Opinión Vuelva usted mañana

Tsevan Rabtan: El pueblo ha hablado

Me divierten las elecciones. Me gusta ver cómo van cambiando los porcentajes y el número de votos; si está a punto de caer tal o cuál escaño a favor de este o aquel partido; qué ha votado la gente en tal barrio de Madrid —no por el mío, porque los resultados son pétreos desde hace décadas—, por ejemplo; y los divertidos restos y bailes, incluyendo los de los candidatos.

Sin embargo, me aburren las declaraciones de los políticos el día de las elecciones y me hace bostezar la mayoría de las opiniones de los tertulianos profesionales. Su discurso se suele basar en lugares comunes que, me temo, son imposibles de remover. De alguno de esos lugares comunes quiero hablar hoy, superficialmente, como de costumbre.

Unos matemáticos nos explicaron que es imposible, a partir de tres o más alternativas, diseñar un sistema “justo” de elección. El asunto es muy entretenido pero, en el fondo, se resuelve por un golpe de mano previo, igual al del propio nacimiento del Estado, que siempre se remite a unos hechos ineluctables, a un poder de hecho que no tiene más legitimidad que su existencia. 

Otras contradicciones, sin embargo, persisten incluso después de adoptado el sistema de elección. Un sistema electoral no es más que un procedimiento para tomar una decisión. No garantiza que la decisión sea la más correcta, ni siquiera que, estrictamente, se pueda decir que es una decisión voluntaria, en el sentido que luego explicaré, porque no exige ninguna cualificación en quien la toma y por el problema de la agregación.

La expresión “un hombre, un voto”, entendiendo por un hombre a alguien que reúna unas condiciones abstractas (por ejemplo, tener cierta edad, determinada nacionalidad o no estar incapacitado) triunfa precisamente porque el sistema debe contentar a los ciudadanos. Pretender algo así como un voto ponderado basado en criterios como la inteligencia, los conocimientos, los méritos o cualquier otra circunstancia, daría lugar a un sistema tan complejo sólo para decidir cuánto vale cada voto (y además durante cuánto tiempo, ya que esas condiciones varían), que el sistema sería impracticable. Por otro lado, demolería esa ficción tan simple y tan útil para garantizar una sociedad relativamente pacífica en la que la ley prevalezca, la ficción de que todos somos iguales.

El otro problema, el de la agregación, es más complejo. Si se pregunta a un grupo de personas qué prefiere entre dos alternativas, aun siendo evidente que las “razones” por las que adoptan una u otra puedan ser diferentes, e incluso contradictorias, podríamos afirmar que el resultado de la votación nos indica qué quiere la gente. Insisto: nos indicaría qué quiere, pero no necesariamente por qué. Si preguntamos, a la vez, por dos asuntos, y pedimos una sola respuesta, esa respuesta es resultado de una ponderación previa realizada por cada votante, que no se puede explicar fácilmente por la toma de decisión final. Si seguimos añadiendo cuestiones, y con ello complicamos la decisión, nos encontramos con un fenómeno muy interesante. Llegará un momento en que el votante medio no pueda ponderar racionalmente todos aquellos aspectos que se someten a su decisión y simplemente se refugie en los que más le interesan y, a menudo, simplificándolos. Esta solución es también racional —por mucho que deprima a más de uno—, pero no entierra la consecuencia de que ciertas cuestiones se solventen por una decisión en la que los parámetros de discusión referidos a esas cuestiones sean obviados absolutamente.

Esto, naturalmente, da lugar, en el caso de la elección de gobernantes con un programa de gobierno más o menos desarrollado, a que los votantes terminen decidiendo si votar o no y a quien votar o no, sin consideración a los programas. Sin embargo, cualquier programa —sea de gobierno o no— debería aspirar a ser un conjunto integrado y armónico en el que se busque un beneficio global. Si un partido se centra en una cuestión concreta, muy llamativa, puede atraer la atención del votante, aunque el resto de su programa sea desastroso e implique, al final, que la parte atractiva de su programa sea de imposible consecución.

