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Juan Tallón: «Las cosas pasan como uno las recuerda»

Juan Tallón para Jot Down

Juan Tallón (Vilardevós, Ourense, 1975) es, al igual que su estilo literario, difícil de definir, en el mejor de los sentidos, es decir, en ese que pone en un aprieto a los periodistas y críticos porque es imposible de encasillar en ninguna de las categorías preestablecidas.

Tallón es periodista, oficio que aprendió desde cero a base de ejercerlo, después de haber terminado la licenciatura en Filosofía, y mientras perfeccionaba ese otro oficio, el soñado, mantenido también en la actualidad: el de ser escritor.

Hay en sus artículos (en El País, en El Periódico, en Jot Down) y en sus intervenciones en radio (en la cadena SER) mucho de literatura, y en su literatura —Fin de poema (Anagrama, 2025), El mejor del mundo (Anagrama, 2024), Obra maestra (Anagrama, 2022), Rewind (Anagrama, 2020)…— otro tanto de crónica periodística, sin que ello someta a la ficción. Se mueve en ese espacio intermedio sin perder el equilibrio gracias a una extraña, y muy lúcida, mezcla de perspicacia para captar lo universal, y de sencillez para trasladarlo a lo particular; y de lo que él llama «fatalismo folklórico», un poco, y de humor, bastante.

El resultado: es fácil reconocer la voz de Juan Tallón sobre el papel, aunque no sepamos definirla (y, quizá, ni siquiera se deba). Lo es, igualmente, al escucharlo dialogar y reflexionar.

Nos encontramos con él en el Hotel Macià Sevilla Kubb, aprovechando su paso por la ciudad hispalense para presentar —junto a la escritora Silvia HidalgoEl mejor del mundo. Allí, al lado de una fuente rodeada de cristales y del bar, resguardados de unas nubes que pronosticaban lluvia, tuvo lugar esta conversación.

«En general, odiaba las promociones —entrevistas, presentaciones, fotografías, etcétera—, aunque las toleraba. (…) Soy relativamente sincero cuando sostengo que los autores no tienen gran cosa que decir en relación con sus textos». Empecemos por aquí. Del 1 al 10, ¿cuánto sigues compartiendo estas opiniones con tu álter ego en El váter de Onetti?

[Risas] Bueno, yo creo que los autores no tienen mucho más que decir sobre los libros que lo que han escrito en ellos, pero creo, también, en que es insostenible pensar que el libro se va a vender sin que el autor nos hable de él en entrevistas, presentaciones, etc. El autor, inevitablemente, tiene que someterse a su desdoblamiento: primero que ser autor y después comercial.

Dicho esto, y puntualizando que quien habla en El váter de Onetti es un personaje de ficción, aunque asumiendo que yo comparto muchas de las opiniones que vierte, digamos que llevo cada vez mejor las promociones. De hecho, abandonar de vez en cuando una ciudad como Ourense, de cien mil habitantes, más bien aburrida —y que, para un amante de las rutinas como yo, ese aburrimiento resulta perfecto—, es algo que agradezco mucho.

Ahora que lo mencionas, qué lejos siento que estoy de El váter de Onetti. Las fuentes de las que bebe esa novela son muy claras, pero hoy ya no podría citarlas como referencia. Vivía entonces obsesionado con los escritores metaficcionales, como Vila-Matas, fundamental en mi formación, y de ahí se derivaron algunos libros cuyos conflictos tenían que ver siempre con el mundo literario, donde los protagonistas eran a menudo escritores y sus preocupaciones remitían a la literatura misma. Me refiero no solo a El váter de Onetti, también a Fin de poema, y aún antes a A pregunta perfecta, publicada en gallego y nunca traducida… En esa época trataba de escribir los libros que me gustaba leer. Bueno, todas las épocas de un autor se reducen a eso, uno escribe siempre libros que le gustaría leer, ¿no? Se ha producido una clara evolución. Supongo que es a lo que tiene que aspirar un autor, a evolucionar, a no ser durante demasiado tiempo el mismo, para no acabar en imitador de su escritura.

A pesar de que, tanto en tus artículos, redes sociales y primeros libros publicados, compartes muchos momentos de tu vida, tu biografía en las solapas de tus libros y, por extensión, en Wikipedia, es escuetísima, casi una fórmula que lleva repitiéndose desde el principio con algunas variaciones: antes, citabas a autores incluso en tu nota biográfica, ahora cada vez aparecen más autores hablando de tus libros. Es como si la bibliografía estuviera comiéndose a la biografía.

Es curioso cómo va evolucionando, desde el primer libro al último, la historia de las solapas. Al menos en mi caso, se han ido aligerando. He pasado del exceso y el despropósito al defecto y quizás el sentido común. Mi biografía ya solo se limita a un lugar y un año de nacimiento, a la forma en que me gano la vida y al título de los tres o cuatro últimos libros. Y a continuación, la solapa se va llenando de lo que los demás dicen de ti. Tengo que confesar que de una manera u otra he estado detrás de todas las solapas de mis libros. Es un trabajo demasiado delicado como para dejárselo a otros: cómo quiere uno ser conocido. En las primeras novelas, me demoraba días en escribirla. Ese texto iba a ser la primera noticia que muchos lectores tuviesen de ti, y no querías que pensasen que eras como los demás, con un lugar y un año de nacimiento, así que añadías toda clase de datos. Te permitías hacer algo de literatura, o resultar ocurrente. Lo peor que se podía hacer, yo lo hacía. En los siguientes libros acepté que convenía tender a la ligereza y la brevedad. Cuantos más libros escribes, más te vas borrando en la solapa. Quizá llegue el día que ni fecha ni lugar de nacimiento tenga. 

