Música

Mis hombres favoritos: Howlin’ Wolf

Howlin Wolf
Algún día debería contarse la historia de cómo la música ha salvado, literalmente, a tanta gente de una muerte temprana y violenta. Y esto va por los que la hacen, y también por los que la escuchan. Su compañía, su calor, en su condición inequívocamente humana, es un misterio eterno. Es así de asombroso. Porque la música nos ampara y nos ayuda a evadirnos, para empezar, de nosotros mismos. Después, es una de las más efectivas armas contra el tedio, el miedo, la literalidad del momento, el futuro y los demás.

Si en estas estamos, Howlin’ Wolf es un cálido compañero. Uno de los mejores. Feroz y cariacontecido pero efectivo como pocos. En los infinitos misterios sin resolver, hemos aprendido que hay canciones que hielan la sangre y, a su vez, reconfortan como un trago de agua en el desierto abrasador.

Es lo que sucede, por ejemplo, con su Moanin’ at midnight, una de las mejores grabaciones de blues de todos los tiempos. Un aullido que es la conjunción precisa entre lo que significa sentirse aterrado en este mundo y, a su vez, ser intencionadamente aterrador. Un profundo lamento de dolor, más allá del tiempo. Sobre esta canción, grabada en 1951, ha escrito Ted Gioia, experto en blues, «en una época de empalagosas baladas y canciones para bailar, este vibrante himno al trastorno bipolar difícilmente podría convertirse en un éxito». Y, efectivamente, no lo fue. No obstante, los años le han dado la razón a Wolf: él se adelantó a su tiempo al expresar la angustia de una forma tan cruda y directa. Sin más.

La canción empieza diciendo: “alguien está llamando a mi puerta. Estoy tan hecho polvo que no sé dónde ir”:

Moanin’ at midnight:

Así era Wolf: un tipo que arrastraba heridas indelebles de una infancia terrorífica. Un grandullón que infundía miedo a todos los que se cruzaban con él. Un genuino artista y creador que, con su rudo arte, dibujó un cuadro de rabia y vitalidad extrañamente actual. A través de su voz, cruda e hipnótica, Wolf escupe toda su ira y su miedo, y también con ella logra acariciar nuestros pensamientos más oscuros. Es pura expresión, capaz de transmitir todos los sentimientos, desde la ira a la más devastadora de las tristezas, pasando por la furia homicida. El blues de Wolf, —en realidad Chester Burnett (West Point-Mississippi, 1910-Chicago, 1976)— es, en definitiva, la exacta medida de sí mismo. De ahí el inmenso poder y la fuerza de su música, de una fiereza indestructible tanto tiempo después. Su contemporaneidad, en tiempos tan sombríos como estos, es un enigma que permanece enterrado en su tumba.

Burnett era un tipo de mirada pétrea que pesaba 130 kilos y medía casi dos metros. Se mató literalmente a trabajar toda su vida, en la plantación primero y en los escenarios después. Sufrió dos ataques de corazón, un aparatoso accidente de coche, condenó su hígado a diálisis y solo se lo pudo llevar por delante un cáncer como la copa de un pino. A su entierro en Chicago acudieron miles de personas: las autoridades tuvieron que habilitar unas pantallas en la calle para que toda la gente que acudió a despedirle pudiera verlo. Quizá, de alguna forma, la multitud quería agradecerle su música, una suerte de bálsamo agridulce que sigue teniendo la extraña virtud de ser la mejor de las compañías en los momentos peores.

Y es que Wolf, enlatado o, mejor, en vivo, era algo sencillamente sensacional. Un compendio de presencia abrumadora y voz correosa espoleada por una rabia y una tristeza infinitas. Una mezcla audaz y única que asombró a todos. Sam Phillips —para quién grabó la nombrada Moanin´at midnight y su descubridor antes de dar con perlas del tamaño de Elvis Presley, Johnny Cash o Jerry Lee Lewis— dijo de él que, de todos los que había tratado, era el artista que más le había impresionado. Un criterio compartido: Frank Schiffman, dueño del legendario Apollo de New York, afirmó que nadie en su club pudo igualar jamás la explosividad de un directo de Wolf, frente a frente, ante su público. Eso en un escenario mítico que pisaron estrellas de todo tamaño y condición, de Count Basie a Sarah Vaughn, pasando por James Brown a Aretha Franklin.