Se suelen criticar los procesos electorales enfocados en la elección de “un buen líder”, frente a aquéllos que hacen hincapié en los programas de gobierno. Sin embargo, hay un punto de buenismo en esa visión de las cosas. No es tan absurdo fijarse en programas esquemáticos y en la capacidad del hombre para defender ciertos principios: por ejemplo, honradez, integridad, flexibilidad, arrojo, decisión (escojan ustedes la virtud). Un buen gobernante, con ciertas virtudes y creencias básicas —a juicio del que vota—, puede responder a una situación nueva de una manera relativamente previsible, mientras que un programa no puede prever todos los escenarios. Tampoco creo que un sistema así  —el de toda la vida, vamos— sea mejor, pero criticarlo por primario o retrógrado es papilla de “inteleztuales”, como diría alguien que conozco.

En cualquier caso, incluso cuando se ponderan todas las cuestiones implícitas en la elección, es imposible reconstruir el proceso que lleva al votante ideal —instruido y con conocimiento de los programas y de la biografía de los elegibles— a tomar una decisión, si ese votante no nos informa de todos sus procesos mentales. Más aún, si pudiésemos conocerlos, estarían llenos de aspectos subjetivos, que impedirían una agregación con los procesos de otros votantes ideales, porque para empezar seríamos incapaces de encontrar una medida de cuantificación de cada elemento de esos procesos mentales. Y si no podemos efectuar esa agregación, en la práctica el votante ideal es igual al que vota cogiendo una papeleta al azar, en cuanto a la cuestión de realmente saber por qué vota.

Vean que ni siquiera he entrado en otras cuestiones como el acceso a la información, el control de los medios de comunicación, la partitocracia y la influencia de la capacidad económica en los procesos electorales.

Y ahora llegamos a la cuestión esencial. Los sistemas electorales democráticos presentan una serie de ventajas: nos permiten decidir quién gobierna y se basan en un principio simple, difícil de discutir —básicamente por no existir otro practicable—, el de la igualdad de cada voto. Estas ventajas son tan importantes que, por sí solas, justifican su existencia. Sobre todo, porque con ellas se consiguen, a la vez, la estabilidad y la legitimidad. Sin embargo, los políticos —esto es lógico— y los opinadores —esto no lo es tanto— insisten en que, además, un sistema electoral nos permite saber qué quiere el pueblo. Esto es simplemente falso. Cada vez que hay elecciones, sale alguien diciendo que el pueblo ha “avalado” las medidas duras de ajuste, a la vez que otro dice que “ha pesado más” el castigo al anterior gobernante, o cualquier otra parida similar. Los gurúes de la cosa pretenden, no sólo que existe un pueblo con una capacidad de decisión, una especie de cerebro colectivo que examina el problema y vota, sino que además se puede explicar el porqué de esa decisión.

Yo creo que esas afirmaciones en realidad sólo revelan lo que el tipo de turno tiene en la cabeza. Los partidos y sus dirigentes optan por los perfiles bajos a menudo y no quieren cometer errores. Ésa es una estrategia defensiva. Buscan manipular ese proceso por el que el elector medio se centra en algunas pocas cuestiones, para que no termine incluyendo algo que “creen” puede perjudicarles. Sin embargo, salvo en los casos más evidentes de rechazo, las certezas en estas materias no existen: salvo para explicar el pasado. Son —pobrecitos— como los supersticiosos, no pasando nunca por debajo de ciertas escaleras. Eso sí, lo intentan vender como una “ciencia”. Y es que hasta el más idiota es capaz de construir un reloj de precisión cuando se trata del pasado, y alguien que ha acertado en dos o tres elecciones se convierte en un “experto”, cuando la muestra es ridícula.

El pueblo es soberano porque la decisión es resultado de la suma de los votos de los ciudadanos que ejercen ese derecho. Ese resultado legitima para gobernar. Más aún, el tipo que gobierna puede creer que es interesante insistir en que cumplirá su programa (la mentira no es virtuosa); pero, no nos engañemos, es absurdo decir —más allá del propio voto o de generalidades vacuas— que el pueblo quiere esto o aquello. Y si un gobernante se salta su programa del todo y se presenta de nuevo a las elecciones, es perfectamente posible que vuelva a ganarlas; ha pasado. Vendrá después alguien a explicarlo, pero no le crean. Tampoco en esta segunda ocasión sabrá de qué habla.

