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Herralde

Jorge Herralde, 2019
Jorge Herralde, 2019. Fotografía: Lluís Gené / Getty.

Como no he sido nunca un escritor de la casa Herralde, puedo permitirme decir cuánto le debo sin que la deuda se relacione con mi propia producción. Ahora, cuando han salido Los papeles de Herralde en edición de Jordi Gracia, se me ha hecho visible esa deuda: casi no hay libro que comparezca ahí, en esos papeles, que yo no leyese cuando salió —digamos a partir del año 82, antes yo solo leía periódicos deportivos y tebeos y la Biblia—. Una reciente mudanza —hecha a pulso— me ha permitido además maldecir a Jorge Herralde muchas veces: Martin Amis, Gesualdo Bufalino, Emmanuel Carrère, Julian Barnes, Álvaro Pombo, Quim Monzó, Raymond Carver, Charles Bukowski han sido importantísimos para mí, pero los muy cabrones pesan lo que no está escrito. Me dio un calambre de melancolía cuando vi que hasta conservaba, para enseñarme catalán por obligación académica, L’ofici de viure de Pavese, que fue el primer libro con sello Anagrama que salió a la intemperie, con su elegante encuadernación a la holandesa, el lomo en tela y las tapas de cartón duro. 

Creo que he visto a Herralde tres o cuatro veces, y solo recuerdo haber hablado con él de fútbol —los dos tenemos el defecto de ir con un equipo insoportable— y de Terenci Moix; una vez que yo estuve trabajando en el autor barcelonés y le pregunté a Herralde por la expresión «novela Anagrama», que Terenci repetía a menudo para indicar que, cuando sus muchos gastos se lo permitiesen, se pondría a escribir una novela que escapara de las rejas del best seller para brindársela a Herralde. Así que tampoco es un cariño personal el que me dicta estas líneas: más bien es solo el agradecimiento que se siente hacia alguien que nos ha mejorado la vida, alguien que ha ayudado a construirnos.

Dice la contra de Los papeles de Herralde que Anagrama creó nuevos lectores, y casi no hay modo mejor de tasar la estatura de un buen editor, porque un editor, como tantas otras instancias del circuito cultural —periodistas, autores, profesores, críticos, etc.—, tiene como misión esencial —incluso en el plano de la supervivencia— el extraño milagro de crear algún nuevo lector, ganar para la comunidad esa figura que, se diría, cada vez es más rara: la del lector exento, es decir, el lector que es solo eso, un lector, que no es a su vez ni periodista, ni autor, ni editor, ni profesor, ni crítico. Y parece difícil de discutir que desde 1968 al presente, nadie en España ha creado tantos nuevos lectores como Jorge Herralde. 

El epistolario está muy bien hilado por Jordi Gracia, por el que nos enteramos de que en el momento de la fundación de Anagrama, por desbarajustes varios, apenas pudieron asomar al Día del Libro de 1969 dos títulos de la colección en catalán repartidos precipitadamente por las librerías el día antes, y de que dos años después la aportación de Herralde a la Sociedad Boccaccio era de trescientas mil pesetas —en 1966 era de diez mil—, y hasta en las peluquerías Llongueras creyeron, en aquellos primeros compases de la editorial —dedicados al ensayo y la política sobre todo—, que convenía poner ejemplares de Anagrama a disposición de sus «señoritas clientes dado que su poder adquisitivo es muy fuerte».

Casi emociona ver al joven Herralde, «ingeniero con incurable debilidad por las letras» en frase de Gil de Biedma, escribir a editores extranjeros para solicitar ejemplares de libros sobre los que podría pasar una oferta para comprar los derechos de traducción. Y leer una enternecedora carta al Ministerio de Información tratando de demostrar que la obra de Lautréamont, que quiere editar en traducción de «Pedro» Gimferrer, no sería nada nociva para la juventud española; llega a decir, aunque no se sabe si es la legendaria socarronería de Herralde la que dicta esas líneas: «En su última obra, las Poesías que cierran el volumen, habla de retener a las generaciones jóvenes y viejas en la honestidad y en el trabajo, desearía que su poesía pudiera ser leída por catorce años, dice no renegar de la inmortalidad del alma, de la sabiduría de Dios, la grandeza de la vida, el orden que se manifiesta en el universo…». Leer ahora ese ramillete de primeras cartas de un editor joven que empieza es como ver un vídeo en el que un niño aprende a nadar: solo nos parece espectacular cuando nos dicen que el niño es Mark Spitz

Si hay algo que queda claro en el montaje de cartas de Los papeles de Herralde es que este tenía un termómetro espléndido para medir la temperatura de intereses de la clase lectora —si es que hay tal clase—. A los ensayos políticos de su primera hora, añade la gran ocurrencia de los Cuadernos Anagrama —donde uno leyó a Rigaut y a Vaché, pero también dos cuentos portentosos de Llorenç Villalonga que Herralde espigó de un conjunto de relatos— y más tarde, mediada la década de los setenta, pone en marcha la colección Informal donde el Vázquez Montalbán más «subnormal» se da la mano con Tom Wolfe y caben Donald Barthelme, que pasó desapercibido en España, y, ni más ni menos, los Sonetos de Shakespeare en la versión de Agustín García Calvo.

