Filosofía Arte y Letras

Ética y política, o la soledad de la conciencia

ética y política
Juramento de los Horacios de Jacques-Louis David (1784)

La desobediencia al derecho

Ética y política son dos esferas distintas. Pero no necesariamente opuestas, ni contrarias entre sí. Pueden llevarse bien, y hasta girar en el mismo sentido. Pero a la postre siempre vemos que son dos esferas distintas. Puede que en la política haya un momento para la conciencia moral, y en la ética otro para el compromiso con la historia; pero muchas veces no es ni lo uno ni lo otro.

Recuerden, por ejemplo, la obra de teatro de Sartre Las manos sucias. Hay que tomar partido, sí, y nadie es neutral, pero a veces o estás con tu conciencia o estás con otra cosa y tienes que elegir: obediencia o disidencia. Al disidente se le dice que «no entiende» las razones de la historia. Al obediente, que no tiene «conciencia».

Sigue pues existiendo esta especie de triángulo de las Bermudas que es la lealtad política, la obediencia al derecho y la obligación moral. ¿Quién cree que va a poder navegar tranquilamente por ese proceloso mar? Creo que es misión de una facultad de Filosofía el advertirnos de esa problemática política/derecho/éticay enseñarnos a escoger entre estos polos, o por lo menos a movernos entre ellos con cierta dignidad intelectual. Eticistas, iusfilósofos y politólogos tienen un asiento común en el campo de la razón práctica, aunque inevitablemente se acomodan en ella de distinto modo.

El filósofo del derecho Felipe González Vicén niega que haya una obligación moral de obedecer al derecho. La política se expresa y ejerce a fin de cuentas con el derecho y éste se expresa y ejerce con la fuerza. El político que no tiene el recurso del derecho no tiene poder y es por tanto muy fácil desobedecer sus mandatos. Desobedecerle es simplemente mostrar un desacuerdo. El poder político sin autoridad jurídica tiene sólo poder fáctico, y hablar de desobediencia, aquí, no tiene mucho sentido. En cambio, cuando la política se asiste del derecho, desobedecer la ley tiene sus consecuencias. Aquí sí hay propiamente desobediencia y luego una penalización por ello. Pongamos, ahora, el caso en España de oponerse a los decretos gubernamentales para el rearme militar. Si, en protesta, dejo de pagar mis impuestos, se me penalizará esta infracción. Podrá decirse que si la desobediencia legal es contra un gobierno democrático y sus mandatos la oposición a cumplirlos no está justificada. Pero según el citado González Vicén, que fue destituido de su cátedra por el régimen del general Franco, ni aún frente a un mandato democrático se puede sostener que la obediencia a la ley sea algo que esté moralmente justificado.

La razón es que una cosa es el dominio de la conciencia y otra el dominio de la ley. El primero pertenece a la persona, el segundo a un hecho histórico. Son dos órdenes heterogéneos y contradictorios. El de la ética es autónomo, el del derecho es heterónomo. La conciencia no se puede sentir obligada ante un mandato externo a ella y que además es coactivo. Peor aún si es el mandato de una dictadura, o incluso el de un gobierno que tiene la mayoría, pero no, según nuestra conciencia, la autoridad moral. Dicho profesor González Vicén afirma: «Mientras que no hay un fundamento ético para la obediencia al derecho, sí hay un fundamento ético absoluto para su desobediencia»1. Nosotros, ante cualquier norma o regla del derecho, podemos preguntarnos por nuestra obligación de cumplirla o no; y si reflexionamos un poco más, preguntarnos también por el fundamento que tendría dicha obligación para ser seguida o bien infringirla.

