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San Francisco Dons: cuando la dignidad vale más que la victoria

Foto: Universidad de San Francisco.
Foto: Universidad de San Francisco (DP)

Imaginen un grupo de jugadores de fútbol americano que han jugado la temporada de sus vidas. Están a punto de alcanzar la gloria en el equipo de una universidad que nunca antes —ni nunca después— tuvo ocasión de conseguir logros importantes en el competitivo mundo del deporte preprofesional estadounidense. Imaginen también lo que debieron de sentir cuando, a causa de los estúpidos prejuicios que a veces imperan en nuestras sociedades, se les puso en una dolorosa disyuntiva: renunciar a sus sueños deportivos o aceptar la idea de que dos de sus compañeros fuesen apartados del equipo, y por el único motivo de tener un color distinto de piel. Imaginen el momento en que el vestuario de un joven equipo como aquel se transformó en un tribunal moral donde había que tomar una decisión con todo el país pendiente de ellos. ¿Queremos la dignidad o queremos la victoria? En su época casi nadie les iba a culpar por tomar el camino fácil y deshacerse de aquellos dos jugadores. Lo contrario significaba renunciar al producto de meses y meses de duro esfuerzo y justo al final de una temporada impresionante.

Viajamos a 1951. Los Dons, equipo de la Universidad de San Francisco, siempre fueron una escuadra modesta. Durante sus primeras tres décadas de existencia, entre 1917 y 1950, jamás habían ganado un título regional, ni mucho menos una distinción nacional. En el fútbol universitario estadounidense, conseguir un trofeo era algo extraordinariamente difícil: muchos equipos y unas cuantas universidades poderosas que solían acaparar a buena parte de los mejores jugadores, dejando las migajas a los pequeños. Y los San Francisco Dons pertenecían al grupo de los pequeños. Por no tener, el fútbol universitario ni siquiera tenía un campeonato nacional reglamentado. Pero después de cada temporada tenía lugar una serie de partidos que usualmente se jugaban a principios de enero y cuyos organizadores invitaban a los que consideraban los mejores equipos de la temporada regular. Estos eran los llamados trofeos post season, o de final de temporada, lo más parecido a un título nacional que existía en el fútbol universitario. En 1951 se celebraban seis de estos trofeos (Orange Bowl, Sugar Bowl, Rose Bowl, Sun Bowl, Cotton Bowl, Gator Bowl) y casi todos ellos se celebraban en el sur, donde la fiebre del fútbol era mucho mayor. Dato a tener en cuenta, porque las leyes de segregación racial todavía estaban vigentes en buena parte de la región. A falta como decimos de un campeonato nacional oficial, estos partidos servían para ayudar a designar un equipo «campeón», elegido por aclamación mediante encuestas, de manera parecida a la elección del Balón de Oro en el fútbol europeo. Estos trofeos, decididos a un partido, eran el botín más cotizado para cualquier escuadra universitaria. Eran el pasaporte a la gloria. En 1951 solamente doce equipos iban a ser invitados y teniendo en cuenta el número de equipos que iniciaban la temporada, llegar a disputar y ganar uno de estos trofeos resultaba extraordinariamente difícil. No pensemos que estos partidos universitarios se celebraban ante un puñado de padres y unas cuantas animadoras, no. Eran eventos deportivos de primera magnitud, disputados en granes estadios y que recibían (y reciben) la atención de toda la prensa estadounidense. No eran muy diferentes a una final de Champions League.