Dicho lo anterior, uno comprende que haya mucha gente que tenga que ganarse la vida explicando al personal qué es lo que quiere o no la nación o el pueblo. Que me recuerde a las tertulias esas del corazón, en las que alguien nos cuenta lo enamorado o lo despechado que está tal famoso, es injusto. El de la tertulia rosa sí es un experto.

 

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6 Comentarios

  1. Impecable. El pueblo decide pero no existe la voluntad colectiva, o no es indagable en su conjunto.
    En realidad, creo que una buena parte de los votos se ‘explica’ (así lo harían preguntados al efecto) con los ‘parámetros’ emocionales que manejan los expertos que citas al final.
    Saludos. (Magnifíco autoenlace).

  2. Roi Ribera

    El derecho a voto, es eso, un derecho. Pero como todo derecho acarrea responsabilidades. En esto es en lo que creo que fallamos los españoles, en la responsabilidad del voto, creo que no hay una información suficiente por parte de los votantes de nuestro país, algo que se refleja por ejemplo en la huelga del 29 de marzo. Usted comenta en el artículo que es falso que por haber votado a un partido esté avalando sus decisiones posteriores, estoy de acuerdo, pero no en las circustancias actuales. El tema central en nuestro país actualmente es la economía y todo lo que la rodea. Se puede estar a favor o en contra del actual gobierno, pero lo que no se puede ignorar es que eran más que previsibles las medidas económicas que iba a tomar este ejecutivo una vez ganase las elecciones. Por tanto, ¿ Qué sentido tiene acudir a una huelga, en contra de un gobierno al que has votado solo 3 meses atrás, cuándo éste está tomando las decisiones que previsiblemente se le achacaban? ¿O es que realmente no se sabía lo que se votaba? ¿Simplemente se votaba un cambio, pero no se valoraba cuál era ese cambio? Es frustrante, que una sociedad que lo tiene todo para informarse y votar concienzudamente no lo haga (Cómo explicar lo que sucede en Valencia?). Somos totalmente culpables de eso, la gente se preguntará cómo en otros países pueden ganar democráticamente personajes como Chaves o cómo el futuro presidente de México Enrique Peña Nieto, pues bien porque la ignorancia en esos países de los votantes está justificada en falta de medios y educación. Pero nosotros somos culpables. Me gustaría que antes de cada sufragio hubiese que pasar un test básico antes de introducir la papeleta, respondiendo a preguntas que nada tengan que ver con nuestra inteligencia, si no del tipo «¿Cuál ha sido el ministro de trabajo de la anterior legislatura?» «¿Quién se presenta como candidato en IU?», desgraciadamente nos llevaríamos una decepción como país. Derecho a voto SÍ, responsabilidad con ese derecho TAMBIÉN.

  3. Pingback: Los idus de Marzo: ¿jugar o ganar en el escenario político?

  4. Pero hombre, esto que apunta usted no es únicamente aplicable a los procesos electorales, es extrapolable a cualquier fenómeno noticiado en los medios masivos, donde se tejen los mimbres con los que los ciudadanitos de a pie construyen sus realidades/ilusiones individuales que les permiten autoengañarse pensando que saben qué coño está pasando, cuando lo cierto es que nadie lo sabe, o mejor aún, que es imposible saberlo.

  5. Miguelote

    Supongo que cuando el señor Rabtan arremete contra estas representaciones de lo colectivo lo hace empujado por el escozor auditivo que provoca su uso indiscriminado como entidades reificadas, singularidades cósmicas o directamente seres vivos con patas.

    Esto, como cosificación de unos conjuntos que mantienen alguna característica en común (en este caso, el voto común) hace manipulables a las masas.

    Ahora, si lo que quiere decir es que la sociedad (o los segmentos en los que se la pueda subdividir) no existen en ningún ámbito, teniendo que restringirse el análisis y la decisión política a un agregado de individuos cada uno con lo suyo, ya sería más discutible.

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