Una de las cosas que sorprende al leerte, o al escucharte en la radio, es la increíble memoria que tienes para las citas y anécdotas literarias, como si hubiesen sido vividas y pensadas en primera persona.

En realidad, no tanto. Lo que tengo es un buen método de trabajo. Dispongo de muchísimas libretas en las que anoto todas las cosas que me llaman la atención de las lecturas que hago, entonces eso me facilita mucho más las cosas cuando necesito recurrir a las referencias ajenas. 

¿Los libros han sido una forma de compensar el haber nacido y vivido en un lugar tranquilo, como has comentado antes?

Vilardevós, donde nací y viví ininterrumpidamente mis primeros dieciocho años de vida, tiene doscientos y pico habitantes. En 1975, cuando nazco yo, en la aldea solo lo hace otro niño más. Eso, sin duda, influyó decisivamente en que yo aprendiese a convivir con la soledad. Que, además, entre los doce y los catorce años, estuviese interno en un colegio de padres mercedarios también determinó esa forma de estar con uno a solas. Aprendí, digamos, a disfrutar la soledad, y ya nunca la he abandonado. Que Vilardevós tuviese doscientos habitantes, que fuese un pueblo de montaña, en una provincia recóndita, sin bibliotecas ni librerías, determinaría mi acceso a la lectura, que en buena medida quedó fiada al Círculo de Lectores, cuyos libros empezaron a entrar en casa a mediados de los 80, y a los títulos más o menos clásicos que tenía mi padre. A la larga, eso me construyó como escritor, pero bueno, seguro que como a toda una generación de escritores y escritoras que fueron adolescentes en los 80 y que no vivían en ciudades ni en núcleos urbanos. Hay otra cosa determinante, en mi aspiración a ser escritor, que también remite a Vilardevós, que pese a ser una pequeña aldea del oriente ourensano, desde el siglo XIX fue la cuna de cuatro autores de cierta relevancia en el marco de la literatura y el periodismo gallegos: Manuel Núñez (poeta), Eloy Luis André (filósofo), Jacinto Santiago (periodista) y Silvio Santiago (novelista). Había una atmósfera propicia, en casa se percibía la idea de ser escritor muy romantizadamente, un destino deseable. Mi padre me alentó a asumir ese camino desde muy joven e ingresar en ese reducido club.

Has comentado en otras ocasiones que tú sentiste el deseo de ser escritor desde bien joven. 

Desde adolescente, sí. En casa funcionaba esa épica del escritor, como te digo, y, después vino toda una serie de lecturas, en el momento propicio, que me hizo ver en la literatura un espacio en el que recrear el tiempo presente, el mundo en el que vives, mi mundo.  Cuando llego al instituto, en los 80, mi relación con la literatura se limita a los temas curriculares, a los autores clásicos de los distintos siglos… Pero encontrarme, de pronto,  con novelas que al fin transcurrían en mi época, en el presente, con el que ya estaba en contacto a través del cine y la televisión… Eso fue fascinante: descubrir la literatura de mi tiempo. Porque hasta entonces la literatura eran, sobre todo, relatos del pasado, con los que te costaba mucho más conectar. Pero, de pronto, ver capturado tu tiempo en una novela, bueno, era ya lo último que necesitaba para querer ser escritor en algún momento. Son los años en los que leo a Bret Easton Ellis, a Douglas Coupland, a Jay McInerney, a Stephen King, a William Hjortsberg, a Carver, a Paul Auster… Coincidió todo, sí. Y también que, en ese momento, me fui del pueblo. A los dieciocho años abandoné Vilardevós por Santiago de Compostela, donde empecé a estudiar Filosofía. Esos doscientos kilómetros que había entre mi casa y Santiago de Compostela eran un mundo. Equivalían a dos mil o tres mil kilómetros de hoy. Aquello fue un auténtico Erasmus, un cambio de cultura, porque empezabas a tener una relación diferente con la libertad, la autonomía, la amistad, incluso la privacidad… De un día para otro tenías que valértelas por ti mismo, aunque contases con una beca y la ayuda de tus padres. Confluyó todo eso, y que llegué a Santiago para estudiar Filosofía, pero, sobre todo, para ser escritor algún día. De esa época datan, de hecho, mis cuatro primeras novelas, novelas que nunca se publicaron, por suerte, pero que se volvieron un campo de entrenamiento, un taller de escritura y de aprendizaje de, bueno, no sé si de un oficio, quizás sí.

Juan Tallón para Jot Down

¿Has rescatado algo de alguna de esas cuatro novelas que no se publicaron? Pienso, por ejemplo, en el relato dentro de Rewind, el que encuentra la madre de Didier.

Sí, ese es un relato de juventud nunca publicado. Ni siquiera presentado a un concurso literario. No está desarrollado el relato en la novela, pero sí se esboza. Algunas cosas no se pierden para siempre cuando quedan atrás. Quizás, como decía alguien, «nada jamás termina». (Tendría que consultar mis libretas de lectura para saber quién exactamente lo dijo, si es que lo dijo y no me lo estoy inventado, ojo). 

