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Un rey para la Patagonia

Un rey para la Patagonia
Orélie Antoine de Tounens aclamado por los jefes araucanos, Jules Pelcoq, ca. 1900.

La Patagonia es una tierra para la aventura, también una promesa. Su desconcertante extensión alimentó tanta imaginación como avaricia.

Fue en la Patagonia donde Darwin intuyó que la Tierra era muchísimo más antigua de lo que se creía. No fue una epifanía sino el producto de la observación, es la mirada de un científico. Desembarcó y, frente al mar, vio cómo se alzaban en vertical los acantilados, las capas mostraban la historia del planeta y entre las grietas se asomaban los restos fósiles de una vida lejana, de otros tiempos que no son como los tiempos humanos. Hace millones de años la cordillera de los Andes no se había formado y a ese lugar que ahora es un desierto lo alcanzaban los vientos húmedos del Pacífico creando un colorido clima tropical.

Cuando Darwin llegó, el paisaje que lo recibió era áspero, extenso, marrón. «En este continente todo se verifica a gran escala», escribió en su diario mientras recolectaba evidencia —eso que sus compañeros de viaje consideraban apenas pequeñas piedras— y cuando volvió a Inglaterra tenía más dudas que certezas. Veinte años después publicó El origen de las especies con las ideas que empezaron a gestarse en la Patagonia, por entonces la obsesión de un joven francés.

En su pequeña aldea al sur de Francia, Orélie Antoine de Tounens trabajaba como procurador, pero su pasión eran los relatos de viajeros y expedicionarios. Cuando cayó en sus manos el poema épico español La Araucana, una especie de Ilíada sobre la conquista en el extremo sur de América, su vida cambió para siempre. Leyó sobre la antigua provincia española de Chile y también sobre el estado de Arauco, ubicado más al sur, en una zona extensa y salvaje dominada por un pueblo guerrero que nunca cedió frente al avance europeo. Como a Alonso Quijano, las historias que leyó le nublaron la mente y su imaginación lo llevó a una aventura impensada: dejó todo para ir al fin del mundo a fundar un reino. Si hubiera leído también a Darwin, habría sabido que era un hombre solo lanzado a la improbable conquista de un desierto.

Transcurre agosto de 1858 cuando Orélie desembarca en el Pacífico Sur, es invierno y el frío viento austral se filtra hasta los huesos. Chile y Argentina son dos países nuevos que todavía están armándose y, al sur de Santiago y Buenos Aires, los poderes centrales no gobiernan nada: es territorio de las tribus indígenas. Los araucanos o mapuches son célebres porque derrotaron más de una vez a los españoles, son los más poderosos y están al oeste de la cordillera. Del otro lado hay una variedad de pueblos modestos que poco a poco fueron cayendo bajo su dominio en esa zona que los conquistadores conocen indiferenciadamente como la Patagonia. El francés viene dispuesto a comandar a ese pueblo para su independencia, convertirá a la Araucanía en un reino soberano y él será su rey.

No habla más que francés y no podemos saber si alguien en territorio americano conoce sus planes. Va de ciudad en ciudad, hace contactos, redacta proclamas e intenta juntar dinero por todos los medios posibles. A través de un funcionario en la embajada envía una carta al emperador francés anunciando la creación de un Estado al que promociona como una Nueva Francia, también aprovecha para pedir algunas cosas: un préstamo de cincuenta millones a pagar en un plazo bastante lejano, un ejército de quince a veinte mil hombres, un barco de guerra de noventa cañones, dos fragatas de treinta y seis y dos corbetas de veintiséis, con el mayor alcance posible; caballos no harán falta porque hay muchos en América, sí necesita monturas, ropas, armas y municiones, también una serie de funcionarios y empleados franceses para tareas administrativas, judiciales, educativas, eclesiásticas y de seguridad con doble sueldo garantizado. La misiva cierra con esta firma: Orélie Antoine I, rey de Araucanía.

Temeridad no le falta. Todo esto lo tramita en Chile, país al que planea atacar con las fuerzas armadas que está pidiendo. Su ingenio va de la mano de su atrevimiento, cincuenta millones de francos es una cifra desmesurada para la época.

Es un rey inexistente de un reino inexistente. 

Cuando no obtiene respuesta, lejos de renunciar, redobla la apuesta; se pone en contacto con los masones, busca financistas y no escatima promesas de oro, plata, cobre y ganancias rápidas. Reparte títulos honoríficos y cargos en su corte a la vez que envía comunicados a la prensa francesa y americana. Confía en que alguien se hará eco.

