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Nuestro sitio y nuestra espina: utopías sumergidas

utopías sumergidas
Pharos, Philipp Galle a partir de Maerten van Heemskerck, 1572. utopía

Decía Theodor Adorno que «después de Auschwitz escribir poesía es un acto de barbarie». Y cabría preguntarse, en nuestro contexto actual, en el que los mares y los océanos se han convertido en una fosa común de cuerpos y sueños a los que se mira como estrategia política desde todos los hemisferios del gráfico de Nolan, obviando que eran personas con un nombre que su familia no habrá podido olvidar —por mucho que la historia occidental así lo haya decidido— cabría preguntarse, decíamos, si es lícito escribir poéticamente sobre el agua sin caer en un cinismo repugnante.

A priori, parece que no, que la romantización del elemento que tantas vidas se cobra al día es un acto de violencia contra lo que llena el concepto de humanidad. Pero, si nos aferrásemos a esta idea, estaríamos cayendo en una injusticia aún mayor: la de exculpar a los auténticos responsables, que son, también, personas con nombres propios, que tampoco deberíamos dejar que se perdiesen —aunque por los motivos contrarios de los primeros—, cargando todo el peso de las víctimas a lo que no puede ser culpado por estar exento de conciencia, de interés personal y de voluntad racional. Así que, entendemos, lo no poetizable sin caer en la barbarie es el sufrimiento deshumanizado y que, por el contrario, el único modo de hablar del medio que nos quieren pintar como verdugo, devolviéndole cierta dignidad, es, justamente, dejándolo nutrirse de lo poético, que es lo que él mismo, durante siglos y siglos, se ha encargado de evocar. 

Negarle esa parte sería amputarle sus extremidades en la historia, en la única historia no elitista, ni dogmática, ni tramposa. Es decir, en la historia como relato conjunto que excede, con mucho, a lo escrito, y que se filtra por los poros de la imaginación para sellarla en utopía, en leyenda sin discriminación de culturas.

Y si toda historia debe tener un principio, en este caso el principio es y está en la propia agua. Quizá no para el relato de Dios, que en su creación diciente vio necesario darle existencia y extensión, primero, a los cielos y a la tierra para, posteriormente, en el segundo y tercer día, anegarlos y separar en regiones los límites marcados por el mar y los océanos. Él mismo nos libre de poner en tela de juicio su elección del orden creacional en el Génesis, o su compromiso con la economía del lenguaje —porque a ver qué necesidad había de dedicar dos días a eso, teniendo poder suficiente para crear a los vivientes con una sola palabra—, pero tampoco nos dejemos engañar: que una vez creado el cielo y la tierra, se nos dice que el mismísimo «Espíritu de Dios se movía sobre la superficie de las aguas», así que podemos decir que existir, existía el agua previamente a que el Todopoderoso la nombrase y, todavía más, que le hacía de morada espiritual, fuera del mundo, cancelando la noción de vacío, siendo una isla solitaria frente a otra isla abarrotada de espíritus, esencias y todo cuanto conocemos por naturaleza. 

Bastantes siglos después, esta idea originaria tomaría cuerpo en lo que Tomás Moro concibió como su isla de Utopía. Isla que, en representación iconográfica, parece un cerebro humano, rodeado de agua, pero sin las monstruosidades marítimas que no mucho tiempo atrás habían llenado los márgenes de los códices, de los manuscritos medievales y del mundo desconocido para los occidentales; agua solamente habitada por barcos con otros hombres de espíritu navegante, como Dios, enclaustrados en el peligroso torbellino de su propio movimiento. La soledad de estos seres náuticos es todavía mayor que la del Creador, porque aun estando frente a la civilización que se erige en el cerebro-isla, no hay en ella rastro humano que pueda tirarle un salvavidas llegado el caso. Y ello a pesar de estar en las costas del supuesto «buen lugar». 

Pero más allá de la filigrana lingüística a la que se tuvo que proceder para hacer encajar a la utopía dentro del bien, como eutopía, y no como atopía (es decir, no lugar), por ahora, tenemos que aclarar que, si para Dios lo primero no fue el agua, entonces para quién. Y la respuesta, en realidad, es más que accesible a un solo golpe de clic, por lo que no permite más misterio: para Tales de Mileto. Aquel poeta filósofo que quiso salir de la espesura del mundo mítico, nadando a contracorriente, para darle un sentido racional, lógico, a la creación de la naturaleza y el cosmos en su conjunto, y que quedó encharcado en las corrientes difusas de lo que todavía hoy llamamos, injustamente, presocráticos.