González Vicén se pregunta por qué obedecer a algo, como la ley, que tiene una realidad histórica y social, y que, por tanto, no se puede esperar a que el sujeto se sienta moralmente obligado a tal obediencia. Entonces, ¿obedecemos por miedo a la sanción? ¿Por qué nos es ventajoso? ¿Por qué lo manda el Estado? ¿O simplemente porque es la ley, más aún si la ley posee una validez jurídica?  La mejor respuesta debería ser que obedecemos la ley por un imperativo ético; pero tal cosa, dice González Vicén, no existe. Ni el derecho puede fundamentar por sí mismo la obligación moral de ser obedecido, ni de la ética puede extraerse una razón para verse uno moralmente obligado ante el derecho. Puede haber razones para fundamentar la obediencia a la ley, como su validez jurídica, pero no para sostener que esta obediencia sea una obligación moral. El argumento fuerte para ello es que la obligatoriedad moral se encuentra sólo en el individuo y los imperativos de su conciencia: «Si un derecho sostiene nuestro filósofo entra en colisión con la exigencia absoluta de la obligación moral, este derecho carece de vinculatoriedad y debe ser desobedecido»2.

El imperativo de la conciencia moral precede entonces a cualquier imperativo político, tenga o no la forma y el poder del derecho. Ningún mandato legal puede esperar una fuerza moral vinculante para ser obedecido. En realidad, continua el filósofo, si nos sentimos obligados ante la ley es por otros motivos: por una ventaja o, al contrario, para evitar una desventaja. O, simplemente, porque es la ley. La ética está tan por encima del derecho que cuando éste quiere justificarse acude a la razón moral. Si la política y el derecho tienen una dignidad, esta dignidad no les es inmanente, sino que la extraen de la ética.

La posición de González Vicén se debe, más que a Kant, como es fácil pensar, al positivismo jurídico de Kelsen y a la crítica marxista del poder constituido. Personalmente, discrepo mientras tanto de dos cosas. Primero: de esa curiosa asimetría, y sus consecuencias prácticas, que dice que la ética me sirve para desobedecer la ley, pero no para obedecerla. ¿Acaso no puedo aprobar en conciencia una ley? ¿Ni siquiera la conformada a los Derechos Humanos?

Segundo: discrepo también del punto de partida de que la obligación ante la ley o es una «exigencia absoluta» o bien no tiene un fundamento ético. Lo cual acaba en el positivismo jurídico que antes mencionaba: hágase formalmente bien la ley y pelillos a la mar con la ideología o la moralidad. No obstante, concedo que el haber puesto en cuestión la obediencia al derecho como una obligación moral airea, como debe ser, el poder de la conciencia, y frena de paso las ambiciones del derecho.

El imperativo de la disidencia

En cuanto a la triangulación Política/Derecho/Ética es más conocida la posición que adopta Javier Muguerza, catedrático español de ética, con su «imperativo de la disidencia», que el autor mismo no amaga relacionado con su admirado González Vicén ambos fueron profesores en la Universidad de La Laguna y con el principio de que no hay un fundamento ético para obedecer al derecho.

El novelista andaluz Antonio Gala dijo una vez que las palabras más importantes son «yo» y «no». La ética de Javier Muguerza, que pertenece al kantismo y está influida por la condición, tanto de él como de su maestro, José Luis Aranguren, de ser opositores contra el régimen dictatorial que les tocó vivir, así como, después, contra ciertos comportamientos de la derecha y la izquierda.

A título emblemático podría decirse que el vértice de la ética de Muguerza es el «no». Ello coincide con una parte del actual deontologismo ético, la ética del deber, que recalca la eficacia, y una mayor validez normativa, de los mandatos del «no hacer» sobre los del «hacer», por su claridad, fuerza vinculante y encaje con la cultura moral de mínimos hoy predominante. Es decir, como si Bartleby, el escribiente, y su reiterativo «Preferiría no hacerlo», inspirara la ética normativa actual desde la conocida narración de Melville. También la posición de Muguerza coincide, más allá de la teoría, con el modo más habitual hoy de entonar las protestas sociales en la calle, esto es, en clave negativa, con el «no» delante: «No nos moverán», «No en mi nombre», «No nos representan», «Nuclear, no, gracias», «No a la guerra», «No a la pena de muerte», «No a la caza», «Nunca jamás»… En Cataluña ya fue emblemática contra la dictadura la canción «Diguem no» del cantautor Raimon.

