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Crónicas de una guerra: Un retrato de Martha Gellhorn, Ernest Hemingway y Virginia Cowles (y II)

cronicas-de-guerra
Collage fotografías Cordon Press.

(Viene de la primera parte)

Mujer contra mujer

Martha Gellhorn, Virginia Cowles, Ernest Hemingway. Son los nombres de tres periodistas que coincidieron en la España del 37. En el Hotel Florida, en Madrid. Venían a cubrir la guerra para el resto del mundo. O, más bien, para Estados Unidos.

Él, un escritor ya famoso convertido en reportero. Ellas empezaban unos escalones más abajo. Por mujeres. Por jóvenes. Sobre todo por mujeres. 

A Martha, Virginia no le cayó nada bien y la tachó de frívola, siempre vistiendo una indumentaria nada apropiada para una reportera en un país en guerra. Aunque, como cuenta Amanda Vaill, con el tiempo las cosas cambiarían: «Al principio fue como una competición, Martha la vio llegar y dijo “Uhhh”, pero luego se dio cuenta de que Cowles no pretendía nada de lo que tenía Gellhorn, entonces se relajó y decidió ser su amiga», estableciendo, así, una relación que duraría décadas.

Para Vaill, Martha siempre quiso ser la chica lista en la sala, le consumía la idea de cómo era percibida por el resto, y vivía en una dicotomía entre la furia que le producía el sufrimiento de la gente a la que la guerra le había pillado en medio y su deseo de fama y reconocimiento: «Quería ser aquella que bebiese más que un hombre, la reportera más avezada, la mejor, pero sin ser un hombre. Ella quería ser una mujer».

«Conozco a mucha gente como ella, mujeres jóvenes, atractivas e inteligentes a quienes los hombres adoran y que tienen muchos problemas para establecer amistades con mujeres, básicamente porque se sienten competitivas o superiores hacia ellas. Realmente creo que, en ese sentido, es un producto de su época», agrega.

En cambio, Virginia no se le hace tan «estilosa» como Gellhorn, pero se le antoja como una magnífica corresponsal de guerra. «Arriesgó su integridad física en múltiples ocasiones, era valiente y tuvo una vida harto interesante, pero hoy tengo la sensación de que nadie sabe quién fue». 

«El trabajo de Virginia Cowles es muy interesante, pero lo suyo es algo muy cándido. O sea, está muy bien porque es la visión de una inocente; las cosas que narra, a veces sin darse cuenta de su importancia, son maravillosas porque le da una inmediatez a lo que dice, nada más», contrapone, al ser preguntado, el historiador británico Paul Preston, en la que, afirma, será su última entrevista.

Dos mujeres cuasi opuestas que, sin embargo, compartieron lo más importante: la mirada. Sus crónicas se caracterizan por dejar de lado la escritura bélica más habitual hasta el momento, poniendo el foco en los detalles mínimos que observan en las vidas ajenas. Y, debido a que Gellhorn escribía para el Collier’s, no fueron pocas las ocasiones en que visitaron juntas prisiones y hospitales con el fin de reunir datos y entrevistar a oficiales. E, incluso, compartieron momentos de «ocio» en los que se mezclaron en la vida que los madrileños pretendían teñir de normalidad, a modo de supervivencia. 

Pasará la guerra, pasarán los años y cada una seguirá su vida. «No podían ser más diferentes. Martha fue muy buena creando una leyenda a su alrededor mientras vivió, haciendo creer que tuvo una vida controvertida, plagada de amantes. Y la tuvo, claro que la tuvo, pero no más allá de la que cualquier otro podía haber llevado», observa Vaill, «Estando aún con Hemingway, tuvo una aventura con un joven gran general, James M. Gavin, que era el gran héroe del momento. Consiguió el premio del pez gordo. En cambio, Virginia se tropezó con un amable periodista [Aidan Crawley] con el que se casó y fue feliz [hasta que un accidente de coche, que él conducía, le arrebató la vida. Crawley nunca lo superó] Pero Martha… vivió insatisfecha en este y en otros muchos aspectos de su vida, nada, nunca, fue suficiente para ella».