El de Mileto fue el primero en hablar del arjé, el principio de todos los principios, para invocar al agua como el origen del mundo material, de donde toda brota y, por tanto, de lo que todo está compuesto primariamente. Puede que, haciendo llover el mundo natural desde la razón, consiguiera deshacer el hechizo del mito, y que en el camino se perdiesen los dioses bípedos encargados de mantener el equilibrio entre los elementos, las cosechas y las tempestades, pero, gracias a esto, se abrió la posibilidad de una poética de la naturaleza desde sí misma, sin necesidad de intermediadores como, por ejemplo, sucediese en la Odisea de Homero, donde las aguas y las islas juegan, sin duda, un papel preponderante, pero movidas por un motor externo, del que adquieren su acción. 

Con el cambio de paradigma, las aguas se fueron llenando de personalidad, de profunda historia íntima que parece querer reflejarse en el rubor del cielo. Dejaron de ser recurso secundario mitológico, potencia prisionera de un dios pasional, para pasar a ser personaje principal que rodea la totalidad de lo deseable para la imaginación: oasis, paraíso, isla, civilización sumergida. 

Platón, que además de ser listísimo era muy buen poeta —aunque él quisiera mandar a los poetas que se aparecieran por su república ideal lo más lejos posible, con un precioso zurrón de consolación—, fundó un hábitat que reunía los cuatro elementos que acabamos de nombrar. Nos referimos, obviamente, a la Atlántida, y rogamos encarecidamente que se abstengan por un momento de aguar la fiesta los amantes de la verdad histórica. Fundó Platón la Atlántida porque hasta hoy —y ya ha llovido desde entonces— no tenemos una fuente de acercamiento a esa región más exhaustiva que la del Critias y el Timeo. Igual que Homero fundó Ítaca, Miguel de Cervantes la ínsula Barataria y Miguel de Unamuno Valverde de Lucerna, y poco nos importa para lo que sigue que se puedan o no marcar con una cruz en un mapa, como tampoco nos importa en exceso en este momento que el agua sea un «compuesto químico inorgánico formado por dos átomos de hidrógeno (H) y uno de oxígeno (O)».

No nos interesa, en el tiempo que dure este artículo, la explicación física, porque lo que hace grandiosamente real a la isla de Atlas y a todas las demás es su desaparición o, directamente, su inexistencia material, como apuntó Herman Melville al hablar de Ítaca: «No está marcada en ningún mapa: los lugares de verdad nunca lo están». Nos interesa la imposibilidad humana del acceso a ellas con el cuerpo, y esa frontera que marca la profundidad abismática, donde nuestros cinco sentidos pierden su efecto, donde todos somos extranjeros por igual y el misterio se contenta con ser el único habitante. Pero lo privativo para el cuerpo abre un imperio para la imaginación, y resulta que, al no poder ser embarrado el terreno con los pies, ni con los propios ni con los de nadie, obtenemos total libertad a la hora de crear nuestro paraíso, o soñarnos en las islas que otros sacaron de sí. Y, para muestra, el Atlas de las islas imaginarias editado por Huw Lewis-Jones, que ilustra lo inagotables que son los recursos de la mente cuando se pone a explorar lo ilimitado dentro de un montículo flotante.

Cada una de las islas que nacen y beben de la imaginación son, en el fondo, un nuevo continente sumergido de agua ensimismada, al que llegamos buceando con la razón poética, esa que nos dejó por herencia nuestra anfibia María Zambrano; son oasis acuosos a los que poder escapar cuando nos asfixia el suelo asfaltado que pisamos, lleno de edificios con cristales espejo que pretenden convencernos de que allí, donde vemos el reflejo azulado como escenario de fondo de nuestras aspiraciones económicas y materiales, donde se nos obliga a olvidar que estamos prisioneros de la misma maldición que azotaba al Pueblo Blanco de Serrat, «bajo un cielo que a fuerza de no ver nunca el mar se olvidó de llorar», allí es donde se nos dice que tenemos que proyectarnos, como modernos Narcisos de sonrisa hierática que solo conozcan el sabor de la sal por el sudor. Pero no siempre lo consiguen, y mientras más se multiplican las construcciones, más soñamos con aislarnos. Así que escaparnos a las islas de la imaginación es una pequeña revolución interior, ganada al hacernos los muertos en lo que no ofrece otra explotación posible que la de la recreación. O, dicho de otro modo, que es una victoria de la mente sobre el cuerpo, al hacerse la primera balsa para atender al anhelo por rehabitar la paz del útero materno, ese lugar que nos mantiene a salvo de la celeridad impuesta por el mundo que sí es representable cartográficamente. 

