfactorio y no a un anticlímax. Por eso, lo mejor que hice fue poner la direccional y cambiar el horizonte de la conversación. Y así lo hice: tomé un trago de cerveza espumosa y fría, brindé y, en la conversación, nos internamos por los caminos de las obsesiones, los deseos y las frustraciones. De manera que, así como llegó la hora de preguntar «¿qué pasó esa noche en el bar?», también llegó la hora de practicar la defensa de la teoría en este texto.

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3 Comentarios

  1. El curso hacia ese final anticlimático de la noche empezó cuando se dejó celebrar que Bolaños no pudiera seguir escribiendo tan maluco.

  2. Recordé los famosos crescendos wagnerianos y sus anticlímax…

  3. El clímax en esos casos consiste mayormente en la sorpresa de que se acabe el texto sin haber llegado a ninguna parte. Pero cuando ese recurso se repite una y otra vez, deja de ser refrescante para ser un coñazo. Lo mismo puedes dejar de leer en cualquier parte que no va a cambiar mucho.
    En todo caso, el movimiento que no conduce a ninguna resolución es una técnica que desde hace mucho lo lleva practicando el jazz con bastante mejor tino que la literatura.
    Personalmente, nunca he conseguido que me guste Bolaño, aunque le reconozco una verbosidad talentosa, aunque cansina a la larga.

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