Hebras y nodos

El sitio de mi recreo

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Después de algunos años de aburrida tranquilidad, un buen día se rompió la calma.

Mi apartamento, en la parte trasera de un edificio al borde del mar, era, más que mi hogar, el sitio de mi refugio. Pequeño, oscuro y con vistas a nada o, mejor dicho, a un patio trasero ficticio por el que circulaban toda clase de bichos acomodados a la humedad del ambiente, había sido pensado para albergar el servicio de los señores que habitaban la parte noble, es decir, la fachada litoral de un mastodonte sesentero de la costa mediterránea.

Una cantera abandonada y unos espigones de rocas dejadas caer sin orden ni concierto constituían los límites trasero y delantero de lo que en los noventa transmutaría en aberración urbanística del desarrollismo promovido por el turismo de masas, según las nuevas corrientes ecologistas.

Quizá lo era, una aberración, digo, pero ninguna administración se había atrevido a hincarle el diente a estas construcciones. Que se habían levantado en terreno público, era cierto, que formaban una pantalla arquitectónica que malograba la naturaleza de la costa, también cierto, que no tenían accesos públicos excepto por una pequeña carretera, todo verdad, pero había que entender la mentalidad de los habitantes de esta provincia y de sus colindantes: casas de invierno en la ciudad y casas de verano en la playa, tradición ininteligible para los madrileños que adquirían apartamentos a diez kilómetros de la costa como si fueran de primera línea. Los de la España interior tenían costumbre de coche o de hacer colas para todo, mientras los de aquí contemplaban el albedo desde sus terrazas, veían a sus hijos jugando en la arena mientras bebían un vermú y eran los primeros en las mejores ubicaciones.

El clima insoportable durante la canícula era lo normal de toda la vida y los niños necesitaban los baños para prevenir los resfriados invernales tanto como absorber el yodo marino. De paso, las madres descansaban mientras las tatas bregaban con la progenie y los maridos atendían sus notarías, registros o bufetes. Porque esos fueron sus primitivos habitantes, profesionales enriquecidos, promotores de viviendas que guardaban el aroma lujoso de sus casas principales, pero frente al mar, lo más frente al mar, consentidos por un alcalde eterno de bigotillo recortado, antiguo falangista y divisionario de primera oleada que tuvo a bien adelantarse al tsunami que haría reverdecer la economía provincial vendiendo sol y playa. Eso tenían y a eso le iban a sacar partido. Mucho.

Con el tiempo, los grandes murieron y sus herederos repartieron, vendieron o, en el peor de los casos, se quedaron. Digo en el peor porque siempre se sintieron los dueños, los guardeses de un entorno que miraba por el rabillo del ojo a los recién llegados, máxime a los alquilados como yo, un simple chef de segunda engordado a base de comer restos en la cocina del trabajo.

Yo quería vivir cerca de la playa, en una zona tranquila y durante todo el año. Misión imposible para la primera línea que era ocupada por sus dueños o arrendada a precios desorbitados en temporada de vacaciones. Anduve buscando desde septiembre hasta después de Reyes, recorrí toda la pantalla delantera y la que queda detrás de las grandes avenidas en paralelo con las delanteras. Nada, nada accesible para mi sueldo escaso a pesar del ahorro que me suponía rebañar platos sin que la jefa me viera.

Por fin apareció lo que, según mi madre, parecía el zulo donde estuvo Papuchi, expresión que no entendí hasta que lo leí en la wiki. No le hice mucho caso, habida cuenta de que ella vivía en un barrio de la parte norte, con una densidad de población superior a la de Mong Kok y con edificios afectados en su mayoría de aluminosis. Si ella quería ver el sol, tenía que tomar la línea 02 y recorrer unas cuantas manzanas. Pero eso no era lo mismo, dijo, no se viene uno a la playa a vivir en un cuchitril sin vistas. A ver qué le cuento a mis amigas.

Me estoy yendo por las ramas, debe ser la resaca, ayer me pasé con las cervezas y los tiritos y hoy tengo el día tontorrón y pelín cursi. Lo noto.

La cuestión es que la ventana del salón-cocina de mi zulito daba a un patio interior cuadrado, el mismo al que daba, frente a frente, la ventana de la cocina del piso principal, un apartamento de ciento sesenta metros cuadrados, todo exterior, desde el que se veían la bahía y los cabos que la enmarcaban, una isla lejana, los cruceros, los barcos de carga, los veleros pequeñitos de la cercana escuela de vela comandados por papá velero, las motos acuáticas haciendo carreras, los pescadores, los submarinistas y hasta los atrevidos nadadores de todo el año con sus neoprenos y sus boyas encarnadas.

