Arte y Letras

René Lavand: la lentitud como inmortalidad

René Lavand.
René Lavand, 1972. Fotografía: Luisa Escarria. Cortesía de Foto Estudio Luisita.

La cocaína circula en platos servidos por mujeres desnudas. Sobre tacones de diez centímetros, ellas la ofrecen a los invitados mientras bailan sin sincronía alrededor de una piscina. Algunos rozan sus senos con armas, otros esnifan. Todos flotan en la fiesta demoníaca, pero el capo mafia necesita algo más de magia.

«Para la próxima contraten al manco ese de los naipes», exige a sus hombres mientras besa alternadamente a dos chicas salpicadas por esa nieve blanca. El que habla, un tipo de identidad camuflada, es conocido como Rodríguez, alias el Ajedrecista.

A René Lavand le llega una propuesta exorbitante desde Colombia. Estamos en 1992 y lo buscan «con carácter de urgente» para un «evento privado, exclusivísimo». Cuatro días, tiques aéreos, hotel cinco estrellas, elevado caché en dólares. No queda clara la identidad del contratista.

Llegado a Cali junto con un cómico y con una primera vedete argentina, entra a la mansión y queda desencajado. Lejos está la escena de tratarse del cumpleaños de un magnate al que su esposa quiere agasajar. No hay aniversario de bodas ni razón aparente para tal despilfarro. Se brinda por mantenerse con vida, lo que no es poco en las células sobrevivientes del cartel de Cali.

El humorista ve los narcóticos y las balas sueltas como caramelos y entra a temblar. Es el primero en actuar, pero sus chistes titubeantes no convencen a nadie. La gacela cubierta de purpurina y de cuyo conchero emergen plumas rojas no llegará a regalar su performance. Piden al mago que se le adelante, que se esmere y entretenga a la platea aburrida.

Lavand trata de concentrarse en el paño verde pero no puede. Ve bocas de fuego por todos lados. Hay escopetas, pistolones de caza, fusiles. Duermen sobre manteles, regazos, bandejas.

El mazo se abre como abanico y la mano izquierda, la única de carne y hueso, propone que alguno elija una carta al azar. Cuatro de tréboles. Lavand entiende que es una señal. No puede correr riesgo de vida el día en que la providencia envía semejante amuleto.

—Mientras barajamos voy a contarles la historia de un delincuente de mi ciudad serrana en Argentina, cercana al faro del fin del mundo…

Las mujeres escuchan la introducción en tono de locutor misterioso y dejan de bailar. Los narcos parecen salir del letargo y le dan una tregua a sus narices.

—Este delincuente, llamado Victorio de Pardú, quiso comprar mis técnicas. Me negué. «Recibirá cheques míos durante años», intentaba convencerme. Seguí negándome, por supuesto. Le dije que me costó una vida lograr todo esto, a lo que el maleante respondió: «No se preocupe, René. Yo estuve una vida para aprender a cargar dados con mercurio».

Lavand no quiere, pero le insisten. Le piden que esnife para sumarle al relato más emoción. Entonces infla el pecho como un bandoneón. Lo que nadie puede es ver su artilugio de movimiento. Su cara y su tronco parecen listos para la inhalación. No aspira. Contiene la respiración.

—Le pedí al delincuente, Victorio de Pardú, que hasta que no descubra mi juego dejara de robar. El juego es así, atentos: cuatro ases, as, as, as, as. Pongo el as abajo y saco el de arriba, pongo el as arriba y lo saco de abajo…

René mezcla lentificando al máximo la acción y, a pesar de la ventaja rítmica, los colombianos parecen ver más de una mano. Los naipes bailan. A esta altura nadie puede abandonar la vista de ahí. El argentino funciona como un alucinógeno. 

El truco desencadena otro y otro. Ningún presente entiende cómo lo logra, la noción del tiempo se esfuma, necesitan seguir estimulados por esa dimensión narrativa de tahúres y bribones. Un chacal embelesado como niño pregunta por el destino de De Pardú y, ante el final del cuento y los naipes en flor, se saca el anillo y lo entrega como ofrenda al pícaro fabulista.