Pasaron dos años desde que llegó y decide entrar a territorio araucano, su reino, que es todo lo que hay más al sur del río Bío Bío, una frontera natural desde hace trescientos años. Como no es seguro ir por tierra, toma un barco hasta Valdivia y en el puerto contrata a Yanquetruz, un lenguaraz mestizo que hará de traductor y le servirá como valet personal. El sirviente en mula y el rey a caballo se suman a un grupo de comerciantes que se adentran con regularidad en territorio indio para intercambiar alcohol por cueros y pieles. 

Orélie quiere entrevistarse con Mañil, el famoso cacique araucano que se lleva muy mal con Chile porque durante las guerras de la independencia luchó del lado de los españoles. Al cacique le interesa este francés que promete hombres, armas, municiones y barcos para luchar contra el Gobierno chileno. Resulta que el traductor no habla una sola palabra de francés, el español del rey es bastante pobre, y su araucano, nulo. La comunicación con los indios es imposible.

De lo que pasó en territorio arauco lo único que podemos saber es lo que contó Orélie, el mismo hombre que se autoproclamó rey y dio por ciertas cosas que no existían. Ya entonces no era confiable y, a lo largo de los años, su relato de los hechos fue cambiando, incorporó detalles, modificó versiones, agregó personajes.

A poco de andar se entera de que el cacique Mañil ha muerto y fue sucedido por uno de sus treinta y dos hijos, un indio joven y pálido producto de la unión con una blanca cautiva. Orélie dice que se llevaron muy bien y que los indios escucharon atentos su arenga francesa con la traducción de Yanquetruz.

Haced de mí el rey de la Araucanía y yo reuniré todas las fuerzas de la nación araucana. Mi ministro de Guerra les proveerá de armas modernas y el de Marina os dará barcos.

Los indios repitieron el «¡viva el rey!». El soberano declaró unida toda la Araucanía, dictó una constitución monárquica e hizo flamear la bandera que había traído desde Francia: azul, blanca y verde. Al cacique lo nombró ministro de Guerra, repartió otros cargos entre los demás y escribió decretos que solo él comprendía. El primer documento real fue su autoproclamación:

ARTÍCULO PRIMERO. Una monarquía constitucional y hereditaria es fundada en Araucanía: el príncipe Orélie Antoine de Tounens es designado rey.

Lo siguiente fue la anexión de toda la Patagonia. Él no conocía sus dimensiones pero sus dominios, de haber sido tales, sumarían más de un millón de kilómetros cuadrados, todas las tierras desde el río Bío Bío hasta el cabo de Hornos. La incursión duró cuatro días y en un par de semanas volvió a Valparaíso. Allí siguió escribiendo, porque el suyo era un reino en los papeles. Los periódicos recibieron sus crónicas y documentos y los publicaron, mandó comunicaciones al otro lado del océano hablando de la «Nouvelle France», de sus súbditos y las riquezas de su territorio. En sus textos, el yermo desierto patagónico cruzado por vientos permanentes y alguna bandada de guanacos se convirtió en una tierra pródiga:

Un país dos veces más grande que Francia, de una rara fertilidad, regado por numerosos cursos de agua, rico en pasturas y en minerales de toda suerte, favorecido por un clima excelente y donde no se encuentra una sola bestia feroz, ni un solo reptil venenoso.

Sin embargo nadie le hizo caso. No llegaron ni dinero ni armas ni hombres para pelear su guerra, ni siquiera contestaron sus cartas y en la prensa solo fue un chiste. «¡Ingrate Patrie!», se lamentaba Orélie. Mientras tanto se paseaba por las calles con dignidad afectada: levita francesa y poncho mapuche, un gran sombrero y un sable corvo de caballería. La imagen augusta que imaginaba proyectar no coincidía con lo que veían los chilenos: «escuálido, esmirriado, seco de carnes, con cara de loco, un polichinela de triste figura». En poco tiempo también los periodistas perdieron el interés y unos pocos lo escuchaban por diversión. Las andanzas del rey llegaron a oídos del cónsul francés en Valparaíso que intentó, por todos los medios, sacárselo de encima y mandarlo de regreso a Francia; incluso le compró un pasaje que Orélie rechazó porque sus planes eran otros. 

Volvió a territorio mapuche. 

Sobre esta incursión tampoco sabemos demasiado. Él dice que los indios ratificaron su reinado firmando con una cruz los documentos que había llevado. El plan es llegar hasta el Bío Bío, reducir la guardia fronteriza y avanzar hacia Santiago. Con lo que no cuenta Orélie es que su sirviente es chileno, se siente patriota, y, fingiendo llevarlo a parlamentar con una tribu, lo entrega a las autoridades a cambio de una recompensa.