Y, teniendo tan claro que querías ser escritor, teniendo incluso tanto apoyo en casa para serlo, aun así, te fuiste a Santiago de Compostela para cursar Filosofía. Has dicho en otras entrevistas algunas razones de por qué sucedió esto, algo sobre que te gustaba la profesora de filosofía, que te dejaba tiempo para leer… Pero lo curioso no es que te matriculases, sino que terminaras licenciándote. ¿Qué te hizo quedarte?

A lo mejor poseo el superpoder de acabar las cosas que empiezo. Es algo que me ocurre con las novelas: si empiezo, no paro, el libro se vuelve irreversible. Las razones por las que un chaval de dieciocho años decide cursar la carrera que sea responde a distintos factores. Dudo que sea solo por la mediación de uno. No digamos cuando se trata de una carrera que no ofrece perspectivas laborales demasiado claras. A mí eso no me importó nada. He demostrado tener siempre un bajísimo sentido de la vida práctica. A lo mejor también tengo el superpoder de hacer cosas que no sirven para nada, solo para hacerlas, para contar después que las hiciste, y que no acabaron en nada útil. En definitiva, yo no he tenido nunca sentido de la vida práctica, y ni siquiera me ha importado. No obstante, mi primera intención fue estudiar Periodismo. Lo cual era como tener la intención de volar o de aguantar veinte minutos bajo el agua. Nunca podría entrar en esa carrera porque mis notas no me lo permitían. Mi confianza durante todo el bachillerato en hacer solo lo necesario, en no matarme a estudiar, trajo esos lodos. Así que elegí Filosofía. Tenía una muy buena profesora, Belén (siempre me pregunto dónde estará, qué habrá sido de ella), que me hizo profundamente atrayente la asignatura. En ese sentido intelectual creo que me enamoré de ella. Y quizás en uno menos intelectual. Me agradaba el hecho de estudiar Filosofía. Yo creía que hacerlo me convertiría en alguien más especial e interesante que si estudiaba Derecho, Empresariales o cualquier otra cosa. Menudos razonamientos. Uno tarda en descubrir que es único, como todos. Pero hubo más razones para inclinarme finalmente por la filosofía. Puesto que se me daba bien, calculé que no iba a tener que esforzarme demasiado —nunca he caído en los esfuerzos denodados— y, por lo tanto, eso me dejaría mucho tiempo para leer fuera del currículum de la carrera. Yo lo que deseaba de verdad era leer novelas, aprender de ellas. Y es lo que pasó. Saqué bastantes buenas notas en la carrera… Bueno, aquí tengo que decir que miento. Por alguna razón, acabé creándome la ficción de que había obtenido buenísimas notas en la carrera. Me recordaba cosechando notables y sobresalientes sin parar. Hace unos meses, sin embargo, encontré los boletines con las calificaciones…¡Y no había sido así! [risas]. No eran malas, había mucho notable, pero también más suficientes de los que yo recordaba. Idealicé un poquito mi paso por la carrera…

Después, sin embargo, no seguiste por ese camino.

Acabé la carrera en cinco años y después me saqué el CAP (Curso de Adaptación Pedagógica), que eran seis meses más, y condición necesaria, no suficiente, para ejercer de profesor de Filosofía. Después aún faltaba aprobar la oposición. Compré los temarios para prepararla. Los compraron mis padres, seamos francos. Creo que costaron cien mil u ochenta mil pelas a mis padres. Tardaban unos quince días en llegar a casa. Fue mi primera gran estafa. No sé, a lo mejor fue la única, porque entre que los pedí y no llegaban, cambié de opinión y decidí no preparar la oposición y escribir, al fin, una novela que se pudiese publicar. Sería la quinta, aunque en algún sentido la primera. Lo planteé en casa y a mi padre le pareció estupendo, porque, como te digo, él siempre me estaba alentando, creo que soñaba, casi más que yo, con que acabase dedicándome a la literatura. Mi madre quizás fue menos entusiasta, porque a lo mejor ella tiene un sentido más agudo de la vida práctica. Y, bueno, acabé la novela y, entre tanto, empecé a trabajar como periodista. Tardé algunos años en publicarla.

Yo, durante la carrera, había publicado un modesto libro, una biografía de uno de los escritores del pueblo, periodista, profesor, represaliado en el 36, Jacinto Santiago, que además era el padre de mi abuela, aunque nunca fue reconocida oficialmente como hija. Bueno, falleció el editor de ese libro, Luis Rivas Villanueva, y, a través de un amigo envié al diario La Región una necrológica. De allí a unas semanas, el periódico se puso en contacto conmigo por si quería seguir haciendo algún tipo de colaboración. Ahí empezó todo. Empecé con unos artículos de opinión quincenales, después semanales, y un día me dijeron: «¿Por qué no te vienes a Ourense [porque después de la carrera había regresado a Vilardevós] y te formamos? Aunque no hayas estudiado Periodismo, esto es un oficio, lo aprendes en unos meses…». Ahí empezó o acabó todo. Nunca volví a la filosofía. Supongo que eso no significa que después de cinco años de estudio y lecturas no haya dejado un poso en mí.