Herralde considera que fue un error que en esa serie Informal las cubiertas de los libros no unificaran la colección, a pesar de que seguramente ahí están algunas de las mejores cubiertas de esos años: La Izquierda Exquisita o La palabra pintada de Tom Wolfe, incluso la de Cuestiones marxistas de Vázquez Montalbán… No volvería a cometerlo. La uniformidad había de ser una seña de identidad: era además lo que haría que los lectores comprasen algunos libros sin saber nada del autor, solo fiándose de que pertenecieran a una colección que tantas buenas horas le habían hecho pasar. Al menos ese fue mi caso de chaval: me hacía con algunos libros de Anagrama sin tener idea de quién pudieran ser Wilcock o Highsmith, el hecho de que Anagrama los hubiera publicado ya era suficiente. 

A comienzos de los años ochenta del siglo pasado, Anagrama, después de la bancarrota de Enlace, la distribuidora con la que trabajaba, pasó un momento muy delicado que también se percibe en Los papeles de Herralde. Por entonces, los ensayos políticos ya no tenían público, si alguna vez lo tuvieron de verdad más allá de las señoritas clientes de las peluquerías Llongueras, y la colección blanca, Contraseñas, hacía lo que podía para defenderse, con Tom Wolfe y Charles Bukowski como principales arietes. Llegó la hora de emplearse a fondo en la narrativa. En una carta a Gallimard interesándose por Memorias de Adriano, sobre el que llega a hacer una oferta, Herralde recuerda una conversación mantenida en Frankfurt en la que adelantaba el plan de Panorama de Narrativas, una especie de Du monde entier, salvando las distancias.

La verdad es que las distancias hace mucho que han sido salvadas, porque si hay una colección narrativa foránea importante para nuestra literatura, esa es la colección amarilla de Anagrama. El 25 de noviembre de 1980 Herralde pasa una oferta de mil dólares a la Louisiana University Press por la compra de los derechos de La conjura de los necios. Prudentemente dice en la carta: «Pienso que es un libro de gran calidad literaria. Desde el punto de vista comercial es más difícil de decir». Puede que fuera coquetería o mera inseguridad, ciertamente nunca se sabe qué libro va a dar el campanazo contra toda expectativa, pero lo cierto es que a los veinte años yo no conocía a nadie que no hubiera leído ese libro —esto es una exageración, sin duda, pero ya me entienden—. Creo que fue el primer libro amarillo que cayó en mis manos, y ni idea de cuántos les han seguido, pero son un ejército.

Por supuesto que, por entonces, a mí me daba lo mismo quién publicase los libros, pero algo debió susurrarme el hecho de que muchos de mis libros predilectos —los de Bukowski de relatos y escritos indecentes, La conjura de los necios, dos novelas de Álvaro Pombo y una de un autor del que no se ha vuelto a saber, un tal Enesco, autor de una novela titulada Me llamaré Tadeusz Freyre— fueran de la misma editorial para que me parara siempre en las librerías en las estanterías que le dedicaban a Anagrama.

Dice Borges en alguna parte una cosa muy aguda acerca de las etapas por las que pasa un escritor: entiende que en una primera etapa —la etapa adolescente— la necesidad de decir se impone a cualquier forma y lo único que importa es soltar lo que se tenga que soltar, sin voz ni ganas de tenerlo, solo exposición de un ahogo, una querencia, un lo que sea —«me gusta X, odio a mi padre, me cago en la puta que parió al jugador del Elche que me ha roto la quiniela»—; luego hay una segunda etapa, antes de la tercera, en la que el escritor ya empieza a tener voz personal, en la que confundimos la literatura con unos cuantos autores, y todo lo que no sea esos cuantos autores no merece la menor consideración. Es verdad, uno confunde después de la etapa adolescente la literatura con unos cuantos autores, pero por su propio bien esos autores pueden ser todo lo contradictorios que uno quiera: puedes confundir la literatura con Bukowski y Borges, que seguramente no se hubieran soportado entre ellos, pero eso a ti te da exactamente lo mismo.