Para los Dons de la Universidad de San Francisco, de hecho, llegar allí nunca había parecido difícil… sino sencillamente imposible. Tradicionalmente, jamás habían pasado de ser un equipo mediocre. Su triste palmarés, o más bien la ausencia de él, los había convertido en la Cenicienta y el hazmerreír de las universidades rivales en el área de San Francisco. Los dos principales equipos vecinos, Santa Clara y Saint Mary, sabían lo que era jugar algunas grandes temporadas y llegar a los trofeos post season. El equipo de Santa Clara acumulaba dos trofeos de la Sugar Bowl. Por su parte, en Saint Mary podían presumir de haber ganado una edición de la Cotton Bowl y de haber sido finalistas en otros dos eventos. Pero en las vitrinas de los Dons, como ya hemos dicho, se acumulaban las telarañas. Nunca habían estado en un partido de final de temporada, ni se les esperaba. Los jugadores de la universidad de San Francisco tenían que conformarse con ver desde la grada cómo sus dos equipos vecinos coqueteaban con la gloria futbolística. En 1949, para colmo, el equipo de Santa Clara hizo otra gran temporada, culminada gloriosamente al ganar la Orange Bowl en un estadio abarrotado por 65.000 espectadores en Miami. Los pobres Dons se vieron todavía más empequeñecidos. Pero eso no era todo. Por si no fuese suficiente con los complejos adquiridos frente a las universidades vecinas, los problemas presupuestarios en la Universidad de San Francisco habían situado al equipo de fútbol en el umbral de la desaparición. La dirección de la Universidad decidió que no había dinero suficiente para mantener íntegra la sección deportiva, que se necesitaba hacer recortes, y el escasamente exitoso equipo de fútbol, claro, iba a ser la principal cabeza de turco. En 1951 los San Francisco Dons iban a jugar su última temporada.

Y eso que durante los dos años anteriores el equipo había dado muestras de considerable mejoría. Precisamente en aquel año 1951, el último que iban a disputar, los Dons consiguieron finalmente reunir un equipo como el que nunca habían tenido y nunca volverían a tener: un equipo capaz de competir con los mejores. El entrenador del equipo, Joe Kuharich, era un viejo lobo de mar que había jugado algunas temporadas en la NFL, aunque había destacado más como jugador universitario en el importante equipo de Notre Dame, cuyo entrenador lo había definido como «uno de los jugadores más listos que he tenido jamás a mis órdenes». Kuharich, efectivamente, era muy listo. Aquel era su cuarto año como entrenador en San Francisco y se las había arreglado para convertir el equipo perdedor que había heredado de su predecesor en una escuadra cada vez más peligrosa, que llevaba dos temporadas ganando más partidos de los que perdía, todo un logro en una universidad modesta. Y lo había conseguido gracias a su tremendo instinto para elegir a sus chicos: algunos de los jugadores que resultaron ser los mejores en aquel equipo ni siquiera habían jugado al fútbol en el instituto, o bien habían sido rechazados por equipos anteriores. Pero Kuharich no se dejaba llevar por lo que decía el historial deportivo de cada alumno. Él tenía un don natural para detectar el talento y seleccionó cuidadosamente un plantel que, aunque hecho aparentemente de retales, terminó siendo una escuadra verdaderamente temible. Y antes de iniciarse aquella última temporada ya sabía que tenía algo especial entre manos. El tiempo, hemos de decir, le daría la razón: nueve de aquellos jugadores darían el salto a la NFL —siendo incluidos en el draft de la liga profesional al finalizar aquella temporada—, incluso tres de ellos terminarían en el Salón de la Fama del fútbol americano al finalizar sus carreras. Un pequeño repaso a algunos de los nombres que Kuharich tenía en el equipo puede darnos una buena idea.