Mi sensación es que tienes una especie de pacto con la filosofía que consiste en no mencionarla dentro del cuerpo de los libros (como sí aparece, a menudo, la ficción conjurada), pero que te provee, digamos, de andamiajes. Quiero decir, para mí tus personajes pesan, más que por la parte del análisis psicológico, por el desarrollo ontológico, epistemológico y moral. Algunos incluso encarnan la representación de corrientes filosóficas como el pesimismo, el vitalismo, el existencialismo… No sé hasta qué punto aquella conjunción de querer ser escritor y estar estudiando filosofía tuvo algo que ver en esto.

Qué interesante. Sin duda, no han podido pasar en balde los años de lecturas, de aproximación, de reflexión sobre las cosas, sobre la realidad, sobre el origen del conocimiento… He podido olvidarlas. Pero bajo el olvido quizás esté el sedimento. He podido olvidar los sistemas de pensamiento de los grandes filósofos, las características de cada corriente, en definitiva, la historia de la filosofía, pero yo creo que lo que ha debido de quedar es la forma en que he educado la mirada sobre el mundo, el modo de interrogarlo, de adentrarme en la realidad. O, bueno, cómo lo hacen los personajes que yo construyo. Seguramente eso sí tiene que ver con los estudios de filosofía. Y, lo que acabas de decir sobre mis personajes, y cómo están más trabajados desde la filosofía que desde la psicología pues, si es así, solo puede deberse a esa circunstancia, en tanto que te relacionas con la realidad y la interrogas de determinada manera.

¿Recuerdas lo primero que escribiste con cierto afán literario?

Sí, sí, sin duda. Fue nada más leer American Psycho, de Bret Easton Ellis, en tercero de BUP, a la vuelta de un viaje del instituto a Mallorca. Año 1991. Ahora que lo pienso, me compré el libro en pleno viaje discotequero, de ruta por BCM, Titos, Pachá… [risas]. Creo que coincidió que era el día del libro y que salí a pasear la resaca. Y me compré American Psycho. Bueno, el shock fue brutal. Brutal. Cuando te hablaba de esos libros a mediados de los 80, principios de los 90, en los que descubrí que el presente se filtraba también de esa manera tan viva a la literatura… este fue un libro fundacional para mí. Me impactó tanto que me puse a escribir, con la Olivetti lettera 32 de mi padre, algo muy remotamente parecido, donde el protagonista era también un asesino en serie… Bueno, era una burdísima, cutre, lamentable, patética imitación de Patrick Bateman, pero ¡fueron veinticinco folios! Hasta entonces había escrito algún relatillo… nada, digamos, significativo. Aquello sí lo fue. Pese a que abandoné a las veinticinco páginas, hoy extraviadas, en mi mente funcionaron como el acto fundacional de mi escritura. No entiendo muy bien cómo pude perder aquello. 

Yo creo que ha envejecido mucho mejor en mi memoria, que quizás no es mi memoria, sino una reconstrucción, como las notas de la carrera, pero, bueno… Las cosas pasan como uno las recuerda.

Juan Tallón para Jot Down

Háblanos más de esto último que has dicho.

Me cuesta distinguir lo que me invento de lo que no. Podría ser un deterioro cognitivo. Hay una anécdota buenísima a propósito de El váter de Onetti. Mi álter ego en la novela llega a Madrid para escribir discursos para un ministro y, en su primer día, lo meten en un despacho. No le ha dado tiempo de accionar la palanca para subir la silla y llegar a la mesa, cuando suena el teléfono fijo. Y entonces descuelga, y le dicen: «Hola, ¿me puede pasar con la habitación 245?». Y él: «¿Cómo que la habitación 245?». «Sí, ¿no estoy llamando a la clínica Santa Ana?». «No, esto es el Ministerio de Justicia, se ha equivocado». Cuelga. Sube el asiento, se acomoda y, a los cinco minutos, otra vez: «Por favor, ¿me puede pasar con el paciente de la habitación 245?». Y él dice: «Oiga, le acabo de decir hace cinco minutos que se ha equivocado, esto es el Ministerio de Justicia, no es la clínica Santa Ana…». «Pero si ayer llamé a este mismo número y me pasaron». «Pues no vuelva a llamar», y cuelga. A los cinco minutos vuelve a llamar la señora… El personaje ahí se enfada y dice: «Ya está bien. Esto es el Ministerio de Justicia. ¿Quiere usted hablar con el ministro de Justicia? ¿Con el secretario del Estado? Se lo paso, pero aquí no hay pacientes». Protestó y tal, y se acabó ahí la cosa. Al día siguiente por la mañana vuelve a sonar el teléfono: «Hola, buenos días. Es la clínica Santa Ana, ¿verdad? Quiero hablar con la habitación 245». Y entonces ya le sigo el juego: «El paciente de la 245 ha experimentado un inesperado empeoramiento de su salud. Está en quirófano». «Pero ¿es grave?». «Bueno, grave… Le vamos a amputar una pierna. Véngase para aquí». Y nunca más volvió a llamar. Mano de santo.

