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Chimenea crepitante 4K 12 horas de llamas

Chimenea crepitante 4K 12 horas de llamas

Este artículo es un adelanto de nuestra revista trimestral nº 51 especial Fuego, ya disponible aquí.

En la madriguera monstruosa e inabarcable que es YouTube, o te agarras bien a las orejas del conejo que vas montando o quizás acabes perdiéndote irremediablemente en medio de reflexiones existencialistas no solicitadas, reclamos para las ansiosas o insomnes, temporizadores sin sentido o el crepitar continuo de llamas ardiendo; dentro de la categoría de vídeos que se extienden a lo largo de ocho, diez o hasta doce horas —entre los que encontramos chicas que podrían haber salido de una película de Studio Ghibli escuchando lofi hip hop radio – beats to relax/study for, carreras de coches, bisbiseos de cascadas o alabanzas cristianas— existe una que parece haberse instalado en el corazón de nuestras casas sin ningún tipo de pudor ni vergüenza: la «chimenea crepitante 4k 12 horas», un fenómeno que ha ido haciéndose hueco como tantos otros: a golpe de reemplazo. El reclamo principal de estos clips incombustibles es el de devolver a nuestros espacios privados la condición sagrada de seguridad y relajación, la calidez, el trance de un fuego intangible, con todas las ventajas que cierta inmaterialidad puede ofrecer: sin humo y sin consumo de materia prima —falaz e ilusorio, por supuesto—. Para hacer de tu casa el escenario navideño perfecto ya no hace falta alimentar y mantener, cuidar y proteger. La presencia arcaica de quien se encargaba de madrugar para mantener vivas las brasas es cosa de otras, más pobres, menos desarrolladas. La mayoría de las descripciones escritas por las usuarias de la plataforma, sin embargo, alaban las cualidades aristotélicas de este mal llamado elemento: transformación y purificación, fuerza y elevación; una fuente de luz, de calor, de subsistencia. Su aura mágica, su belleza atemporal, su capacidad para calmar las almas agitadas. «Imagina enrollarte en una manta con una taza de chocolate caliente mientras observas por la ventana un paraje helado, dejando que el fuego te abrigue el cuerpo». 6 493 725 visualizaciones. Tres horas de relajación con vídeo BMG de 4k bonfire: 9.9 millones de visualizaciones y 21 000 pulgares hacia arriba.

Hestia, deidad griega invisibilizada por su discreción y sus pocas ansias de protagonismo, representaba el fuego del hogar; para los griegos, aparte del buen servicio que ofrecía en la cotidianeidad, cumplía también una función de culto. Así, en los altares dedicados a los dioses que protegían los lares, personificaron el fuego en una figura femenina: más allá de menesteres puramente individuales, conocían su influencia unificadora y sus aptitudes apaciguadoras; así, cimentaban los pritaneos en el centro del ágora, donde la llama sagrada de la hija de Cronos y Rea era custodiada y presentada como una morada común, dando la bienvenida a extranjeras, viajeras, vecinas y compañeras. Ahora, los tabernáculos tienen formas rectangulares, son fríos, oscuros y planos. Hasta hace relativamente poco, todavía unos años atrás, cuando el uso de la pantalla era menos democrático y se restringía a una unidad por familia y, por lo tanto, a un consenso obligado y no siempre pacífico, este otro plasma ya sustituyó a la chimenea como emplazamiento alrededor del cual pasar las noches y comentar chascarrillos. Así lo ejemplifican centenares de escenas en películas y series en las que chico invita a chica o viceversa a estudiar, para terminar la velada contemplando la televisión con incomodidad, rodeadas de gente extraña. La configuración del espacio y la situación de los cuerpos en él cambia: pasamos de formar un círculo contingente al ingrediente homogeneizador y en torno al cual los roles emisora-receptora varían y discurren según las exigencias de la conversación, a situarnos en una configuración lineal, en la que la información no fluye sinuosa y aleatoria si no únicamente formando una línea recta, del punto A al punto B. Aunque hayamos ido desterrando el fuego paulatinamente, reduciéndolo casi hasta la anécdota —¿cuánta gente podría encender una hoguera en caso de urgencia? ¿Cuántos anuncios en inmobiliarias están pergeñando las virtudes de las vitrocerámicas?— seguimos buscando ambientes cálidos, reproduciendo su sonido, explorando su capacidad mesmerizante, hasta el punto de que la existencia de las que fuman sea incluso un consuelo: al menos gracias que todavía existe gente que pregunta por él.

