Shortcuts. En los arcenes de un país en guerra. Sociedad

Día cinco: corazones y mentes

(English version here)

Shortcuts. En los arcenes de un país en guerra

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Fotografía de Ricard García Vilanova.

Una aldea de Raqqa cualquiera. Casuchas de adobe cociéndose al sol, mucho sol, en mitad de la nada. En Serran no hay aceras, ni carreteras, ni calles, ni tiendas; solo un burro atado a un poste junto a los restos de algo que, un día, cobijó al monstruo, y al siguiente sucumbió bajo una bomba americana. De no ser por el tendido eléctrico, Serran bien podría ser una aldea del sur de Afganistán.

Pero hoy es un día especial. Hay centenares de invitados bajo esa carpa que se usa para bodas y funerales. La mayoría lucen turbante rojo y la dishdasha —camisa árabe tradicional que llega hasta los tobillos—. Son árabes llegados de toda la provincia de Raqqa. Los kurdos son muchos menos pero igualmente identificables con su ropa turca del bazar, o el sobrio camuflaje de las Unidades de Protección Popular.

Hay muchos prohombres de lugares como este, pero Hasun Shahi se sabe el rey de la fiesta. La parroquia le saluda con todo el respeto de este mundo perdido; el viejo —tiene ciento cinco años— rompe el hielo enseguida. «Busco una nueva esposa», dice todo lo alto que puede, caminando con su bastón hacia una veinteañera kurda en tejanos. Risas respetuosas: ni apagadas ni estridentes.

La joven se llama Leyla, y trabaja para el aparato político de lo que se conoce como «Región Federal del Norte de Siria», un modelo de Estado basado en la ideología de Abdulá Ocalan, el líder encarcelado del PKK que, mire usted por dónde, se ha convertido en la apuesta de los americanos. Si no para Siria, sí contra el ISIS. Han conducido hasta Serran para reunirse con los árabes de otras aldeas de Raqqa ya liberadas del monstruo. Hay que ganarse los corazones y las mentes —«hearts and minds», dicen los americanos— de los habitantes del Califato hasta ayer, y que hoy vuelven a vivir en un lugar sin nombre.

Tras los discursos se sirve cordero en bandejas grandes y redondas. El centenario se sienta a comer junto a Leyla y Omar, su superior en el escalafón. «Los kurdos sois todos buenos pero entre mi gente, los árabes, muchos se han unido a esos perros del ISIS», dice el jeque. Insiste en que siente vergüenza.

La comida transcurre entre una conversación liviana sobre amistades comunes, lazos tribales, y otra más densa sobre el ISIS. Todos coinciden en que hay que acabar con el monstruo cuanto antes.

A los quince minutos se recogen las bandejas y el hombre de ciento cinco años se incorpora con una facilidad sorprendente. Ni a kurdos ni a árabes les gusta la sobremesa.

Leyla apenas ha comido nada. No le gusta el cordero, pero había que venir.

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