Yo esto lo cuento en El váter de Onetti y, a los meses de publicarse el libro, una amiga lo lee y me dice: «Oye, que ya he visto que metiste el suceso de la clínica Santa Ana en la novela». Y yo: «¿Qué suceso?». «No, esto que me habías contado…». «No, no, eso me lo inventé». «¿Cómo que te lo inventaste? Si cuando llegaste al ministerio me dijiste que te había pasado…». «Eso es una trola que me inventé para la novela». «Ostras, pues, ¡cualquiera se fía de ti!». Me quedé desconcertado y se lo conté a mi mujer, que me confirmó que sí, que eso mismo me había pasado a mí cuando llegué al ministerio, también se lo había contado a ella. Es decir, que no me había inventado nada, como yo creía. Yo lo recordaba como ficción, y así un montón de cosas. Ya no sé qué es qué, como consecuencia de haber jugado siempre a mezclar ficción y realidad. No hay una parte inventada que pueda ser separada de la parte real en mi literatura. Existe, simplemente, lo escrito, gracias a que tengo una memoria de mierda. 

¿Qué crees que está pasando en la contemporaneidad para que la ficción, o la dificultad para decantar qué porción corresponde a la realidad y cuál a la ficción, suponga un obstáculo?

Yo creo que hace ya muchos años, quizás décadas, que asistimos al lento y paulatino desprestigio de la ficción. Vivimos, en estos últimos años, un auge de la literatura autobiográfica, testimonial, de no ficción. Todo lo que esté basado en hechos reales añade crédito. El mercado parece reclamar historias verídicas. Es como si eso proporcionase mayor rango a la escritura. Hay una masa de lectores que valora por encima de todo que el texto sea veraz. Es como si asimilasen la ficción a la mentira. Malos tiempos para la imaginación. Cada vez hay más autores cuyos primeros libros son novelas testimoniales, que parten del principio de que sus vidas merecen ser contada, y que no merece la pena inventar nada. Pero quizás sea natural. Yo también lo hice cuando flirteé con autoficción. Mi posición ha cambiado. 

Yo no sé si en algún momento la situación virará y la ficción volverá a recuperar su prestigio… cabe pensar que sí, porque todo esto son ciclos. La ficción lleva treinta años o más perdiendo estatus a favor de la no ficción, y solo por la consideración que añaden los hechos reales.

Sin embargo, como hemos hablado antes, la memoria es también ficción.

Ese es otro debate, que la memoria es un acto constructivo, tienes que erguir un recuerdo y, al deterioro que ya en sí tiene un recuerdo, está, además, el ejercicio del lenguaje, la escritura, que representa, en fin, una ficción en sí misma.

Hay dos ficciones muy universales, pero que tú no tocas, que son algo así como el límite de tus novelas: el futuro y la actualidad.

No estoy demasiado interesado en fechar mis historias, que transcurran en un momento muy definido. Puedes interpretar que se sustancian en una determinada época, pero no en un año en particular. Puede ser el presente, pero en un presente borroso, resbaladizo. Hay algo en la idea de actualidad que acelera su caducidad. Yo en lo que estoy interesado no es tanto en trabajar un momento puntual como un período, una época; no tanto la actualidad como la realidad, con el deseo de que, aunque pasen los años, se pueda leer ese texto y que las referencias que pueda haber en él no le impriman un aire vetusto. Me cuesta decir en una novela que estamos en 2023, por ejemplo. Prefiero mencionar que tal personaje fue a ver tal película, de modo que se pueda saber, si hay un poquito de interés, que se estrenó en 2023. Prefiero ese tipo de referencias.

¿Cómo fue la entrada en el circuito de grandes editoriales como Espasa y Anagrama?

Salvaje oeste representó la primera oportunidad de escribir un libro sin preocuparme de quién lo iba a publicar una vez acabado. Espasa vino a mí, a través de Belén Bermejo, y me propuso escribir una novela para ellos. Eso nunca me había pasado. Yo siempre había tenido que peregrinar con mis manuscritos, recolectando noes, a veces un sí… Entonces, cuando vi aquello dije «buah», voy a hacer un libro con el que no tenga que perseguir al editor. Firmé un contrato, sin saber qué novela iba a escribir, aunque en mi mente estaba hacerlo sobre la desaparición de la escultura de Richard Serra. Pero al final ese libro no salió, y acabé haciendo Salvaje oeste. Pero lo gracioso, o espantoso, es que dos semanas después de firmar con Espasa, se puso en contacto conmigo Anagrama.

Yo he tenido dos sueños en mi vida: ser escritor y, algún día, ser escritor en Anagrama. Entonces, cuando firmo aquel contrato, que me obligaba a escribir mi siguiente novela con ellas, y a los quince días conozco el interés de Anagrama por mí, fue… «Dios mío, acaba de pasar la oportunidad de mi vida, el tren por delante, y se va. Y yo voy a publicar en Espasa».

En aquel momento no escribí Obra maestra porque no había conseguido la causa judicial. Lo intentamos, pero no lo logramos. Había muchísimas entrevistas que no había hecho… ni siquiera sabía cómo estructurarla. Todo eso vino después, mientras editaba Rewind ya para Anagrama. 