Javier Muguerza defiende el hecho y el derecho de disentir frente al mandato legal y la política. Es un derecho inalienable, aunque la fuerza nos impida hablar y decir «no». Por eso sostiene lo que él llama «imperativo de la disidencia». Sería un imperativo negativo, como el ancestral «No matarás». Muguerza está de acuerdo con el citado González Vicén en que no hay razones éticas para obedecer al derecho. Antes de fundamentar el deber de obedecer cualquier mandato de la ley, es legítimo sostener el principio de disidencia frente a la ley si el cumplimento de ésta se contradice con nuestra conciencia. Hay un derecho inalienable a decir «no»3. Este es un derecho, recalca el filósofo, que no necesariamente entraña una final desobediencia a la ley, ni el hecho de la insumisión a sus ejecutores; pero sí expresa con claridad una actitud de resistencia moral frente al mandato legal inaceptable en conciencia. La disidencia está entre los motores del proceso histórico, si pensamos por ejemplo en un Gandhi, un Mandela, una Rosa Parks, o un Jean Jaurés, el líder socialista francés que pagó con su vida el haber pedido a su país que no entrara en la Gran Guerra de 1914. Muchos avances en justicia nacen de la protesta contra la injusticia. Y el acto político inicial no es la conformidad, sino la inconformidad. La protesta, no la adhesión, que vendría después.

Ante una ética del consenso, o del contrato social, o del comunitarismo, opone nuestro autor la ética alternativa del disenso. En la vida moral la negativa a dar por bueno algo, si ello viola nuestra conciencia, es más valiosa y determinante que cualquier modo de asentimiento. Disentir es normativamente superior a asentir, y en ciertos casos es previo a ello, si la conciencia está en juego. A la ética dialógica, en particular, del consenso racional, la de Apel y Habermas, le objeta Muguerza su preponderancia, al fin y al cabo, de lo epistémico, es decir, del proceso cognitivo de la comunicación, sobre lo práctico, lo propiamente moral, que siempre se reduce a la conciencia del individuo. El filósofo ve más claro el disenso que el consenso, expuesto siempre este último a la discrepancia moral. El sujeto ético,  recalca  Muguerza, es siempre un sujeto «en primera persona». Lo cual propicia igualmente su rechazo de las éticas del comunitarismo y del contractualismo. Una, por subordinar el sujeto moral a la comunidad, y la otra por someterlo a una estrategia que desborda su conciencia. Nuestro filósofo tiene que asumir, según declara, un «individualismo ético», aunque para nada, dice, político o económico. Es claro que el individuo es una construcción, pero nada impide que sea su propia autoconstrucción. Lo prioritario es no ser tratado uno como medio y, al mismo tiempo, no quererlo para todos los demás.

Muguerza es un kantiano, pero un kantiano disidente de Kant y de su fórmula universalista de la moral. Quizás, dicho sea de paso, el mejor kantiano haya de ser un kantiano disidente. Muguerza opta, mejor, por la fórmula menos arquetípica del conocido «imperativo categórico» kantiano de la moral. Elige la fórmula llamada de la «humanidad», aquella que dice «Actúa de modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como un fin, nunca simplemente como un medio». Para Muguerza esta es la mejor fórmula de dicho imperativo categórico, porque aquella otra más mencionada, la llamada fórmula de la «universalidad», presupone un sujeto ante todo «trascendental», un puro intelecto, mientras que la fórmula de la «humanidad» se dirige al sujeto real. Muguerza niega la filosofía trascendental de Kant. El imperativo muguerziano de la disidencia se ampara, en definitiva, en el imperativo kantiano de tratar a la persona como un fin y no como un medio4. Por lo demás, observa que la relación entre el sujeto real y el trascendental, o lo que es lo mismo, entre la autonomía personal y la universalización de la ley moral, es, afirma. un «problema irresuelto» en el imperativo categórico de Kant.

