
Me hubiera gustado conocer al dealer con el que trabajaban los directivos de la Fox a principios de los 90. Algo tuvo él que ver, seguro, porque no creo que fuera casual que en el mismo mes (septiembre) y en el mismo año (1990) se estrenaran, en la misma cadena, dos de las series más surrealistas de todos los tiempos: de un lado, la insuperable Búscate la vida de Chris Elliott; y de otro, Parker Lewis nunca pierde, una original y extrañísima sitcom de instituto ideada por Clyde Phillips y Lon Diamond.
Hablando de institutos, resulta prácticamente imposible no hacer referencia al mítico John Hughes, cuyo cine era por aquel entonces un referente de calidad para todo producto adolescente que se preciara. De hecho, el propio personaje de Parker Lewis (interpretado por Corin Nemec) está fuertemente inspirado en el no menos mítico Ferris Bueller de Todo en un día (1986). A un nivel más estético, la serie también comparte ciertas similitudes con la citada cinta de Hughes, sobre todo por esa constante ruptura de lo que los estudiosos llaman la «cuarta pared»: vamos, que Parker Lewis le habla a la cámara de vez en cuando. Pero poco más. Hasta aquí llegan los lazos con el pasado, las reminiscencias, los parecidos razonables. Porque si hay que aceptar que Parker Lewis nunca pierde es un producto para adolescentes (y no solo uno «sobre adolescentes»), madre mía, menudo colocón llevaban los de la Fox cuando le dieron luz verde al proyecto.
Ahora que está de moda eso de atiborrar con paranoias los programas para niños (pocas cosas hay más psicodélicas que Hora de Aventuras o Bob Esponja), es justo reconocer que Parker Lewis fue uno de los primeros experimentos en este sentido, uno que permitió que el surrealismo más surrealista campara a sus anchas por los horarios destinados al público infantil y juvenil. Mientras que la serie giraba en torno a algo tan manido como una pandilla de estudiantes que intenta sobrevivir en su instituto, lo cierto es que luego los detalles, los numerosos detalles que salpimentaban la trama y sus personajes, lo transmutaban todo en una cosa bien distinta: el matón de turno (¡qué grande Kubiac!) resultaba ser una especie de gigante bobalicón que engullía pescado crudo como si fuera una foca; el nerd de toda la vida sacaba de los bolsillos de su enorme gabardina cualquier objeto absurdo que se necesitara; el perrito faldero de la «dire» (la señorita Musso, una auténtica dictadora) presentaba tendencias vampíricas y era capaz de teletransportarse a la voz de su ama, y así todo, contado con una textura más propia de serial de dibujos animados: montajes frenéticos, perspectivas extrañas y miles de efectos de sonido para marcar cada brusco movimiento. Inolvidable el plano cenital que mostraba siempre a Parker Lewis, Jerry Steiner y Mikey Randall (los tres amigos) juntando las muñecas para sincronizar sus relojes digitales de pulsera. Con todo esto, uno al final no sabía si estaba viendo la versión lisérgica de Sensación de vivir o una adaptación para teenagers de El Correcaminos. Pero lo único que quedaba claro es que se trataba de una serie que se movía en unos parámetros, tanto temáticos como estéticos, de una libertad creativa como pocas de su generación. Y eso la hacía irresistible para todas las edades.
Vista ahora con perspectiva, quizás no resulte tan alocado pensar que Parker Lewis tiene más en común con el cine independiente americano de los 90 que con las series para adolescentes de entonces: hay mucho del primer Spike Lee en su factura, no poco del primer Kevin Smith en su contenido. Asimismo, Parker Lewis se percibe hoy día como una creación tremendamente posmoderna, no solo por sus estrafalarios cameos (el mismísimo Ozzy Osbourne se dejó ver por uno de ellos) y sus referencias irónicas a otras series y películas del momento, sino por su permanente autoconciencia de producto «friki» con ínfulas intelectuales. Y ahora que he tenido la oportunidad de sincronizar mi reloj con mi yo de 1990, creo haber averiguado por fin dónde surgió mi pasión por llevar camisas con dibujitos y colores imposibles.
La primera temporada estuvo bien por sorprendente en su planteamiento visual, después, al poco, comenzó a chorrear moralina y consejos no solicitados y la abandonamos sin más.
A mí lo de las camisas estrafalarias me viene de Magnum.
Saludos.