Uno querría que la sabiduría que desprenden los libros de María Belmonte Barrenetxea (Bilbao, 1953) fuese tan contagiosa como la serenidad que rezuma durante la conversación. En ambas facetas su avidez de conocimiento y su generosidad narrativa se funden en un relato sensual y reflexivo acerca de sus viajes y los de otros autores que ya estuvieron allí. Como le ocurre con ellos, fuente de inspiración de esta consumada viajera, caminante y lectora —términos sinónimos, podríamos aventurar—, el objetivo de su escritura es que podamos ver a través de sus ojos, recorrer en palabras la línea del horizonte. Por eso lo suyo no es tanto literatura de viajes como de la experiencia, en todos los sentidos. Traductora técnica en sus inicios y, más tarde, también literaria, vertiendo al español obras de autoras como Helen Oyememi, Elizabeth Bowen o Helena Attlee, tenía más de sesenta años cuando ella misma dio el paso adelante y publicó su primer libro, Peregrinos de la belleza. Viajeros por Italia y Grecia (2015), a los que seguirían Los senderos del mar. Un viaje a pie (2017), En tierra de Dioniso. Vagabundeos por el norte de Grecia (2021) y El murmullo del agua. Fuentes, jardines y divinidades acuáticas (2024), todos editados por Acantilado.
Si siendo niña ya recitaba frases de la Ilíada de memoria, su fascinación por el mundo y la cultura clásicos, por la naturaleza y las humanidades, llega hasta hoy, junto con la curiosidad, la capacidad de asombro y una siempre creciente conciencia del aquí y ahora que se traduce en puro vitalismo. Aun viajando con denodada insistencia al pasado como buena «degustadora de ruinas» que se dice, su mirada es la del presente: la crónica vívida, en primera persona pero sin exceso de protagonismo, como una documentalista con alma de poeta, capaz de dotar al conocimiento (de la historia, del entorno, de nosotros mismos) de emociones y hasta de ciertos instantes de éxtasis, como una melodía que nos embriaga, inexplicable y física. De ahí que esta autodenominada «cazadora de instantes» no pretenda ofrecer manuales o guías, sino compartir esa geopoética personal cultivada a lo largo de los años, los kilómetros y las páginas. Sobre su trayectoria hablamos en Marrakech, reunidos por las pasadas Conversaciones Literarias de Formentor, y al final, uno se ve tentado de dedicarle a María Belmonte los versos de aquel poeta griego que, siendo ella joven, parecía convocarla: «Porque tú sola te adaptarás por fin / despacio a la grandeza / del alba y el ocaso».
Caíste enamorada de la mitología siendo cría, cuando te regalaron una enciclopedia infantil. ¿En tu casa había especial interés por la cultura clásica o las humanidades?
Mis padres tenían una biblioteca, lo cual es de agradecer, y me incitaban a leer a mí y a mis hermanos; eso ayuda mucho. Como he contado en Peregrinos de la belleza, en efecto nos regalaron una enciclopedia Salvat para niños que tenía diferentes temas. Uno era la mitología griega y romana, y ahí me enamoré, como le ha pasado, creo, a muchísima gente. Yo iba a un colegio de monjas, pero cuando descubrí el mundo de los dioses griegos y romanos me pareció muchísimo más interesante y me quedé muy enganchada. El primer libro que compré, con unos doce años, fue uno también de mitología griega y romana de un señor alemán que se llamaba Steuding; lo tengo todavía. Así empezó mi amor por el mundo grecolatino, sin saber muy bien lo que era, atraída por las historias tan divertidas de dioses y diosas.
En tus libros has acabado recreando pasajes o historias de la mitología en sus escenarios reales.
Ese es un tema recurrente en mi obra, sí. He leído muchísimo desde pequeña y, a partir de cierto momento, ya de adulta, me interesó la literatura de viajes. Me enamoré de Bruce Chatwin, de Patrick Leigh Fermor, de Paul Theroux… y los leía ávidamente. Toda esta gente trata el impacto que los lugares tienen en nosotros y es un tema que me fascina, porque es verdad: unos lugares pueden no decirte nada y otros, sin embargo, te cautivan y vuelves, vuelves, vuelves. A mí eso me pasó con Grecia, por ejemplo, que desde que la visité por primera vez, muy joven, fue una especie de epifanía o revelación, como si aquel fuera mi lugar en el mundo. No para vivir; hablo de otra dimensión, en la que ese destino tiene que estar lejano y seguir siendo un sueño. Si viviera allí, la experiencia cotidiana me lo destruiría y sería un lugar como cualquier otro. Y sin embargo a día de hoy lo puedo poblar de todas las historias que quiero con mi imaginación.
Supongo que algunas de esas historias proceden de ese sustrato mitológico que, de algún modo, forma parte indisociable del espíritu del lugar.
Es que cuando viajas por Grecia, por muy poco bagaje de mitología que tengas, notas el peso del tiempo. No soy solo yo, me lo han contado montones de personas que han viajado por allí. Cuando fui a estudiar griego en la Escuela Oficial de Idiomas de Barcelona, muchos alumnos habían estado de visita y volvían enamorados del país. No sabían muy bien de qué: unos decían de la gente, otros del paisaje; pero querían aprender el idioma para seguir yendo. Lo bonito es que en efecto no te lo puedes explicar muy bien, pero creo que en Grecia hay un peso especial de la historia. Eso lo dice Leigh Fermor muy bien, que cuando viajas por Grecia, sobre todo si vas a pie, es como si en cada rincón, en cada recodo, en cada curva, algo muy antiguo viniera a saludarte. Yo eso lo he vivido, es muy emocionante y es lo que intento transmitir en los libros.