Pero, claro está, el sujeto de la moral es siempre para Kant un sujeto trascendental, esto es, capaz de someter su voluntad a una ley universal y no ser un sujeto heterónomo, sino autónomo, que es la única condición de existencia de la moral. Por lo cual, apunta resignadamente Muguerza, aquella especie de kantianos que no suscriben la filosofía trascendental «tendrán dice que reconocer sin ambages que la conciliación [entre autonomía y universalidad moral] es peliaguda». Y añade: «En cualquier caso, nos hallamos aquí ante otra tensión de éstas que afectan e involucran a la condición humana. La ética sigo con la cita aspira a legislar para todo hombre (…) y cada hombre aspira a ser un legislador, que es en lo que consiste su exigencia de autonomía». Fin de la cita5. A mi personal modo de ver, yo también le doy la razón a Muguerza en esta observación de la problemática relación entre el sujeto moral y el trascendental, a menos que éste se identifique, pienso yo, con una persona que se esfuerza en adoptar la máxima perspectiva de enjuiciamiento y razón a la hora de juzgar las cosas, y no como un yo trascendental o a priori de la experiencia.

Pero mucho más importante que este simple comentario mío es que, en un tiempo en que Habermas, el teórico del diálogo, está defendiendo la posición de Israel frente a Gaza, el imperativo de la disidencia propuesto por Muguerza es a los efectos prácticos una reivindicación de la decencia moral, un aliciente para la defensa de la libertad de expresión y una vacuna contra el conformismo político y la indiferencia. Si la ética posee un carácter emancipatorio cómo no, pues impide que seamos esclavos es también por un imperativo como el de la disidencia.

La conciencia también asiente

A González Vicén y a Muguerza les ha sobrevivido unos años el profesor estadounidense Robert Wolff, aunque fallecido en Enero de 2025. Especialista en Kant y crítico socialista del liberalismo, en particular el de John Rawls, Wolff sostiene la idea de un conflicto abierto e irreconciliable entre el Estado, y su derecho a gobernar, de un lado, y, de otro lado, el derecho del individuo a no ser gobernado por terceros.

Ser un individuo moralmente autónomo es su deber. No ha de ceder su autonomía moral a otro u otros, de lo contrario sería un sujeto heterónomo o dependiente de ellos. Sólo el individuo es capaz de actuar moralmente, no el grupo, un partido, una institución, ni el Estado, para los cuales el sujeto ético es irreductible e inasimilable. Por tanto, dice Wolff : «Un estado moralmente legítimo es una imposibilidad lógica». El Estado no puede atribuirse lo que es un atributo sólo del ciudadano.

Wolff es crítico no sólo con el Estado sino con la democracia representativa. Y escribe a continuación: «La regla de la mayoría implica siempre cesiones de autonomía, y, en su forma representativa, como Rousseau observó hace ya mucho tiempo, no es mucho mejor que la esclavitud voluntaria». Cierro la cita. Por lo contrario, sólo si cada persona sujeta a la ley es coautora de la ley su autonomía queda preservada. Recuérdese que, para Rousseau, lo que él llama el «problema fundamental» del Estado, es encontrar una forma de asociación «por virtud de la cual escribe cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y quede tan libre como antes».