Una de las grandes estrellas de aquel equipo universitario era Ollie Matson, cuyas aptitudes atléticas no pueden ser exageradas. Una vez finalizada la universidad y antes de ingresar en la NFL, la liga profesional, tendría tiempo de ganar dos medallas olímpicas en Helsinki (una de plata con el equipo estadounidense de 4×400, y un bronce individual en los 400 metros lisos). Tras su breve etapa olímpica, fue elegido en el n.º 3 del draft de la NFL —lo cual indica que era un jugador cotizadísimo— y una vez como profesional sería all star de la liga en seis ocasiones. Casi nada. El otro gran puntal era Gino Marchetti, que tenía veinticuatro años en 1951 pero acumulaba un considerable bagaje vital. A los dieciocho años, siendo un adolescente, había combatido en la Segunda Guerra Mundial y no en cualquier escenario: se las tuvo que ver con los alemanes en la batalla de las Ardenas. Tras volver de las guerra ingresó en la universidad, entró en el equipo de fútbol después de haber sido rechazado por otros entrenadores y no solamente acabó siendo también profesional, sino que sería nominado once veces all star de la NFL y ganaría dos títulos con los Baltimore Colts: hoy, Gino Marchetti está considerado uno de los cuarenta mejores jugadores de todos los tiempos. Otro gran jugador de aquel equipo era Ed Brown, en el futuro dos veces all star y campeón de conferencia NFL con los Chicago Bears. Bob St. Clair sería cinco veces all star y tendría su número retirado de los San Francisco 49ers, en honor a su gran aportación al equipo. Burt Toler era tan prometedor que había sido incluido en el draft de la NFL antes de terminar la universidad, aunque justo antes de convertirse en profesional sufrió una lesión de rodilla que le obligó a retirarse prematuramente.

Estos nombres pueden darnos una buena idea de la inmensa calidad que se reunía en aquel equipo justo cuando la dirección de la universidad había anunciado que a la sección de fútbol le quedaban unos pocos meses de vida. Pero claro, entonces nadie imaginaba en qué podían llegar a convertirse aquellos jugadores. Nadie excepto quizá el entrenador Joe Kuharich. Sabiendo que el talento condensado en aquel equipo podía estar destinado a grandes cosas, se tomó la preparación de aquella última temporada muy, muy en serio. Reunió a sus chicos, se los llevó a un retiro rural en mitad del desierto californiano y los sometió a un espartano régimen de entrenamiento. No cesó de aleccionarles sobre el espíritu de equipo, la lealtad entre compañeros y la importancia de que en el vestuario imperase la hermandad. Este mensaje tendría una considerable importancia, porque dos de los mejores jugadores del equipo, Ollie Matson y Burl Toler, eran negros. Y esto podía suponer un problema.

En 1951 la discriminación racial era un mal endémico en la sociedad estadounidense y por extensión en el mundo del fútbol tanto universitario como profesional. Para que nos hagamos una idea: entre 1932 y 1946 no hubo ningún jugador negro en la NFL. El primero fue Kenny Washington, pero llegó a la liga tras muchos obstáculos: pese a romper varios récords y distinguirse como uno de los mejores jugadores durante su trayectoria universitaria, no fue elegido por ningún equipo en el draft de 1940. ¡Por ninguno! Tuvo que esperar hasta 1946 para debutar en la NFL, y para entonces contaba ya con veintiocho años y cinco operaciones en su rodilla, producto de lesiones sufridas mientras jugaba en las ligas menores, las únicas a las que había podido acceder. Baste ese ejemplo para ilustrar cómo estaban las cosas para los futbolistas negros por entonces. En realidad, en el reglamento no existía ninguna norma que prohibiese a los negros jugar en la NFL y de hecho antes de 1932 hubo jugadores negros en la alta competición profesional. Pero el ambiente de racismo generalizado en el sur del país y la complicidad del norte hacia ese racismo constituían una ley no escrita muy efectiva. Esa discriminación afectaba también al fútbol universitario, desgraciadamente. Aunque en los equipos del norte o de estados como California los jugadores negros eran más aceptados, en el sur la situación cambiaba hasta el punto de que en el fútbol universitario existía un pacto tácito, bautizado muy desafortunadamente como el «acuerdo entre caballeros», que le ponía las cosas difíciles a los futbolistas negros. Gracias a ese pacto, las universidades del norte que tenían jugadores negros en sus plantillas se abstenían de alinearlos cuando viajaban para enfrentarse a equipos del sur. Las escuadras que incumplían este vergonzoso pacto se encontraban con serios inconvenientes, y en San Francisco lo sabían bien porque fueron una de esas escuadras; ellos querían llevar a toda su plantilla a cada partido, incluso en el sur. Y en alguna ocasión sus dos jugadores negros experimentaron de primera mano el racismo imperante: había lugares donde no se les permitía alojarse en el mismo hotel que al resto del equipo, o se les prohibía la entrada en locales públicos hasta el punto de que no podían comer en el mismo restaurante que sus compañeros. Pero poco podían hacer los Dons al respecto. Las leyes segregacionistas aún no habían sido derogadas. La dirección del equipo de San Francisco tenía que recurrir a la ayuda de familias negras de la localidad donde jugasen, familias que estuviesen dispuestas a ofrecerles un lugar donde comer y dormir a aquellos dos jugadores negros. Era una situación lamentable, pero los chicos del vestuario lo daban «por bueno» —es un decir— con tal de poder jugar todos juntos, cosa que en otros equipos no se atrevían a hacer. La mayoría de equipos no sureños preferían evitarse estos inconvenientes, así que de mejor o peor grado terminaban accediendo a la condición de no llevar a sus jugadores negros al sur. La actitud de San Francisco era en buena parte el producto del entrenador Joe Kuharich. Para él, lo que importaba era el grupo y no existía el color, solamente el talento de cada jugador. Sus enseñanzas marcarían profundamente a sus pupilos: Pete Rozelle, uno de los jugadores de aquel equipo, llegaría con el tiempo a convertirse nada menos que en comisionado de la NFL, cargo que ocupó durante veintinueve años. Sería Rozelle quien designase al primer árbitro negro en la historia de la liga, buen indicio de lo mucho que caló el mensaje de Kuharich entre quienes jugaron bajo su batuta.

