Arte y Letras Literatura

Con cariño, supongo

Ernest Hemingway, ca. 1953. Fotografía: National Archives and Records Administration.

Todos los buenos lectores acaban desarrollando un ritual privado que repiten cada vez que se acercan a un nuevo libro. Algunos leen la contraportada muchas veces, como para tener mejor conciencia de qué promete exactamente. Otros recorren con la mirada su tipografía, observan la portada y viajan mentalmente con ella, jugando a imaginar el contenido de la obra antes de comenzar a leerla. Los lectores más sensoriales acercan la nariz al papel y, pasando las páginas, disfrutan del aroma oleico que posee un libro nuevo, un gesto que tantas personas asocian al placer de la lectura.

Después de estos ritos íntimos, llega el momento de abrir el libro y adentrarnos en la letra impresa, y aquí también hay preferencias entre lectores. Comenzar un libro se parece bastante a zambullirse en una piscina. Hay quien, como en El club de los poetas muertos, desprecia cualquier introducción, estudio o palabra previos, y se hunde directamente en la obra. Son el tipo de personas que cuando llegan al borde de la piscina se lanzan a ella de cabeza sin conocer la temperatura del agua, muchas veces sin medir demasiado bien su profundidad. En el otro extremo está el lector precavido, aquel que cumple todos los protocolos y pasos previos, como el bañista que mete un dedo del pie a ver qué tal, y se toma un tiempo antes de que el agua le llegue a la cintura. Los bañistas cautos se leen el prólogo, las palabras iniciales, la cita de apertura y todo lo que el editor haya tenido a bien incluir antes del texto.

Lo que más disfruto de ese camino previo a la lectura son las dedicatorias, quizá porque siempre he pensado que pueden ser (aunque con frecuencia no lo son, como ahora veremos) la única ventana a través de la que el lector puede escuchar la voz verdadera del autor. En la dedicatoria, el escritor debería limitarse a confesar a quién dedica el libro, y como mucho añadir por qué lo hace, pero por fortuna para los amantes del arte verdadero nada es sencillo cuando hablamos de literatura. Esto es así porque con el tiempo los escritores han entendido que la obra no es el texto en sí sino cada palabra que se ofrece al lector, y han hecho de la dedicatoria una propuesta tan compleja y literaria como cualquier otra. Asumiendo que el escritor contemporáneo no pretende ser sincero ni cuando numera las páginas, los autores han sabido separarse de esa moda cursi que hacía referencia exclusivamente a la esfera privada de los escritores y trascenderla con pequeños juegos de correspondencias.

Algunas dedicatorias tienen una sencilla, enigmática belleza. Una de mis favoritas al respecto es la que ofrece Jesús López Pacheco en su novela Central eléctrica, una obra que además se encuentra demasiado olvidada y que por tanto aprovecho para recomendarles: «A mi padre, que ha trabajado toda la vida haciendo luz. A mi madre, para que deje de temer a la oscuridad». También es bellísima la de Julio Llamazares en Escenas de cine mudo: «A mi madre, que ya es nieve», porque además demuestra una de las características más apasionantes de la dedicatoria contemporánea: que algunos autores no pueden prescindir de su estilo ni siquiera cuando lo dedican.

Cuando explico esto del estilo y las dedicatorias, me gusta ofrecer dos ejemplos que pertenecen a autores tan dispares como Jorge Luis Borges y Gloria Fuertes. El genio argentino elabora uno de sus habituales epigramas filosófico-especulativos cuando dedica Los conjurados: «De usted es este libro, María Kodama. ¿Será preciso que le diga que esta inscripción comprende los crepúsculos, los ciervos de Nara, la noche que está sola y las populosas mañanas, las islas compartidas, los mares, los desiertos y los jardines, lo que pierde el olvido y lo que la memoria transforma, la alta voz del muecín, la muerte de Hawkwood, los libros y las láminas? Solo podemos dar lo que ya hemos dado. Solo podemos dar lo que ya es del otro. En este libro están las cosas que siempre fueron suyas. ¡Qué misterio es una dedicatoria, una entrega de símbolos!». Como se puede apreciar, la dedicatoria que he reproducido es en sí una obra profundamente borgiana, casi un relato corto al que no le faltan sus oscuras referencias culturales, su sintaxis acumulativa y la incorporación constante de meandros a lo que se está diciendo. En el otro extremo de la escritura se encuentra la poética obviedad que define los trabajos de Gloria Fuertes, quien con motivo de la publicación de su volumen Obras incompletas en la editorial Cátedra escribió: «Dediqué mi libro / a una niña de un año / y le gustó tanto, / que se la comió».

