Arte y Letras

Sonría a la cámara, por favor

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Bill Murray ante la cámara en Lost in Translation. Imagen: Focus Features.

Una de las faltadas más memorables de la historia de la tele se produjo cuando la marca de colchones Flex utilizó a Alberto Contador como imagen promocional en uno de sus spots. Especialistas en descanso, decían. Y Alberto aparecía ahí, tan sonriente, con su maillot amarillo y todo, como si ningún buen amigo se hubiera acercado a advertirle de que aquello era un error. Que por ahí no, Alberto.

En el anuncio veíamos a una familia entera en el sofá, completamente frita, una de esas siestas veraniegas de ronquido y baba. En la tele daban el Tour, claro. Entonces aparecía Alberto en pantalla y decía su frase: «Nada relaja tanto como el nuevo colchón de Flex… Bueno, casi nada», mientras seguía pedaleando con resignación hacia la cima. El antihéroe. La antigloria. El anuncio cerraba con un primer plano de la abuela sobando con la boca abierta. La primera vez que lo vi me tuve que frotar los ojos para comprobar que era verdad.

La campaña, por cierto, fue un éxito —al menos para Flex— y aquel anuncio lo daban mucho. Pero cada vez que lo veía yo siempre me preguntaba hasta qué punto Contador estaba avisado cuando firmó el contrato. En mi candidez, construí una realidad en la que un Alberto Contador inocentísimo se presentaba en el rodaje completamente vestido de carrera y, con una sonrisa enérgica, preguntaba: «¿Qué, cuál es mi texto?».

Cada vez que un famoso protagoniza un anuncio es difícil no acordarse del insigne actor Bob Harris (Bill Murray) en Lost in Translation (2003). En una escena de la película, Bob regresa a la habitación del hotel después de un largo y complicado día de rodaje —en el que, por cierto, presta su imagen para un anuncio de whisky—. Mientras zapea aburrido por los canales, tal vez preguntándose qué demonios está haciendo en Tokio, algo capta su atención. En mitad de una retahíla de concursos histriónicos, cintas de samuráis y videoclips epilépticos, Bob Harris se ve a sí mismo en una de sus antiguas películas, doblada ahora al japonés. Él, que lleva días sin entender ni una palabra más allá de arigatō o konnichiwa, se descubre hablando la lengua de Mishima con una voz que ni siquiera es la suya. Y frunce el ceño, con la suspicacia de quien devuelve el saludo a un extraño: no se reconoce. Al fin y al cabo, prestar algo, aunque sea tu propia imagen, significa dejar de ser el propietario.

Máquinas de matar

Hay en la cámara un magnetismo hechizante que hace que todos queramos mirar hacia ella. Un hipnótico pilotito rojo que parpadea, como si Tommy Lee Jones estuviera a punto de borrarnos la memoria en cualquier momento, ese ligero ruido de cinta transportadora, la profundidad cóncava e infinita de un espejo negro. Miramos a cámara como polillas miran hacia la luz. Y aunque no nos fría de un chispazo, la de la cámara es otro tipo de muerte. La muerte en tanto que quietud, en tanto que suspensión del tiempo. En la imagen grabada serán siempre las doce en punto, siempre el mismo día. Hablamos entonces de una muerte leve, casi agradable, que, como todas las otras muertes, tiene la facultad de repetirse hasta la eternidad.

Lo confesaré sin miramientos: tengo la impresión, la terrible sospecha, de que las cámaras son en realidad máquinas de matar. O digamos mejor de crear fantasmas, que para el caso, convendrán ustedes conmigo, viene a ser casi lo mismo pero con menos punch. Piensen en aquellos espejos deformes de los parques de atracciones, esos que le hacen a uno más grueso o más alto según el caso. Entramos por un lado del espejo y, cuando somos devueltos, ya somos otros. Ahí está: nuestro fantasma. Ahora imaginemos que ese alter ego suyo no desaparece cuando usted se va del espejo sino que, muy al contrario, permanece, pudiendo adquirir vida propia.

Una imagen que puede echar a andar, replicarse, resignificarse, robarse e incluso aprender japonés, como le sucedía al fantasma de Bob Harris. Un punto de inflexión en este asunto llegó a principios del siglo pasado, cuando descubrimos que estas imágenes fantasmales, como casi todo lo demás, también se podían vender.