Hoy, a pesar de sus trepidantes vidas, ninguna de las dos ha pasado a la posteridad, tan solo de puntillas, ya que, al fin y al cabo, como apunta Vaill, lo que hacían eran artículos periodísticos que se publicaban en diversos diarios que, una vez impresos y distribuidos, se perderían en el trajín del día a día.

Martha Gellhorn 1
Cortesía: Everett. Cordon Press

Ernesto

Un hombre fuerte como un toro y con un amor desaforado por la vida, así describiría el fotógrafo Robert Capa al escritor de Illinois. Un hombre que, no pocas veces, tecleaba pegado a una botella, quizá no tanto por su adicción a los licores, que también, sino para sobrellevar la agonía de una República que, como comunista confeso, se había convertido en su causa.

Hemingway había sido contratado por Jack Wheeler, el editor general de la NANA, no por su experiencia previa como periodista, sino porque se trataba de alguien destacado en el mundo de la fama y cuya firma provocaría un número importante de ventas. Wheeler quería el drama y el color de las aventuras personales del aclamado escritor y él, en una primera instancia, siguió las indicaciones de la agencia. 

«Sin embargo, las cosas no tardaron en cambiar», indica el estudioso del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT), William Braasch Watson, en el número 7 de la Hemingway Review, donde están recogidas todas las crónicas que Ernest escribió bajo cielo español. «Sobre todo porque Hemingway se encontró trabajando con otros profesionales con los que tenía que competir por la atención de los periódicos. Sus mejores amigos en España, aparte de algunos oficiales y miembros de las Brigadas Internacionales, fueron corresponsales como Herbert Matthews del New York Times y Sefton [Tom] Delmer del London Daily Express. Aspiraba a su respeto, además de su amistad, y trabajó duro para ganárselo».

«Se ha exagerado muchísimo la reputación de Hemingway, aparte de que era un fardón imperdonable, su trabajo era mayormente militar», contrapone Paul Preston, «Y, además, llegó tarde a España. Si tuviera que escoger a algún gran periodista de la guerra civil me quedaría con Herbert Matthews  o Louis Fischer. Aunque, por supuesto, todos tienen su valor».

Watson, por otro lado, también destaca que el sujeto principal, y probablemente, favorito del escritor era la estrategia militar; «en cinco ocasiones dedicó casi todo su texto al desarrollo estratégico de la guerra, normalmente haciendo predicciones sobre cómo se desarrollaría el transcurrir de los eventos en los próximos meses, siendo coloreados por su inquebrantable convicción, casi hasta el final, de que los leales podrían ganar la guerra. […] Además, estaba enamorado de los paisajes españoles en todas sus formas, luces y colores, es raro encontrar un despacho que no contenga una descripción de una distante o lejana escena».

Asimismo, Hemingway era terriblemente competitivo y celoso de sus fuentes, como demuestra el episodio en que, acompañado de Virginia y la corresponsal comunista, Josephine Herbst, entrevista a Luis Quintanilla —quien, a pesar de no ocupar ningún cargo oficial, movía los hilos de la inteligencia en Madrid— a raíz de la desaparición de José Robles, un gran amigo del escritor Dos Passos que había viajado a España preocupado por su repentina falta de noticias. 

Quintanilla confirmará la muerte del desaparecido, cosa que fragmentará la relación entre ambos escritores, ya de por sí debilitada debido a los celos que el talento de John despertaba en Ernest:

—¿Ha muerto mucha gente en Madrid? — preguntó Hemingway.

— En una revolución se hacen cosas de mala manera— susurró Quintanilla.

—¿Y se han cometido muchos errores?

— ¿Errores? —Quintanilla enarcó las cejas—. Errar es humano. Diecinueve (no dejó, ni un momento, a lo largo de la conversación, de contar los estallidos de los proyectiles que se estrellaban en la calle)

—¿Y cómo murieron… esos errores? — quiso saber Hemingway

—En general, considerando que eran errores, muy bien —. Quintanilla agarró la frasca y sirvió un chorro de vino bermellón en el vaso de Ginny Cowles. Luego sonrío—. De hecho, de un modo magnífico.

