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El apunte olvidado de los arcos de la mezquita de Córdoba

El apunte olvidado de los arcos de la mezquita de Córdoba
Arcos apuntados en la mezquita de Córdoba.

Vaya por delante que el presente artículo no pretende ser un ensayo ni, aún menos, adentrarse en el taimado terreno del intrusismo. Dios me libre. Es una simple observación, nacida de la sana curiosidad de un aficionado al arte y a la historia, especialmente, en todo lo relacionado con esta querida tierra de la piel de toro, de pasado infinito y patrimonio sinigual. Lanzo así el guante a que los verdaderos expertos en la materia (historiadores, arqueólogos y arquitectos) extiendan, confirmen o enmienden lo que parece, a ojos del que escribe, una frecuente inadvertencia sobre un detalle tan pequeño como innovador en uno de los principales monumentos de la península ibérica.

Situémonos. Finales del siglo X, en la frontera entre la Alta y la Baja Edad Media. Córdoba era en esos momentos una megaurbe, capital del califato que lleva su nombre y uno de los grandes focos políticos y culturales del mundo conocido. A tenor de algunos medievalistas, la Nueva York de su tiempo.. Recibía y formaba élites, imponía estilos, marcaba directrices y extendía su influencia hasta más allá del estrecho de Gibraltar y de los escarpados Pirineos. Así pues, cualquier detalle artístico o arquitectónico que acaeciese en aquella protorenacentista capital Omeya era candidato para tornarse en un hecho histórico, en una innovación para la eternidad.

Por esas fechas señoreaba las tierras andalusíes un tal Muhammad ibn Abi Amir, que les sonará mucho más si les digo que lo conocían como Almanzor. Un tipo muy astuto, duro militar, obstinado estadista, trepa, megalómano y, sobre todo, con una ambición desmedida. Supo tejer una inteligente red de favorecedores muy influyentes que le ayudaron a escalar por la estrecha jerarquía de la sociedad cordobesa, desde la base hasta la cima. Empezó como un simple escribano para finalmente erigirse como háyib (valido) del califa de Córdoba.

Sirviéndose de mil artimañas, Almanzor logró que Hisham II, un títere que nunca ejerció su cargo, le otorgara plenos poderes para gobernar en su nombre aquel boyante y extenso Al-Ándalus. Fue algo inaudito en el estado cordobé,s pues nunca alguien había acaparado tanta autoridad sin ser emir o califa. No obstante, como excepcional chambelán hubo de hilar fino, mandar con contundencia y al mismo tiempo aparentar lealtad a los Omeya. Así lo escenificó cuando decidió servirse de la arquitectura como muestrario de su poderío, al igual que tantos otros gobernantes en la historia. Cual astuto urdidor, eligió bien e intervino en los dos principales hitos de la obra pública del Califato cordobés: la ciudad califal-palatina (poder civil) y la mezquita aljama (poder religioso). No destruyó Medina Azahara, pero la degradó a ser una jaula de oro para Hisham II, trasladando a gran parte de la corte y a casi toda la administración a otra medina de nuevo cuño ordenada construir por él sobre el año 980: Medina Alzahira. Algo similar orquestaría con la mezquita aljama. No se atrevió a crear una nueva, hubiera sido demasiado osado por tratarse de la casa de Alá, pero con la excusa de una ampliación construyó de facto otra mezquita (patio y oratorio) anexa a la que ya había, en torno al 990 de nuestra era. Con estas actuaciones su poder quedó patente y su figura reforzada, aunque sin llegar a suplantar del todo al califa.

Es en la intervención en la aljama donde surge el detalle que motiva este texto y en el que apenas ha reparado la vasta literatura que el templo ha generado. La expansión de Almanzor se ideó con una alta dosis de pragmatismo, huyendo del refinamiento y de los artificios ornamentales presentes en la ampliación de Alhakén II. De hecho, la obra ha pasado a la historia como la más pobre del santuario cordobés debido a su gran sobriedad. No obstante, si atendemos a los pormenores técnicos, se revela que los constructores debieron resolver diversas complicaciones estructurales, relacionadas con la imperiosa necesidad de alinear transversalmente las nuevas arquerías con el oratorio preexistente.

Recuerden, la mezquita fundacional de Abderramán I fue ampliada hacia al fondo hasta dos veces, primero por el emir Abderramán II y después por el califa Alhakén II. Estas extensiones implicaron también el desmontaje de los respectivos muros de la quibla, quedando estos espacios reconvertidos en refuerzos estructurales en forma de machones. Esta eventualidad rompe la cadencia de las hileras de columnas, la razón aritmética de la serie que forman los intercolumnios, al no coincidir de forma exacta el tamaño de la pilastra con el determinado para las arcadas. Otra dificultad residía en que las paredes norte y sur del oratorio resultaban ser, por diferentes motivos, dobles muros. Por cuestiones de economía el alarife decidió no replicar el grosor de los tabiques y prolongar solo las fachadas exteriores, generando con ello nuevos espacios en el interior. Así pues, las nacientes hileras serán más largas que las anteriores al empezar antes y terminar después. Y, por último, el plano del recinto no es tan limpio como nos lo suelen pintar en los diversos libros, guías y folletos. El oratorio tiene una leve forma trapezoidal; los mencionados muros norte y sur no son paralelos y además tienden a desviarse hacía el interior del templo. 