Entonces, y para volver a Wolff, ante la realidad de una democracia no directa, sino representativa, una de dos: «O bien sostiene adoptamos la postura de que todo lo que no sea autonomía plena es esclavitud heteronomía, en el lenguaje de Kant, o bien aceptamos la postura, más relativista, de que hay grados de autonomía y de que más autonomía es mejor que menos»6. Cierro. Por mi parte, y lo he sostenido en otras partes, creo que tanto en la esfera individual como en la pública no se puede más que ser autónomo hasta cierto punto, y ser heterónomo hasta cierto punto también, debiendo aceptar que nuestra autonomía coexiste, insalvablemente, con nuestra heteronomía7. La autonomía sería autonomía heterónoma. No se libra de este adjetivo.

Estos tres autores, González Vicén, Muguerza y Wolff, coinciden, pues, en la prioridad de desobedecer frente a obedecer si un imperativo de la conciencia moral impide someterse a un mandato de la ley. Dice Muguerza: «El disenso es lo realmente decisivo»8. La obligatoriedad ética no se encuentra, según dichos autores, en el mismo orden jurídico, ni en el político, sino sólo en la autonomía moral del individuo. Si el derecho regula las relaciones externas entre las personas, la ética regula las externas y sobre todo las internas. La mandataria europea Ursula von der Leyen acaba de anunciar a los cuatro vientos: «Europa debe estar preparada para la guerra». Pero ¡cómo dar un voto ni un céntimo a tamaña temeridad! La conciencia moral existe, y puede hablar más claro que la voz más alta. Recordemos también las palabras de Sócrates en el Critón (47d), cuando él se niega a escapar de la cárcel por ir tal cosa en contra de su conciencia del respeto a la ley: «¿Hace falta seguir y temer la opinión de la mayoría se pregunta, o bien la de aquel sólo ante el cual debemos avergonzarnos y temer más que ante todos los demás?». Ese «aquel sólo» es la propia conciencia. Sócrates dice a los amigos que quieren liberarle que lo mismo que a él le ha hecho, en justicia, obedecer no le puede servir ahora para desobedecer.

Pero hay una cosa que yo les objeto a nuestros tres pensadores de la disidencia «disiento», pues, y es que se concentran en el papel de la conciencia para desobedecer la ley y no hablan, por lo que sea, de que la conciencia sirva también, cuando se tercie, para obedecer la ley. No entiendo dicha asimetría. Pues la misma conciencia que me llevaría a desobedecer, por ejemplo, una ley contraria a los derechos humanos debería llevarme a obedecer una ley que los proteja. ¡Si lo que hoy se espera precisamente de la ética es que siga fundamentando los derechos humanos y la dignidad de las personas!

La conciencia es antitética

En nuestros filósofos de la desobediencia o el disenso echo en falta argumentos que me expliquen por qué, si la conciencia puede desobedecer la ley, no puede también obedecerla. ¿No es la misma conciencia? Sócrates desobedece a los Treinta Tiranos de Atenas, pero obedece la ley de su ciudad por la que se le condena. La conciencia moral tiene una autoridad activa para decir no y también para decir sí.

Con la misma independencia con que desde la conciencia disentimos de un mandato externo a ella, podemos asentir en favor de otro mandato si éste no viola nuestra conciencia. Entonces, el reverso del imperativo de disidencia debería ser, a mi juicio, el de obediencia. Pueden ser complementarios. No me vale insistir sólo en el disenso, si lo que se quiere ser es destacar el sentido crítico y el carácter emancipatorio de la ética. Oponerse a la ley puede ser tan necesario como prestarse a obedecerla. El partido ultranacionalista Vox tiene una fundación a la que ha puesto por nombre «Fundación Disenso», un título que debe estar removiendo los huesos de los filósofos del disenso en su tumba.

Por la misma razón que uno puede, en conciencia, rechazar un mandato, también puede darle su consentimiento. Por lo menos, si uno ha tomado parte en la formación de este mandato. Lo cual sólo ocurre en un régimen democrático, sea por haber intervenido directamente en el mandato o por hacerlo indirectamente, como sucede en la democracia de filtros de hoy. La ética y la política, y, con la política, el derecho, pertenecen a esferas distintas, a veces opuestas y en ocasiones en conflicto entre sí. Pero lo único que puede salvar el vacío entre una esfera y otra, entre ética y política, es que el sujeto participe personalmente o con su representante en la formación del derecho y así pueda verse moralmente obligado a él.