Porque, recordado sea de paso, también en nuestro principio particular fue el agua, y a ella buscamos volver como reconquista de la libertad robada por la entrada del aire en nuestros pulmones, como la voz rota de David Ruiz, cantante de La M.O.D.A, susurra en «Océanos»: «Nacemos y al nacer, de alguna forma, somos libres por un instante»; queriendo superar el obstáculo de la tierra que amenaza con hacernos polvo. 

La búsqueda se hace todavía más enérgica si se ha tenido la suerte de vivir frente al mar, que ya me dirán ustedes cuántas obras de todo el rango artístico no se han creado por haber interiorizado el rumor de las olas, o por la añoranza de fundirse con ellas en un solo canto, imaginando que, a más profundidad, más significación existencial, sin que ello nos impida disfrutar del rock n’ roll que se da en la superficie, que entre tormentas y vaivenes nos recuerda que estamos vivos.

El agua, como extensión unificada de los ríos, mares y océanos —y no esa agua corriente que se mueve a toda prisa por cañerías y grifos, a la que accedemos sin consciencia del beneficio vital que nos aporta, que divide el mundo entre primero y tercero— es el último espacio que nos queda, entre tanta industrialización, y tanta desnaturalización humana, de reavivar la poética y la utopía, a sabiendas de que su lugar es un non plus ultra en la costa del cerebro-isla que todos habitamos individualmente, que se hace cordillera al comprobar que el sentido ajeno de lo justo ideal no dista tanto del propio cuando miramos las islas descubiertas por los otros, sean del siglo que sean. 

Quizá el único método que tenemos de inmiscuir la noción moral de bien en las profundidades hídricas sea pensando el mundo subacuático como contrapunto del terrestre, algo así como el upside down de la serie Stranger Things, solo que invertido: de este lado, a pesar de la luz del sol, de la luz eléctrica y de la luz de la razón, las criaturas oscuras; del otro, con toda su penumbra y sus secretos que no quieren ser descubiertos, las justas e inocentes. A lo mejor, de algún modo, al empaparnos de literatura utópica en islas y civilizaciones sumergidas estemos accediendo al mundo del revés con nuestro cuerpo hecho espíritu y sea lo más cerca que estaremos de recuperar el alma que, según Goethe, tanto se parece al agua: 

El alma humana se parece al agua

que caída del cielo sube al cielo

y desciende de nuevo hacia la tierra

en alternancia eterna.

Pero como, por suerte o por desgracia, el sujeto no es una isla, y nuestra mente tampoco tiene branquias, no podemos mantenernos mucho tiempo en las profundidades abisales, a riesgo de caer en un pensamiento sin oxigenar de la realidad. Y la utopía se desvanece, el mito se hace flatus vocis y el lenguaje poético parece obsceno cuando nos azota la realidad: otro cuerpo descarnado devuelto por nuestros mares, otra embarcación a la deriva, otra declaración atroz y la mirada a otro lado. Y lo único que une a todo lo anterior con todo lo de ahora es el regusto salado que comparten las lágrimas con el mar, y el silencio. 

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Un comentario

  1. La cita de Adorno tiene como objetivo la cultura como propaganda. En Auschwitz había no menos de cuatro orquestas judías para esparcimiento del espíritu de las SS. La ambigüedad de los supervivientes hacia la música fue evidente: para unos escuchar música hacía recordar su condición humana en aquel ambiente diabólico, mientras que para otros oír música mientras una nueva remesa de prisioneros era asfixiada y cremada constituía la guinda de la inhumanidad.
    El problema es que no sólo la poesía, sino todas las artes son reo de la misma duplicidad, incluyendo la literatura que siguió produciendo Adorno.
    Nunca está de más leer a Gadamer. La cultura es independiente de los productores de la cultura, así como la lengua es independiente de los hablantes
    Hay una coplilla que viene al caso:
    «¿Qué culpa tiene el tomate,
    que está tan tranquilo en su mata,
    de que llegue un hijoputa
    y lo meta en una lata?»
    ¿No pretenderás, encima, condenar al tomate?

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