
No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicido
(Albert Camus, El mito de Sísifo)
Para huir de la muerte
Tú me darás las fresas mejores de tu huerto
Yo te daré mi vino, más peleón, más duro, más añejo
Para huir de la muerte
Diré que es estupendo sentirte tan cercana
Y que ni en ti, ni en mí, ni en vosotros, ni en ellos
Hay sumergida una ciudad donde luchan
La muerte y el amor
El amor y la muerte
(Pablo Guerrero, «Para huir de la muerte»)
Al convertirse el pensamiento en el eje del mundo durante el siglo VII a. C. —tiempo axial, dijo Karl Jaspers—, la vida se percibió como una estrategia para sortear la muerte. Desde los recónditos barrios de Babilonia, donde se reelaboraban los viejos textos que dieron lugar a la Biblia, hasta los enigmáticos reinos del Egeo donde un aedo conocido como Homero convirtió esta idea de que la vida es una estrategia para sortear la muerte en un relato complejo, plural e inabordable sobre las hazañas de unos guerreros que asediaron la fortificada ciudad de Troya. La Ilíada es una narración que visualiza el efecto de comprobar que la vida (la vida humana, se entiende) tiene un principio y un fin, en abierto contraste con la existencia de los inmortales que aquellos anónimos cantores de epopeyas calificaron de dioses. Eran dioses porque eran inmortales, por lo tanto, no sentían necesidad de entender que la vida fuera una estrategia para sortear la muerte. En Trabajo sobre el Mito, Hans Blumenberg, insiste en que «el mito lleva implícito un concepto de verdad» pues resulta harto evidente que «quien afirme por su cuenta algo lo arriesga todo».
Uno de esos mitos, el que aquí me interesa destacar, se refiere a las extrañas circunstancias que rodean a dos personajes que podríamos denominar iconos de la concepción griega del mundo, ya que por sí solos definen una poderosa sensación de los seres humanos: el apego a la vida. Estos dos personajes de la mitología griega, presentes en forma de elipsis en Homero, pero definidos más tarde en las Metamorfosis de Ovidio, son Ixión y Sísifo. A través de ellos plantearé por qué motivos existió, y existe, una rebelión contra el inexcusable hecho de que la vida tiene un fin, no otro que la muerte. No se trata de definir el arte del bien morir o la estética que conlleva una muerte que dignifica a un pueblo, a una sociedad, a una familia, como sucede en ese admirable final de la Ilíada cuando Príamo logra convencer a Aquiles que deja a un lado su habitual cólera y le devuelva el cadáver de su hijo Héctor para hacerle las honras fúnebres, y de ese modo dar conclusión a su poema, calificando al héroe muerto en un duelo con Aquiles ante las murallas de Troya como un hombre digno, domador de caballos. De lo que se trata en estas líneas frente a la renuncia homérica, son las razones de la rebelión contra ese destino manifiesto del ser humano ante el hecho de percibir que la vida tiene un fin, la muerte. Esa rebelión es la prueba más profunda que tenemos del apego a la vida.