Pero volvamos de nuevo a 1951: Kuharich tenía otra faceta como entrenador: era exigente, muy exigente con sus chicos. Sus antiguos jugadores lo calificarían después como «duro, pero justo». Aunque siempre tendrían muy buenas palabras para él, también reconocerían que en bastantes ocasiones los había llevado al límite. Cuando los tuvo entrenando en el desierto californiano —con temperaturas que rondaban los 36º o 37º—, a Kuharich ¡no le gustaba que sus jugadores bebiesen agua a menudo! Tanto era así, que llegaba a verter harina de avena en el depósito de agua para empastar el líquido y conseguir que sus chicos bebiesen mucho menos. Si querían jugar para él, tenían que estar dispuestos a probar que podían dar un 150% y soportar las peores condiciones.

Incluso Gino Marchetti, el joven veterano de las Ardenas que debía su profundo sentido de la disciplina y su capacidad de resistencia a las duras experiencias que había vivido como soldado, recordaría que los entrenamientos desérticos de Kuharich eran «insoportables, hasta el punto de que muchos pensábamos constantemente en abandonar, aunque al final ninguno de nosotros lo hizo». Eso sí, entre tanto martirio, Kuharich seguía inculcándoles ese inquebrantable sentido de la unidad que si conseguía hacerlos resistir a sus inhumanos entrenamientos sin abandonar, podría hacer que el grupo resistiese cualquier circunstancia adversa posterior. Y falta iba a hacerles.

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Foto: Universidad de San Francisco (DP)

Tras retornar del desierto el equipo estaba perfectamente ensamblado, táctica, deportiva y humanamente. Habían padecido calor, agotamiento y sed, mucha sed (y la desagradable sensación de tener que tragar harina de avena) pero como consecuencia de todos aquellos padecimientos ahora eran una verdadera piña. Los mejores jugadores hacían mejores a los otros y reinaba un ambiente de total camaradería y lealtad. Durante la breve temporada universitaria, que duraba solamente tres meses, los espectaculares resultados del equipo fueron un reflejo tanto del talento acumulado como de la cohesión conseguida por el entrenador. En el primer partido barrieron a la Universidad de San Jose State por 39-2. En el segundo, una semana después, a Idaho por 28-7. Sus siguientes rivales también serían humillados: San Jose State cayó por segunda vez (42-7), lo mismo hicieron la Universidad de Loyola (20-2) y el College of Pacific (47-14). Los Dons, en estado de gracia, también se deshicieron fácilmente de dos equipos militares, en ambos casos por un contundente 26 a 0. Incluso se dieron el gustazo de avasallar a sus vecinos de Santa Clara, que hasta entonces los habían mirado por encima del hombro, con un contundente 26 a 7. Solamente un equipo, el de Fordham, les dio algo de trabajo, pero incluso jugando a domicilio en Nueva York los Dons terminarían imponiéndose por 32 a 26. En total: nueve partidos, nueve victorias. Los Dons de la Universidad de San Francisco, después de tantos años de fracasos y frustraciones, y justamente en su última temporada de existencia, se habían distinguido finalmente como uno de los mejores equipos universitarios de la nación. Ahora estaban camino de establecerse también como uno de los grandes equipos universitarios de todos los tiempos: solamente necesitaban dar la campanada en alguno de los partidos de la post season.