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Maradona y Julio Alberto. (DP)

El gobierno de lo invisible

Probablemente uno de los primeros en darse cuenta no fue otro que Edward Bernays. Este americano hijo de vieneses, cuya vida y obra dan para otro artículo entero, fue el primero en acuñar el término «relaciones públicas», disciplina de la que es considerado padre fundador. Que la revista Life lo nombrara como uno de los cien americanos más influyentes del siglo XX, créanme, no es ninguna casualidad. Que se tratara del sobrino de Sigmund Freud, tampoco.

En los años veinte, el joven Ed, agrónomo de formación, se saca de la chistera dos libros pioneros en la materia: Cristalizando la opinión pública (1923) y Propaganda (1928) —obras que, por cierto, más tarde serían de cabecera para Joseph Goebbels—. En ellos se nutre de las ideas de su tío acerca del inconsciente para retratar a una sociedad de consumo aborregada que no compra por necesidad, sino movida por impulsos primitivos e irracionales que conectan con su lado más animal. En una era de abundancia como fueron los Roaring Twenties, sumen a este cóctel psicoanalítico un ecosistema cultural donde los recién estrenados mass media ejercen un poder sin precedentes sobre la opinión pública —seguro que no les cuesta mucho trabajo hacerse a la idea— y ya lo tienen: es el siglo de Edward Bernays. El hombre que instrumentalizó la semiótica.

En el fecundo palmarés de Bernays se encuentran algunos logros que harían sonrojar al mismísimo Maquiavelo. Entre ellos, asociar los coches a la masculinidad, poner de moda los relojes de muñeca o colaborar como asesor de la Casa Blanca. Caso paradigmático el de Calvin Coolidge, 30º presidente de los Estados Unidos y un tipo más soso que mascar una goma de borrar. Apodado Silent Cal, digamos que Coolidge no era el alma de las fiestas. ¿Qué hizo el bueno de Ed para mejorar su marmórea imagen? Organizar desayunos en la Casa Blanca con estrellas de Hollywood: al día siguiente, los periódicos abrían con magníficas fotografías del presidente luciendo una desacostumbrada sonrisa y rodeado de celebrities de la época. Tal vez Ed Bernays no era el tipo más creativo del mundo pero, desde luego, era efectivo.

Ahora, desde la atalaya de nuestro tiempo, la fórmula nos puede parecer sencilla y hasta evidente, pero cabe ponderar que en su momento supuso un verdadero seísmo en las reglas del juego. Hasta entonces, la publicidad se había centrado puramente en la dimensión funcional del producto. Si había que vender un coche, pongamos, se daba por supuesto que había que hablar de kilometraje, de potencia, de carrocería… Bernays fue el primero en comprender que todo aquello era pura hojarasca. Para que la persuasión resultara determinante, la tecla que había que tocar debía ser emocional, sugerente, intangible. Antes de Eco, antes de que Barthes nos hablara de Mitologías, lo que Edward Bernays supo ver antes que nadie es que la publicidad no comercia con objetos sino con símbolos. Y aquel hallazgo cambiaría el devenir de la comunicación de masas hasta nuestros días.

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DP.

Tan solo un ejemplo más. Cuando la American Tobacco Company contrata a Bernays para conquistar el mercado femenino, este lo tiene claro. Hay que apelar a la dimensión sexual del cigarrillo (al menos eso es lo que le dice el psicoanalista Abraham Brill al ser consultado). Hasta ahora, las mujeres fuman solamente en espacios privados y existe un tabú a que lo hagan en público, como los hombres. Es hora de emanciparse. En términos freudianos —a mí no me miren—, ha llegado el momento de que las mujeres tengan sus propios penes. De modo que, aprovechando un multitudinario desfile en Nueva York, Bernays convence a un grupo de chicas jóvenes —entre ellas, la escritora y activista Ruth Hale— para que escondan cigarrillos debajo de la ropa y, a su señal, los enciendan. Sin saberlo, están a punto de convertirse en las primeras influencers. Acto seguido Bernays avisa a unos fotógrafos de que unas sufragistas se han propuesto boicotear el desfile: «¡He oído que van a encender antorchas de libertad!». Torches of freedom!, dice. Por supuesto, la frase está tan preparada que huele a chamusquina, pero eso no impedirá que aparezca en portada del New York Times al día siguiente ni que, más importante aún, logre cumplir su cometido simbólico: fumar se ha convertido en un gesto de empoderamiento femenino. Edward Bernays lo ha vuelto a hacer.

