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Horror folk: miedo, música e islas

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El faro (2019). Imagen: A24 / New Regency Pictures / RT Features.

(Ampliación y puesta al día del artículo Horror folk: miedo y ritual en Inglaterra)

Sí que se ha puesto de moda este subgénero cinematográfico. La razón ha sido la misma que en su origen, como respuesta a un estado de crisis política y social. La consecuencia más vistosa de esa crisis, aunque no por ello menos esperada, ha sido el Brexit de la Unión Europea, y para el resto del continente, la llegada de un movimiento antieuropeo de exaltación de sentimientos «patrióticos», al que se siempre se llega cuando se dan unas condiciones muy determinadas, mezcla de propaganda, intereses financieros y penuria económica. Pero dejemos esta cuestión a los expertos en tertulias y RRSS centrémonos en lo «cultural». La corrupción y el auge de ideologías extremas son de donde nace este cine y otras expresiones artísticas, siniestras y como ancestrales. La diferencia con el movimiento anterior es que ya no son un mero desafío contracultural hacia la sociedad cristiana y burguesa, sino que representan en el medio artístico un acto violento contra la clase más enriquecida y el sistema que la bendice.

El horror folk, resumimos, es una revisión o explotación de las películas y programas de televisión ingleses de los años setenta, los que trataban de brujería, ocultismo, parajes encantados u objetos con poderes y comunidades de outsiders que funcionaban al margen de las reglas de la civilización. También, adaptaciones de los textos de los autores del Círculo de Lovecraft, con sus dosis de ciencia ficción terrorífica, justo cuando la sociedad británica comenzaba a experimentar problemas muy profundos en su sistema de clases e impuestos. Aunque la etiqueta «horror folk» se aplica a nivel planetario, es un rasgo distintivo de aquellas islas, precisamente por ser islas y por ser británicas (los japoneses, por esta misma razón, poseen algo parecido).

Este subgénero hunde sus raíces en el folclore y en una antigua tradición artística conectada con la magia y lo fantástico, un tanto diferente de la visión que tenemos en esta parte del continente sobre la naturaleza, el paisaje y su relación con las personas. La geografía ha determinado la personalidad de los británicos: aislados física y psíquicamente, siempre recelosos de las influencias externas, aferrados a sus tradiciones, conmovidos por un curioso (cuanto menos) paisaje y clima, nostálgicos del antiguo esplendor imperial, y turbados por los espectros anteriores a la colonización romana. Sin estos precedentes, no podremos entender por qué celebran la Nochebuena con un cuento de fantasmas en la BBC, ni por qué una de sus series de televisión más longevas, Doctor Who, es una historia de ciencia ficción (por resumirla de alguna forma).

Son siglos de magia aplicada a las artes, que proviene de los chamanes neolíticos, las leyendas del rey Arturo, el ocultismo del XVI, los esotéricos del XIX, y desembarca en Alan Moore, las modas neopaganas y los habitantes del «país secreto de las hadas», pasando por creaciones como Peter Pan, Drácula y, sí, la saga de Harry Potter. Los ecos de antiguos rituales todavía resuenan y permean la arquitectura, la pintura, la música y los nombres de los enclaves modernos. Ahora que los ingleses se enfrentan a una de sus más serias crisis de identidad, miedo global al colapso financiero y ecológico aparte, era normal que volvieran estos productos para el cine y la televisión (Black Mirror, Years and Years), donde la gente se enfrenta a la naturaleza y ambas revelan su verdadera cara. Y la primera no es tan civilizada, ni la segunda tan bucólica.  

Escribía en el artículo anterior que estaba esperando (con ansia) la adaptación de la novela Rascacielos (High Rise), de J. G. Ballard por parte del director Ben Wheatley: fue una pequeña decepción. Aunque se desarrolla en un entorno urbano, entra en este subgénero del terror porque toca uno de sus temas centrales: los espacios cerrados, donde los ocupantes se van deteriorando poco a poco hasta que pierden la cabeza y quedan fundidos con el propio lugar. El aislamiento, por tanto, es un tropo del horror folk, sea en forma de crítica social, como en la sátira macabra de Ballard, o como retrato psicológico del individuo, tal como era El Resplandor, en sus dos plasmaciones King/Kubrick, en forma de hotel embrujado e incomunicado.