Ramón Gómez de la Serna parece probar una de sus más oscuras greguerías en la dedicatoria de su pantomima Fiesta de Dolores: «A Tristán, que se ha aventurado con peligro de muerto y de madurez irreparable en las grandes hilaridades del Garrotín y de las Rosas Rojas», y la otra generación del 27, la del humor, también se retrataba en cada dedicatoria. Enrique Jardiel Poncela en La tournée de Dios escribe: «A Dios, que me es muy simpático», y Álvaro de Laiglesia camina por senderos parecidos en Cada Juan tiene su don (1936): «A mí, con todo el afecto de Yo».

Con estos ejemplos, no parece exagerado afirmar que se pueden definir técnica, época y momento artístico de una obra ya desde la dedicatoria. En plena reclusión voluntaria por la amenaza de muerte que le propició la publicación de los Versos satánicos, el escritor británico Salman Rushdie escribió este curioso poema como dedicatoria de su libro Harún y el mar de las historias: «Zembla, Zenda, Xanadú: / Todos los mundos que soñamos pueden hacerse realidad. / Los países de las hadas también dan miedo. / Mientras yo vago lejos de la vista / Lee y llévame junto a ti». Salman Rushdie escondió además un verso acróstico en el poema original, y la palabra que obtenemos al leerlo es el nombre de su hijo: Zafar. Esa era por tanto la dedicatoria real que se encontraba agazapada en el poema. Carl Sagan, el eminente divulgador científico, no puede dejar la ciencia a un lado ni cuando dedica un libro, y por eso escribe en su popular obra Cosmos: «En la amplitud del espacio e inmensidad del tiempo, es un placer compartir época y planeta con Annie». Rafael Alberti, que nunca daba puntada sin hilo, ofreció la siguiente dedicatoria en su edición de Triduo de Alba de 1981 en Seix Barral: «A mi madre, devota de la Virgen del Carmen, patrona de los marineros». Sin embargo, ediciones posteriores olvidan la dimensión religiosa y solamente recogen un lacónico «A mi madre».

Camilo José Cela, 1989. Fotografía: Cordon.

Pero pocos autores se han definido tan fielmente en sus dedicatorias como Camilo José Cela. El Nobel español debió fortificar su carácter vengativo en el recorrido de las ediciones de La familia de Pascual Duarte, pues en la primera edición se puede leer simplemente «Para Víctor Ruiz Iriarte», pero a partir de la cuarta la mención al dramaturgo español se complementa con una dedicatoria que ya se ajusta perfectamente al personaje que el escritor gallego se iba construyendo paso a paso, golpe a golpe: «Dedico esta edición a mis enemigos, que tanto me han ayudado en mi carrera». En la misma línea desafiante (aunque mucho más de mi gusto por su elaboración y mensaje) se encuentra la dedicatoria que muestra en San Camilo, 1936: «A los mozos del reemplazo del 37, todos perdedores de algo: de la vida, de la libertad, de la ilusión, de la esperanza, de la decencia. Y no a los aventureros foráneos, fascistas y marxistas, que se hartaron de matar españoles como conejos y a quienes nadie les había dado vela en nuestro propio entierro». Sin embargo, mi favorita de Cela sigue siendo la de una obra tan singular como El gallego y su cuadrilla y otros apuntes carpetovetónicos, en la que leemos: «A los tontos, los posesos, los ascetas, los vagabundos, los arbitristas, los toreros de plaza de carro y talanquera (a quienes zurran el hambre, el ganado morucho y la guardia civil), los sacristanes, los cómicos, los mangantes, los criminales y los verdugos que gimen con las mismas palabras que Gonzalo de Berceo». Cela en estado puro, vamos. En una línea de resentimiento y combate parecida se mueven las de Charles Bukowski, quien también define su literatura desde la dedicatoria: en El cartero escribe «A nadie», un mensaje que ya describe su perpetua lucha contra el mundo, mientras que en Pulp parece despedirse del género ofreciendo un «A la mala escritura», elocuente en su simplicidad y una especie de declaración de intenciones en cuestiones de estilo.

La venganza también es un motivo que puede mover a dedicatoria, y en ese aspecto me encantan las de José Luis Martín Vigil en Jaque mate a un hombre honrado: «A los censores que hace veinticinco años prohibieron este libro. Salud, si viven», o la de D. H. Lawrence, quien tras el juicio por obscenidad por el que hubo de pasar El amante de Lady Chatterley dedicó alguna edición a «los doce miembros del jurado, tres mujeres y nueve hombres, que declararon un veredicto de no culpable».