Pero como decíamos, casi todos aquellos eventos post season se celebraban en el sur del país: Texas (Sun Bowl, Cotton Bowl), Louisiana (Sugar Bowl) o Florida (Orange Bowl, Gator Bowl). Y habiendo dos jugadores negros en San Francisco, los organizadores de estos eventos esperaban que el equipo cumpliese el infame «acuerdo entre caballeros», accediendo a dejar a Ollie Matson y Burl Toler fuera de los respectivos torneos. El único evento teóricamente no contaminado por el racismo era la Rose Bowl, que se jugaba en California. Pero tampoco allí fueron invitados, aunque al parecer el motivo fue otro bien distinto: la importante Universidad de Stanford no quería arriesgarse a ser derrotada por una escuadra históricamente modesta pero ahora tan peligrosa como San Francisco y había movido ficha en los despachos para no encontrarse a los Dons en la Rose Bowl. Así pues, descartada la Rose Bowl, los Dons dependían de los organizadores sureños para acudir a alguno de los cinco restantes trofeos. Y la cosa no pintaba bien. Tras finalizar una temporada estelar con una puntuación perfecta habían esperado una lluvia de invitaciones, pero se produjeron situaciones inexplicables. Por ejemplo, que el equipo de College of Pacific, a quien San Francisco había arrollado durante la temporada, fuesen invitados para la Sun Bowl mientras que el equipo de San Francisco era completamente ignorado. En Texas, el más conservador de aquellos tres estados sureños, la presencia de los Dons estaba automáticamente descartada. En Louisiana y en Florida era posible… siempre que accediesen a llevar únicamente jugadores blancos.

Así que tanto los dirigentes del equipo como los chicos del vestuario se encontraron con un tremendo dilema. Si quedaban fuera de la post season, eso prácticamente equivaldría a borrar su gran temporada de la historia del fútbol estadounidense, al impedir la consagración definitiva en forma de trofeo final. Era como si una selección FIFA jugase un gran Mundial pero fuese descalificada justo antes de la final. La Orange Bowl de Miami era el trofeo que más interesaba a los chicos de San Francisco, el que realmente querían jugar. Pero como en el resto de torneos, la invitación llegó envenenada con la misma cláusula maligna: los jugadores negros no podían acudir. Aquello, naturalmente, cayó como una bomba dentro del vestuario. Particularmente para los dos negros del equipo, Matson y Toler, quienes además del insulto racista tenían que soportar la idea de que toda la situación estaba obstaculizando el camino de sus compañeros hacia la gloria deportiva. ¿No había bastado con sufrir la discriminación en hoteles y restaurantes? ¿Había además que destruir la unidad del vestuario para poder acceder a la oportunidad de hacer algo grande en la competición universitaria?