Hace ahora justo un año, el director Robert Eggers estrenaba su segunda película sobre esta idea, a la cual añade tres elementos: uno, el mar, espacio perfecto para los relatos de terror (barcos fantasmas, monstruos de las profundidades, sirenas…); dos, el islote inaccesible y misterioso (islas pobladas por seres de pesadilla y tribus que rinden cultos infames); y tres, el faro, una construcción repleta de significados, protagonista de tantos relatos y películas, que dan para un texto aparte. The Lighthouse llega a las salas en estos días, y es una fenomenal composición de imagen, que recrea la fotografía y la iluminación del cine de hace décadas, pero a la que han brindado el sonido más actual, y unas interpretaciones que son de las que no se olvidan. Muchos han visto en la película similitudes con el trabajo de directores como Dreyer, Hitchcock o, muy parecida en las imágenes, a El caballo de Turín (2011), ejemplo húngaro de «folk-existencial», del director Bela Tarr. A mí me ha recordado, sin embargo, tanto por el impresionante blanco y negro, como por la trama de la película (aunque está sujeta a muchas interpretaciones, dado el pastiche de referencias que usan los guionistas) a la siniestra A field in England, tercera película de Ben Wheatley, campeón del folk horror. En una y otra se pelea a muerte por un «tesoro», se ponen en cuestión la lealtad y la camaradería, y entran en tromba los sueños y las alucinaciones, aunque sea en dos niveles muy distintos (el histórico frente al psicológico), pero igual de envenenados por los deseos y la frustración. 

Robert Eggers debutó con The Witch (2015), drama sobrenatural sobre las tensiones religiosas y el despertar de los sentidos en un lugar despoblado y poco amigable para el hombre. Yo incluiría también la alemana Hagazussa (2017, Lukas Feigelfeld), relato de época mucho menos ambicioso, pero igual de efectivo, sobre las consecuencias de la soledad de una muchacha abandonada a su suerte en una cabaña en los Alpes, con todo lo que esto conlleva: visiones, paranoia, condena colectiva… Un relato cercano a The Juniper Tree (1990, Nietzchka Keene, con Bjork debutante), que se ha reestrenado hace pocos meses.

Sobre películas de personajes que se plastifican en edificios, de ambiente y temática  ballardiana, yo recomiendo, por si interesa, Citadel (2012), del especialista en el género, Ciarán Foy, en la que desciende un buen surtido de innombrables sobre los barrios y bloques de viviendas deprimidas por la crisis. También irlandesa es A Dark Song (2016, Liam Gavin). Esta es un caso sorprendente de cine comercial que aborda el ocultismo, donde casi por primera vez se toman medio en serio la narración de un proceso mágic(k)o, sin alharacas o recursos inventados, aunque el desenlace final no dejara satisfecho a los expertos más exigentes. 

Añado un último ejemplo, también muy reciente, pero esta vez de horror cósmico, bajo las directrices del sci-fi británico. Podría haber sido un episodio de la serie Hammer House de los ochenta (o incluso de Relatos para no dormir), porque Await Further Instructions (Johnny Kevorkian, 2018), es una historieta producida como pura serie B, que sucede durante el día de Navidad y con familia estereotipada (se apellidan Milgram, como el famoso experimento social…). Los personajes se quedan encerrados, rodeado el edificio por una sustancia negra, y la tele, de repente, comienza a mandarles avisos muy poco tranquilizadores. Antes de la influencia de Cronenberg, lo que encontramos en esta película son los temas de las novelas de John Wyndham, actualizados al horror del siglo XXI: ahora, las amenazas alienígenas de los trífidos o de los mutantes del Pueblo de los malditos, miedos clásicos, como son la xenofobia y el racismo, han adoptado la forma de la tecnología multimedia, como sistema de control y brazo ejecutor de un sistema siniestro.

En el lado de las películas que simplemente se han limitado a aprovechar el tirón de sus predecesoras (mi opinión), destacamos la del estadounidense Ari Aster, Midsommar (2019), una revisión de los relatos tipo Wicker Man, que a pesar de contar con más presupuesto, ofrecía un contenido más basto. Lo mismo sucedió con The Ritual (David Bruckner, 2016), adaptación de la novela de Adam Nevill, donde el (doloroso) rito de paso de los protagonistas, perdidos en un paisaje muy de Lovecraft, quedaba reducida a la consabida historia de monstruos.

Las cosas que hacemos generan una energía que no se disipa de inmediato. En especial, las cosas malas generan altas concentraciones de energía y estas se adhieren y crecen como el moho: así es como se produce cierta clase de posesión.

Nick Brown, Skendleby, Ancient Gramarie 1. (New Generation Publishing, 2013, p.248).

