Arte y Letras Cómics

Los Capuleto tienen alas y los Montesco tienen cuernos

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Imagen: Planeta Cómics.

Y con eso queda todo dicho: que hay dos bandos, que los protagonistas pertenecen a cada uno de ellos y que se han enamorado. Si usted quiere podemos darle vueltas a eso, de verdad. Es lo que se suele en las reseñas de Saga, uno de los cómics más premiados y más vendidos de los últimos tiempos: glosar la historia de amor entre sus personajes principales, Marko y Alana. Que sí: emociona. Y sí: Shakespeare, bla, bla, bla. Pero, entiéndame, nada que no se encuentre también en una copla de Raphael. Dirá usted que menuda manera de vender la moto, y razón no le falta. Pero vaya por delante que quizá sea esta la única pega verdadera que le pongamos a Brian K. Vaughan, el guionista de Saga, y Fiona Staples, su dibujante, en el curso de estas páginas. Es de rigor señalar las flaquezas y quizá sea la mayor del cómic sea esa, su historia de amor ñoña y convencional. Y hasta eso lo vamos a matizar. Advertido queda: esto será un aluvión de flores y empieza en tres, dos, uno, ya. 

La primera: hasta el amor blandengue de Saga comporta cierta maestría, fíjese. Porque ejerce de cebo y porque dentro tiene un anzuelo. El tema de Saga no es el amor, es la guerra. Y solo con esos pequeños cachitos de queso —romanticismo y un poco de sexo aberrante de vez en cuando, que nunca viene mal— conseguirá Brian K. Vaughan que usted entre en el cepo, y menudo es el que le tiene preparado. Pista: en esta metáfora es usted la rata. ¿Recuerda la Primera Guerra Mundial? Esa en la que murieron millones, que fructificó en la Segunda, donde murieron más millones todavía, etcétera. Pues bien: fue culpa suya, suya de usted. Al menos, figuradamente hablando. Pero es que en Saga, lo dicho: unos tienen alas y los otros tienen cuernos. Y los que no es porque son alienígenas o fantasmas o robots o varias de estas cosas a la vez. Todo en esta space opera es figuración. Y Vaughan tiene muy presente una de esas obviedades que, precisamente por evidentes, se pasan por alto con frecuencia: la literalidad es la materia prima de la mentira. Y con figuración solo puede contarse la verdad. 

El escenario es este: dos mundos están en guerra, pero es una guerra singular. En realidad, toda la galaxia está en guerra menos esos dos mundos. Terrada, donde viven los alados, es el planeta habitado más grande que existe. Sus habitantes, como Alana, tienen alas y confían en la tecnología. Guirnalda es su satélite y en él viven los astados, como Marko. Ellos tienen cuernos y practican la magia. Una y otra raza no pueden destruir el mundo contrario, eso sacaría de su órbita a su propio cuerpo celeste. Así que se hacen la guerra solo fuera de su sistema solar. Y los planetas, los pueblos y las razas de la galaxia han tenido que tomar partido por uno de los dos bandos: el de los alados o el de los astados. Que sepamos, ninguna Causa mueve sus lealtades, al menos ninguna que merezca la mayúscula. Y del motivo formal de la guerra ni siquiera se informa al lector. ¿Acaso hace falta? En Saga nadie dice «hadas». En Saga nadie dice «faunos». Y, sin embargo, en Saga se libra una batalla viejísima: Apolo contra Dionisos. Las hadas contra los faunos.