Esta única condición es la que, desde un punto de vista ético, recoge Kant en la tercera fórmula del imperativo categórico, aquella en la que se acerca más a Rousseau: el imperativo de «la voluntad de todo ser racional como voluntad legisladora universal». Es decir, que la misma razón que nos hace autónomos nos convierte en legisladores y por tanto en seres merecedores de respeto. Desde esta formulación de la moral se hace más difícil mantenerse fuerte con el imperativo de la disidencia; quizás por ello la tercera fórmula del imperativo kantiano no mereció el interés de nuestros tres filósofos del disenso o de la desobediencia al derecho. Sólo el referido Robert Wolff admite que una autoridad política o jurídica pueda llegar a merecer nuestro apoyo moral, salvando así el hueco entre la ley y la conciencia, si al menos los mandatos de dicha autoridad son democráticos9.

A Muguerza le crea una gran perplejidad, según afirma, el hueco entre el sujeto moral y el sujeto legislador universal, un vacío que se puede observar en la ética y en la política. El sujeto moral es de carne y hueso; el segundo, el sujeto trascendental y por tanto con capacidad de legislar universalmente, es un sujeto demasiado abstracto, casi una entelequia. Se lo reconozco; yo también tengo mis reparos frente al yo trascendental kantiano. Pero a Muguerza le diría que no dudara tanto. Si lo hace, es quizás porque él parte de una noción idealizada de la naturaleza y la función de la conciencia moral, siempre a resguardo de la contaminación política o jurídica. Pero la conciencia también tiene su «carne y hueso», su humanidad, y por más que sea una conciencia exigente, hasta intransigente, no es una conciencia compacta y coherente siempre consigo misma. No quiero decir que sea una conciencia contradictoria, ni «escindida», cosa que suena muy romántica y moderno. Es sencillamente una conciencia que puede decir si y no a la vez; no a la misma cosa, sino a cosas distintas. Conciencia que disiente y que asiente. Desobedece y obedece; reprueba y aprueba.

La conciencia moral es antitética y lo es, sobre todo, ante el derecho y la política. La fuerza de la conciencia moral, lejos de ser unificante, es disociante. Ante la política y el derecho, precisamente, puede dar su veredicto negativo o positivo de modo alternativo. De un mismo gobierno puede decir sí y no ante mandatos o acciones diferentes. Aunque es probable que, como conciencia, acabe diciendo «no a todo» más que «sí a todo». Pero, en todo caso siempre será la misma conciencia: antitética, pero irreductible e inalienable. Salvo que uno sea un fanático, y desde un extremo a otro de la política, la conciencia no tarda en poner reparos a nuestra propia ideología o gobierno. Ella es el límite de toda política y toda moral.

Yo no sé si el capitalismo está en su fase final. De momento se ha fortalecido, con el autoritarismo en casi todo el mundo. Cada vez, en contrapartida, habrá más disidentes y objetores, como el Navalny. Más insurgentes contra la censura y la represión, que acusarán de terroristas a los que convoquen huelgas, como hicieron Mandela o el presidente Lula contra la dictadura militar, o a los que se atrevan a hablar de Marx o de identidad sexual en clase. A ese mundo vamos y la insumisión vuelve a estar en primer plano de la razón crítica y la democracia.

La soledad de la conciencia

Voy resumiendo. Desde la autonomía podemos aceptar la heteronomía del derecho, y no quedarnos sólo en su rechazo, si, por lo menos, participamos activamente en la formación de la ley. Pero siempre, tengo que añadir ahora, con una precaución. Pues estamos hablando de la conciencia.

