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Afrosoviéticos, la alternativa roja al infierno racial yanqui

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Nutsa Abash y su marido, Semyom Bobylev (Archivo de la familia Abash).

Semyom Bobylev se enamoró perdidamente nada más ver la foto de Nutsa Abash en aquel ejemplar del Pravda. Ginecóloga por la Universidad de Tbilisi, hija de un revolucionario, hermana de un héroe de la Segunda Guerra Mundial… Lo que más llamó la atención de Bobylev, no obstante, era que Nutsa fuera negra.

Aquella visión mariana derivó en una carta que le escribió ese mismo día el entonces aspirante a guarda forestal. Tras cuatro años de relación epistolar, ambos se encontraron finalmente en Tbilisi (Georgia) y acabaron casándose: él, un ruso de los gélidos Urales; ella, una hija de las cálidas aguas del mar Negro que, además de lucir un tono de piel tan singular para una ciudadana soviética, hablaba y pensaba en abjaso, una lengua caucásica de muy pocos. Aquel matrimonio era una prueba más de que la URSS no era un imperio, y ni siquiera un planeta. Era un universo en sí misma. 

Nutsa había llegado al mundo en 1927 y en Adziuzhba, uno de los tres únicos pueblos de toda la URSS habitados por descendientes de pobladores africanos (los otros dos eran Kindigh y Tamsh). Dichas localidades se encontraban en Abjasia, un pequeño rincón en la esquina nororiental del mar Negro conocido también por el sobrenombre de «la Riviera roja». Todo apparatchik que se preciara tenía allí su casa de veraneo. La abjasa también contribuye a poner aquel paraíso subtropical en el mapa soviético: «Nutsa se licencia en Medicina»; «Nutsa visita la granja colectiva que fundó su abuelo»; «Nutsa habla con los periodistas durante las celebraciones de 1 de Mayo»… La fama de la afrosoviética se extiende desde el mar Negro hasta el Pacífico como la sombra del Sputnik en órbita sobre el imperio, y justo en el momento en el que Rosa Parks se niega a ceder su asiento en aquel autobús de Alabama. 

En 1963 escribe una columna en Pravda («En defensa de mis hermanas») en la que denuncia la represión sobre la comunidad afroamericana. «Me duele conocer el trance por el que están pasando los negros en América, no solo porque he crecido en los valores del humanismo y del internacionalismo proletario, sino también porque mi piel es del mismo color», dice la abjasa. Luego pasa a resumir la historia de los negros del Cáucaso antes de subrayar que, «como ciudadanos soviéticos plenamente comprometidos con la construcción del comunismo», los prejuicios raciales les son desconocidos. «¡Libertad para los negros americanos!», remata Nutsa la columna.

También retumbaban los ecos de notorios inmigrantes negros americanos que soñaban con la experiencia de una sociedad igualitaria que prometía el Kremlin. Uno de los más conocidos fue Claude McKay, quien fue invitado a la URSS por el periodista y activista comunista John Reed en 1920, justo después de que Lenin pusiera la «cuestión negra» —así la llamó— sobre la mesa. Problemas burocráticos y económicos hicieron que McKay tardara dos años en llegar; al poco de hacerlo ya fue fotografiado junto a Zinoviev, Bujarin y otros líderes del Partido, quienes no tardarían en nombrarlo «miembro honorífico» del soviet de Moscú. A su vuelta a Estados Unidos publicó multitud de artículos en los que alababa los avances sociales en la URSS y animaba a otros «hermanos» a peregrinar al paraíso socialista para verlo con sus propios ojos. «Muchos verán en estas líneas unos altos niveles de propaganda pero no me importa. Se trata de una buena causa y estoy orgulloso de ser un propagandista», llegó a escribir McKay, quien acabaría convirtiéndose al catolicismo y al anticomunismo más visceral años más tarde.

Que la URSS era un referente para muchos norteamericanos también queda patente en esa serie de reportajes publicada en tres partes por el diario The Afro-American en 1973: «El color de la piel no levanta barreras para los africanos en la Unión Soviética», era el título. Por supuesto, Nutsa será una de las protagonistas principales de aquella cobertura; la otra es Lily Golden. Hija de una pareja de Mississippi emigrada a la URSS en 1931, Golden nació en Tashkent (actual Uzbekistán) y podría haber sido una tenista enorme (fue cuarta en los campeonatos de la URSS) de no haberse decantado por sus estudios de Historia. Se especializó en Estudios Africanos, publicó multitud de libros y se casó con un antiguo vicepresidente de Tanzania. Con él tuvo una hija, Yelena Khanga, que se convertiría en la primera presentadora negra de la televisión soviética. «Pertenezco a todas las razas: soy una afroamericana, judeopolaca e india que se convirtió en rusa en todo menos en la sangre», llegó a decir su madre antes de su muerte en 2010. 