De las criaturas y la guerra

No es la primera vez que ocurre. Robert Graves, recuerde. Hadas y fusileros. Él estuvo en el Somme, una de las peores carnicerías de la Primera Guerra Mundial, donde murieron más de un millón de personas en menos de cinco meses. También estuvieron C. S. Lewis y J. R. R. Tolkien y también ellos llamaron a filas a las criaturas del mito para hacer la guerra. Si la coincidencia no llama su atención, quizá debería. Pongámoslo así: imagine que mañana mismo estalla una guerra colosal, y entre todas sus batallas se libra una particularmente sangrienta, y que los escritores que participan justo en esa batalla regresan inaccesibles a cualquier forma de vanguardia, indiferentes a los temas y las formas realistas de la literatura contemporánea. En lugar de eso se guardan para sí los recuerdos y se dedican a un género que llevaba extinto desde Keats: contar la guerra con alegorías mitológicas trasnochadísimas que hasta entonces se practicaban casi exclusivamente en la poesía. Y lo que es más extraordinario: imagine que sus relatos, precisamente los suyos, se convierten en algunos de los libros más influyentes del siglo. Y que, con el tiempo, acaben pesando más la visión que se tiene de esa guerra que muchas de las narraciones naturalistas que se hicieron de ella.

No pasó con todos, pero sí con muchos, y fue Wilfred Owen —otro veterano del Somme— quien dejó resuelto el enigma, solo evidente para quienes han pisado un campo de batalla como aquel, de proporciones colosales: es tal su monstruosidad que solo los monstruos le hacen justicia, y no la literalidad. ¿Sabe por qué? Porque siempre habrá a quien no conmueva una montaña de veinteañeros muertos. O, dicho con más precisión, siempre habrá a quien conmueva menos en función del bando al que pertenezcan. No es vileza, no: es una obligación cívica, casi moral, del ciudadano normalmente constituido. Y en tiempos de guerra, patriotismo elemental. En la quinta de los poetas de guerra, muchos veteranos del Somme, esta idea llegó a repugnar

Y no debería extrañar. Fueron enviados siendo niños, en esencia, a una batalla de desgaste cuyo propósito era distraer de Verdún. Pronto el Somme se convirtió en una ratonera y las bajas allí superaron las del otro frente, pero dio igual: la causa gozaba del suficiente apoyo popular a ambos lados de las trincheras. Los hombres siguieron llegando, sus cuerpos nutrieron más montañas y al cabo quedó claro que en el Somme, la batalla más larga de la guerra, no había opción de triunfo verdadero, de someter al enemigo o acaso conquistar porciones de terreno significativas. La victoria sería simbólica y pertenecería al que acumulase las montañas de cadáveres menos grandes. En su época fue la operación militar más sangrienta de la historia; en la nuestra ocupa el quinto lugar. Siegfried Sassoon, poeta, que causó baja en el Somme al recibir un balazo en el hombro, lo llamó sacrificio y lo comparó con el del ganado. Su opinión contaba: era un mando condecorado, alguien que se había enrolado en el ejército por su propia voluntad, Cruz Militar y candidato a la Cruz Victoria, la mayor distinción en el ejército británico. Pero prefirió la corte marcial, y quizá el fusilamiento, que regresar. Y en la carta que dirigió al Estado, que llegó a leerse en el Parlamento, reservó la última línea para la que le pareció la necesidad más acuciante de todas: «destruir la complacencia inhumana con la que la mayoría de los que están en casa apoyan la continuidad de agonías que no sufren y que no tienen suficiente imaginación para entender». 

Palabra clave: imaginación. Esa fue su revelación, la de los poetas ingleses de guerra. Cuando ocurre algo como aquello solo con imaginación puede comprenderse; la literalidad no alcanza. Y no porque las magnitudes sean inabarcables. Más bien porque, como ocurre como con la física entre el átomo y las galaxias, las magnitudes inmensas obligan a cambiar de modelo cuando se aspira a su comprensión. Las leyes de lo pequeño no rigen en lo grande. Y en el Somme se contaron jornadas con decenas de miles de bajas en un solo día; hasta el mismo sentido común, el que asiste con eficacia en la experiencia individual, pierde entonces su vigencia. Piénselo: ni siquiera entonces una víctima hipotética merece más compasión que su verdugo. Cuando caen millones, ¿cómo puede considerarse víctima a cualquiera, si por fuerza habrá sido antes el verdugo de muchísimos? En un frente al que se acude a morir, donde no hay opción de victoria real y se acabará en el barro por estadística, ¿cómo podrían los enemigos considerarse auténticos, si es tu país quien ha decidido que mueras y no ellos? Y si no avanzan las fronteras, no suceden las conquistas, si el propósito del conflicto no puede satisfacerse y de aquello resulta solo la muerte por sistema, ¿no se parece esta batalla más a un cataclismo natural, a una epidemia o un tsunami, con su misma universalidad? ¿Acaso no es ridículo, antes que abyecto, aplaudir un incendio o decidir que un terremoto es un mal severo, pero necesario, y que debe continuar?