Mencionabas el idioma, y no sé si en ocasiones revives ese momento en que, siendo adolescente, quedaste deslumbrada por un recital del poeta (y más tarde Premio Nobel) Odysséas Elýtis.
Sí, pero yo no sabía quién era Odysséas Elýtis, ni de qué iba la historia de aquella obra, que era terrible: un largo poema sobre la entrada de los alemanes en Atenas y cómo la gente se moría de hambre. No entendía nada, pero absorbía las palabras. Me parecía que llegaban de muy lejos y que tenía que aprender aquella lengua. Y entonces, todavía me acuerdo perfectamente, fui a una tienda de discos y compré uno en el que venía recitado el poema que escribió Elýtis, Axion Esti («Alabado sea»), con música de Theodorakis. O sea que Grecia ya estaba ahí llamándome desde muy temprano.
Esa pasión por la lengua griega, ¿cómo se concretó más tarde? Porque no estudiaste Filología, que parecería la opción obvia…
No, pero el amor que iba arrastrando desde pequeña por aquella cultura eclosionó en la universidad, cuando viajé a Grecia con un amigo. Nos fuimos los dos de mochileros y nos dedicamos a viajar por el país sin dinero y sin rumbo. Lo mismo cogíamos un barco e íbamos de isla en isla que recorríamos el Peloponeso. Recuerdo que incluso hubo días en que pasamos hambre; comprábamos cajitas de queso en porciones y era todo lo que comíamos. En Delfos estaba muerta de hambre, pero también era tan emocionante… Por entonces te dejaban ocupar las azoteas de las casas para dormir, echabas el saco y casi no te cobraban nada. Caíamos en el sueño viendo las estrellas, todo era absolutamente romántico. En aquel viaje tuve el encuentro definitivo con Grecia, que cuento en el libro En tierra de Dioniso, navegando entre Naxos y Amorgos. Éramos solo unos pocos a bordo de un barco muy antiguo, el Mariana, estaba atardeciendo y me asomé a la cubierta. Veía un panorama lleno de islas en el horizonte, sus siluetas recortadas, y de repente tuve una experiencia de esas que no son muy frecuentes en la vida, muy intensas. Es difícil explicarlas con palabras, porque en realidad las experimentas de forma intuitiva. Dejé de estar allí, en un lugar concreto, dejé de ser yo y sentí una felicidad increíble, como nunca había sentido. Sentí que Grecia me daba la bienvenida, ya para siempre, y siempre que vuelvo lo hago con la misma emoción que la primera vez. No me pasa en ningún otro lugar.
Decía antes que no estudiaste Filología; lo que hiciste fue Historia en Bilbao y Antropología en Barcelona, y más tarde te doctoraste en Antropología Social en San Sebastián. ¿Te planteabas seguir la senda de la docencia o la investigación académica?
Quería especializarme en historia de las religiones porque había sacado muy buena nota cuando hice Antropología en la Universidad Autónoma de Barcelona, y pensaba que el profesor que daba la asignatura me iba a ayudar de alguna manera. Pero lo que hizo fue ponerme un montón de libros delante y decirme: «Lee esto y ya hablaremos». Todo era demasiado árido, me quedé muy desencantada. Yo estaba trabajando de traductora, y entrar en la universidad en aquella época (terminé el doctorado en 1995) era ya muy difícil. Además, en el País Vasco tenía que saber euskera, y yo lo había estudiado, pero no tanto como para dar clases en la universidad.
Entonces empezaste a traducir mientras estudiabas.
Sí, empecé a trabajar prontísimo, con diecinueve o veinte años. Era normal en aquella época, si te querías independizar podías alquilar piso a un precio razonable.
¿Y hasta qué punto crees que esa labor traductora ha influido en tu forma de concebir la escritura? Porque no deja de ser un trabajo concienzudo en torno a la palabra (justa).
Es que yo he estado toda mi vida leyendo y trabajando con palabras, haciendo eso que tú dices: encontrar la palabra adecuada, descubrir significados… Siempre ha sido una gimnasia mental en torno a lo mismo, y sí, creo que tienen una gran relación. Lo primero a lo que me dediqué, y con lo que en general me he ganado la vida, era la traducción técnica, porque con la literaria no te alcanza. Igual en otros países sí, pero aquí no. Yo soy de Bilbao, y mi primera traducción fue el manual de un buque, pieza por pieza. Me imagino que le eché un morro a aquello… porque era muy jovencita, y creo que no había visto un buque más que de lejos. Pero en fin, lo aceptaron y me pagaron un montón. Entonces dije «¡vaya!», y ahí seguí, un encargo fue llevando a otro. Más tarde estuve una temporada como traductora en una empresa, hasta que empecé a hacerlo por mi cuenta, en casa. Así me he ganado la vida, alternándola con la traducción literaria, que es la que más me gusta, y que sigo haciendo: acabo de entregar ahora para Acantilado una novela de Christopher Isherwood, un autor que me encanta.
Entonces, cuando llegas a Acantilado con el manuscrito del que sería tu primer libro, ya te conocían como traductora.