Para entonces ya existe en la URSS una nutrida comunidad de estudiantes llegados de Cuba, Congo, Angola, Libia, así como de todo el arco de países alineados con Moscú. En cuanto a Nutsa, los reporteros del The Afro-American hablan con ella cuando tiene cuarenta años y dos hijos de quince y diecisiete. «Cuando Nutsa acabó la escuela se enfrentó a un problema común a muchos jóvenes soviéticos: había demasiado entre lo que elegir», escribe el reportero. Sus padres, continúa, habían trabajado por la victoria del socialismo, y fue gracias a esto que la joven pudo estudiar Medicina. «Georgianos, abjasos, adjarios y osetas estudian juntos, completamente ajenos a las antiguas rencillas de sus padres y sus abuelos». Por supuesto, el periodista no explica que las «rencillas» datan de ese momento en el que el Cáucaso se convierte en un enorme tablero de backgammon sobre el que Stalin mueve pueblos como fichas, pero ignorando los dados. Nutsa tenía cuatro años cuando, en 1931, el georgiano más poderoso de la historia ordenó la incorporación de Abjasia a la República Socialista de Georgia. 

Aquel fue el principio del fin para los tres pueblos afrosoviéticos. Se pone en marcha un plan para desplazar a los abjasos y que sus casas sean ocupadas por colonos. También se prohíbe el uso de su lengua, e incluso se borra su rastro en topónimos y antropónimos. Un gran número de políticos, intelectuales y personajes públicos abjasos son ejecutados tras fabricarse acusaciones contra ellos; hasta se baraja la posibilidad de trasladar a todos los supervivientes de las purgas a las estepas de Asia Central. Les pasó a los chechenos.

Muchas de las guerras en la zona tras el colapso de la URSS se explican por esas políticas de exterminio. Precisamente, los tres pueblos de los abjasos negros también serán arrasados por el conflicto con Georgia en 1992.

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Nutsa, a la izquierda, y sus primos, Shamil y Tsiba Chanba en 1936 (Archivo de la familia Abash).

De Pushkin a Putin

La primera noticia de aquellos pueblos llega en 1913 a través de un naturalista ruso. Dice quedar «prendado por el paisaje tropical» a la vez que «gratamente sorprendido» de que aquella gente no se diferenciara del resto de más que por el color de la piel. «Solo hablan abjaso y profesan la misma fe que los demás», escribe el viajero en la revista Kavkaz. Fotos antiguas —como la del padre de Nutsa— muestran a gente de rasgos inconfundiblemente africanos tocados con una papaja (gorro tradicional del Cáucaso) y enfundados en la característica cherkeska o casaca ceñida. Esa es la vestimenta tradicional de los hombres desde las orillas del mar Negro hasta las del Caspio. A su marido, Nutsa le explicó lo que ella había oído siempre de su padre; que un príncipe georgiano de la dinastía de los Abashidze había traído a su bisabuela y al hijo de esta a Abjasia. Otra teoría habla de mano de obra importada de África por el príncipe Chachba para trabajar en sus plantaciones de cítricos en el siglo XVII, mientras que la Academia Rusa de las Ciencias apunta al naufragio de un barco otomano cargado de esclavos procedentes de Sudán o Somalia a finales del XVIII frente a la costa abjasa. Una división rusa de alguna fortaleza en algún lugar de la costa habría rescatado al pasaje, el cual acabaría mezclándose con la población local. 

Si bien el esclavismo no era una práctica significativa en la Rusia imperial, contar con sirvientes negros fue una especie de moda que se extendió entre los aristócratas de la época. Durante una recepción en 1894, el embajador americano en Rusia, Andrew Dickson White, descubrió que el chaval que le servía el champán no era «nubio» como le habían dicho, sino de Tennessee. Incluso el bisabuelo de Alexander Pushkin fue un tal Abram Petrovich Hannibal, comandante en jefe del ejército imperial ruso, y de quien se decía que había nacido en Camerún o en Abisinia (actual Etiopía). Ahijado del zar Pedro el Grande, Hannibal había sido traído de niño desde Amsterdam. Pushkin le dedicó una novela biográfica (El negro de Pedro el Grande). En exhaustivo ensayo sobre su figura, Vladimir Nabokov lo describió como «un individuo tímido, ambicioso y cruel; probablemente un buen ingeniero militar, pero un hombre de escasa humanidad». 