A falta de una palabra aún más precisa en el idioma español, hemos adoptado este anglicismo que en su mera pronunciación ya parece invocar su significado: «mez · muh · rai · zuhng». Un adjetivo en inglés que significa «hipnótico», «hipnotizador», «fascinante». Un vocablo que leeremos más de una vez si desplegamos las pestañas de estos vídeos de YouTube. También puede traducirse como «muy atractivo», refiriéndose a algo o a alguien que no puede dejar de ser mirado, de una forma enigmática e incontrolable, o «bewitched», palabra mágica y sobrenatural que contiene brujería.

Mesmerizing encuentra su raíz etimológica en la palabra francesa mesmérisme, que alude al apellido del doctor austríaco Franz Friedrich Anton Mesmer y refiere a la teoría que este jurista desencantado y posible fanboy de Hipócrates y Galeno desarrolló en la Viena de mitades del siglo XVIII. Por aquel entonces, se creía que la gravedad celestial controlaba la salud de las personas y que esta estaba gobernada por los astros; su fuerza gravitacional afectaría entonces a los fluidos corporales, causando desequilibrios físicos y mentales. Mesmer llamó a la conjetura que postulaba la existencia este nuevo humor magnetismo animal: aparentemente un líquido incoloro e inodoro, si acaso imperceptible, recorrería el cuerpo humano y, al igual que las mareas, se regiría por la influencia de los planetas y las estrellas; su oscilación —como también se pensaba en la Antigua Grecia y el Imperio romano con la sangre, la bilis amarilla, la bilis negra y la flema— sería la causa de enfermedades varias y diversos males del espíritu. Un término antiguo para la sugestión hipnótica era la promesa mesmérica; en el mesmerismo, una persona podría influenciar la voluntad y el sistema nervioso de otra regulando el magnetismo animal a través de ciertos procedimientos como el uso de imanes, las manos, la mirada o el aliento: más adelante estas prácticas se definieron como hipnosis, ejercicio que perdura hasta nuestro presente. A pesar de la caída en desgracia del facultativo, cuyas curas milagrosas despertaron el recelo de las comunidades médica y científica, su influjo ha quedado congelado en los verbos de varios idiomas.

Llama y pantalla, ambas comparten las virtudes del augurio hipnotizador: el magnetismo y la seducción, la liberación de dopamina en el cerebro, su vertiente juguetona. No debería resultar tan turbador que poco a poco una tecnología haya sido sustituida por tantas otras; ocurrió con las calefacciones y aires acondicionados, los fogones, las bombillas e incluso las velas, sin que este relevo resultase en extrañeza y en cierta sensación de ridiculez —al contrario del cringe que te abofetea la cara al entrar en un salón ajeno y encontrarte con una hoguera colgada de la pared—. La experiencia estética de observar fijamente a un abismo de tierras raras, plástico y metal no es comparable al real deal, y además nos aleja de otro ingrediente indispensable para su gozo completo: esa caricia tierna que es el calor en la piel. Qué significativa esta suplencia de la combustión, reacción que libera más energía de la que absorbe, por otra cuyo funcionamiento parece desafiar la equilibrada lógica natural del dar más de lo que tomas. Cambiar el orden —ser nosotras la fuente de alimentación y no al revés— nos otorga una falsa sensación de control, de guarecimiento ante la peligrosidad del medio.

Aprendemos a medirnos las fuerzas con el ardor gracias al juego; de niñas, nos tiramos brasas las unas a las otras con la suficiente rapidez para que no se nos queden pegadas a las manos. Y deslizamos los dedos sobre la punta danzarina de una mecha encendida con la velocidad justa para fascinarnos al comprobar que los temores de nuestras familias son solo exageraciones. La ambivalencia de la capacidad de ofrecer calor y refugio, pero también destrucción y caos, se materializa en el exceso de seguridad —sumado a cierto grado de inconsciencia— propio de la infancia: al conocer las ampollas no vuelves a jugar a caliu. Al sufrir un exceso de calor abrimos la puerta a una ristra de siglas ajenas: las pantallas de plasma fueron sustituidas por las LCD y OLED, consecuencia de la incomodidad generada durante largas horas jugando a videojuegos; para evitar riesgos, gastos e incendios, cambiamos las velas de cera y lumbre por la electroluminiscencia del LED.