Esa fue otra… dejar Espasa después de Salvaje oeste. Para mí Espasa era Belén Bermejo. Yo quería a Belén Bermejo. Era mi amiga. Fue mi editora y después se convirtió en mi amiga. Pero yo siempre había soñado con publicar en Anagrama, y Anagrama seguía manteniendo el interés en publicarme, entonces empecé a escribir Rewind, sin contárselo a Belén. Nunca me parecía buen momento. Primero quería acabar de escribir la novela y después sentarme ante Belén. Escribí Rewind, se lo enseñé a Anagrama, les gustó, y me fui a Madrid a hablar con Belén, que para entonces ya estaba bastante enferma. Fue un almuerzo terrible. Acabamos el primer plato y no me atreví a decírselo. Ella fue al baño, llegó el segundo plato y pensé «hostias, no te puedes volver a Ourense sin hablar con ella, porque has venido a Madrid a eso» y, en fin, se lo dije, y aquello fue… bueno, fue doloroso. Nuestra relación se deterioró durante un período de tiempo y después se reconstruyó. Y, después, publiqué Rewind y Belén vino a la presentación en Tipos Infames, el 29 de febrero de 2020, cuando el virus ya estaba por todas partes. Y a los pocos meses, ella falleció.

Juan Tallón para Jot Down

En Obra maestra cuentas que habías enviado Fin de poema a una editorial que primero no la quiso publicar, y después sí. ¿Era Anagrama?

No. Mi agente de entonces se la envió a Literatura Random House, y Albert Puigdueta dijo no estar convencido. El autor le resultaba interesante, pero necesitaban, textualmente, un libro más ambicioso para poder presentarme en su sello. Entonces la leyeron en Alrevés, Carles Pujol, y se la quedaron. Firmamos. Al día siguiente o la semana siguiente, no recuerdo, en Literatura Random House cambiaron de opinión, querían la novela. Y yo: «Me cago en la puta… Ahora no…». Otro tren que pasó…

Y ¿cómo te llevas con Fin de poema? Porque la escribiste en gallego, la tradujiste tú mismo, y ahora has tenido que volver a revisarla para su publicación en la colección Compactos de Anagrama.

La he rehecho sutilmente, nada, muy poquitas cosas, pero sigue siendo la misma novela, y quizás la única, anterior a Rewind, que resiste el paso del tiempo. Salvaje oeste no, claramente. El váter de Onetti bueno… hay lectores a los que les parecerá que sí. Era muy auténtica esa novela, le tengo mucho cariño, pero ese planteamiento autoficcional está muy lejos de lo que a mí me interesa ahora. En cambio, Fin de poema podría ser algo que yo escribiese de esa manera o bastante parecida todavía hoy. Por eso me empeñé en que Anagrama la recuperase en los Compactos, porque creo que ha aguantado bien el tiempo.

Hay una cosa curiosa en los tres libros que has publicado en la colección de Narrativas hispánicas de Anagrama, y es que en los tres aparece mencionado Hitler. 

¡Hostias, es alucinante! Pero es que en Salvaje oeste también. Hay un momento en que el vicepresidente del gobierno se pone una chaqueta de piel que había pertenecido a Adolf Hitler. Me llamaron la atención sobre esto en una presentación y yo me quedé… No me había dado cuenta.

¿Estás tanteando los límites de las editoriales?

No te lo pierdas, porque en la siguiente novela volverá a salir Hitler. Pero en la siguiente ya es como «¿Ah, sí? ¿Ya habéis descubierto el secreto o la pauta? Pues tengamos esta conversación». No, no sé, ha sido siempre algo completamente circunstancial. Excepto en El mejor del mundo, donde asume el protagonismo total. 

Hablando de esta última novela: en Rewind hay un par de apuntes (en las páginas 101 y 153, concretamente) que parecen anunciar El mejor del mundo. Por lo que has contado en otras entrevistas y presentaciones, no tenías en mente esa historia cuando escribiste Rewind, es decir, no era parte de un plan maestro.

Sería la bomba, pero no hay planes maestros, solo casualidades. El mejor del mundo surgió muy avanzada la promoción de Obra maestra, cuando me dije «¿Y qué hago ahora?». A la novela le había ido muy bien, mucha repercusión en la conversación, buenas críticas, bastantes lectores… Entonces pensé: «Bah, haga lo que haga no voy a conseguir que la siguiente novela no se compare con Obra maestra y no lleve las de perder [que un poco es lo que pasó]. ¿Por qué entonces no hacer algo disparatado, un acto de toma de distancia, un giro copernicano, como lo quieras decir, en relación con Obra maestra? Que la comparen, pero que parezca un poco ridículo hacerlo». Entonces decidí hacer esta historia, que estuve tantos años soñando. 

Me explico: en 2005, me había comprado un piso en Santiago de Compostela, con cuatro perras que ganaba, sobre el razonamiento que hicimos tantos españoles en esa época: «¡Para pagar un alquiler pago una hipoteca!». Entonces, compré un piso, vivía solo, mi vida era perfecta. No pedía nada más a la vida, que siguiese así. Creo que, para compensar ese exceso de felicidad, tuve este sueño: llego a casa después de trabajar, abro la puerta, y ahí hay dos señoras, mi mujer y mi hija. Y yo pienso «Hostias, ¿qué es esto? ¿De dónde salen?». Me trataban con tanta familiaridad que era imposible que no fuesen mi mujer y mi hija. Lo peor del sueño era que no podía rebelarme contra esa situación. Entonces asumía el rol de padre y de marido, y me despertaba. Eso lo soñé durante muchos años. Me parecía que esa experiencia tan radical de la extrañeza podía ser muy interesante para desarrollarla, en otros términos, en una novela. Y que, a partir de ese punto de ruptura, la novela cambiase completamente, y que lo que parecía que era una novela realista en cierta dirección, a partir de ahí dejase de serlo, aunque todo lo extraordinario que proponía se tratase desde la normalidad, no desde la anomalía.