Efectivamente, la huella de Wolf es profunda y perdurable. Viene de lejos y no parece tener fin. En la década de los 60, retazos de su furia llegaron a ser retransmitidos por televisión, en gran parte gracias a la generosidad y el espíritu de justicia de jovenzuelos como Keith Richards o Brian Jones. Howlin’ Wolf fue uno de los reconocidos maestros de los Rolling Stones, entre otras muchas bandas. Está por escribir otro libro que explique los suculentos frutos de la tierna idolatría adolescente —de Mick Jagger a Jim Morrison, de Eric Clapton a Iggy Pop— por hombres de la talla de Howlin’ Wolf o Muddy Waters. Cuando llegan los adultos, los chicos callan y escuchan:

How many more years, en presencia de los Rolling Stones:

El arte. ¿De qué hablamos aquí? El mito del bluesman, en Howlin’ Wolf, alcanza cotas de perfección: infancia miserable y desoladora, ambiente opresivo, la música como salvavidas al que aferrarse. En solo tres acordes. Para explicar, por ejemplo, que siendo niño su madre —una fanática religiosa— lo repudió, lo echó de casa y que recorrió kilómetros de tierra helada con los pies descalzos. Iba en busca de su tío, su única oportunidad para sobrevivir. Y que este resultó un sádico que lo acogió solo como bestia de carga. Lo mataba a trabajar, le pegaba con un látigo de cuero y le daba de comer las sobras.

Pero Wolf sobrevivió para contarlo. A su manera y bajo sus condiciones. Con el dolor a cuestas y mirándolo cara a cara. Optó por la música tras ver a Charlie Patton, del que se decía que tenía la voz de un león. La clave en Wolf es que era un tipo que a nadie importaba que consiguió una formación musical magistral. Aprendió de los mejores. Si Patton le enseñó a manejar la guitarra y el sentido del espectáculo, de Sonny Boy Williamson II aprendió el uso de la armónica. Tocó con Son House, con Jimmy Rogers, con el mismísimo Robert Johnson.

En su camino, se los fue encontrando a todos mientras trabajaba en campos de algodón y maíz y se pateaba en los garitos más infames del Delta, donde las fiestas de fin de semana duraban doce horas y consistían en beber licor venenoso, pelearse a punta de pistola —con algún muerto que contar— y follar por las esquinas. Entre cosechas, montó un día banda propia. Y ya nadie pudo pararlo, aunque a punto estuvo de no contarlo: tenía algunos pequeños problemas de gestión de grupo, y aplicaba a los músicos el mismo trato que había aprendido de los capataces en las plantaciones. Esto es, los amenazaba o les pegaba si no seguían a pies juntillas sus directrices. A veces llevaba encima un cuchillo, otras pistola. Todos aprendieron rápido, alguno estaba muy descontento y las peleas con armas le dieron algún susto.

En estas, dejó el campo y se trasladó hasta Memphis. A finales de los 40 la ciudad hervía: había bebida, juego, prostitución, y música para amenizar todo eso, es decir, muchas oportunidades de trabajo en clubs, bares y cafés. Montó nueva banda. Pendenciera, violenta, electrificada hasta los dientes ya en años tan tempranos. Se llamaban los House Rockers, y las guitarras se nutrían de acoples y distorsión. Su pianista se apodaba Destruction. Eran apocalípticos y el sonido hacía temblar las paredes. Y, por encima y ante todos, la hipnótica presencia de Wolf: la cruda y salvaje energía de su voz ponía los pelos de punta y dejaba al público en trance.

La leyenda creció por las calles de Memphis y Wolf empezó a colaborar con una radio local. Su signo de distinción era el aullido. Nuestro Howlin’ había encontrado su camino, pero no nos llevemos a engaño: su apodo es hijo del miedo. Dicen los libros que, de niño, Wolf se escondía debajo de la cama cuando le contaban el cuento de Caperucita y su abuela imitaba al lobo. Fue años después cuando Chester Burnett decidió hacer suya esta identidad y convertirse en aullador.

El resto es historia: de Memphis pasó a Chicago. Allí se midió codo con codo con Muddy Waters, y fue en esa ciudad donde grabó una de las interpretaciones fundamentales de su carrera, Smokestack lightnin, un ripio hipnótico hecho de retazos de soledad y abandono. Un clásico del blues reconvertido por Wolf en un himno a la infancia más desolada. Un éxito en las listas, y un bombazo para el sello de los benditos hermanos Chess:

Smoke stack lightnin:

El arrojo de Wolf conmocionó la ciudad. Hasta ese momento todas las bandas tocaban sentadas, pero él llegó con un cable de micro kilométrico para moverse a sus anchas entre el público. O donde hiciera falta: no era extraño acudir al Zanzíbar o al 708 Club, y verlo dejar el escenario, cruzar la puerta y salir a la calle sin dejar de cantar y bailar hasta el próximo cruce.