Requiere imaginación, como dijo Sassoon. Solo con ella puede sacudirse uno de encima las categorías convencionales que someten el pensamiento. Ya no el patriotismo; incluso la misma noción de la objeción de conciencia. Lo suyo no era objeción de conciencia ni cualquier otra afirmación individualista. No era el miedo, el rencor o el hermanamiento de la infantería lo que movía su pacifismo; ni siquiera lo suyo era pacifismo estrictamente, porque Sassoon y sus compañeros no defendieron la idoneidad de poner fin a todas las guerras. Lo suyo era una visión serena, lógica, de lo que ocurre cuando la guerra alcanza un determinado tamaño: que deja de merecer el nombre y necesita uno nuevo. Y que también toda la otra terminología, que hasta entonces ha servido eficazmente para retratar la realidad, la traiciona entonces por completo. Parar esa guerra no comportaría «victoria», tampoco «rendición» o «derrota». Parar es la única opción auténtica cuando el alcance del número de bajas propias, tan ridículo, tan descontrolado, permitirá al ganador considerarse como tal solo según las leyes de la retórica, nada más. No con los números que rigen en la natalidad, la economía y las otras parcelas de la realidad. Y llamar a eso rendición sería tan absurdo como poner fin a un cáncer y llamar a eso fracaso. Hoy puede decirse que una convicción parecida a esta es la que ha contenido, de momento, el desencadenamiento de una guerra nuclear; los poetas de guerra pensaron que la auténtica línea roja fue Somme. Y que esa línea ya se había superado. 

Inútiles las palabras, hasta perniciosas en este contexto, los poetas de guerra pronto supieron que aquellos anticuados símbolos de la poesía, casi un fósil de la edad del Romanticismo, eran la única manera de recrear la antiguerra sobre el papel con cierto grado de autenticidad. El vestido mitológico del pacifismo no es pamplina, al contrario: es fundamentalismo. No deja al lector más opción que la compasión por igual hacia ambos bandos y el deseo de que se detengan. En las guerras de hadas y faunos no hay buenos y malos; solo hay buenos y buenos y ambos se están matando. Como el Somme, las de las criaturas mágicas tampoco son guerras auténticas, solo son desintegración. Podría cesar pero no cesa. Y eso hace desesperar. ¿Por qué razón tendría que continuar este absurdo?, se dirá el lector ante la matanza de Alqualondë, de los elfos Noldor contra los elfos Teleri, o cuando los faunos asustadizos de Graves coronaban con flores al soldado moribundo porque nada sabían de la muerte, solo de la belleza. Y solo entonces habrá ocurrido; solo entonces habrá visto el Somme con los ojos de quienes lo sobrevivieron, o lo hicieron suficientemente. 

Owen, aquel que dejó el enigma resuelto, cayó en acto de servicio una semana antes del armisticio, en 1918. Pero tuvo tiempo de explicar que aquellas viejas alegorías poéticas no solo revivieran, sino que conquistasen también la prosa y se revelasen como la herramienta más eficaz para el retrato de la guerra total, la que aconteció en el Somme. Por eso su silogismo está cincelado en mármol en la Abadía de Westmister, como si fuera la ecuación que concilia por fin dos grandes modelos del mundo que hasta entonces se contradecían: «Mi tema es la Guerra, y la compasión de la Guerra. La poesía está en la compasión».

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Imagen: Planeta Cómics.