Hemos pasado de atesorar un evento único, algo que ocurre —pues el fuego solo existe cuando arde, al contrario de los monitores, teléfonos y demás dispositivos—, a relegarlo a una experiencia puntual, bohemia, casi neohippie; de rendir culto a un suceso que históricamente nos ha proporcionado lo indispensable, generoso a pesar de su potencial aniquilador, de su disposición para hacernos desaparecer de esta Tierra, a venerar los múltiples cachivaches que cubrirían un ramillete infinito de necesidades prefabricadas. A pesar de todo ello la voluntad de su regreso persiste; en las bombillas de luz anaranjada, en las paredes no del todo blancas, pero con un pequeño porcentaje de amarillo, naranja, o rojo. En las máquinas de ruido blanco que cuentan entre sus catálogos con sonidos de madera quemándose. Dice Adania Shibli en una entrevista para esta casa: «Si me preguntas qué es la familia, para mí es el sonido de una página al pasar»; esta relación existente entre un ruido concreto y lo doméstico se da también en el rumor de los troncos achicharrados. El crepitar nos devuelve a un lugar cómodo, reconocido, tranquilizador, atávico; de ahí la exitosa fórmula de los vídeos de chimeneas: un elemento visual que hipnotiza y otro sonoro que relaja. Puro ASMR. Pero, ¿dónde queda entonces la calidez y el abra

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Imagina que ocurre un apagón: supongamos que, mientras el mundo se amortigua y la oscuridad se abre paso, dando lugar a la desaparición del papel de váter, las linternas y las cerillas de todos los supermercados, tú estabas terminando un artículo; una pieza que aúna una serie de reflexiones diseminadas como focos secundarios en un bosque calcinado. Una ristra de frases amontonadas que te han quitado el sueño, a las que has regalado una no tan pequeña porción de tu existencia, momentáneamente irrecuperables, ahora perdidas en la tan deseada intangibilidad de internet. Al fin y al cabo, piensas, no es importante: son solo verbos, conjunciones, pronombres, adjetivos, un mero código perteneciente a un sistema, únicamente letras colocadas en fila como un ejército de orugas, quizás también algunos números; un PIN que desbloquee un muro, una compuerta. Tan solo una estructura de codificación, un lenguaje, una forma más de la expresión humana. Algo natural y consustancial como el bostezo o el estornudo. Aunque de esta estructura pendan trabajos, reflexiones, codificaciones y encriptaciones, más cosas se perdieron en el fuego: peor estarán quienes tengan un negocio o empresa basados en la dependencia energética, quienes hayan quedado atrapadas en el metro o en el tren, las que directamente viven como los murciélagos en algunos barrios. La pantalla te mira y tú la miras: sigue aquí, pero de poco sirve. No hay abrazo. 

Olvidar el acompañamiento que desinteresadamente nos ha brindado la naturaleza se revela en casos así como uno de los errores inequívocos de la humanidad. Ejercemos nuestro dominio sobre ella privando de alimento la simbiosis, dejándola desnutrida y al borde del fallo multiorgánico: deportando las brasas, vistiendo de plástico los cuerpos de los animales, quitándoles espacio a marmitas, peroles y pucheros para que por fin nos quepa la Thermomix; canjeando ungüentos y plantas por blísteres, creyendo que el agua que corre por nuestros grifos mana directamente de las manos de un dios antiguo. Cuando llegue el fin del mundo, más nos vale recordar la importancia de las palabras, y utilizar este afán sustitutivo para cambiar yugo por comprensión, tiranía por asociación, progreso por alimento. Y que nos quede alguna amiga a quien el cáncer no le haya chamuscado los pulmones todavía.

(Este artículo ha sido escrito mientras en una pestaña del explorador ardía un aparentemente perenne fuego digital. Sus chasquidos han traído confort y concentración al espacio de trabajo; sin embargo, ningún afecto).

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