En cualquier caso, remontarse a las redes esclavistas para explicar la presencia africana en Rusia puede no ser descabellado, pero sí reduccionista. Ya en el siglo V a.C., el propio Heródoto describe a los habitantes de la Cólquide (en el mismo rincón nororiental del mar Negro) como «gente de piel negra y pelo lanoso». Hasta aquí llegaron también Jasón y sus argonautas en busca del vellocino de oro, o Estrabón con su ejército de setenta traductores —uno por cada lengua que se escuchaba en aquel cosmopolita enclave hace más de dos mil años. Aún hay más. La estirpe georgiana de los Abashidze que menciona la propia Nutsa debe su nombre a un tal Abash llegado de Abisinia, y que habría acompañado al último califa de los Omeyas (Marwan ibn Mohamed) en su campaña georgiana del siglo VIII. No deja de ser otra leyenda, pero también un recordatorio más de que los desplazamientos humanos intercontinentales son anteriores a los vuelos low cost, e incluso a la rueda.

La total asimilación al Cáucaso de aquella gente fue una de las razones por las cuales los soviéticos no reconocieron a los abjasos negros como una minoría nacional. Además, trazar líneas «de color» entre la población era un «signo del capitalismo colonial» para la narrativa oficial, aunque aquel no dejaba de ser un mensaje bienintencionado que no cuajaba entre la población. A pie de calle, a los subsaharianos o sus descendientes —soviéticos o no— se les llamaba chernozhepy («culos negros»), negativy («negativos fotográficos») con demasiada frecuencia. Hoy es el día en el que a los ciudadanos rusos procedentes del Cáucaso y otras etnias no rusas se les sigue llamando «negros». Los afrosoviéticos fueron un poderoso elemento de propaganda, pero lo cierto es que enamorarse de alguien de rasgos subsaharianos en Leningrado podía convertirse en una aventura tan tortuosa como en la España de Franco.

Lo que queda

Mientras las protestas tras el último crimen racista a manos de un policía estadounidense se extienden por todas las capitales del globo, Moscú no tiene un rostro oscuro y afín a quien cederle un altavoz. Nutsa murió en 2008. A pesar de la proyección internacional que llegó a tener, la abjasa se entregó en cuerpo y alma a su trabajo como ginecóloga y familia y poco más se sabe de ella más allá de aquellos sonoros titulares. Su pueblo natal fue reconstruido tras la guerra del 92 aunque, para entonces, hacía tiempo que había perdido a aquella compacta comunidad de abjasos negros que lo puso una vez en el mapa.

«Hoy hay que buscar mucho para dar con ellos y, en el mejor de los casos, solo encontraremos a alguien con un tono de piel más oscuro de lo que es habitual en Abjasia», explica Viacheslav Chirikba, uno de los antropólogos más reconocidos de la pequeña república. También fue ministro de Exteriores entre 2011 y 2016. El investigador insiste en la «total asimilación cultural y lingüística» de aquella gente en este rincón del Cáucaso, lo cual, continúa, no se contradice con el hecho de que la mayoría no se casara con sus vecinos hace cien años. «Era más clasismo que racismo. En 1920 todavía quedaban restos de la antigua sociedad feudal, por lo que aquellos que pertenecían a los clanes de los antiguos nobles no se mezclaban con los de los sirvientes y lacayos. Por supuesto, los abjasos negros estaban en el escalafón más bajo», asegura el experto. 

Sabemos que Lenin cambió las tornas, pero de aquellos afrosoviéticos ya solo queda una memoria en blanco y negro enmarcada en soflamas triunfalistas. Entre otras cosas, el año que viene se cumplirán ya tres décadas de la disolución de la URSS. Buscamos en la genealogía de Nutsa y damos con su nieta, Diana Bobyleva. No quiere hablar; «Ya lo hice en aquella entrevista en Sputnik del año pasado». Nos manda el enlace por email. Decía Chirikba lo de buscar para conformarse con dar con alguien de tez algo más oscura. Ni siquiera es el caso de Diana, pero creemos ver un sutil reflejo de su abuela en sus facciones. La joven muestra una foto en la que Nutsa posa tocada con una estilosa pamela de rafia junto a ese hombre que le mandó una carta desde los Urales. Podría estar sacada tras participar la pareja en algún intenso debate de Komsomol, aunque también podría tratarse de un matrimonio mixto en la Alabama de los años cincuenta. Podría ser una foto sacada en un club de jazz de Chicago. Al final, lo exótico también puede ser lo más universal.

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Nutsa y su hija Nayra en una fotografía sacada en Abjasia (Archivo de la familia Abash).

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Un comentario

  1. Excelente artículo. Y qué bellezas negras. Creo que la endogamia social no es aconsejable si se quiere tener hijos sanos y tal vez más hermosos. Las informaciones genéticas que nos donan nuestros padres son más variadas y ricas si una de ellas proviene de lejos. Por estos pagos había un proverbio que la aconsejaba: moglie e buoi, dei paesi tuoi. (mujer y bueyes que sean de tus pueblos). En los tiempos que corren es una nostálgica y simpática reliquia que, no obstante, todavía tiene presencia. Muchas gracias.

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