El primero de los héroes citados ha sido a menudo confundido, otras simplemente vilipendiado (golfo, arrebatado, agresivo, sinvergüenza): se trata de Ixión, un personaje que representa lo que la filosofía existencialista del siglo XX llamó perplejidad. Ixión es el emblema de la perplejidad ante la expresión de los dioses sobre su destino. No entiende que le hayan situado ante la vida negándole su principal sustancia, el apego a ella. La rebelión de Ixión es torpe, inestable, absurda. Pero precisamente por eso me interesa. No soy la primera en ello. La célebre pintura de José de Ribera, que hoy podemos contemplar en el Museo del Prado, inflamada de espíritu barroco, analiza los actos de Ixión y propone una lectura de por qué hizo lo que hizo y con qué moral lo justifica. El dramatismo con que expresa la rebelión de un hombre que Zeus descubre que es plenamente consciente de que le había usurpado el apego a la vida, concediéndole una vida básicamente sin apego. En Ribera se le ve atrapado entre la ley divina que le condena por sus actos y el entusiasmo de Zeus por los atractivos de los asuntos relacionados con la rebeldía de los humanos ante su cruel destino, la muerte. Por eso le invita a una fiesta en ese espacio excepcional donde los dioses, según Homero, celebraban los banquetes y se alimentaban de néctar y ambrosía. El rebelde, convertido en invitado de honor y que actúa como rebelde, más que como invitado, que se dispone a transgredir las normas del banquete, seduciendo a la esposa del anfitrión, no otra que la implacable Hera, esa diosa que no perdonaba ningún desliz, como no perdonó jamás a Paris, quien, al recibir la manzana de la discordia, optó por elegir como la más hermosa de las tres diosas que se presentan ante él, no a Hera, por supuesto, ni a Palas Atenea, respectivamente esposa e hija de Zeus, sino a Afrodita. Gesto altivo, propio de un rebelde sin causa. Luego ya veremos, porque, Ixión, epítome de los inconformistas, cae en la trampa que le prepara el propio Zeus, haciendo que una figura, una nube, tenga la imagen de Hera, la seduzca y nazca de ella su hijo, Centauro, mitad hombre, mitad caballo. Es el castigo de Zeus a la rebeldía cuando le afecta directamente a él. Y se dicta así su destino pues —dijo Jacob Burckhardt a este respecto— «el pueblo griego quiso olvidar los significados primitivos de sus figuras y sucesos».
El juego de los dioses deviene terror a la hora de castigar, como ocurre con Ixión, al que se le obliga a dar vueltas sin cesar en una vida que no tiene fin, ni sentido. Una pulsión que hoy la psicología contemporánea calificaría de generadora de ansiedad. Una pesadilla, especialmente en los momentos en los que la rueda lleva al territorio sin luz, nocturno, donde los fantasmas asedian a los personajes y cuya única salida es el suicidio, según dicta Dante en el Infierno para aquellos a quienes como Capaneo «in ciò che non s’ammorza la tua superbia». (canto XIV, vv. 63-64). Ni siquiera esta anulación de la vida permite solventar el castigo por no haber aceptado que le negase el apego a la vida. Por los motivos que para el caso es igual, ajenos al sentir trágico, motivos por el cual nunca sería protagonista en un drama de los que fascinaban a los griegos que miraban extasiados, mientras escuchaban los versos de Esquilo, Sófocles o Eurípides en el escenario de Epidauro y otros lugares con el deseo persistente de descifrar las claves de la vida.
En los escenarios apareció, como un ensalmo, Sísifo (fue por tanto un producto literario de Esquilo y no de Homero): un rebelde también ante el hecho de que los dioses concedan la vida a los humanos sin su apego, condenándolos a un único fin, la muerte. Su castigo es una asfixia, interminable. Tiene que subir una pesada roca a lo largo de una colina que tiene como sustancia metafísica que al llegar vuelve a caer al fondo del valle desde donde es necesario volver a subirla, y así una y otra vez, indefinidamente.