La editorial Hermenaute ha publicado, coincidiendo con la Semana de Cine Fantástico y de Terror de San Sebastián,  el libro Folk Horror: lo ancestral en el cine fantástico, una selección de textos a cargo de varios autores, coordinada y presentada por el escritor especialista en el género, Jesús Palacios.  En ellos se pueden leer las ideas que he presentado en estos artículos, pero mucho mejor desarrolladas, y además hacen hincapié en otros temas. Por ejemplo, las películas que transcurren en paisajes polares y frío extremo (allí donde la oscuridad del bosque o de la vivienda encantada es sustituida por un terror gélido y de color blanco, como bien describieron Poe y Lovecraft); la tradición de la literatura «wyrd», sobre la «comunidad secreta» de hadas y elfos (de los cuentos de hadas victorianos a las reelaboraciones Disney para ¿niños?), o el folk horror en Australia. De entre todos, destaco un par de textos: el del escritor Kim Newman, «Campos de Inglaterra», acerca de los enclaves naturales que aparecen en las películas de terror; y el de Rubén Lardín, que cierra el libro con un ensayo sobre el horror ibérico («Este país de todos los demonios»). 

La música ¿horror folk?

El propio Jesús Palacios apunta algunas ideas al respecto en su introducción al libro. Coincido con él en que el horror folk, si es que realmente es algo, aparte de una etiqueta arbitraria, no solo se ciñe a las películas. Abarca la literatura (asistimos a una cuqui explosión de ediciones sobre ocultura, hiperstición, y otras palabras así de raras y bonitas); la pintura (existen numerosos ilustrador@s de lo macabro, no hay más que buscar en las RRSS), y también la música. Voy a detenerme aquí, porque creo que resulta tanto o más interesante que el fenómeno sobre el que llevamos tanto visto y leído. Vuelvo para ello a la película de Eggers, The Lighthouse. No habría sido ni la mitad de inquietante sin los efectos de sonido y la banda sonora del compositor Mark Korven, que puntea el descenso en espiral a las profundidades de un mar de locura:

Menciona Palacios la música folk y aquel polémico Renacimiento Musical Inglés, de principios del siglo XX. A imitación del sentimiento nacionalista de los músicos continentales, la política fomentó la investigación de la música británica como una de sus señas de identidad. Dicha investigación fue llevada a cabo por un grupo de profesores universitarios, que comenzaron haciendo grabaciones de campo y editaron antologías de las canciones populares de Inglaterra, Escocia, Irlanda… agrupadas por estilos y temas (de baile, himnos religiosos, canciones de trabajo, canciones de cuna, murder ballads…), pero pronto aquello derivó en una institución de propaganda, que pretendía demostrar la superioridad de los ingleses, especialmente frente a los alemanes.

Argumentaban que sus compositores de sinfonías y óperas eran mejores que los del continente, y terminaron por despreciar, precisamente, lo más valioso que tenían: su tesoro folk, por vulgar y «mezcla» de otros países. Frederick Delius, uno de los músicos más relevantes, fue excluido de ese supuesto «canon inglés», por «demasiado extranjero» (se había formado en Estados Unidos y Alemania). Sin embargo, entre los compositores rechazados, entre los que se también se encontraban nombres como Gustav Holst (por la misma razón que Delius) o Edward Elgar (era católico y de origen muy humilde: no se sabe qué era lo que más molestaba a los catedráticos), aportaron a la música de las islas su tono melódico y moderno (incluyendo instrumentos y ritmos populares), lo que constituye su verdadera esencia, la misma dualidad que tiene su cine de terror o fantástico: por momentos es idílica, etérea, nostálgica de un mundo perdido, de ferias medievales y personajes imaginarios; y de repente resuena con cadencia sombría, acechando sombras de campos de batallas y ritos arcaicos. 

En los años sesenta, los músicos más contestatarios decidieron darle la vuelta a ese primer renacimiento y acudir a los archivos de la English Folk Dance And Song Society, pero con la intención política contraria; y para seguir con el espíritu de aquellos años, proponer la vuelta a la naturaleza y rechazar los productos comerciales del pop. A diferencia del folk norteamericano, más unido al rock, el británico (aunque muchos venían del boom del skiffle) se volvió más riguroso en la recuperación y (re)interpretación de temas tradicionales (el Green Man, hadas y elfos, bandidos famosos, batallas medievales…).

Tanto en su imagen (se vestían como personajes de Chaucer) como en las portadas de los álbumes desplegaron un inquietante arsenal de objetos y signos que aludían a los celtas y los druidas, y cantaron canciones sobre esa idea recurrente: la «Nueva Albión», un país que necesita ser (re)descubierto y cantado. A ella se sumó la insigne saga de músicos e intérpretes que va desde Morris On, The Albion Country Band, The Etchingham Steam Band y las hermanas Shirley y Dolly Collins. Dos discos de estas últimas, Anthems in Eden (1969) y Love, Death and the Lady (1970) representan la ambivalencia de ese sentimiento: el primero lo forman canciones sobre las costumbres de la comunidad y los cambios experimentados a lo largo de la historia; el segundo es una sombría reflexión sobre la condición del individuo (esta vez, femenino), con temas sobre la pérdida y la muerte (violenta). Esta es la versión de la espeluznante «Death and the Lady», que Shirley Collins incluyó en su disco de regreso a la música en el año 2016, Lodestar:

El disco de debut de los Watersons, Frost and Fire, de 1965, llevaba como sugerente subtítulo «Calendario de canciones rituales y mágicas». Fairport Convention cambiaron el curso de la música pop con su cuarto disco, Liege and Lief, una mezcla apasionante de música moderna y elementos del folclore más antiguo. Sandy Denny aparecía leyendo los posos de té en su, por desgracia, última grabación, titulada The North Star Grass Man and The Ravens (1971). La televisiva Toni Arthur publicó tres discos de folk con su marido, Dave: el tercero llevaba por título una frase de Doreen Valente y Gerald Gardner, padres de la Wicca: Hearken to the Wtches Rune (1971) y la lista de canciones era especialmente weird:

De este periodo podemos disfrutar de una larga lista de discos elaborados al estilo folk más hermético (o lisérgico, si lo prefieren). Todos ellos fueron, en mayor o menor medida, resultado de la influencia del trío escocés The Incredible String Band, especialmente de sus dos discos de 1968, The Big Huge y The Hangman’s Beautiful Daughter, dos ejemplos de anarcomisticismo hippie (vivían en el campo, en forma de comuna «pagana»), psicodelia, sonidos orientales y melodías folk. 

Pero la joya del folk siniestro es Bright Phoebus, de los hermanos Lal y Mike Watersons, de 1972. Envuelto además en un aura de tesoro perdido, porque durante años ha sido muy difícil de encontrar debido a problemas legales, hasta 2017, que por fin se reeditó en versión remasterizada. Las canciones ya no eran versiones, sino temas compuestos por sus intérpretes, acompañados de los músicos habituales (Richard Thompson y Dave Mattacks, además de invitados de honor, como Bob Davenport), y forman el conjunto más bello y espectral del género. Lo componen crudas baladas sobre la soledad, la bebida («Red Wine Promises»), el dolor («Child Among the Weeds»), la muerte (la estremecedora «Never The Same» o la retorcida «Winifer Odd»), y los fantasmas («Fine Horsemen», «Shady Lady»). En «The Scarecrow», el espantapájaros es testigo del paso de las estaciones y de las antiguas costumbres de los campesinos para bendecir las cosechas, sacrificio de niño incluido:

Hay temas saltarines y burlescos («Rubber Band»), mezclas de country y psicodelia («The Magical Man») pero el tono general desprende lo que Jacques Derrida definió como hauntología: la nostalgia del tiempo pasado y la angustia o asedio del presente: 

David Tibet homenajeó a la ISB en la portada del disco Earth Covers Earth de su grupo, Current 93, haciéndose una foto muy parecida, esta vez acompañado de la familia del neofolk británico de los años ochenta. En ella podemos ver a Jhonn Balance (Coil), Douglas Pearce (Death in June), Steven Stapleton y Diana Rogerson (Nurse With Wounds), Rose McDowall (Strawberry Switchblade) y Tony Wakeford (Sol Invictus). El álbum era una recreación de aquel revival músico-esotérico, a imitación del look y sonido victoriano de los irlandeses Trees, favoritos de Tibet, y contiene una dedicatoria a Comus, aquel grupo arty londinense que se bautizó como la deidad griega del exceso, y consagraron su repertorio a un folk teatral, de ritmo tribales y letras hiperviolentas. El neofolk vive hoy otro revival, en un movimiento que gira incesante.

And did those feet in ancient time… (W. Blake, 1804).

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3 Comentarios

  1. The Lady of Shalott

    Cuando vi que El Faro no había sido nominada en nada ni en los Globos ni en los Oscars pensé que quizás no entraba en el recuento de este año por los pelos, pero cuando vi que sí entraba y que aún así no tenía nominación alguna entonces me quedé con esa sensación de estar del todo descolocada y no entender nada de nada. ¿Pero cómo es posible?!!. Es, de largo, la mejor película que he visto en el último año. Es la mejor película Lovecraftiana que se ha hecho hasta ahora sin tener nada que ver con Lovecraft ni con ninguno de sus relatos, siendo su macabrismo y su espíritu puro Lovecraft. Por otra parte, mil gracias por atender al aspecto musical de este género y por mencionar (por fin) a grupos como Current 93, Death in June o Sol Invictus… Por fin el tiempo les va haciendo justicia. Gran artículo.

  2. Totalmente de acuerdo con The Lady of Shallott, ignorar a The Lighthouse y Midsommar han sido dos de las mejores películas del año y han sido totalmente ignoradas, pero bueno, los premios no suelen reconocer las obras icónicas.

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