[…]  Poco después los estadounidenses decidieron arriesgarse a salir del sótano. Cuando estuvieron en la resplandeciente Gran Vía, Hemingway agarró a Ginny Cowles del brazo.

—Un tipo muy chic, ¿eh? — comentó —Pero recuerda que es mío.

(Amanda Vaill, Hotel Florida, 2014)

A Virginia no le extrañó en absoluto, según cuenta en sus crónicas, encontrarse una conversación muy similar reproducida en la pieza teatral, ambientada en el Hotel Florida durante la guerra, que el escritor publicaría meses después titulada La quinta columna, nombre con el que, desde entonces, se ha designado al temido enemigo interno.

Corresponsales a ambos lados del frente

Del trío, tan solo Cowles tuvo el arrojo —o la oportunidad— de cubrir el conflicto desde los dos bandos. Ambicionaba una visión completa de lo que ocurría en España y en contra de lo que esperaba lo consiguió, a pesar de que sus perspectivas de introducirse en filas nacionalistas no eran muy halagüeñas si se tenía en cuenta que, en sus papeles, figuraba que había estado cubriendo la zona republicana, cosa que no hacía demasiada gracia a los falangistas. 

Dos intentos le llevó el poder adentrarse en bando de Franco. Según Preston, fue cuestión de suerte.

A Virginia le horrorizaba «sumergirse en una atmósfera en la que el triunfo significaba el desastre de las personas a las que había dejado atrás», pero, por otra parte, quería conocer el punto de vista sublevado ya que, según asegura en sus reportes, los hombres mataban por convicciones, no por arrebatos de pasión. «En España, un hombre había matado a su hermano no porque no le quisiera, sino por estar en desacuerdo con sus ideas políticas».

Una vez allí, comprobó que la censura laxa en Madrid, siempre que una se centrara en el lado humano del conflicto y no en estrategia militar o política, nada tenía que ver con el férreo control que allí, fuese a donde fuese, se ejercía sobre la prensa. A los reporteros les resultaba casi imposible acercarse al frente —mientras que, en la República, nadie se preocupaba demasiado si algún periodista extraviado recibía un perdigonazo; estaban por su cuenta y riesgo— y siempre, siempre, siempre, iban escoltados, haciéndoseles imposible la tarea de redactar una crónica medianamente verídica. Tendrían que esperar a transcribir sus memorias para poder rendir cuentas con la realidad.

España era un hervidero de prensa venida de casi todos los rincones del planeta, debido a que se trataba de un acontecimiento de interés mundial y, pronto, sacarían las primeras conclusiones:  «Los periodistas que fueron a la zona republicana adoptaron la idea de que allí se luchaba el futuro de la democracia mundial, y llegaron rápidamente a la deducción de que, si ganaba el fascismo en España, Hitler estaría bombardeando pronto París y Londres», argumenta el historiador en otra ocasión, «con lo cual hay un elemento de evangelismo en sus crónicas, intentando despertar a sus respectivos gobiernos». La segunda idea que aquellos se forjaron de la República vino de sus propias vísceras, al ver la lucha y el sufrimiento de los leales al gobierno, que acabó por despertar las simpatías de muchos, de los cuales buena parte acabaría alistándose en las Brigadas Internacionales atrayendo, así, la mirada de peces gordos del mundo de las letras como Hemingway o Dos Passos. 

La gran pregunta entonces es ¿cómo no se hizo nada? ¿Cómo es que se mantuvo la «neutralidad» por parte de aquellos países acabarían formando el bloque de los aliados en la Segunda Guerra Mundial? ¿Cómo es que el clamor, prácticamente unánime, de la prensa pidiendo auxilio no se trasladó a los hechos?