Esta precaución da por hecho la heterogeneidad entre moral y política; se apoya en el principio de superioridad de la primera sobre la segunda, y se manifiesta mediante una actitud de observación distante y precavida frente al poder político y sus disposiciones.

Es la política la que le debe a la ética. Esta es lo único que puede darle dignidad a aquella. Y no es la ética la que le debe a la política, que vive de valores prestados. Uno puede viajar de la ética a la política, pero de la política a la ética ya no se suele volver. Una vez en la política se suele olvidar la ética. Por lo tanto, no podemos ignorar que todo lo que no nos permita vivir y actuar con plena autonomía moral hay que someterlo a un juicio crítico, y si cabe ponerlo en cuestión, o, al final, rechazarlo, si es incompatible con nuestra conciencia moral.

La conciencia tiene fuerza, pero es ácrata frente a todas las demás fuerzas. Y la relación entre ella y la ley o la política empieza por ese instante ácrata ante el poder. A esta precaución moral la llamo «cláusula de desconfianza». Representa la reserva de la conciencia frente a la ley. Sólo después, si ésta no violenta nuestra conciencia, se daría el asentimiento de la ley. Antes de obedecer la ley o de comprometernos políticamente, la misma cláusula de desconfianza obliga a no hacer nada en contra de nuestra conciencia.

¿A donde nos lleva todo lo dicho hasta aquí? Es decir, la oposición entre la conciencia y la ley, y la prioridad, éticamente hablando, de la primera sobre la segunda. Nos lleva a tener que explicar bien por qué a veces hay que disentir. Y, de paso, nos lleva a concluir la soledad en que se va a encontrar siempre la conciencia moral ante el derecho y la política. Si los desobedece, por desobedecerlos. Si los obedece, por obedecerlos. Pero vamos a tener que responder, y a hacerlo solos. Al final, la conciencia está sola, tanto en la esfera privada como en la pública. Y está sola por su propia naturaleza como conciencia. Habla aquí nuestro interior más escondido e incomunicable; pero también lo que nos hace seres autónomos y decisores por nosotros mismos. Por ejemplo, para desobedecer u obedecer al derecho y la política.

La conciencia solitaria no es infeliz, como anunciaba Hegel. Ni es feliz, porque sería, cito ahora a Aristóteles, o bien la conciencia de un dios o bien la de un monstruo. La conciencia individual siempre será radicalmente solitaria, no sólo frente a la política, sino ante la ética misma. Todo lo que hay que hacer es aprender a convivir con la íntima soledad. Escribió Nietzsche: «¡Elegid la soledad buena, la soledad libre!». Una soledad de la que puede salir la mejor toma de postura ante la política y la ley. Una toma en conciencia.

Nota del autor

Este texto corresponde a la Conferencia de clausura de las XXV Jornadas Internacionales de Filosofía Política, Universitat de Barcelona, Marzo de 2025. En mis cuarenta y cinco años de profesor en esta facultad he tratado varias veces sobre el asunto. Fui alumno de José Manuel Bermudo, quien puede decirse que introdujo en este mismo lugar la docencia de la filosofía política. El también promovió y dirigió el máster de Ciudadanía y Derechos Humanos: Ética y Política, en el que yo mismo le sustituí como coordinador, durante una quincena de años.

Por otra parte, no tengo ningún especial recuerdo de quien enseñara ética en esta misma facultad. Fuera de aquí, sí recuerdo a profesores de ética y política que, además de con su sabiduría, me honraron con su amistad: José Luis Aranguren, Javier Muguerza y Xavier Rubert de Ventós. Mi reconocimiento va también para Victoria Camps y Adela Cortina.

En ideas políticas creo que sigo la línea de Kant, Kelsen y Bobbio. Me influyó bastante Marx. Soy de izquierdas y algo ácrata. La razón de estado es el último residuo autocrático de la democracia. Quisiera un mundo sin poder de nadie sobre nadie. Un orden internacional de paz, más que naciones con fronteras o un estado Leviatán. Si todos fuéramos éticos, quizás no necesitaríamos la política.