Yo disfruto mucho las dedicatorias que, por oscuras o simples, se dan a la conjetura. Me refiero a aquellas que simplemente dicen «A ti», o «A esa persona», porque ofrecen al lector el juego de intentar adivinar a qué persona está realmente dedicado el volumen. Graham Greene dejó a su mujer en 1948, y desde ese momento mantuvo un número difícil de precisar (pero seguramente alto) de amantes. Ofreció a los lectores un juego de pudor y ocultación al dedicar la edición británica de El fin del romance (de alguna manera el título en sí mismo ya se presta a broma) «A C.», simplemente, pero después en la edición estadounidense completó la adivinanza confesando el nombre completo de su relación: «A Catherine», confirmando al mundo que se trataba de su amante Catherine Walston. En el ámbito hispánico, se ha especulado mucho sobre la dedicatoria que Miguel Hernández realiza en El rayo que no cesa. Despachó un impreciso «A ti sola, en cumplimiento de una promesa que habrás olvidado como si fuera tuya», lo que ha provocado que se quiera adjudicar a cualquiera de los tres amores del poeta: Josefina Manresa (su esposa), Maruja Mallo y María Cegarra. También hay dedicatorias que causan rechazo en la persona a la que van dirigidas. En una ocasión Robert Gottlieb, el mítico editor de la americana Knopf, se quejó de que le fuesen dedicados libros que aborrecía. Cuando A. E. Hotchner culminó la biografía Papá Hemingway, quiso dedicársela a la hija del escritor americano, Mary Welsh Hemingway. La propia Mary, horrorizada por el contenido del libro, lo impidió escribiendo una carta severa al editor.

Es de bien nacidos ser agradecidos, y por eso muchos escritores se acuerdan de los lectores cuando tienen que dedicar su libro. Algunos incluso tienen tan claro cuál es su lector habitual que se permiten dirigirse a él de manera específica, como en el caso de Agatha Christie, quien en no pocas dedicatorias tiró de socarrón humor inglés a la hora de dedicar libros. En El misterioso señor Brown escribió: «A todos los que llevan vidas monótonas, en la esperanza de que puedan experimentar aunque sea de segunda mano las delicias y peligros de la aventura». Mi favorita de Agatha Christie, de todas formas, es aquella en la que dedica una de sus historias detectivescas a «Larry y Dande, con mis disculpas por usar su piscina como escena de un crimen». Una vez más, el estilo se encuentra adherido a la obra desde la propia dedicatoria.

Suelen decepcionarme las dedicatorias que constituyen bromas privadas o referencias de cortesía profesional, porque me dejan como a ese joven decepcionado porque sus amigos no le han invitado a una fiesta. Hemingway dedicó El viejo y el mar a Charles Scribner, su editor, y lo mismo hizo Steinbeck en Al este del edén con Pat Covici, de Viking. La agente literaria más activa y popular de nuestras letras del siglo XX, Carmen Balcells, recibe no pocas menciones laudatorias de los escritores del boom y alrededores. Se acuerdan de ella al firmar un libro autores tan dispares como José Luis Sampedro, Manuel Vázquez MontalbánGabriel García Márquez. El mayor receptor de amor literario de la historia probablemente sea William Shawn, el mítico editor del New Yorker, quien se encuentra presente en más de cuarenta dedicatorias, que incluyen a godzillas de la escritura como J. D. Salinger o John Updike. Curiosamente, donde el nombre de William Shawn no solía aparecer era… ¡en los créditos del New Yorker!

Déjenme concluir este recorrido por la dedicatoria literaria con la anécdota más divertida de cuantas conozco. La protagonizó C. P. Snow, físico y escritor británico. Un día abrió uno de sus libros en la edición americana y descubrió para su sorpresa que la obra aparecía dedicada a una tal Kate Marsh, un nombre que no le decía nada. Sorprendido, escribió a su editor una carta airada que puede resumirse en la frase «Who the hell is Kate Marsh?». El editor pareció ofenderse por la pregunta de Snow, y se cuenta que le respondió algo parecido a que si su señoría no recordaba a quién dedicaba los libros, cómo iba la editorial a hacerlo. C. P. Snow no quedó contento con aquella respuesta, y siguió investigando el asunto. Cuando por fin deshizo la madeja de la misteriosa dedicatoria, supo que Kate Marsh era la secretaria de su agencia de representación en Londres. La confusión se había producido porque el manuscrito que llegó a la editorial americana antes había sido remitido «A Kate Marsh» (es decir, a la secretaria de su agente), de modo que el nombre de ella figuraba en la primera página del original.

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2 Comentarios

  1. Pingback: Jot Down Cultural Magazine – Con cariño, supongo | BRASIL S.A

  2. Una modesta contribución. Dedicatoria encontrada en un libraco de sintaxis.

    To Ferenc Czibor, Dragan Dzajic, Manoel Francisco Dos Santos Garrincha, Jurgen Grabosky, Francisco Gento, Coen Moelijn, Wilfried Puis, Antonio Simoes, Frankie Vercauteren, Branko Zebec and Sir Stanley Matthews.

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