Sin embargo, el equipo había pasado por muchas cosas juntos y sus cimientos humanos demostraron estar preparados para el bombardeo, mucho mejor de lo que cualquiera hubiese podido suponer por entonces. Las nociones de lealtad, unidad y hermandad que Joe Kuharich había inculcado en el vestuario a base de sudor y esfuerzo se impusieron. Todos los jugadores blancos de los Dons sabían que renunciar a la Orange Bowl significaba renunciar a una ocasión única en sus vidas, en la historia de su universidad. También sabían que, dados los problemas presupuestarios en el centro, renunciar a los trofeos y su importante compensación económica también significaba que la sección de fútbol sería desmantelada tras haber jugado la mejor temporada de su historia. Pero nada de esto importó y la reacción de los jugadores blancos del equipo fue unánime. En bloque, sin ninguna voz discordante, dijeron que no estaban dispuestos a aceptar el «acuerdo entre caballeros»: si a Matson y Toler no se les permitía jugar la Orange Bowl, ellos tampoco jugarían. No iban a ceder ante la presión de su entorno, ni la de la propia institución universitaria, ni ante el ser conscientes del momento único que estaban a punto de perderse. O jugaban todos, o no jugaba ninguno. Su postura fue firme.

Por desgracia, la postura de los organizadores de la Orange Bowl también fue inflexible. Si la escuadra de San Francisco no renunciaba a llevar a sus dos negros al partido, sería excluida. Eso no cambió la actitud de los jugadores de San Francisco. Y de este modo, los mejores Dons de la historia se quedaron fuera de los trofeos de final de temporada y perdieron toda posibilidad de optar al título honorífico de campeón nacional, título que bien podrían haber merecido. En enero de 1952, otros equipos jugaron los partidos post season, generalmente equipos que lo habían merecido menos, incluyendo un equipo al que ellos mismos habían fulminado pocas semanas antes. En Miami, ante decenas de miles de espectadores, las universidades de Georgia y Baylor se disputaron la Orange Bowl. Los chicos de San Francisco tuvieron que conformarse con leer los resultados en el periódico. Su gran momento se había esfumado, pero así lo habían elegido. Les dolió, y mucho, haber tenido que renunciar a la culminación de varios años de duros entrenamientos. Un equipo cuidadosamente construido a lo largo de tres temporadas y que podría haber conseguido una distinción histórica… pero la temporada quedó prácticamente borrada de la historia a efectos de bagaje competitivo. Y sin el premio monetario de la Orange Bowl, la sección de fútbol de la Universidad de San Francisco estaba condenada y desapareció, tal como había sido anunciado. No hubo equipo al año siguiente. Las vitrinas futbolísticas de San Francisco permanecerían eternamente vacías. En décadas posteriores se produjeron algunos retornos temporales de la sección de fútbol de la Universidad de San Francisco, cierto, pero los nuevos equipos de los Dons jamás volvieron a acercarse, ni de lejos, al nivel de aquella fantástica escuadra de 1951. El milagro no volvió a repetirse. Los Dons, de hecho, desaparecieron nueva y definitivamente en 1982. Sin ningún trofeo.

Pero aquella escuadra de 1951 sentó un importantísimo precedente. Salieron con la cabeza alta de una competición manchada por el racismo, negándose a aceptar una situación de injusticia cuando tenían una gran victoria al alcance de los dedos. Renunciaron a la victoria por dos de sus compañeros. Rompieron todos los moldes, renunciando a la gloria para mantener intacta la hermandad del grupo, y fueron los propios jugadores quienes así lo decidieron, no alguna instancia por encima de ellos. En otro equipo, quizá, el vestuario hubiese decidido sacrificar a dos de los suyos para que el resto obtuviese el tan ansiado premio a tantos meses de esfuerzo. Pero ellos pusieron la amistad y el compañerismo por encima de la ambición, aunque estuviesen terminando ya su etapa universitaria. Lo admirable es que en aquella situación resultaba fácil aceptar la indignidad —cosa que los demás equipos hacían— mientras que era difícil renunciar a un sueño —cosa que ningún otro equipo hacía—; y así, los Dons optaron por lo difícil. Los Dons de 1951 no pensaron en el premio después de su temporada perfecta, ni en la compensación por sus infernales entrenamientos en el desierto. Prefirieron seguir mirando a sus dos compañeros a los ojos y saber que continuarían viendo la mirada de un amigo.