Ese piso siempre lo conocí vacío hasta que lo pusieron en venta. Un buen día me gasté la pasta en una barbería de argelinos para recortarme los pelos, me compré una camisa de cuello y me puse unos chinos de lanilla, aunque hacía mucho calor, para llamar a la inmobiliaria y pedirle una visita urgente ya que yo representaba a un inversor con premuras de compra. Cogí del restaurante la carpeta más nueva de las que contenían el menú y la llené de folios en blanco. Me la puse bajo el sobaco y esperé a la vendedora que llegó tarde. Yo quería dar buen aspecto con mi indumentaria y mi puntualidad, a ella le debían llover las llamadas de interesados. No había mucha oferta en la zona, cada vivienda que aparecía volaba enseguida y por ello no daba muestras de tener prisa en mostrarla.

El apartamento no había sido modificado ni arreglado desde que lo construyeron, las llaves de la luz eran de un modelo tan antiguo que les tomé unas fotos por si con ello removía la nostalgia de mi madre; los cuartos de baño, de colores pastel, tenían todo pequeñito y en general olía a podre, que diría mi compañero asturiano, porque yo no sé qué es el olor acre, palabra más fina cuyo significado desconozco y quizá más adecuada al ambiente que se respiraba.

Sólo quería ver qué había al otro lado de mi ventana y, satisfecho mi aparente interés, excusé mi falta de disposición al negocio por la inversión tan extraordinaria que había que hacer en una vivienda tan abandonada.

Unos meses después, alguien se atrevió y compró. Seguramente un extranjero al que no se le había advertido de lo viejo de las estructuras, de lo caduco de algunos servicios comunes y de las cucarachas tamaño king size que suben por el patio interior procedentes del cuarto de las basuras, un vestigio inimaginable de las costumbres ancestrales del lugar que todavía hoy permanece y que consiste en tirar las bolsas por unas tolvas que recorren el edificio en sus doce plantas hasta caer en un contenedor que se retira una vez por semana. Dudo si lo recoge el portero o tenemos un dalit para semejante trabajo, lo que sé con seguridad es que ese cuarto en el sótano es nido de todo tipo de insectos, roedores y creo que también de ofidios sin especificar que a veces se aventuran a recorrer otras zonas del edificio. Prefiero no pensarlo, yo me limito a tener mi ventana cerrada a cal y canto, sólo la abro para tender la ropa y, aun así, conforme la recojo la voy sacudiendo con fuerza no vaya a encontrarme alguna sorpresa.

Y aquí viene lo peor. Quien compró decidió, con buen criterio, tirarlo todo al suelo. Al fin y al cabo, lo que compraba era sol y sitio, lo demás no pasaba ningún examen de modo de vivir decentemente.

Y no fue ruido, fue estruendo. Un día y otro día, mazas de hierro movidas por músculos de acero derribaron paredes, baños y suelos. Carretillas tiradas por seres humanos sacaban el escombro que vaciaban en un contenedor, y otro y otro y otro más, contenedores que camiones-grúa sustituían una vez llenos por otros vacíos. Parece mentira lo poco que ocupan los ladrillos ordenados en forma de paredes y las montañas de cascotes en que se convierten por obra y gracia de un derribo.

Fueron semanas insoportables e imprevisibles. Había días seguidos de tortura y espacios semanales sin ruido. La obra se preveía larga y no continuada. Qué incertidumbre, qué desolación, cuántas noches sin dormir jugando a la Nintendo. La demolición acabó y empezaron los golpes más suaves. Construir una pared con ladrillos y cemento es como montar una tarta de galletas con chocolate, fila de galletas, masa de chocolate, fila de ladrillos, masa de cemento. Si no fuera tan perezoso trabajaría en la obra, seguro que ganaba más dinero que friendo boquerones o como freganchín cuando no viene Liliana.

Ya me picaba la curiosidad así es que me hacía el loco cuando salía al rellano y echaba un vistazo por las puertas abiertas, y digo puertas porque estos apartamentos de ricos tenían una entrada por la cocina para el servicio que habitaba en mi minicasita y otra entrada principal por donde accedían la troupe familiar y sus invitados. De mi puerta a la de la cocina de esa casa apenas había dos metros, recorridos por un cable que antiguamente fue un timbre que desapareció cuando los señores segregaron la propiedad en dos partes que vendieron por separado.