Claro, pero era un trato muy distinto, como traductor normalmente ni tienes que ir a la editorial. Yo empecé a escribir porque llegó la famosa crisis de 2008 y el trabajo de traducción técnica cayó en picado. Tenía mucho tiempo libre y mi marido me animó a aprovecharlo. Casi me obligó a sentarme, porque a mí lo de ser escritora me parecía un sueño, algo inalcanzable. Tardé un montón en escribir Peregrinos de la belleza, porque entre otras cosas, nadie me esperaba. Me documenté, viajé… Tenía libretas y libretas de material, me vi obligada a elegir personajes y dejar otros por el camino. Cuando lo terminé, en 2013, iba a llevarles una traducción y decidí llevarles también mi manuscrito. Se lo entregué a Sandra Ollo con una timidez inmensa. Al cabo de quince días, Jaume Vallcorba me mandó un mensaje y me dijo que si podía ir a su despacho. Estuve hablando con él y me dijo que sí, que me lo iba a publicar. Aquello me cambió la vida, porque he escrito ya cuatro libros, ahora estoy empezando el quinto, y eso ha implicado viajar, conocer a muchísima gente, estar hoy aquí contigo, y es fabuloso. No lo volví a ver nunca más, porque murió al año siguiente. Estuve 45 minutos con él, los tengo cronometrados en mi memoria porque fueron importantísimos.
En cuanto a Sandra Ollo, le dedicaste tu último libro y la nombrabas uno de sus «genios tutelares».
Sí, porque todavía me sigue pareciendo un sueño. Y eso que te estoy hablando de 2013 y el primer libro no salió publicado hasta 2015. Pero debo de tener un concepto muy raro del tiempo, porque me da la impresión de que todo ha sido ayer, que no han pasado tantos años, y me sigue pareciendo algo maravilloso, por lo que estoy muy agradecida. Cuando se puso al frente de la editorial, con Sandra empezó una verdadera amistad. Es una persona terriblemente entregada a sus autores: te cuida, te mima, te protege.
¿Cómo es el proceso de escritura de estos libros de viajes de estructura y tono tan particulares? La elección del tema, los escenarios, los recorridos…
Primero viene la idea central, que siempre es algo muy misterioso. Lo cuento en mi segundo libro, Los senderos del mar, que surgió porque me venía a la cabeza un olor de mi adolescencia en Biarritz. A partir de esa chispa inicial tienes que hacerte un plan, un guion; pero lo cierto es que mi proceso… no se sabe muy bien cuál es, tiene algo de laberinto. Sobre todo me documento muchísimo, porque cuando estás hablando de algo real, quieres saberlo casi todo. Luego vas descartando material, porque tampoco se trata de abrumar al lector, y eliges lo más interesante. En aquel caso, como era un viaje a pie, tuve que hacerlo. Solo fueron quince días, pero en ese trayecto surgieron todos los temas paralelos y las preguntas. ¿Qué es el mar, en realidad? Yo entonces no lo sabía. Porque hay un solo océano, aunque le pongamos nombres diversos, y averigüé lo que evoca el título: que existen senderos en esas aguas, autopistas en el océano, corrientes marinas totalmente relacionadas con el clima exterior. Todo eso lo tenías que ir estudiando, y cada etapa te sugería contar un aspecto distinto. Por ejemplo, al pasar por el País Vasco francés cuento el nacimiento del surf, porque unos americanos vinieron a filmar una película con Deborah Kerr y se trajeron una tabla. Se fijó en ella un señor de Biarritz que era carpintero y empezó a hacer surf con uno del equipo de rodaje. También fue importante conocer los tipos de olas. Hay algunas muy especiales, que llegan al País Vasco y atraen a surfistas de todo el mundo para cabalgarlas; olas que vienen desde la Península del Labrador, a 6.000 kilómetros, y rompen allí. Era todo muy peliculero, nunca mejor dicho. Pero en realidad cada libro supone una aventura.
Mi percepción es que tus libros se han ido haciendo cada vez más fluidos en su desarrollo, más libres en su heterodoxia.
Pues si te soy sincera, no he pensado mucho realmente en cuál es la forma de mis libros. Jacinto Antón siempre me dice que ya tengo un estilo muy claro, pero una misma no lo sabe, porque es algo inconsciente, no buscado. Escribo libros que me encantaría encontrarme en una librería, por eso les pongo tanta ilusión. Mucha gente que los ha leído me cuenta que luego han estado en Macedonia, en tal sitio y en tal otro, o que han hecho el camino de la costa vasca. Eso te hace una ilusión… porque te das cuenta de que has contagiado tu entusiasmo a alguien. Pero no me lo habría imaginado nunca.
Personalmente, he encontrado dos placeres en la literatura de viajes: comprobar con mis sentidos aquello que ahí se narraba, o bien disfrutar de esos relatos independientemente de haber visitado los lugares, casi como una ficción.
Eso es lo que pretendo, despertar la emoción, porque a mí previamente me la han provocado esos lugares. Estar, por ejemplo, en la ciudad de Díon, al pie del Olimpo, donde sé que iba Alejandro Magno con Bucéfalo antes de cada batalla, me pone la carne de gallina. Igual hay gente a la que le importan un pimiento Alejandro, el Olimpo o lo que sea, pero a mí me produce mucha emoción, y lo que intento es transmitirla. Lo que no tengo muy claro es si hablaría de ellos realmente como libros de viajes; muchos libreros me dicen que no saben dónde colocarlos, porque también son libros biográficos, de historia… Abarcan muchos campos, pero bueno, quizás hay que ponerles una etiqueta. De hecho, me parece un honor que me llamen escritora de viajes, porque mis maestros se encuadran en ese género.