Y, como hemos mencionado antes, no es el único elemento que despierta extrañeza en la novela, ¿no?

Sí, quise añadir más capas de extrañeza sobre ese momento que cambia la novela. Pensé que una podía venir dada por el nombre del protagonista. Resolví que, pese a ser gallego, llevaría un apellido extranjero. Podía producir, en el primer momento, un cortocircuito, y contribuir a los claroscuros del personaje. Decidí que tendría un apellido extranjero, ahora bien, cuál. ¿El más extemporáneo, ya puestos? Hitler. 

Vale, es una provocación, pero considero que no gratuita. Provocar por provocar lo hace cualquier idiota (bueno, sin descartar que yo sea idiota) [risas], así que debía haber una justificación, un anclaje histórico para que ese personaje se llame así y resulte creíble, verosímil. Ni siquiera tuve que hacer demasiada ficción, porque en mi municipio hay minas de wolframio que en la Primera y, sobre todo, en la Segunda Guerra Mundial fueron explotadas por alemanes. Vinieron, y entre que se llevaron el wolframio, algunos mantuvieron relaciones con vecinas de la zona, y tuvieron descendencia. Uno de esos alemanes ¿por qué no podía apellidarse Hitler, sin necesidad de tener nada que ver con el Hitler que todos tenemos en mente? ¡Pues claro que sí podía! ¡Ya está! Queda entonces demostrado, ¿no? QED [risas].

Antonio Hitler Ferreiro es un personaje, digamos, antipático.

Es aborrecible, sí.

Sin duda. Pero, a pesar de ello, no podríamos tildarlo de «malo». En tus novelas, los antagonistas nunca son descubiertos como personajes. Aparecen sospechas, antipatías, pero el elemento de confrontación suele ser la circunstancia, ya sea explícita, o azarosa, o inexplicable… ¿es por optimismo con respecto al ser humano, o por una exigencia de tus personajes?

Con relación al optimismo, o no optimismo, creo que en realidad soy un fatalista, pero un fatalista folclórico, lo suficientemente inconsciente como para vivir sin dar importancia a todo el desastre que estamos favoreciendo entre todos. Me parece que todo va a salir mal, resumiendo, pero que eso no debe distraernos de la diversión. En cuanto a mis personajes, es cierto que tienden, digamos, a no resultar malvados. Pueden ser patéticos, patanes, infelices, cometer errores, vivir desorientados… bueno, pero intervienen en el mundo desde la bondad, y, en general, también desde el marco mental del humor. No ha habido hueco para los personajes demasiado espantosos, hasta El mejor del mundo.

En el caso de El mejor del mundo, lo espantoso no es tanto Antonio como su padre, Amancio.

Sí, su padre es más terrorífico si cabe, aunque secundariamente. Antonio es ambicioso, hasta no importarle el precio a pagar por conseguir lo que quiere, y violento, rasgo que nunca antes habían tenido mis personajes principales, y todo eso otro que suelen llevar puesto los violentos: es impaciente, intempestivo, poco afectuoso, hay una constante hostilidad a su alrededor. Y pese a todo, se trata de que al final de la historia el lector acaba, no empatizando con él, pero sí comprendiendo que sea como es, dada la estrepitosa influencia que recibió de su padre desde que nació. 

La estrategia es alternar episodios en los que vemos a un Hitler que se van al pasado, intercalados con los del presente; es generar el pasado de Antonio a través de unos momentos muy concretos en los que vas detectando que, en el fondo, Antonio, que ahora es un victimario, fue una víctima durante muchos años. Y que casi es admirable, entre comillas, que haya podido llegar a construir incluso una vida profesional llamándose Hitler en un mundo donde ya sabemos qué significa ese apellido, que solo conduce a un lugar. Es como si Adolf Hitler fuese un Hitler ex nihilo, como si ese apellido no lo hubiesen llevado los padres, los abuelos, los tatarabuelos de Adolf Hitler, lo cual es absurdo. Entonces, realmente el malo no es tanto Antonio, que tiene, sin duda, fogonazos de maldad, como su padre, que pudo negarle su apellido y hacerle la vida más fácil, liberándolo del apellido como hace Antonio con su hija.

Juan Tallón para Jot Down

¿Puede el humor ser una forma de mirar al mundo sin recrearse en la melancolía, extrayendo lo absurdo de él?

El humor es parte de mi marco mental. Tú te asomas al pensamiento, al mundo, desde tu marco mental, no puedes ponerte otro que no sea el tuyo. Es el resultado de toda tu biografía, de todas las cosas que te han influido, de las personas de las que has estado rodeado, de los conflictos que has tenido que afrontar, de lo que has leído, has visto, te han contado, que has soñado… todo eso conforma el marco mental de una persona. Cómo somos, lo demostramos a través de esa ventana. Yo siempre me recuerdo no tomándome las cosas demasiado en serio, que tiene que ver con una posición realmente consciente de no querer tomarme las cosas demasiado en serio, y otra inconsciente, de no asumir que quizás las cosas son serias. Entonces, eso le ha dado a mi mirada, a mi literatura, cierta liviandad y, desde ese marco, desde el marco del humor, se procesa todo. No voy a negar que no haya fogonazos de melancolía a veces en las cosas que escribo, pero lo que hay es, quizás, una elaboración de la realidad narrada que puede desembocar en cierto absurdo. Sí, tiendo, con el uso que hago del humor a veces, a recalar en ese punto, en el que el lector que me lee desemboca en una situación que cabe interpretar como un poco absurda.