Suya es la frase: «La propaganda es el órgano ejecutivo del gobierno invisible». Cinismos aparte, lo revelador de la cita es el término invisible. Después de todo, no es extraño que su idea de la persuasión se cimentara en todo aquello que no era dicho, lo que no era visto, lo que subyace agazapado debajo de cada signo.

Si se han quedado con ganas de más Bernays, les recomiendo que echen un vistazo a The Century of Self (2002), interesantísima serie documental producida por la BBC y dirigida por Adam Curtis.

El fantasma y yo

Cada objeto del mundo puede pasar de una existencia cerrada, muda, a un estado oral, abierto a la apropiación de la sociedad, puesto que ninguna ley nos impide hablar de las cosas. (Roland Barthes)

La mirada de la cámara nos redimensiona. No porque nos haga más gordos, que también, sino porque nos nutre de nuevas potencialidades significativas. Se quiera o no, en el momento en que uno participa de lo público, de lo ajeno, deja de ser propietario exclusivo de su imagen. Ya somos otros.

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Jorge Luis Borges. (DP)

¿Pero qué ocurre cuando el individuo, el objeto, se ve obligado a convivir con su otro, su símbolo? No podemos obviar que existe un juego de espejos que se establece entre el original y la copia. Entre la faz y la máscara. Entre el ser viviente y el fantasma. Porque convertir a los muertos en símbolos, como estamos acostumbrados a hacer, debe de ser relativamente fácil de sobrellevar —al menos para el finado—. Lo difícil es soportar el peso de esa presencia espectral estando uno en vida.

Borges lo expresa mejor en un texto precioso titulado «Borges y yo», recogido en el volumen El Hacedor (1960). Si bien él no era propenso a ser víctima de cámaras y flashes, el suyo, en tanto que escritor, fue un enfrentamiento contra su propio nombre. Así, en el citado texto se distinguen dos entidades: Borges —el célebre escritor, acusado de actor vanidoso que todo se lo atribuye— y un yo tenue y difuso, una voz imposible de apresar, en constante huida del otro.

Y es digno de mención que precisamente sea el falseador quien está destinado a prevalecer. Es ese Borges a quien hoy recordamos, no al original. Un dictador, en toda la amplitud de su sentido, que sometió al viviente bajo un yugo implacable:

Yo vivo, yo me dejo vivir para que Borges pueda tramar su literatura. […] Yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y solo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro.

La magnitud del personaje ejerce una fuerza gravitatoria de la que es imposible escapar. El fantasma de Borges es para él una presencia sofocante y ubicua que acecha hasta el último de los rincones, de ahí el final inmejorable, la duda definitiva: «No sé cuál de los dos escribe esta página».

Si bien Borges vivió esta duplicidad con una cierta resignación, no siempre es así. Hay todo un episodio de la celebrada serie documental The Last Dance (2020) dedicado a cómo Michael Jordan soportó, enfrentó y, finalmente, sucumbió ante la imagen inalcanzable que se había creado de sí mismo.

Corría la temporada 92-93 y las colas se multiplicaban en los pabellones de todo el país, los jingles de la tele cantaban Be like Mike! y el mundo entero estaba como loco por rozarle un pelo del bigote al chico de oro. Sin embargo, lo que se estaba librando a espaldas de la multitud, en la solitaria habitación de algún hotel de lujo, era un descarnado uno para uno. Jordan versus Jordan, el superhéroe contra el humano. Incluso él, el tipo más competitivo de toda la NBA, sabía que se trataba de un partido perdido desde el principio.