De la guerra en Saga

No consta que Brian K. Vaughan y Fiona Staples hayan ido a la guerra, pero sí que hayan puesto en boca de su supervillano —el príncipe Robot IV, generalísimo de los ejércitos de Terrada— un afirmación muy parecida: «Lo contrario de la guerra no es la paz, lo contrario de la guerra es follar». Y que, con esta afirmación, el supervillano dejase de serlo.

Su remedio es dionisíaco, eso sí, y no apolíneo, como el de Owen. Pero en todo caso comparten con aquel ese fundamentalismo pacifista, tristemente obsoleto, que ante la guerra prescribe solo su contrario, sea el que sea. Con su falta de causa, su expansión universal y la burbuja de inmunidad  —Terrada y Guirnalda; Londres y Berlín— desde la que se decide la prolongación indeterminada de la guerra, Saga recuerda a la Primera Guerra Mundial que contaron los poetas, muchos con la misma herramienta de las criaturas de fantasía. Y la tensión en que se suspende el conflicto, pendiente siempre de eclosionar, recuerda mucho a El Señor de los Anillos —kilos y kilos de prosa dedicados a contar una guerra en ciernes que finalmente no se libró, sino que consiguió evitarse en el último momento—. Hoy en día, las personas como Vaughan y Staples aprenden ese principio solo en los libros, no con la experiencia. Y se puede deducir fácilmente que al menos el guionista de Saga, Brian K. Vaughan, seguramente lo hizo directamente de alguien que sí estuvo en la guerra, aunque fuera para contemplarla: Ernest Hemingway. A él, por cierto, pertenece uno de los dardos contra el relativismo belicista más recordados: «Que nunca se piense que la guerra, no importa cuán necesaria, cuán justificada, no es un crimen». Y en Saga este principio adquiere la condición de constante universal: todos aquellos que no renuncian taxativamente a la violencia acabarán matando e incurriendo en monstruosidad. 

Tanto es el peso de Hemingway en Saga que incluso aparecerá trasuntado en un cíclope farero y novelista, D. Oswald Heist, al que acompaña Ghüs, un pequeño hombre foca, y al que Marko y Alana acudirán en busca de sabiduría. O quizá el farero y el humanoide sean más bien Santiago y Manolín, los protagonistas de El viejo y el mar, y el mismo Hemingway se retrate mejor en Upsher, el reportero alienígena  que se verá involucrado en una guerra de la que no es parte, como Hemingway en España antes de escribir Por quién doblan las campanas. A todas se parece un poco Saga y a una más que a cualquiera: a Adiós a las armas

De hecho, demasiado se compara Saga con La guerra de las galaxias, Juego de tronos y las otras grandísimas epopeyas contemporáneas que involucran la guerra y el mito pero no contemplan la repulsión, la deserción y la huida como único acto posible de heroicidad. Y sí, a ver. Saga se parece a La guerra de las galaxias pero quizá como cualquier película sobre la mafia se parece a El Padrino. En eso y en los cazarrecompensas espaciales, y hasta ellos recuerdan más a los pintorescos Strontium Dogs o a los contrabandistas de Firefly más que a los de George Lucas. Antes también van El Incal, por no decir que todo Moebius, la serie de Aldebarán de Lèo y hasta Valérian y Laureline. Y finalmente, ya si eso, La guerra de las galaxias. Al menos, una que dirigiera Luc Besson sin reparar en fosforitos. Debe quedar esto claro, si no lo ha hecho ya: Saga ha nacido vieja. Y por su retrato de la guerra solo puede parecerse a una entre las grandes series contemporáneas: American Gods, adaptación de la novela homónima de Neil Gaiman. Otra, por cierto, donde son criaturas de fantasía quienes traban batalla. 

Y otra que comenzó con un superventas editorial. Oiga esto: el primer cómic de Saga se publicó en marzo de 2012. En octubre de ese año se publicó Saga Vol. 1, una recopilación en tapa dura de los seis primeros números. Desde entonces, cada seis números más se publica un nuevo volumen, que en España recibe el nombre de «capítulo», cada uno con ciento ochenta páginas. A efectos de catálogo, la industria pone estos tomos en la categoría de novela gráfica.