Si aceptamos que los griegos clásicos pensaron ontológicamente en sus mitos, bien sea utilizando una forma que atraviesa la palabra, el logos (lo que hoy se llama diálogo) tal como hizo Platón, o bien una descripción teorética de los fenómenos naturales que están situados más allá de la física, por tanto, situados en la metafísica, según Aristóteles, llegaremos a la concepción que toda su pasión por la sabiduría, vale decir la filosofía, es un juicio sobre el apego de la vida. No tiene sentido una vida sin apegarse a ella, pero aquí aparece el desafío ético que trastornó para siempre el mundo de los mitos. Lo hizo Platón con la complicidad de otros atenienses de la época, como por ejemplo Jenofonte, para crear el mayor mito sobre la conducta de un ser humano: Sócrates aceptando morir por ingesta de la cicuta porque así lo había decidido la asamblea, democráticamente. Dejando como legado una idea que flotó durante siglos en las escuelas filosóficas, en las academias, en los cenáculos teológicos, en las escuelas catedralicias, en las madrazas, en las reflexiones cabalísticas, hasta llegar a un jovenzuelo que, en tiempos de Lorenzo el Magnífico, llamado Pico della Mirándola, denominó decidida y categóricamente la dignidad del hombre. El apego a la vida se vinculaba así, por este gesto de alto valor humanístico, a la propia dignidad. Desde entonces están tan unidos que el apego a la vida es un elemento circunscrito a la dignidad humana. Se rechaza, con razón, una vida carente de dignidad. Se denuncia ese trato y se lucha contra aquellas instituciones que surgieron por aquellos años para doblegar o infundir temor ante la necesidad de inocular el apego a la vida y la dignidad humana. La reacción fue extraordinaria y exigió una revalorización de los márgenes del comportamiento humano, no otra cosa es la lectura promovidas por el gran Desiderio Erasmo de Rotterdam por el Elogio a la estulticia, y, a través de su planteamiento heurístico, es decir, de su lecturas de las fuentes que orientan el ser y el estar de los humanos, lleva a Lutero, Calvino, Zuinglio y tantos otros a leer los viejos textos sagrados, la Biblia y, con la misma intensidad, los textos heredados de la antigüedad grecolatina.

La vida es una estrategia en el mundo moderno para sortear la muerte que se enfrentará a dos acontecimientos de máximo desvelo ante el hecho mismo que justifique el apego a la vida. Primero, el hallazgo de la caída de los graves, por parte de Galileo Galilei, que promueve una lectura diversa del ser humano, atrapado en la gravedad. No puedes escapar a ella. Es la dimensión definitiva. Frente a las tres dimensiones clásicas de la aritmética griega, más el tiempo que sería la cuarta, estaría otra, la gravedad que plantea seriamente la dificultad de escapar a la finitud de la vida, y, por tanto, que el apego a la vida pudiera ser una mera ilusión. El segundo acontecimiento es la definición del hombre maquinal, como diría Basilio Baltasar en su última obra, promovido por René Descartes (en parte también por Francis Bacon) que anula la libertad de transformar la realidad en beneficio del único valor que se le ha usurpado al hombre desde su nacimiento: el apego a la vida. Esa situación exigía, a mediados del siglo XVII, una explicación por parte de alguien que propusiera una lectura de un texto que explicara por qué el apego a la vida es una ilusión. Más allá de la tesis del Leviatán promovida por Thomas Hobbes, basada en el concepto homo lupis homini (el hombre es el lobo del hombre), existe una narración del hecho justificativo de que el apego a la vida es una ilusión. Me refiero a la obra El Paradiso Perdido, del poeta ciego como un bardo al servicio de Oliver Cromwell, John Milton. El profesor Roger Shattuck afirma que Milton ofrece una escenografía grandiosa de un suceso celestial de magnas dimensiones, cual es la elección de morder la fruta del bien y del mal (es decir, hacerse con el conocimiento) dejando de lado la fruta del árbol de la vida que estaba situado en el centro del Paraíso. Es decir, la fruta que llevaría a que la vida no tuviera fin, llamemos a eso inmortalidad, aunque sería más correcto llamarlo apego a la vida. Es evidente que a mediados del siglo XVII se ha llegado a un punto límite en la concepción metafísica del hecho inexcusable de que el ser humano muere y que, por lo tanto, desde que tiene constancia de ello le es usurpado el apego a la vida. No depende de él vivir o morir, sino del cuerpo en el que su alma ha sido atrapada. La tensión crea una desarmonía extraordinaria en el Mémorial de Pascal del 23 de noviembre de 1654 y una réplica de alto contenido ontológico en la poesía mística de san Juan de la Cruz que transfigura el apego a la vida en una subida al monte Carmelo. En ese mundo barroco español, al que san Juan de la Cruz prestó todo su talento, se dijo (por Quevedo, naturalmente) que había que escuchar a los muertos con los ojos. Una expresión que le permitió al profesor Roger Chartier dar título a su conferencia de ingreso en el College de France indicando que es el punto de partida de esa República de las Letras, que, poco después digamos, hacia 1680, dio paso a una reconversión de la totalidad del mundo para captar el sentido del apego a la vida sin necesidad de caer en la tentación del abismo. Dijo Pascal: «Je puis regarder le fond d’un abîme avec curiosité; mais, en général, avec indifférence».