La primera finta del fantasma se produjo cuando esa misma temporada el libro Jordan Rules, que retrataba a un tirano en el vestuario, se situó entre los más vendidos. Apenas un paso en falso, una ligera pérdida de equilibrio. Él no se cansaba de repetir que la suya no era una vida envidiable, pero nadie parecía querer escuchar. Poco después, en mitad de los play-offs, salió a la luz su faceta de apostador compulsivo, y aquello fue el drible que definitivamente dejó a Michael con los tobillos clavados. Por más que lo intentara, era una jugada imposible de defender. La prensa fue inclemente. A finales de ese mismo año, cansado del asedio mediático, Jordan dejaría el baloncesto. Nadie podía llegar tan alto, ni siquiera un tipo al que llamaban Air.

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Imagen: Netflix.

Por suerte, no todos los tratos entre Doppelgänger son fratricidas. También los hay simbióticos. Idilios de correspondencia. De todos ellos, el caso de Rick Astley es especialmente fascinante.

Astley se dio a conocer en la escena pop de los años ochenta con canciones como «Whenever You Need Somebody» o «Together Forever», aunque, sin duda, ninguna sonaría tanto como «Never Gonna Give You Up» (1987), un éxito internacional inmediato. Tenía Astley una de esas caras de niño inglés que lo mismo te vende una caja de galletas que te pega una patada en la espinilla, y una voz profunda y negra, que contrastaba con su encendida pelambrera naranja. Nada podía salir mal.

Los primeros años fueron felices, pero también fugaces. Tal vez porque tocó una cima demasiado temprana, porque decidió virar hacia sonidos más soul o porque su pelo naranja se oscureció, el caso es que sus álbumes posteriores no alcanzaron las expectativas, y la caída fue dura. Cada vez era más claro que todo tiempo mejor quedaba ya a sus espaldas, y en 1994, con apenas veintisiete años, Rick Astley se retiró de la música.

Entonces, ¿por qué recordamos a Rick? Pues porque, más de una década después de su retirada, sin comerlo ni beberlo, Astley —o, para ser más precisos, su fantasma— se convirtió en un meme. Ya saben: los caminos de internet son inescrutables. Por gracia y ventura de los cenagosos foros de 4chan, allá por 2007, la canción «Never Gonna Give You Up» se convirtió en la forma última del troleo, hasta el punto de ganarse un nombre propio: rickrolling. Si vive usted en las afueras de Plutón y todavía no sabe en qué consiste la broma, en esta página se lo ilustrarán mejor.

Nadie podía explicárselo. Al menos no desde la lógica. Veinte años y cientos de millones de visualizaciones después, aquel niño pelirrojo de Lancashire volvía a ser el fenómeno global que fue, aunque probablemente no como él esperaba. Forzosamente, tenía que tratarse de una broma. La verdadera noticia, sin embargo, la que en este artículo nos ocupa, es la de su regreso a los escenarios. Porque durante los últimos tiempos, Astley ha vuelto a dar conciertos y, más recientemente, después de lustros de silencio, ha estrenado tres nuevos discos. Maldita sea, ha llegado a aparecer en El Hormiguero. Tómense unos segundos para pensar en esto detenidamente. En cómo el fantasma, una imagen que vagaba sin dueño por los callejones de internet, a fuerza de replicarse, ha dado por resucitar al vivo —a su carrera musical, al menos— dos décadas más tarde. Por más que lo intente, no se me ocurre un efecto bumerán más impresionante que el de Rick Astley.

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Rick Astley. Imagen: AMRA.

Y por último hay relaciones que, como todas las relaciones, sencillamente se acaban. Fantasmas que, como todos los fantasmas, desaparecen. Tan solo déjenme decirles que, si por casualidad alguna vez se quieren deshacer de su imagen pública y tirar de la cadena, piénsenlo dos veces, pues nunca saben cuándo la podrán necesitar.

Siempre he pensado que todo puede explicarse a través del ajedrez y, en este caso, como no podía ser de otra manera, existe una fantástica anécdota de Bobby Fischer al respecto. La cuenta el gran maestro sirio-estadounidense Yasser Seirawan.

Estamos en Bruselas, en una época en la que las radios ponen las canciones de Rick Astley a todo trapo. Ya ha llovido desde que, en 1974, Fischer se negara a defender el título de campeón mundial frente a Kárpov, y desde entonces la imagen del americano ha pasado de héroe a villano tantas veces que ya no sabe ni por dónde vienen los tiros. De convertirse en un icono de Occidente a la altura de Muhammad Ali a que la policía de su país lo detuviera tras confundirlo con un vagabundo. Bobby Fischer ha desaparecido del tablero por completo, y tan solo algunos amigos ajedrecistas le guardan una suerte de lealtad más a su talento que a otra cosa.