Pues bien: en el año 2015, cinco de las diez novelas gráficas más vendidas del año en Estados Unidos eran capítulos de Saga. De hecho, eran los cinco capítulos publicados hasta entonces. Dicho de otra forma: todo lo que Saga había publicado hasta entonces era superventas en 2015. Y capítulos como el primero, publicado en 2012, era el segundo más vendido del año tres años después de su lanzamiento. Saga no solo copaba las tres primeras posiciones de la tabla y cinco en total: también lo hacía siendo el único título de la tabla que no contaba con un correlato televisivo o cinematográfico y que no editaba Marvel o DC. Para que nos entendamos: es el Thriller de Michael Jackson. Es el Titanic de James Cameron. Casi tienta decir que es La guerra de las galaxias pero es que Saga, ojo, vende más novelas gráficas que La guerra de las galaxias. Es un fenómeno de ventas como no se había visto otro en la gran industria del cómic desde hace décadas. 

Se lo estará preguntando usted: entonces, ¿por qué no se adapta al cine o mejor todavía, a la televisión? Vaughan, que fue coguionista en varias temporadas de Lost, se ha cuidado de conferir a Saga una naturaleza fundamentalmente cinematográfica —una retórica común en los cómics más comerciales pero que en el suyo roza la verdadera transversalidad, casi como si fuera un story board—. Y aunque sería un proyecto costosísimo de producir, muy pocas veces una historia en papel puede ofrecer a un estudio semejantes garantías para eclosionar en gran pepino, o incluso en uno grandísimo. ¿Entonces?

Respuesta: Saga no se adapta porque a Vaughan se le acumulan las ofertas. Otro cómic suyo, Runaways, ha sido adaptado por Hulu, y FX también ha confirmado ya su intención de hacer lo propio con el cómic de Vaughan más aclamado hasta Saga, Y: The Last Man. Sobre el particular de Saga Vaughan ha comentado recientemente que sí, que seguramente se adaptará, y que le han salido muchas novias, pero que prefiere esperar a darlo antes por terminado, y entonces ya se verá. Fumata nera, como corresponde con los papas, pero fumata al fin y al cabo. Si espera a la bianca, espere usted sentado. Las series grandísimas necesitan relevo y Saga solo aspira a esa liga. En el anuncio oficial de su adaptación pesarán factores como la finalización de Juego de tronos y The Walking Dead y la medida en que otras superproducciones ya en curso, como Westworld, vayan a tomarle el relevo. Que vaya a ocurrir y que vaya a hacerlo alguna de las grandes casas, como HBO, AMC, CBS o Netflix, podemos darlo casi por sentado. 

O incluso Disney, en cuyo imperio constan algunas de las casas de producción —Marvel y LucasFilm— que mejor adaptarían Saga y una cadena, ABC, donde servirla al televidente generalista. Pero muchos lo descartan y aquí también nos inclinamos por hacerlo. Sin rodeos: por momentos, Saga es casi pornografía. Y no solo la pornografía que el gran televidente está inclinado a aplaudir. Pongamos para empezar sus escenas, muy explícitas, de sexo homosexual, y de ahí para arriba: con mujeres araña, con dragones, entre diferentes especies de alienígenas y hasta con robots. E incluso, cuando no media la obscenidad sexual, la minuciosidad de Saga con la anatomía es casi clínica. Hay partos en primer plano, hay matanzas dantescas y una paleta de fluidos corporales más amplia de lo que aconseja el escrúpulo. A su favor tiene, eso sí, su mensaje decididamente romántico y un retrato de la pareja y de la familia muy normativo, tradicional y hasta anticuado. Pero en el convento del mundo eso no basta. Particularmente sonado fue lo que hizo Apple con el número doce del cómic, cuya venta fue cancelada en iTunes, su tienda online, después de comprobarse que en una viñeta aparecía una pantalla de televisión y que en esa pantalla, en pequeñito, con el tamaño de un sello de Correos, aparecía un hombre haciendo a otro una felación. Esto, Apple; Disney, imagínese. 