Puede ser interesante leer «editor» donde Borges decía «autor» para distinguir las etapas de crecimiento de un lector: al principio, en la etapa adolescente, se lee lo que caiga, lo que más cerca tengas y más te entretenga o ayude —desde Martín Vigil a Michael Ende, sin problemas—, pero en la segunda etapa quizá, depende de en qué épocas, supongo que en los sesenta a los jóvenes les pasaba con Seix Barral y en los setenta con Taurus, no era difícil que un lector joven confundiera la literatura con Anagrama, por lo menos en su vertiente narrativa. Naturalmente el secreto de que se mantuviera el espejismo estaba en el hecho de que aquel sello no dejaba de agrandarte el mundo. Apenas te habías repuesto de descubrir la Centuria de Manganelli y ya te estaban ofreciendo a Martin Amis. Y a Raymond Carver. Y a Javier Marías. Y por si hiciera falta una prueba más, en 1986, la Biblioteca Nabokov, de repente Pnin, Habla, memoria, Ada o el ardor, Lolita, El ojo… Era imposible no pensar que quien estuviese editando aquellos libros te conocía y sabía exactamente lo que ibas buscando en los libros. 

Es muy significativa la actitud combativa de Herralde en defensa de sus autores cuando reciben malas críticas, o el modo en que reclama atención de directores de suplemento o periodistas. Hay unas cuantas muestras excepcionales en Los papeles de Herralde, en las que, con mucho humor a menudo, aunque también sin contener el enojo, afea a reseñistas y periodistas sus lecturas o su falta de interés por algunos de los libros que ha publicado. Herralde, de corresponsal, no tiene pelos en el teclado, y supongo que la suya ya era una posición de poder, quiero decir, que se ve en la página que quien la escribe sabe de su peso e importancia. O eso, o es un auténtico pasota que no va a dejar que el interés le impida decir lo que tiene que decir (quizá las dos cosas juntas). Es capaz de escribirle una descacharrante carta al director de la revista El Món sobre cultura catalana, señalar el rencor personal que supura cada línea de una reseña destructiva —rencor personal que naturalmente pasará desapercibido a los lectores, y por eso mismo ha de ser destacado por el editor— o recordarle a un mandamás de El País que le prometió algo que no ha cumplido: «No sé si en un bolero o un refrán o un tango o un corrido o un diálogo de wéstern he oído algo así como “Un hombre vale lo que vale su palabra”. Imagina si así fuera. No quiero ni pensarlo».

También abundan las cartas de rechazo a autores de primera línea: muchas de ellas se amparan en la imposibilidad del sello para contratar libros que el editor reconoce como buenos o dignos o interesantes, en otras no se corta lo más mínimo al señalar debilidades: «Has puesto tu testarudez, tan eficaz en otros casos, al servicio de una novela que está muy por debajo de tu previsible talento». El retrato que se deduce de todas esas cartas con autores —a uno de los cuales le dice, ante una novela que le ha decepcionado, que no cree ni que un autor deba ser fiel a toda costa a un editor («Nunca he pensado que estuvieras en deuda conmigo»), ni al contrario («pero tampoco creo que tenga la obligación de publicar novelas que no me convencen»)— es el de un hombre entregado en cuerpo y alma a su oficio, que no teme el combate, que se ilusiona con envidiable facilidad y cuyo apetito lector es omnímodo, como su curiosidad, gracias a lo cual el abanico de voces y asuntos que quedan amparados bajo su sello es tan extenso. 

A nadie se le escapa que Herralde, el mítico Herralde a estas alturas, fundó la editorial más importante de las últimas décadas. Regó nuestra transición y nuestros ochenta de títulos indispensables para los que por entonces éramos chavalería y juventud. Ahora, tan lejos, tan cerca, y aunque uno siguió sumando libros verdecitos —Bolaño— y libros amarillos —Carrère—, sin la menor concesión a la nostalgia, no puede uno por menos de sentir agradecimiento. Creo que Herralde, por lo que hablamos de fútbol, es como yo mismo muy cruyffista, y Cruyff siempre contaba que lo que más le sorprendió cuando llegó al Barcelona y ganó la Liga, después de años de sequía, fue que la gente, cuando lo paraba en la calle, no le dijera: «Enhorabuena por la Liga», sino «Muchas gracias por la Liga». Pues eso, por todos aquellos libros que Herralde editó, y ante estos papeles que ahora salen con el subtítulo de Una historia de Anagrama, a uno no se le ocurre decirle al editor «Enhorabuena», sino «Gracias».

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