Explicas que la percepción del paisaje suele estar (pre)condicionada por palabras y etiquetas, y que tendemos a verlo como mera postal. ¿Qué elementos hacen del paisaje algo vivo?
Hace poco he leído a Paul Bowles, e igual que Patrick Leigh Fermor o que Lawrence Durrell, era muy bueno describiendo no ya el paisaje, sino el efecto que el paisaje causa en nosotros. Hay mucha gente que va a Grecia y me dice: «Pues, chica, no sé lo que ves tú, porque está todo sucio, Atenas es una ciudad caótica, llena de ruido…». La percepción es muy distinta según el bagaje que lleva cada uno dentro, porque realmente estamos proyectando en el paisaje todas nuestras vivencias. Pero también es algo dialéctico, pues aunque llegues con poco, el paisaje te habla. Aquí mismo, en este hotel de Marrakech, estamos en un oasis, pero rodeados por el desierto. Y si te fijas, hay una muralla que nos rodea, pero a cada lado se ven las dunas. A mí me impresiona mucho, y me influye. Eso es lo que me interesa describir, el efecto que el lugar causa en nosotros, pero también el modo en que nosotros lo poblamos. Me parece que es en El murmullo del agua donde escribo que en Grecia cualquier experiencia tiene una doble intensidad: subir a la cima de cualquier montaña griega, que está cargada de mitos, no es lo mismo que subir una montaña en el País Vasco o en el Pirineo, que también lo he hecho. Porque, aparte de que el hecho de ascender una montaña en sí mismo siempre tiene algo de mítico, en Grecia estás subiendo a un lugar en el que o bien vivían los dioses, o hay una fuente sagrada de la que si bebes te vuelves muy elocuente o un gran poeta… Todo está colmado de significado. Con el paisaje en Italia me pasa lo mismo, pero sin embargo si me propones viajar a Vietnam, no me atrae. Será bellísimo, he visto fotos de hermosos arrozales y lo que sea, pero no hay relato para mí. Y lo mismo con la Pampa argentina. No me importa pasar el resto de mi vida deambulando por el Mediterráneo, que es donde yo me siento en casa y feliz.
Hablando de deambular, tú no solo defiendes caminar como medio óptimo de explorar un territorio, sino también de generar los hallazgos más inesperados.
Es que cuando empiezas un viaje a pie, sales con todas las preocupaciones del momento, facturas que quedan por pagar o no sé qué, pero a medida que va pasando el tiempo lo vas dejando todo atrás. Se produce una especie de mutación en tu interior, te sientes más ligero y empiezas a absorber el paisaje, la naturaleza, los sonidos… Aquel viaje que hice a pie por la costa vasca me hizo meterme de lleno en los olores del mar, los cambios meteorológicos, las nubes. Lo experimentas todo de manera diferente. En ese sentido, caminar es una forma de acceder a otro grado de conciencia. Me gusta muchísimo, y en cuanto veo una revista que trae una ruta rara, me la apunto. ¿Por qué mucha gente se toma el trabajazo de subir una montaña? No es solo por el deporte. Llegar a una cima… hay algo en eso. Aunque sea la cima más humilde, el monte más bajo, la atmósfera allá arriba es distinta, el aire es distinto. Hay algo [ríe].
Cuando ya habías decidido el tema de Los senderos del mar, descubriste a Rachel Carson, bióloga y escritora de mirada poética, que también te aportó otra idea del paisaje.
Sí, fue uno de esos descubrimientos cruciales. Albert Padrol nos invitó a su casa, y como él ha sido editor, tiene la casa llena de libros y esa costumbre tan bonita de poner una cesta con algunos de ellos al lado de la puerta. Cuando te vas a marchar, te dice: «Elige el que quieras». Entonces yo, sin mirar, porque no me parecía de recibo ponerme allí a escoger, me agaché y cogí el primero que se me puso a mano. Era un título en inglés: The Edge of the Sea (La orilla del mar), de Rachel Carson. Solo había oído hablar algo de ella por Primavera silenciosa, en el que denunciaba el uso del DDT en Estados Unidos y cómo por ese motivo estaban muriendo los pájaros e insectos. Pero aquello fue toda una coincidencia, porque yo estaba ya metida en Los senderos del mar y ella entró en ese momento por la puerta grande y me acompañó hasta el final. Aún no había hecho el viaje que después relataría, así que me enseñó cómo tenía que mirar el mar, cómo está poblado de maravillas. En el Mediterráneo no hay mareas, pero en el norte, cuando el mar se marcha, quedan esos sitios bellísimos entre las rocas que son las pozas de marea. Me recuerdo de pequeña mirando ahí y encontrándome estrellas de mar, caracolillos, cangrejos… Son como pequeños mares en miniatura. Carson fue una maravillosa compañera de viaje por su importancia como bióloga, pero sobre todo como oceanógrafa. Tristemente murió muy joven, de cáncer, pero nos dejó bastantes libros sobre el mar, y son todos espléndidos.
Supongo que su obra también ha sido clave en el hecho de que en ese segundo libro tuyo pasaras de hablar de personajes históricos a vidas no humanas, la de todos esos seres casi invisibles.