Aun así, Saga es un cómic. Incluso con la mejor adaptación, adaptar un cómic es distinto de adaptar una novela y lo es en grado fundamental. A una novela hay que añadirle imágenes; un cómic ya las tiene y, en principio, también se deben adaptar. Intentonas en este sentido ha habido muchas e incluso algunas —300, Sin City, Scott Pilgrim vs. The World y hasta El Señor de los Anillos— se le suelen reconocer cierto grado de éxito en el arte —por otra parte, jovencísimo— de trasponer imágenes fijas en la pantalla y hacerlo con literalidad. Pero cabe preguntarse si Saga, una obran tan singular, sobreviviría a la pérdida de Fiona Staples, su dibujante. Aquí proponemos que no. 

Pide la costumbre que se considere al guionista primero que al dibujante, y así hemos procedido en esta revisión; pero piense en los muchos vítores con los que hemos celebrado a Brian K. Vaughan y ahora oiga esto: Saga no sería Saga sin Fiona Staples. Y no por la razón que quizá parezca más obvia, alguna especie de singularidad en su estilo que la haga irreemplazable. Más bien al contrario, Staples tiene un estilo continuista con la tradición de los superhéroes y su desenvoltura con la anatomía es pura escuela americana. Es su maestría, su virtuosismo, lo que desaconseja su reemplazo. Su grandísima eficacia técnica. Y la razón puede resumirse así: estas hadas y estos faunos viven donde corresponde, en una arcadia ideal. Y en la retórica visual contemporánea esa arcadia se ve en la publicidad, en los spots de perfumes y en los anuncios de cruceros. Así son los escenarios de Saga, los contornos de sus personajes y el trazo de sus movimientos: pura idealización, realidad abstraída para que parezca mejor y luego sirva al propósito de resultar destruida. Italia en un anuncio de pasta, Manhattan en uno de la última tablet del mercado. Una égloga pastoril contada con el lenguaje de los realizadores de publicidad. Si aquello fue decisión de Vaughan o Staples, eso no lo sabemos; pero que es un logro solo de Staples debe tenerse claro. Dibujar eso sin incurrir en la cursilería, conseguir imprimir verdad en aquello que no la tiene por principio, era indispensable en Saga y Staples lo consigue sin salir ni un momento de la excelencia. Y eso es difícil de mejorar. Si Saga fuera una partitura, Staples sería un violín Stradivarius. Solo con otro se le podría comparar, y eso aspirando solo a resultar igual. Que mejore parece imposible.

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Imagen: Planeta Cómics.

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3 Comentarios

  1. Solo me queda suscribir la idea general del artículo: Saga es una jodida maravilla, una muy bien hecha.

    • Ambimanco

      Muy buen cómic, sobre todo al comienzo. El problema va a ser verlo acabar. Esperemos que lo retomen cuanto antes.

      Aprovecho para recomendar cualquier cómic en el que Vaughan esté implicado. Es muy difícil equivocarse con él.

  2. Ya que estamos en terreno del cómic, me gustaría saber si alguien recuerda el título de uno de estos «capo lavoro», en colores, contemporáneo de Asterix y Obelix y más o menos con el mismo formato. Me acordé de él por el último dibujo, esa cabeza de gato en este excelente artículo y quisiera volver a leerlo, si es que está disponible todavía. Lo único que alcanzo a recordar, y que fue lo que más me impacto, era el argumento y sus personajes, una especie de sociedad nazista del futuro y sus componentes, todos con cabezas de animales, pero los más importantes llevaban aquellas de los dioses egipcianos. Si la memoria no me falla se preparaban a ver un espectáculo cruento dentro de un coliseo, una especie de lucha de gladiadores. Una genialidad. Gracias si alguien me puede dar noticias.

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