Hace cinco años que salió de Francia para tomar posesión del reino y no pasó más que unos días en su territorio, cuatro la primera vez y diez en la última. Aunque en Chile lo tratan como a un demente, deciden juzgarlo «como un aventurero bien criminal por tentativa de excitación a rebelión de las tribus de Araucanía». Ante la inminencia de una muerte segura redacta su testamento, dice que lo tienen secuestrado y que se están violando los derechos del rey de Araucanía y Patagonia. Sin embargo nadie lo mata; su destino es la cárcel y más tarde el manicomio. Todos hablan del farsante francés que se cree rey y, para evitar malentendidos o posibles seguidores, lo suben a un barco de regreso a Francia.

Los seis años siguientes fueron intensos para él. Los llamó sus «años en el exilio» y se dedicó a trabajar por su causa: desfiló por despachos y oficinas, acuñó monedas de cobre para su reino, contrató a un músico alemán para la composición de un himno, redactó un diccionario francés-mapuche, editó un periódico y escribió su libro autobiográfico Orélie Antoine I, rey de Araucanía y Patagonia, su advenimiento al trono y su cautividad en Chile.

¿Se da por vencido el rey? Todo lo contrario, decide volver a sus dominios. Tres veces más, porque lo atrapan, lo devuelven a Francia y él insiste. El cuarto y último viaje empieza en 1876. Desde Buenos Aires se mueve en un velero, disfrazado de gaucho, y después con una caravana de comerciantes de cueros hasta llegar a la Patagonia. Eso es lo que dicen algunas versiones. Él cuenta que fue a parlamentar con el Gobierno argentino —los «invasores»— pero cayó enfermo. Hay otros que dicen que llegó en un barco de inmigrantes pobres, vagó por Buenos Aires hasta que lo encontraron casi muerto de hambre en las inmediaciones del puerto y lo repatriaron por última vez a Francia, donde murió sin ver nunca concretado su proyecto delirante.

Como dijo el novelista André Maurois sobre su empresa monárquica: «Entre los triunfos y los sarcasmos, no hay más que el estrecho espacio de una chance». Y Orélie no la tuvo, llegó demasiado tarde, cuando los intereses de Napoleón III estaban en otro lado. 

Desde la muerte de Orélie Antoine, que no tuvo descendientes, ha habido siete aspirantes al trono, incluido el más famoso e insistente Philippe Boiry, que se hacía llamar Prince Philippe y «reinó» entre 1952 y 2014. Dicen que fue el que más empecinadamente tomó su trabajo de heredero, viajó a Argentina y Chile, se puso en contacto con las comunidades mapuches y llevó sus reclamos diplomáticos a organismos internacionales. 

El actual rey de la Araucanía y la Patagonia es Frédéric Iero, un hombre de cincuenta y cuatro años nacido en Toulouse que, en ocasión del año nuevo mapuche, emitió un saludo oficial a sus súbditos:

Francia, 24 de junio de 2018

Marri marri pu Lonko, pu Machi, 

Marri marri pu Weupife, pu Ngenpin, 

Marri marri pu Werken, pu Weychafe, pu Kona. 

Marri marri Kompuche. 

Con profundo respeto y admiración me dirijo al pueblo mapuche y al conglomerado de pueblos indígenas y no indígenas que hoy habitan en las cuatro identidades territoriales o meli wixan-mapu, territorio ancestral de nuestro estado. En esta fecha tan significativa, me dirijo también a los mapuches asentados en los centros urbanos de Chile, Argentina y del resto del mundo para desearles un feliz año nuevo. 

Me permito saludarlos por primera vez en mi calidad de regente de la Casa Real del Reino de Araucanía y Patagonia en el exilio, con la esperanza de mantener y desarrollar una amistad fructífera y duradera.

Frederic Iero

Príncipe de la Araucanía y la Patagonia Tourtoirac

El rey de la Patagonia ha entrado a la historia, tal vez como anécdota estrafalaria pero jamás como una estafa. Lo que siguió fue otra cosa. Sus pretendidos sucesores, los herederos del trono, sí merecen unas páginas en la historia universal de los infames y embaucadores. 

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Un comentario

  1. Mario Gluck

    Muy linda nota Andrea, la primera vez que escuché algo sobre el Rey de la Patagonia fue en «La película del Rey» de Sorín y pensé en ese momento que era la historia de un delirante. Sin embargo, cuando vi que casi contemporáneamente Francia estaba librando una guerra contra México que finalizó con una ocupación y la entronización de Maximiliano de Habsburgo, me cambió la perspectiva y me provocó algunas dudas. Napoleón III estaba en plena expansión imperial y pretendía hacer pie en América latina como lo estaba haciendo en Indochina. Justamente el adjetivo «Latina» fue una idea del segundo imperio francés, para legitimar por la cultura común su posible lazo con la América al sur del río Bravo. Esto no quita que Antoine era un delirante, pero hay muchos paralelismos con Maximiliano, por ejemplo la empatía con el mundo indígena y el liberalismo.
    Nuevamente felicitaciones por la nota

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