Sí, aunque en Los senderos del mar siguen apareciendo seres humanos, por ejemplo toda la historia de los balleneros vascos, o la de los corsarios, o incluso mi propia presencia. Pero otra de las cosas que me interesan es la nature writing, la escritura de naturaleza de la tradición anglosajona, y también leo todo lo que puedo. Así que intentaba transmitir esta pasión por lo que nos rodea. Me llama la atención que mucha gente me diga que los momentos que más les gustan de mis libros son aquellos en los que aparezco yo, cuando cuento mis historietas; parece que todo lo que pertenece al mundo natural les interesa menos. En fin, cada uno tiene sus gustos, y hay lectores que prefieren a los escritores de viajes que cuentan aventuras que les han pasado, o sea, cotilleo humano. A mí en cambio me encanta el cotilleo de la naturaleza y todo lo que nos rodea.
Te confiesas «petromaníaca», hasta el punto de que una de tus posibles vocaciones era la de geóloga.
La geología sigue siendo uno de mis grandes intereses. No tengo formación científica y es una de las penas de mi vida. Soy lo que se dice de letras, pero me encanta leer divulgación científica porque necesito entender, al nivel que pueda, el mundo que me rodea. Me dan mucha envidia los matemáticos, por ejemplo, y no te digo ya los físicos, los químicos. Me parece que ahí está contenido todo, están todos los misterios. También por eso me he dado el gustazo de incluir temas de naturaleza en mis libros, para obligarme a estudiar, suplir un poco mi ignorancia, que es inmensa, y disfrutar.
Vinculas los fenómenos geológicos con la conciencia de finitud y, al mismo tiempo, la sensación del privilegio de vivir.
Es que está todo interconectado, no podemos separar ni ciencias ni letras ni nada. Todo es uno, y eso lo han dicho los sabios desde el principio de los tiempos. Cuando hice aquel viaje a pie, me di el placer de contemplar y de explorar esos ocho kilómetros mágicos de costa que hay entre Zumaia y Deba. Además, lo hice con marea baja y caminando sobre ese fenómeno geológico que se llama flysch. Ahora muchos turistas van a verlo en barca, pero nosotros lo pisamos, lo atravesamos a pie teniendo cuidado de que no nos subiera la marea porque no teníamos por donde salir. Geólogos de todo el mundo vienen a estudiar la historia de la Tierra ahí, porque es un libro de piedra, que dicen ellos, condensado en veinte centímetros, que es cada capa de flysch compuesta de dos materiales, marga y caliza. Estudiando esos estratos, saben los cambios climáticos que hubo, las extinciones. Claro, yo leo eso y me parece increíble, porque miras y no ves más que una alineación de roca muy bonita, como un acordeón, pero te das cuenta de que dentro está nuestra historia, los animales que han existido y que han dejado de existir. Es algo absolutamente poético. Entonces: poesía, geología… está todo interconectado.
También estuviste cerca de estudiar arqueología, y leyéndote se me ocurre que en la interpretación de las ruinas traduces, de algún modo, lo que subyace en esos lugares.
Se trata de verterlo en palabras, es verdad. Eso es algo muy evidente en Pella, que es la ciudad donde nació Alejandro Magno. Vas allí y te encuentras una inmensa llanura: de la ciudad se conservan apenas cuatro columnas de la Villa de Dioniso, el resto está todo derruido, ha desaparecido por terremotos o por invasiones. Ahora están reconstruyendo el palacio para que nos hagamos una idea de lo que pudo ser, pero en realidad no queda nada. Aunque, si tienes ciertas antenas para percibir el pasado, estando allí en silencio, en soledad, tú mismo puedes empezar a poblar el lugar. Yo sabía que por allí habían caminado Alejandro y su madre, Olimpia, también Filipo de Macedonia y su madre, Eurídice, famosos dramaturgos y poetas como Eurípides… toda la gente que invitaban a la corte de Macedonia. El palacio era algo inmenso, uno de los monumentos de la antigüedad más maravillosos que existieron. Quieta allí, me dediqué a ponerlo en pie, como acabaría plasmado en las páginas de En tierra de Dioniso. Un amigo me mandó una viñeta de un dibujante francés muy famoso, ahora no recuerdo cómo se llama, en el que se ve a alguien delante de una pequeña columna, y el dibujo recrea la ciudad entera a partir de ese detalle. Me dijo: «Esto es lo que haces tú en el capítulo de las ruinas», y me pareció un piropo maravilloso, porque es lo que intento cuando voy a estos lugares, ver más allá de la apariencia. Lo podemos aplicar a todo, eso de no quedarnos con la primera impresión.
Por tus libros uno deduce que tiendes a no prestar demasiada atención a los guías turísticos.