Dicen que Dios da a sus hijos más aventajados las peores batallas y quizás por eso Almanzor pudo contar con uno de los mejores arquitectos de su tiempo para dirigir una obra tan compleja, Abd Allah Ibn Sa’id. El alarife, a golpe de escuadra y compás (el cartabón, para desgracia de nuestro admirado Abdalá, aún no existía), se sacó de la manga dos solemnes estrategias para solucionar todo lo expuesto y las ejecutó con tal destreza que pasan desapercibidas. Una de ellas consiste en un suave desligue, muy clandestino, de las nuevas hileras con las antiguas. En todo el tramo paralelo a la ampliación de Alhakén II usa el arquitecto este ardid. Con la otra maniobra altera el estilo y la luz de los arcos, así como la combinación de estos en la doble arcada. Usa este recurso para negociar la finalización y el arranque de las nuevas arquerías, así como para retranquear estas a mitad de camino y corregir la alineación con el oratorio antiguo. Es entonces cuando el alarife improvisa composiciones, pero siempre en armonía y respetando en todo momento la correlación espacial del entorno aquella que el maestro Rafael de la Hoz definiera como «proporción cordobesa». Se produce un clímax creativo, estableciéndose todo tipo de parejas inéditas con los arcos ya existentes en el oratorio: herradura arriba y medio punto abajo, herradura y trilobulado, medio punto y polilobulado… Sin embargo, parece que no resultó suficiente ya fuera por estética, por funcionalidad o porque Almanzor le exigió algo diferente. Es entonces cuando una figura, ya presente en las edificaciones sirias de los primeros Omeyas de Damasco, aflora por primera vez en la mezquita de Córdoba y en Al-Ándalus, si bien ya se esbozaba en las intervenciones anteriores sobre el templo. Concretamente en la obra de Alhakén II, donde los entrelazamientos de ciertas formas geométricas en algunas portadas, en el lucernario y en la macsura insinúan, de manera críptica, una insólita curvatura. Pero Ibn Sa’id va más allá, desnuda la traza y la muestra de manera expresa: ante ustedes, queridos lectores, los primeros arcos apuntados de Europa.

El arco apuntado nace en Persia, en los albores de la civilización (siglo IV a. C.), y experimenta una gran propagación por Oriente Medio con el auge del islam. Como hemos indicado, llega a la península ibérica a través de la mezquita de Córdoba, en el siglo X y en su versión de herradura. En las centurias siguientes su uso se multiplica en las taifas andalusíes e incluso en los reinos cristianos gracias al arte mudéjar. Fuera de la península hay que esperar hasta principios del siglo XII para verlo en la Borgoña francesa, ya sin herradura, en el contexto del arte románico. Posteriormente, el gótico lo adoptará como símbolo principal de su estética, fundamentalmente por su capacidad para soportar el gran peso de las esbeltas bóvedas de crucería. Curiosamente, regresa entonces al templo cordobés a través de las intervenciones cristianas, lo cual evidencia la magna universalidad del monumento. 

A pesar de lo todo explicado, la teoría más extendida sobre la llegada del arco apuntado a Europa dictamina que loscCruzados trajeron esta forma arquitectónica a Francia tras unas incursiones en Tierra Santa. Obvia este romántico relato que decenios atrás ya aparecieron en Córdoba estos arcos y que el Camino de Santiago servía como vía de difusión de las innovaciones arquitectónicas de Al-Ándalus entre el resto de los territorios europeos. De hecho, no es el arco túmido el único legado arquitectónico de la mezquita de Córdoba. El antes aludido arco lobulado, también archiutilizado en el gótico, y la maravillosa cúpula octogonal con las nervaduras entrecruzadas, imitada en numerosas iglesias del norte de España y del sur de Francia, son también aportaciones de los alarifes califales y tampoco habían sido antes vistas en Europa.

Sirvan pues estas líneas para poner en valor la gran contribución andalusí a la arquitectura occidental durante el Medievo y, en particular, para reivindicar a la pomposa Qurtuba como introductora del ancestral arco apuntado en las tierras europeas.


Referencias

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2 Comentarios

  1. Buenas.
    Leído el artículo, ya tengo motivos para volver a visitar la mezquita, esta vez con un poco menos de ignorancia (la atesoro a toneladas).
    Eso sí, no volveré en Agosto, al final uno aprende a guantazos o leyendo cositas como esta.
    Gracias!

  2. Que interesante observación y relatada de forma muy amena, ya tenemos otro motivo más para volver. ¡Gracias!

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