Sinceramente: para mí la política es un mal menor. Y la teoría política, o bien es una extensión de la ética, o bien de la economía o de la religión, por otros medios. La relación óptima entre ética y política, en el sentido más práctico, yo la he visto en moralistas como Albert Camus o Joan Fuster y en políticos como Julián Besteiro, Salvador Allende, Enrico Berlinguer o Vaclav Havel.

Notas

1Felipe González Vicén, «La obediencia al derecho», en Estudios de filosofía del derecho, Universidad de La Laguna, 1979. Vid. también: Manuel Atienza, «La filosofía del derecho de Felipe González Vicén», en Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, 62: 67-88, 1981.

2González Vicén, ibid.

3Javier Muguerza Carpintier, «La obediencia al derecho y el imperativo de la disidencia», Sistema, 70: 27-40, 1986; «La alternativa del disenso», en G. Peces Barba, ed., El fundamento de los derechos humanos, Debate, Madrid, 1989. Una discusión del autor con Felipe González Vicén y Elías Díaz se recoge en: J.R. de Páramo, Isegoría, 2: 153-161, 1990.

4Javier Muguerza, Desde la perplejidad, Fondo de Cultura Económica, México, 1991, p. 687. Vid. también: Javier de Lucas, Decir no. El imperativo de la disidencia, Tirant lo Blanch, Valencia, 2020; Carlos Thibaut, «Regreso al imperativo de la disidencia de Javier Muguerza. Una reivindicación», Alfa, 37: 68-93, 2021.

5Javier Muguerza, cit.

6Robert P. Wolff, En defensa del anarquismo, Taurus, Barcelona, 2023, pp. 13, 29-30.

7Norbert Bilbeny, Ética, Ariel, Barcelona, 2025, pp. 229-240; «Autonomía heterónoma, al principio y al final de la vida», en M. Boladeras, ed., Bioética: la toma de decisiones, Proteus, Barcelona, 2011, pp. 165 ss.; L´ombra de Maquiavel. Ètica i política, Libres de l´Index, Barcelona, 1991.

8Javier Muguerza, Desde la perplejidad, op. cit., 673.

9Robert P. Wolff, cit., pp. 63 ss.

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2 Comentarios

  1. Sócrates acabó siendo el paradigma de una enorme contradicción. Parece más un personaje homérico que real…

  2. Dado que la ética y la moral es un conjunto de criterios, reglas o principios que nos formulamos a nosotros mismos para relacionarnos con los otros, y dado que ya no hay método alguno para establecer un criterio, regla o norma ética o moral universal, que sea aceptable para todos los seres humanos en todo tiempo y lugar, salvo que caigamos en reglas o principios demasiado formales y abstractos, tales como que no hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti, toda reflexión sobre la ética o la moral se cae como un edificio construido con naipes. A partir de esa caída, ya no tienen sentido debatir sobre si hay o no un imperativo ético o moral para actuar conforme a la ley o desobedecerla. Esta supuesta conexión entre ética y ley nos retrotrae a los tiempos del derecho natural medieval y moderno, como cuando se discutía el derecho a matar al tirano.
    El texto se hace confuso cuando habla de la conciencia, lo que parece muy pero que muy hegeliano. Preferiría hablar del sujeto humano, cuya cultura puede ser muy variada y, por tanto, su conciencia de sí mismo o del otro puede ser igualmente diferente, siendo siempre conciencia del sujeto, pero bueno, a saber porqué el autor nos habla de la conciencia y no del sujeto, del ciudadano, del ser humano que habita en una comunidad en la que se le plantea un supuesto problema moral.
    Hecho en falta referencias a On What Matters de Derek Parfit que en mi opinión es el mejor intento de encontrar criterios morales entre nosotros. Los teóricos morales citados son un poco obsoletos.

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