Cuando fui a visitar por primera vez las tumbas macedónicas me encontré con una guía maravillosa, una mujer muy estrambótica. Llevaba un montón de llaves colgando del cuello, y me recibió con dos perros. Me llevó a la primera tumba, abrió con mucho misterio, me hizo esperar fuera. «Entra ahora», me dijo. Y cuando entré, apagó todas las luces. Me quedé parada en la oscuridad y, al cabo de unos segundos, encendió la luz y se me quedó la boca de par en par. Estaba delante de un templo en miniatura, perfectamente construido como lugar de enterramiento. Para empezar, te llama la atención justo eso, que fueran tan exquisitos con algo que luego iba a desaparecer bajo tierra. Todo se había conservado: las columnas, las pinturas en tonos ocres y azules… En ese momento, ella me empezó a hablar pero yo no la escuchaba, porque estaba tan impresionada que no me importaba mucho quiénes fueran los personajes de aquella escena. Era muy consciente de que estaba ante algo muy antiguo, construido con gran veneración para honrar a sus muertos. Me daba mucho respeto, y quizá en ese momento no necesitaba saber nada del edificio. Estaba casi sin voz por la emoción. Cuando salimos, me dijo: «Veo que esto te ha gustado, te voy a llevar a otra. No lo hago con nadie, pero por ser tú…», y me llevó a ver otra tumba, tan increíble como la primera. Siempre recomiendo que quienes viajen al norte de Grecia no dejen de visitar la tumba de Filipo de Macedonia; creo que desde un punto de vista museístico es de los lugares más importantes que hay en Europa y todavía no mucha gente lo conoce. Es también un túmulo al que accedes bajo tierra, y en él está el ajuar completo, afortunadamente, porque muchas tumbas macedónicas fueron saqueadas sistemáticamente. Incluso se puede ver un retrato, que se cree auténtico, de Filipo, Olimpia y Alejandro, labrado en marfil.
Me pregunto si, para recordar de forma tan vívida esos momentos, vas tomando notas a medida que haces la visita, o si llevas grabadora para algunas ideas o declaraciones.
Llevo una libreta siempre conmigo. Hago fotos, pero no con idea de publicarlas, sino con el móvil, de detalles que luego me van a servir a la hora de describir los lugares. Cuando termina el día, aprovecho para tomar notas de las cosas que más me han llamado la atención de esa jornada. De algún modo contrarresto ese momento de bajón de cuando viajas solo y querrías comentar lo experimentado con alguien, así como durante el día no has necesitado a nadie porque querías estar a lo que estabas. Pero tampoco creas que tomo muchísimas notas; tengo muy buena memoria y más tarde logro recrearlo, cuando regreso a casa y me siento a escribir.
No parece que te haya afectado ese típico mal del crítico que deja de disfrutar de una obra cuando sabe que tendrá que escribir sobre ella.
Todo lo contrario. Ahora lo que más me gusta es viajar para luego escribir, porque ya voy buscando algo que previamente he investigado. Lo he imaginado, lo he soñado. Luego, a veces los lugares te sorprenden para bien, o suceden cosas que les añaden emoción; y otras, por el contrario, te producen frustración, aunque esto solo me ha pasado en momentos puntuales de Peregrinos de la belleza: cuando visité la casa de D. H. Lawrence en Taormina fue una enorme decepción, porque yo, que también era una ilusa, me esperaba encontrar su Villa Fontana Vecchia tal como él la describía. Hablaba de un bosque de naranjos y de limoneros que caían hasta el mar, y lo que me encontré fue un barrio entero de casas espantosas construido por la mafia, algo inenarrable. A la casa de Lawrence le habían metido otra casa en cuña, casi pegando a la fachada de la suya. Me dio una llorera allí… porque habían destruido de mala manera toda la belleza que contó aquel hombre. En Taormina han hecho unos destrozos inmensos. Bueno, y en tantos sitios, pero en general no me he llevado muchos chascos como aquel.
Tratando de huir del turismo, he empezado a abogar por lugares mediocres estéticamente. Más allá del stendhalazo, ¿la clave está en saber extraer la belleza de (casi) cualquier sitio?
Pues no sé qué decirte. Hace unos meses estuve en Hidra con una amiga, porque ella lleva como veinte años yendo y me la quería enseñar. Yo había visitado muchas islas, pero nunca aquella, y me pareció el paraíso terrenal. Mira que es pequeña y es incómoda, porque tiene cuestas por todos lados. Pero hicimos unos caminatas al borde del mar… Se me volvió a aparecer la Grecia de Homero. Hidra es pequeñísima, no hay coches, así que mucha gente viene en barquitos, se toman un café en el puerto, dan cuatro paseos y se vuelven a marchar por la tarde. Nosotras nos íbamos cada día andando hasta una playa muy lejana, y allí nadábamos prácticamente solas. Cuando volvíamos, nos sentábamos en el puerto, y a esa hora ya era casi para nosotras. Fui a ver la casa de Leonard Cohen, y a un monasterio que requería una subida tremenda. Claro, esto fue en mayo, y en agosto será imposible, pero yo tampoco iría nunca a Hidra en verano, tiene que hacer un calor… Así que igual tuve suerte esta vez, pero me pareció maravillosa y solo tengo ganas de volver.
Oyéndote he recordado que hace poco leí los libros de Charmian Clift que ha editado Gatopardo, y son una delicia.
Sí, los he leído. Charmian Clift escribió sobre Hidra cuando estaba habitada por gente pobrísima. Se pasaba hambre, incluso ella y su familia (su marido y sus dos niños), que tampoco tenían dinero. Era una Grecia que no he conocido, donde la vida resultaba muy dura. Yo la conocí en los años setenta y muchos, y había turismo, pero tampoco tanto. Hoy día las cosas se han puesto muy difíciles. Una amiga mía vino ayer de Oporto, y me decía: «No vuelvo nunca más, esa ciudad la han destruido, está desbordada de turismo». Ir a Venecia, por ejemplo, me imagino que será ya imposible. Estuve allí hace años con nieve, e incluso así había mucha gente. Pero bueno, hay que tener algo de esperanza, ¿o no? [ríe]
En cualquier caso, creo que es lejos de las masas cuando alcanzas esas experiencias inefables, esas visiones que logras poner en palabras, casi como en la literatura mística. ¿Consideras que hay un componente espiritual en tus narraciones?