Hombres y mujeres no podían apartar los ojos de él. La franqueza con la que desplegaba su energía sexual dejaba mudos a muchos: contoneaba su inmenso culo, caminaba a cuatro patas y hablaba de su cola «más larga que la de un lobo». Con el lanzamiento de Spoonful, Wolf añadió un enorme cucharón de cocina al arsenal que empleaba en el escenario y lo blandía como un símbolo fálico. Uno de sus trucos más extravagantes consistía en agitar una cocacola y metérsela bajo los pantalones: entonces se acercaba al micro, se bajaba la cremallera, sacaba la punta de la botella y rociaba al público con la efervescente bebida.

Dicen que de día Wolf era casi convencional, un hombre de vida familiar con un secreto íntimo: a lo largo de casi 15 años, cuando la música le daba un respiro, iba a la escuela. Acudió al Colegio Crane a aprender a leer y a escribir a finales de los 50, a estudiar Secundaria en el Instituto Wendell Phillips a mediados de los 60, y a ampliar sus conocimientos en la Escuela nocturna de Comercio Jones a inicios de los 70.

En sus últimos años, tenía confusión mental y su salud se desmoronaba. Pocos años antes de morir, fue a tocar cerca de su ciudad natal y consiguió ver a su madre: él le ofreció dinero, y esta lo tiró al suelo y escupió. Para ella, lo que su hijo hacía era música del diablo. Wolf, el gigantón que daba miedo, se pasó todo el viaje de vuelta a Chicago llorando.

Howlin Wolf 2

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18 Comentarios

  1. Muy bueno el texto, pero me ha extrañado que no nombres a Tom Waits y Captain Beefheart en la gente que bebió de Howlin´ Wolf.

    • Santini, sí. Bebieron tantos, que ése solo ya era un enfoque para otro artículo. Aquí opté por centrarme en la figura de Wolf. Toda la razón.

  2. Recuerdo, como si fuese hoy, la primera vez que lo escuché en Radio 3. Yo tendría 14 o 15 años. Era una grabación en directo y fue como si me sacudiesen con un bate en la cabeza.
    Ya nunca abandoné la senda del lobo.

    Gracias por el artículo.

    • J.T.: imagino tu careto -que desconozco- al oir sus aullidos. Eso marca y acompaña para siempre. Gracias a ti.

  3. Qué buen artículo Mar. Me ha encantado!

  4. El Roman

    Genial Howlin Wolf, no se si mi bluesman preferido, pero como cantante, el que mas me gusta de largo.
    El tipo más triste del genero más triste.
    Ademas llevaba mucho tiempo sin escucharlo, gracias por recordarlo y por el articulo!

  5. veroblues

    Y si hacéis una lista en el Spotify de Howlin? ;)

  6. ¡¡aaauuuuuuu¡¡¡¡

  7. Gracias por este texto, para los que amamos el blues no es fácil encontrar almas gemelas….

  8. Joder!! Joder!! Mil gracias por compartir este artículo!! Por escribirlo!! La primera vez que lo escuché sólo quería saber cómo hablaría este tío, cuánto mediría, lo grande que sería?? Su Música era como una bronca, como encararse con el mundo, con la gente; lo imaginaba regaÑando a su hijo por llegar tarde y borracho, miedo, provicaba miedo..

  9. Entre tanta brillantez alrededor del Lobo Aullador, es triste el no reconocimiento a su primer guitarrista: Willie Johnson, su socio ideal, un hombre adelantado a su tiempo, que lo mismo sabía acompañar suavemente un swing que transformarse macabramente en un artillero del diapasón y pionero del sonido electrificado. Dos ejemplos son contundentes: How many Years y Moaning at Midnight, pero (ojo) en las versiones de SUN, las más agresivas y emocionantes, y no en las de Chess, en donde, desde mi punto de vista, se dulcificó un poco el sonido original de Chester Burnet. Este hombre era muy exigente con sus guitarristas. Es loable que haya aceptado al joven Hubert Sumlin, impuesto por los Chess según el nuevo contrato. No es casual que, años más tarde, después de haber grabado con Eric Clapton y otros músicos ingleses, haya dicho que había sido su peor disco. Por otra parte, si bien Chester Burnett había sido influenciado grandemente por Patton, otro hombre no había sido menos: Tommy Johnson, de quien adoptó el falsete cuando terminaba ciertas frases vocales, y de quien retomó el ritmo fantasmagórico de Cool of Drink of Water Blues, para armar piezas como Smock estak Lightning y Moaning at Midnight. Saludos

    • Joselillo

      Que bueno que menciones a Willie Johnson. Era absolutamente genial y sin embargo no es tan conocido como Hubert Sumlin.

  10. Pingback: Moco de Pavo / Rock'N'Roll-Serigrafía-Vinilos y Buen Gusto

  11. Borja Viera

    Un texto brutal, mil gracias

  12. Que buen artículo, siempre es bueno recordar el porqué de aquella música que disfrutamos, gracias por poner esas canciones en contexto.

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