Pero si fue una decisión difícil, no fue una decisión estéril. Y eso les terminó otorgando otra clase de victoria, mucho más grande e importante que cualquiera que pudiesen haber obtenido en un estadio. El «acuerdo entre caballeros» empezó a mostrar grietas a raíz de aquello. El ejemplo había sido dado y las consecuencias empezaron a percibirse en temporadas posteriores. La prensa norteña, por ejemplo, empezó a criticar abiertamente a aquellas universidades que no seguían el camino del por entonces ya desaparecido equipo de San Francisco. Baste citar la polémica suscitada en torno a la escuadra de Siracusa, que en 1953 sí se plegó a las peticiones de su rival sureño —Alabama— y de los organizadores de la Orange Bowl. Esas condiciones consistían en apartar de la alineación a un jugador que no era blanco; Siracusa sí lo apartó y muchos periódicos lo consideraron una indignidad, cuando antes se había reparado poco en estas cláusulas no escritas. En 1951 nadie se hubiese planteado ver las cosas de ese mismo modo, hasta que un puñado de veinteañeros blancos decidió plantarse y decir basta en defensa de sus dos compañeros negros. Esa fue la gran victoria de los Dons.

Con el tiempo, el recuerdo de aquel equipo empezó a ser rescatado; a su bien documentada grandeza deportiva se añadió el recuerdo de la grandeza humana. Hoy en día, el equipo universitario de 1951 es considerado uno de los más heroicos en la historia del deporte estadounidense, aunque nunca pueda ser considerado uno de los mejores porque no jugaron su gran partido final. Eso sí, fuera de la cancha asestaron un golpe valiente y decisivo a un sistema indecente. Cincuenta y cinco años después, en el 2006, recibieron su merecido homenaje durante la ceremonia de graduación de la Universidad de San Francisco. Los miembros supervivientes de aquel equipo fueron invitados para recibir un doctorado honoris causa en Humanidades. Los estudiantes, los familiares y todos los presentes en el recinto homenajearon a los antiguos jugadores poniéndose en pie y dedicándoles una larga y sonora ovación. Los viejos Dons no pudieron evitar verter unas lágrimas. Después de tantas décadas, el trofeo al que habían renunciado carecía ya de importancia. Habían seguido siendo amigos y podían presumir de haberse negado a vender su dignidad. En ocasiones, el deporte trasciende al mero espectáculo que normalmente es. Incluso Dino Marchetti, el veterano de guerra, recordaría con emoción aquellos momentos en que renunciaron a un partido que era mucho más que un partido. Lo significativo es que ya nadie recuerda a los ganadores de 1951 pero sí se los recuerda a ellos, a los Dons, porque su victoria supera con mucho todo lo que hubieran podido conseguir con un balón en sus manos, especialmente si para ello hubiesen tenido que consentir en cargar sobre sus hombros con una traición a dos de sus compañeros. Muchas décadas después, su actitud puede parecernos la única admisible y la más lógica, pero en 1951 tuvieron que nadar contracorriente y no todo el mundo entendió su actitud. Por suerte, ellos siempre lo tuvieron bien claro:

Que el comité organizador de una Bowl sugiriese que dejásemos a un par de los nuestros en casa era un insulto hacia todos nosotros. Burl y Ollie eran nuestros hermanos.

 Amén.

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De izquierda a derecha, los supervivientes del equipo en 2006: Joseph Arenivar, Jim Whitney, Hal Sachs, Bob Springer, Dick Huxley, Bill Henneberry, Ralph Thomas, Burl Toler, Dick Colombini, Vincent Sakowski. (Foto: Corbis)

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3 Comentarios

  1. Un año después, los Dons de baloncesto tendrían la fortuna de reclutar a un tal Bill Russell que también pasó lo suyo.

  2. Que gran lección para un país muy cristiano.

  3. En 1954 y 1955 Bill Russell y Sam Jones , dos de los mejores jugadores de la historia de la NBA lograron vencer en los campeonatos de la NCAA con los Dons

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