En sentido religioso, ninguno, porque nunca me lo he planteado en esos términos. Pero sí creo en todo lo que nos conecta con el mundo de las emociones, de la imaginación. Y eso tiene que ver con el espíritu: no sabemos muy bien lo que es, pero hablamos de ello. En ese sentido, sí hay momentos en mis viajes que son más densos, por así decirlo. Estás en un lugar muy especial y accedes a sensaciones que no tienes normalmente en la vida cotidiana, donde tu atención siempre está distraída. He visitado lugares en los que, por estar sola y en silencio, sabiendo que allí han sucedido hechos históricos o culturales apasionantes, entraba en un estado… no lo llamaré místico, que viene del griego mystikós y significa «secreto» (algo que no podemos conocer ni saber), pero sí muy agradable. El ser humano siempre va buscando ese tipo de experiencias por todos los medios, siempre queremos trascender el aquí y ahora, nuestro yo, que es tan pesado. Por eso tomamos, yo qué sé, un hongo que te permite tener un estado alterado de conciencia. Pero aun sin recurrir a tomar sustancias surgen momentos especiales de este tipo, incluso en la vida cotidiana: la meditación, el enamoramiento… En mis viajes los hay, y creo que se ven reflejados en casi todos mis libros. Recuerdo uno muy bonito en Peregrinos de la belleza, cuando hice un viaje a pie siguiendo los pasos de Patrick Leigh Fermor, desde Mistrá a Kardamili, atravesando la cordillera del Taigeto. Era una calzada romana que se conservaba muy bien, y en uno de los tramos mi amiga, que iba bastante adelantada, desapareció y me quedé sola. Me volví a mirar el camino que había hecho, y durante unos instantes recuerdo que vi aquella zona poblada de gente que subía y que bajaba. Fue una sensación que duró apenas instantes. No daba ningún miedo, tampoco placer. Son esos momentos curiosos y extraños de nuestra mente, que es tan misteriosa, y a mí me encanta atesorarlos. Me gustaría tener muchísimos, pero tampoco hay que buscarlos. Van saliendo, o no. Hay que tener paciencia.
Al menos sí que se adivina en tus libros cierta sintonía con la meditación o la plena conciencia.
A medida que va pasando el tiempo y te vas haciendo mayor, es algo que la propia naturaleza te proporciona. Pero sí que noto la necesidad de tomar conciencia de lo que hago, de cómo es lo que me rodea. Entonces la vida va cobrando muchísimo más sabor. Un poco como lo que dicen los monjes zen: cuando como, como; cuando duermo, duermo; cuando camino, camino. Parece muy simple, pero es importantísimo. No solemos hacerlo, porque cuando caminamos, a la vez estamos pensando en lo que va a venir o en lo que ha pasado. Practicar la meditación te ayuda a estar en el aquí y ahora. Por ejemplo, estás pelando una cebolla; si vas a todo correr, coges y tiras lo que no vas a usar para el sofrito, pero si lo haces despacio, primero te das cuenta de que lo que la envuelve es una membrana de un color rosa bellísimo, translúcido. Si la abres, te das cuenta de que luego viene una capa blanca y, si vas ahondando, al final llegas a ese núcleo que sueles desechar porque igual pica mucho, pero es de unos tonos verdes muy hermosos. En ese sencillo gesto descubres un ser que ha crecido bajo tierra, para empezar, y que se ha llenado de vitaminas, de olores, de color; y ese acto de cocinar ya ha cobrado otra trascendencia. En el día a día no puedes andar así, porque normalmente tienes prisa y tal y cual, pero me encanta ser capaz de ir practicando cada vez más esta toma de conciencia.
Supongo que la soledad y el silencio, una constante en tus libros, serán fundamentales para alcanzarla.
Claro, tiene sentido que seas capaz de lograr esa toma de conciencia cuando viajas solo, porque dispones de tiempo y vas inmerso en un cierto estado de ánimo. Recuerdo que me ocurrió en la ciudad donde nació Aristóteles, en Estagira, que es una pequeña península al borde del mar. El lugar ya de por sí es bellísimo, y encima te das cuenta de que allí vivió uno de los europeos más significativos que han existido, lo que te hace preguntarte: ¿Cómo era la ciudad cuando él vivía? ¿Qué infancia tuvo aquí? Por eso le interesaba tanto el mundo marino. Por eso fue el primer naturalista de la historia, porque de pequeño ya iba a estas playas, y ahora siguen llenas de mejillones, de estrellas de mar, de bichitos. Esa conciencia de todo lo que te rodea puede hacer tu día muchísimo mejor que si vas pasando de una cosa a otra. Estamos rodeados de ruido y hablamos mucho, pero siempre se pueden encontrar rincones así, se pueden cultivar esos momentos especiales. Como esta mañana aquí en Marrakech: he estado sentada debajo de los olivos, y lo único que se oía eran los mirlos. Me podría quedar ahí un buen rato y ser muy feliz.
Te declaras «nómada» y y al mismo tiempo dices que eres «muy casera», supongo que por el mismo motivo por el que admiras la vida monacal o ermitaña, fuera de la norma y del ruido. ¿Cómo conviven ambos impulsos?