A veces subía un poco el estor que cubría mi ventana interior por si vislumbraba qué trabajos se hacían al otro lado del patio de luces. Lo hacía con discreción no fuera a ser que me pillaran espiando, lo que comprometería el futuro de mis avistamientos. Me había enterado por el portero de que quien había comprado era una señora sola y española, mayor, pero de buen ver, según su criterio, y eso aumentó mi interés por lo que prometía. Además, habían cambiado las utilidades y ahora, donde estuvo la cocina, frente a mi ventana, hicieron un vestidor con puerta de acceso corredera que cuando se abría, dejaba ver el mar con su luminosidad a través de un pasillo que llevaba hasta las ventanas exteriores.

Mis malos augurios y las pestes que me encharcaban el cerebro por las mañanas en las que no me dejaban dormir, fueron cediendo ante la posibilidad de ver a una mujer vestirse y desvestirse en vivo y no tener que recurrir al ordenador para hacerme pajas.

Y llegó el día en el que la obras concluyeron, la mujer, cuyo nombre ignoro, vino a vivir aquí y el vestidor fue adquiriendo vida. Sólo había un problema, nuestros horarios no coincidían.

No podía observarla más que los lunes, mi día de descanso. Tardé mucho en darme cuenta de que ella madrugaba y se marchaba temprano. Si quería verla, tenía que volver a jugar a la maquinita por la noche y esperar a que se levantara y eso tenía dos inconvenientes, uno, que ella no siempre tenía la persiana levantada y otro, que yo entraba a trabajar a las doce y tenía que dormir, no podía andar todos los días dando cabezadas delante de los fogones.

Fui afinando sus horarios. Los fines de semana los pasaba aquí y seguía levantándose muy temprano. La lavadora estaba dentro de uno de los armarios del vestidor y ella debía programarla para que empezara a funcionar de madrugada así es que tendía la ropa cuando yo todavía andaba despierto.

Mi estor era muy tupido y no me dejaba ver con claridad. Si yo mantenía la luz encendida, ella bajaba la persiana. Si quería verla desnuda, como parecía andar por su casa, tenía que apagarla, no jugar a la play, no dar señales de vida.

Un mirón en toda regla tenía que buscar otras estrategias. Me compré un cuaderno para anotar cuándo la veía y cuándo no, si estaba sola o había alguien más, a veces un hombre, a veces otro. Sería lo más de lo más que me dejaran ver y, si no, que pudiera oírlos. Me conformaría con eso. Los horarios eran un fastidio al coincidir sólo de madrugada, cuando yo todavía no me había acostado y ella ya se había levantado. Se vestía iluminada por las luces led del interior de los armarios, detrás de las puertas, a veces se movía de uno al otro desnuda. En uno guardaba la ropa interior que se ponía con rapidez. En otros la ropa de calle ante la que se detenía un buen rato hasta que decidía qué usar ese día. Me fastidiaba verla medio vestida, a pesar de que resultaba más sugerente si tenía tiempo de entretenerme tocándome. Si la veía desnuda todo era más rápido, más resolutivo.

Para evitar tanta incertidumbre se me ocurrió la idea de poner una camarita de grabación; en el restaurante había unas que se podían controlar desde el móvil. Iría a preguntar a una tienda. Problema: ¿cómo ponerla para que no se notara? ¿habría luz suficiente en el patio interior para captar las imágenes? Si ella encendía la luz del vestidor o abría cualquiera de los armarios el espacio se iluminaba y quizá sería suficiente.

Mi zulito se iba haciendo cada vez más interesante, mi madre se quejaba de que no iba a verla y yo me sentía como James Stewart, pero en cutre, todo hay que decirlo. Demasiado gordo, demasiado raro, demasiado vago. Pero qué importaba eso, yo solo quería mirar y atender los tirones de mi entrepierna con lo que veía o con lo que imaginaba. Tenía el cine en casa.

Entonces, cuando más entusiasmado estaba, llegó el aviso de mi casero: o me subía el alquiler o me iba a otro lugar. Justo ahora que había encontrado mi sitio, el sitio de mi recreo.


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3 Comentarios

  1. Todo iba bien hasta que empezó el vuelo sin motor…

  2. excusen mi francés, pero esto qué coño es

  3. E.Roberto

    Escritura, escritura, tormento de las criaturas, de las extructuras, de los argumentos o meta-argumentos, de las alturas, ¿Adónde iremos a parar? ¿O ya llegamos?

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