—¿De Pardú? El vago ese está vendiendo enciclopedias. Dejó el juego para siempre. Lo supe por una carta fechada en Madrid donde me lo dice. No contesté la carta porque no tenía remitente. Si alguno viaja y lo ve por allá, envíele mi abrazo.

Nunca deseó tanto huir Lavand como en aquel aeropuerto colombiano. Nunca Tandil, su ciudad de residencia, fue una ciudadela más necesaria. Nunca los periodistas supimos qué grado de verdad había en sus entrevistas. Esta es la historia del embaucador argentino más legitimado.

***

Era carnaval, fiesta que históricamente se atribuye al «tiempo de abandonar, despedirse de la carne». René tenía nueve años y todavía nada le faltaba. Existían sus padres, sus amigos, la inocencia de que la muerte no podía rozarlos. Todo era corso, horizonte, amigos, calor, color, música, agua, pero, en un instante, un automóvil entró en la piel y en el recuerdo. Cuando se despertó en el hospital, estaba amputado.

Nadie sabe lo que puede un cuerpo. Mucho menos, un cuerpo mutilado y un muñón de más de diez centímetros enganchado al codo. René Lavand, ilusionista, cartomago, cuentacuentos, poeta del naipe, vivió para convencernos de que no todo lo que desaparece no está. Lo comprobaba su fantasmagórica mano derecha.

Hay que remitirse a septiembre de 1928 como el punto de partida. Parte de la capital argentina ardía entre tranvías, aumento del parque automotor, peatones desprevenidos y carros a tracción a sangre. Los años locos de esa Buenos Aires en ebullición estaban atravesados por el tango, el radioteatro, el cine mudo y esas ideas de «granero del mundo» y «Europa sudamericana». 

En ese contexto nació Héctor René, el 24 de septiembre. Don Antonio, el padre, era dueño de una zapatería porteña. La vida, sin sobresaltos, marchaba como la de cualquier artesano de las suelas, entre el olor del pegamento y la esperanza de un ascenso social. Pero la Gran Depresión resintió bolsillos y se vio obligado a cerrar. La familia enfiló hacia un punto menos bullicioso, Coronel Suárez, nuevo horizonte laboral.

Al principio fue la magia sencilla, primitiva, el desaparecer. «Nada por aquí, nada por allá». El mago Chang, kimono sedoso fileteado por dragones ardientes, dejaba atónito al pequeño René. El tema se volvió tal obsesión que un amigo de la familia, conocedor de la prestidigitación, lo acercó a los naipes.

René (de origen latino, Renatus, «nacido de nuevo») jugaba con otros chicos cuando aquel carnaval de 1937 cruzó la calle, desprevenido, y un auto lo embistió. Uno de los neumáticos aplastó su antebrazo derecho, que quedó diseccionado sobre el cordón. Hasta el momento, la mano reina era la derecha. 

Cuando recobró el conocimiento, estaba en una sala blanca. Los médicos le dieron una noticia buena que incluía una mala. Pudo haber muerto, pero lo salvaron. El costo para evitar la gangrena fue la amputación.

Una rehabilitación de doce meses, una oscuridad no conocida y un pasatiempo consuelo que mitigaba esos pensamientos sobre lo cercenado: las cartas. A sus catorce años, hartos de la tristeza que se respiraba en ese hábitat doméstico, la familia se mudó a trescientos kilómetros, a Tandil, centro-este de la provincia de Buenos Aires. Entre serranías y un clima templado, llegó la belleza compensatoria de la vocación y el respeto de sus pares.

No pudo, sin embargo, librarse jamás de la pregunta incómoda: todos querían saber cómo y cuándo, qué se sentía ante la falta, qué había adentro de esa aparente mano siempre en el bolsillo. La magia de Lavand empezaría por camuflar lo rebanado:

Un amigo frontalmente me dijo: «René, vas a poder llevar un solo balde el resto de tu vida. Dos baldes jamás». Le contesté que, si ponía el cerebro en el paño verde y el corazón en los públicos, iba a poder pagar a otro que llevara los baldes. 