El genio no quiere saber nada de nadie. No ha jugado ninguna competición ni ha concedido entrevistas desde que se hiciera con la corona mundial en el 72 y eso son muchos, muchos años. Demasiados. Su paradero es siempre desconocido, y su personalidad da síntomas de escorarse de lo excéntrico hacia lo directamente paranoide. La gente está empezando a olvidar. Olvidar a Bobby Fischer. Ojalá él pudiera hacer lo mismo.

Estamos en Bruselas, decíamos, donde Bobby se encuentra visitando al empresario y organizador Bessel Kok. Él, que siempre ha sido un anacoreta, no está dispuesto a alojarse en un hotel cualquiera a estas alturas de la película por miedo a ser reconocido, de modo que acuerdan que se hospedará en casa de su amigo. Casa de la que apenas saldrá en varios días. La sorpresa de Kok es mayúscula cuando, tras una semana de hermética clausura, Fischer suelta, como quien no quiere la cosa: «Oye. ¿Sabes de algún bar donde podamos conocer chicas?».

Así que ahí están. Fischer y Kok, que ni siquiera han pisado la calle juntos para partirse un gofre, en un bar de Bruselas, espalda con espalda, frente a sendas mujeres.

—¿Y a qué te dedicas? —dice ella.

—Verás, es difícil… Soy el campeón mundial de ajedrez.

—¡Venga ya! ¿Cómo te llamas?

—Mi nombre es Robert James Fischer. Bobby Fischer.

Ella levanta una ceja, escéptica.

—Ahora que lo dices, sí, me suena ese nombre. Pero voy a necesitar algo más para creerte.

La ironía es perfecta. Tras dieciocho años huyendo de su propio nombre, escondiéndose de los demás pero, sobre todo, de sí mismo, ahora Bobby necesita una prueba. Algo que acredite que en efecto es él. Bastaría con un pasaporte, un carnet de conducir, una tarjeta de crédito. Nada. Bobby no lleva encima ninguna de esas cosas. Y de poco sirven los esfuerzos de su socio Kok por corroborar su historia. Desesperado, Bobby tiende la mano hacia su fantasma, como quien pide ayuda a un viejo amigo, pero el fantasma ya no está, se ha esfumado al fin.

—Hagamos una cosa —tercia ella—. Fingiremos que te creo, pero primero me tendrás que pagar otra copa.

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Bobby Fischer. Foto: Wikicommons (DP).

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2 Comentarios

  1. Eduardo Roberto

    Excelente artículo, con giros hacia la metafísica como a mí … gustan. Con respecto a su tangencial evocación de Machiavelli, creo que no se merece ese tópico de hipócrita cruel. Fue un hombre de su tiempo. Esperemos que JD encargue una investigación sobre él. Hubo un connacional de estos tiempos, ya muerto lamentablemente, que ha dejado sus reflexiones en defensa de ese gran florentino angustiado por la situación política y social de su tierra. Confieso que he llegado solo a la mitad de sus escritos, y lo único escandaloso e inmoral que he hallado, fue esa referencia que con la cual pasó a la historia como figura negativa: …“extinguir” la sangre de los príncipes derrotados…, lo demás son jugosas crónicas de sus tiempos. Tenemos una visión idealizada del gran Augusto quien sin ningún tipo de remordimientos cometió tres infanticidios: Cesarione, el hijo de su tío y de Cleopatra y los dos que esta tuvo con Marco Antonio, pero de ellos nada nos han dicho. Siguen siendo grandes figuras. Gracias por la lectura.

    • Opino lo mismo de Maquiavelo pero de eso trata el artículo justamente, de que en ocasiones los fantasmas se comen a la persona real. A veces es involuntario pues lo que llega es obviamente una versión parcial y reducida de la realidad. A veces (la mayoría de las veces creo yo) por pura toxicidad de la sociedad en general que opinan casi siempre con malicia y sin saber, y los medios de comunicación que también se mandan su parte, hay que decirlo.

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