Y, así, dejando de lado el hermoso recorrido por esta problemática en el siglo de la Ilustración, en la época romántica y en el modernismo con sus exigentes reclamaciones al volver a entender los mensajes procedentes de los mitos griegos, llegamos a un momento crucial de nuestra cultura cuando, en los primeros años 40 del siglo XX, en un París ocupado por los nazis, el dramaturgo, novelista y activista político, Albert Camus, en un libro de reflexión filosófica titulado El mito de Sísifo, propuso que la Résistance al opresor es la mejor definición que puede darse a al apego de la vida. Más allá de la dignidad del hombre de Pico, más allá del élan vital de Bergson, más allá de la memoria convertida en la secuencia de la vida de Proust, Camus, en calidad de hombre rebelde, plantea resistir la tentación del suicidio como una forma de vivir hasta el punto de decir de Sísifo que habría que representarlo como un ser feliz. De ahí que entendiera la resistencia como un estilo de vida que en su tragedia crea la bonheur. Quizás, de haber tenido tiempo, eso mismo lo hubiera dicho Marc Bloch, porque es de su estilo, ese estilo que emerge en la resistencia ante la iniquidad de la ocupación y que se convierte en un movimiento social, luego en una institución y finalmente en un lugar de la memoria. Construir sobre ese lugar de la memoria, es la vía de acceso a un mundo de posguerra basado precisamente en la resistencia como una poética que quería que sus amigos la aceptaran para que de esa forma todos juntos cinglaient vers de nouevaux rivages.
El ser humano es un resistente que se siente impulsado a encontrar una respuesta a lo que, al principio de los tiempos, allá por el siglo VII antes de Cristo, los mitos y los textos sagrados plantearon sobre el apego a la vida. Mientras daba vueltas sobre este hecho vital, cerca de él, Jean-Paul Sartre sostenía que ese hecho vital tan decisivo, tan marcado que aquí se ha clasificado de apego a la vida es la existencia. Ese elemento previo a la esencia que conduce a un sistema de pensamiento, a un ismo (existencialismo) es básicamente un humanismo. El debate estaba abierto, ya que al reclamar al existencialismo vuelve a surgir, en el París ocupado, la consigna del máximo existencialista vivo de entonces, Martin Heidegger, refutado y odiado por haber defendido el nazismo, que había dicho y volvería a decir en su inquietante Carta sobre el humanismo que el hombre es un ser destinado a la muerte. Camus se revuelve contra esa idea, sosteniendo que la mayor capacidad del ser humano es precisamente encontrar la vía que conduce al apego a la vida, o para decirlo con Pablo Guerrero «para huir de la muerte nos amaremos… sencillamente».
Ya está dicho.
Observarla y dejarla de lado; a la vida, decía más o menos la Woolf. No está mal esta reflexión que comparto en cierta medida… si no se hubiera suicidado. Pienso que habría que que pasarla de refilón, o mejor todavía: mirarla pasar, pues la vida, como sistema de estudio al igual que la religión es un invento que nos salió mal, unas categorías sin fundamentos sólidos, uno por lo efímero y el otro por lo mágico. Vaya uno a saber. Lindo artículo. Gracias.
Gran artículo y a la vez tan humano como ella. Por muchos más.Gracias