Fue en la transición a la adultez que leyó Cartomagia, de Bernat y Fábregas. La fascinación del texto lo interpeló y lo sumió en la angustia. ¿Cómo haría él para seguir al pie de la letra lo que proponían autores de dos manos?

***

Ahora estamos en Tandil, en 1950. La magia es un dulce recurso mediante el que nadie puede comer, por lo que René abandona cierta quimera adolescente y busca un sueldo fijo como empleado del Banco Nación. Sus compañeros no pueden creer lo que ven: cinco dedos apenas y una velocidad para la mecanografía que le hace ganar descansos. Cuando eso sucede, el hombre de saco y corbata premia a los otros con chispazos de deslumbramiento. Saca de su cajón los naipes, los acaricia, los enreda, los separa y así consigue oxígeno para sobrevivir en aquella pecera por quince años.

—¿Cómo se logra ese nivel, maestro?

—Perdiendo una mano.

El 22 de diciembre de 1963, después de su debut en la televisión argentina y de acortar el apellido real —Lavandera— en pos de una mejor sonoridad, Ed Sullivan lo recibe en su programa estadounidense. Faltan semanas para que los Beatles pisen el mismo mosaico. Hay que tener agallas para querer sorprender a un norteamericano de sesenta y dos años que parece haberlo visto todo, a Maria Callas, a Elvis Presley, a Salvador Dalí, a encantadores de serpientes, a pirómanos sonrientes que incendian sus propias pieles. 

De esmoquin negro, camisa y moño blanco, los finos dedos sin anillos extienden en el paño las cartas. Ed saca un cuatro de corazones, Lavand mezcla luego de cien formas las cartas hasta que logra encontrarlo. Termina el bloque, se apaga la cámara y Sullivan pide el secreto del truco. El artista hace una reverencia, simula no entender su inglés y escapa.

***

Las Vegas, Madrid, Tokio, París. Los contratos se multiplican, el almanaque de doce meses parece no alcanzar. Cuatro hijos, tres matrimonios, tres libros, sinfín de aviones. Quien no quiera hacer ofuscar a Lavand sabe que debe evitar la palabra truco en cualquier idioma. «Truco hace un gitano para vender un buzón», repite, mientras el mundo pone la lupa en la lentidigitación: 

Len-ti-di-gi-tar. Mi método. La ilusión llevada al ritmo más lento posible. Mi fin es la imposibilidad en su máxima expresión.

Alguna vez David Seth Kotkin (el mismísimo Copperfield) se le aparece en un show en Suiza. El hombre que construyó su propia empresa con el único recurso disponible, su mano izquierda, se encarga de establecer una distancia artística más allá de la cantidad de brazos: «David, usted viaja con seis toneladas en su equipo, yo con los gramos que pesan mis barajas».

Una neumonía se lo lleva el 7 de febrero de 2015, a los ochenta y seis años. En principio sus vecinos no creen la noticia, imaginan que está escondido, que es una triquiñuela más, parte del acting. Pero la televisión lo confirma. Ha muerto el rey del fraude, el que agregó a las falanges hábiles la literatura narrada. Sus vídeos nos enfrentan todavía a la belleza del vacío, a las estrategias para resignificar sin intentar llenarlo. 

Ya lo promovía como en una clase de lógica poética Milan Kundera sin conocer al embustero más famoso de las Pampas: «El grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria; el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido». Tal vez toda la vida de monsieur Lavand haya sido una batalla por mostrar el vínculo íntimo entre la lentitud y el recuerdo. Todavía parece escucharse su muletilla con una suavidad desesperante: «No se puede hacer más lento».

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3 Comentarios

  1. Alucinante, con una sola mano y esa lentitud……..no le pillas el truco nunca. René Laband, un grande.

  2. Genial, felicitaciones por el artículo, pensé que era un cuento (nunca había oído hablar de este señor) por lo que el cierre del video resultó ser un final en otra dimensión, ja.

  3. Increible! Gracias por esta lectura

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