Vivo en el campo, en una masía bastante aislada, así que paso mucho tiempo en soledad y en silencio. De vez en cuando necesito salir de allí, disfruto muchísimo yendo a Barcelona, estando con mis amigos, comiendo, bebiendo vino… y luego volviendo otra vez a mi refugio. Jamás me iría a vivir a un monasterio, sobre todo por la connotación religiosa, pero sí que entiendo esa forma de vida, porque la soledad puede llegar a ser muy rica. También peligrosa, si se tiene en exceso. Hay una escritora, Sara Maitland, que vive en las Highlands escocesas en absoluto silencio; ha dejado de hablar. Tiene un libro muy bonito, Viaje al silencio, en el que también trata acerca del aspecto negativo de esta forma de existencia. Cuando hay un exceso de silencio, nuestro cerebro termina por crear presencias, no aguanta más tanta soledad. Maitland cuenta algo que me dio mucho miedo al leerlo: un día, estando en su casa, de repente empezó a oír música en el piso de arriba. Aunque en la casa estaba ella sola con su perra, alguien había puesto música, la escuchaba perfectamente. Otro día abrió una puerta y vio a un padre y un hijo junto a una furgoneta. Pero allí no podía haber nadie. Cuenta muchas cosas de ese tipo, como si su cabeza, al cabo de un tiempo, le estuviera diciendo: «Bueno, guapa, no puede ser, te vamos a traer compañía». Lo que está claro es que nuestro cerebro es algo muy misterioso y que no tenemos ni idea, o sabemos una ínfima parte, de lo que pasa aquí dentro.
Pensaba ahora en Vernon Lee, que habla de esa aura especial que envuelve al viajero, y que escribía historias de presencias y espectros.
Sí, Vernon Lee escribió sobre apariciones, tiene muchas historias de terror ambientadas en Italia. A mí eso me encanta. Desde pequeña he leído a Edgar Allan Poe, me moría de miedo y a la vez me gustaba muchísimo, porque a fin de cuentas es tratar con lo desconocido. Está ahí, aunque no podamos verlo, y quizá haya quienes tengan más propensión que otros a percibirlo, pero es algo que a todos nos atrae. Lo que en el fondo me interesa de estos fenómenos es eso que hablábamos antes de los estados alterados de conciencia. Me gusta leer o ver documentales sobre gente que se los provoca con diferentes sustancias. Yo no me atrevo a tomar, porque alguna vez probé hachis y me sentó fatal, y luego me ha vuelto a dar miedo acercarme a ello. Pero me da un poco de envidia esa gente; como Aldous Huxley, que tranquilamente iba probando una cosa tras otra, aunque él tenía la suerte de que estaba todo controlado por sus amigos investigadores, que le daban las dosis justas. Pero en fin, es un tema que me atrae muchísimo: ¿Qué es la mente? ¿Qué es la conciencia? Todavía no se sabe, es algo increíble. ¿Qué es nuestro yo? ¿Qué es el ego? Y lo peor es que nos vamos a ir sin saberlo. Todos nos vamos sin saberlo. Nos dan un poquito de tiempo, nos ponen todos los juguetes y… hala, desapareces como todos los demás.
Como diría un viejo periodista italiano, con su capacidad semántica-reductiva que lo caracterizaba para evocar grandezas, usted sería “… una digna hija de Occidente…”, por traslación enérgica, obstinada, impávida, aventurosa y sobre todo curiosa, como el lenguaje, que habla preguntado y se habla inquiriendo. Podré ser crítico contra la cultura de Occidente con razón, mas siempre termino hablando de ella. Es el privilegio de los condenados que no pueden viajar (no es una queja, estimada señora, un poco de envidia tal vez) y te obliga a emigrar momentaneamente con la lectura y escritura. Viajar a Grecia es todavía un sueño incumplido, y si lo logro, espero que la realidad no se cargue la emoción de estar, entonces… ¿Y si de repente, por gracia oculta, yo, como hombre de este siglo pudiese en Atenas asistir al estreno de una de las tragedias de Eurípides, Sófocles o Esquilo? ¿Cómo podría hacer para no desfallecer, tener las fuerzas necesarias y llegar sin respiro hasta el último acto? Estaría boquiabierta sin sentir la fría dureza de las piedras del hemiciclo, escuchando al coro tenebroso narrar el ir y venir de los hechos funestos, los actores enmascarados dialogar con la sinrazón de los designios divinos, y “…si la mejor fortuna para el hombre era no haber nacido…” bien vale la pena nacer mil veces para saber el motivo oyendo y llenando el teatro de los griegos, con personajes jamás iguales pero capaces de despertar esa morbosa atracción por la palabra, arado aqueo que escarba las piedras dejando su rastro, y afirmar que aquí fui, que aquí estoy y que así quisiera ser; para siempre, que así he vivido entre Ática y el viejo cine de mi barrio que por fin me regala los últimos respiros del personaje de Nuestra Triste Figura… (Se acabó la representación para mi pena; los Arcontes están decidiendo a quién dar una corona de verde laurel mientras Edipo no haya paz y continúa vivo, Medea no se arrepiente, pero sufre y odia, Casandra quisiera nacer de nuevo, Áyax no tendría que saber del engaño. La luna de los atenienses que es la mía, impasible, es la única que ha entendido el ambiguo oráculo de la fatalidad gratuita, y por lo visto es la que ha dirigido esta tragedia en la Polis tumultuosa y anárquica de los Helenos para que tengamos memoria…” Todo lo mejor para usted.
Un auténtico placer, no conocía a la entrevistada pero si sus libros tienen misma capacidad evocadora que sus respuestas a esta entrevista, merecerá sin duda la pena.