Para el estudioso, la respuesta es sencilla: los periodistas más influyentes en Estados Unidos como Louis Fischer, Herbert Matthews, Jay Allen o el propio Hemingway contaban con la simpatía del presidente Roosevelt y la primera dama, sí, pero no a nivel de cambiar la política exterior. Lo intentó hasta el embajador americano en España, Claude Bowers, escribiéndole insistentes misivas al mandatario americano. Tras la guerra, Roosevelt le respondió escueto: «Mira, tenías razón, deberíamos haber cambiado la política. Hemos cometido un grave error, pero yo no pude hacer nada».

Hay un caso dentro de la guerra civil, solo uno, en que la acción de los corresponsales obligó a un país a cambiar su dirección política: tras el asedio de Bilbao. «Fue en marzo o abril del 37», aventura Preston, «y el gobierno británico apoyaba a Franco. Desde la clandestinidad, claro, pero lo apoyaba. Y, para cuando se produjo el asedio, había dado órdenes a la marina británica de no proteger a los barcos mercantiles que proveían los alimentos a la urbe. Se armó un follón alucinante por parte de la prensa de izquierdas basado en lo que sabía el corresponsal del Times en Bilbao, George Steer, que fue lo que les obligó a cambiar su política».

Fue también en el País Vasco donde Cowles haría el mayor descubrimiento en la zona de los sublevados: la matanza de Guernica, que no había sido incendiada por «los rojos» como se había hecho creer a la población y a buena parte de los contendientes que luchaban por el que acabaría llamándose «caudillo». Guernica había sido bombardeada hasta los cimientos y los cazas llevaban, en un costado, los colores de Italia y Alemania.

Fue en una conversación casual con un par de oficiales en Santander, después de que un superviviente, entre aspavientos, le dijera que el cielo se había cubierto de aviones.

Le aconsejaron que no escribiera nada que tuviera que ver con aquella conversación. A Virginia, por supuesto, no se le ocurrió. Al menos no hasta que hubo dejado los Pirineos tras de sí.

La tentación vive arriba 

Cuentan las malas lenguas que la literatura y el periodismo de guerra siempre han sido compañeros de cama y que no son pocos quienes se han enredado entre las sábanas del súcubo que promete el paraíso a golpe de párrafo. 

Si uno conoce los hechos por qué no afilar un poco los detalles, salpicar el texto con inocuos adjetivos que trasladen al lector las emociones de lo ocurrido. «El periodista tiene derecho a «pintar» esas lágrimas para reflejar mejor la atmósfera del momento, el estado anímico del personaje descrito», diría en una ocasión Gabriel García Márquez en defensa de la literatura por encima de todo. Quizá porque él también se inventó historias cuando debía retratar vidas de las de verdad, de las de carne y hueso. Quizá porque, las más de las veces, son los grandes escritores quienes, cegados por su propio brillo, emborrachan a la realidad y alteran el relato. Y Hemingway fue, ante todo, una estrella.

«Uno más de aquellos frívolos intelectuales que vinieron a la guerra española como a un safari. […] Los anarquistas, de los que era admirador, lo llevaron al frente a pegar tiros de pega delante de los fotógrafos en la retaguardia para que pudiera pavonearse de su valor», critica el escritor español Andrés Trapiello sobre el americano en su ensayo Las armas y las letras.

Martha, en cambio, se reveló más sagaz. Con los años fue forjándose una biografía a medida, ya que además de haber pasado la vida entre aeropuertos y andenes, de guerra en guerra, tenía, según Vaill, un enorme olfato para la «autopromoción». 

«Cuando descubres al personaje te obnubila, quedas prendado de ella y quieres que sea mucho mejor de lo que en realidad es», indica Vaill, con un deje de tristeza, «Su trabajo está tan bien construido… pero, un día, revisando sus cartas te das cuenta de que, a veces, miente, dice estar donde no está y haber presenciado hechos que, aunque plausibles, nunca ocurrieron frente a sus ojos».  

Pero tampoco hay que olvidar que, entre las estrellas enamoradas de su propia prosa, se mueven sombras silentes. La de esta historia es la de una figura de mujer, morena, que calza tacón alto y viste unas ropas nada apropiadas para cubrir una batalla. Una figura devorada por el pozo del olvido a pesar de haber desoído los cantos de sirena. Se llamaba Virginia.

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