¿Sabes si Richard Serra llegó a leer Obra maestra?

No que yo sepa. No leía en español, pero sí tenía el libro en casa, porque se lo hizo llegar Carmen Giménez. Yo a Carmen le envié dos ejemplares, los que me pidió, uno para ella y otro para Serra, y en nuestro último encuentro me confirmó que se lo había hecho llegar.

¿Has tenido réplica de alguno de los personajes que aparecen?

Infinitamente menos de las que se podría prever de entrada. Pero sí, de algunos. No voy a dar nombres, pero, en general —y esto sorprende a la gente y quién sabe si me sorprende a mí también un poco—, no ha habido respuestas alteradas. Podías pensar «bueno, quizás haya marejada porque he puesto, en algunos casos, palabras en boca de personas que no me han sido trasladadas a mí, a veces a terceros, y en ocasiones ni a terceros, sino que se las he inventado, aunque nunca gratuitamente: siguiendo un imperativo de credibilidad, plausibilidad». Y eso no ha pasado. Ha pasado, por ejemplo, que alguno de los entrevistados se incomodó por cómo se vio reflejado, pero, bueno, creo que ya se le ha pasado el cabreo.

Piensa una cosa, Obra maestra es una novela muy documentada, donde los hechos contrastados van más allá de donde el lector pueda suponer, pero que también incorpora mucha ficción, y ficción que afecta a personas reales, que, me parece, han asumido que me asiste la libertad creativa, y que no trato de hacer pasar la novela por un libro de no ficción. Y otra cosa importante, que me asista la libertad creativa no significa que yo pueda hacer lo que me dé la gana en una novela, hacer decir o hacer a sus personajes, sobre todo si son reales, lo que a mí me apetezca. No, no. Establecí líneas rojas: no podía atentar contra su honor, no podía perjudicar sus intereses profesionales, y, aunque no está claro qué es el daño moral, no podía causarles un daño de esa naturaleza. Cosa distinta es que ponga en entredicho su participación en alguno de los aspectos que la novela aborda. No ha habido demandas, por ahora. 

En tus primeros libros publicados aparecía en tu biografía «de solapa» que tradujiste a César Aira al gallego, pero apenas hay registros en internet de esa traducción.

¿Ah, no? Sí, sí, traduje una novela de César Aira para una editorial que se llama Trifolium. En realidad, yo quería traducir otras, ya no recuerdo cuáles, creo que La vida nueva, o Los fantasmas, pero César dijo que esas no, que Festival.

¿Tienes intención de volver a escribir en gallego?

No, por varias razones, aunque mis determinaciones son volubles. Primero, porque estoy publicando en Anagrama que, vuelvo a repetir, es la editorial donde siempre he querido acabar. Segundo, llevo ya mucho tiempo escribiendo solo en español, lo que implica que vas perdiendo herramientas, musculatura, habilidades, chispa con un gallego que, claro, yo hablo a diario, pero si no lo escribes, algo en ti se atrofia, y mi competencia literaria para la lengua gallega diría que ya está muy anquilosada. ¿Podría revertirse? Sí, podría, pero ¿me apetece publicar una novela si no es en Anagrama? No lo veo claro.

En todo caso, sí traduje Rewind. Es más: el plan inicial era publicar El mejor del mundo en español y, a los pocos meses, en gallego. Estaba hecha la traducción. Y, en algún momento, el plan se desmoronó porque la editorial que la iba a sacar decidió que quería salir al mismo tiempo que Anagrama. Le expliqué al editor que no podía ser porque Anagrama hacía un esfuerzo muy superior al suyo,  y yo había escrito la novela para ese sello, pero el editor gallego no lo entendí y no la publicó. Tomé nota.

Entonces, no sé qué va a pasar en el futuro. Es algo en lo que no pierdo demasiado tiempo. Yo lo único seguro que sé de él es que —como decía aquel personaje de Eloy Tizón— «es el lugar en el que estoy muerto». Esa es la única certeza que tengo.

Después de todos los años que llevas en Jot Down, ¿cuál es el balance? ¿Algún artículo que recuerdes con especial cariño?

Para mí ha sido importantísimo escribir en Jot Down. En un momento dado, lo más importante que me estaba pasando en mi vida. Recuerdo que mi primer texto para la revista, sobre Alberto Juantorena, lo regalé. En el segundo ya pedí pasta, porque afrontar un texto para Jot Down, para mí, era un enormísimo reto, enorme y muy estimulante, porque escribía unas piezas bastante largas, siempre muy documentadas, con muchas referencias literarias… 

Si tuviese que recordar o rescatar uno de entre todos, sería «Haga una lista», sobre cómo las personas adoramos, necesitamos hacer listas y someter el caos que nos rodea a una enumeración en un trozo de papel. Aunque ahora estoy recordando dos más: una crónica de nueve mil palabras de mi viaje a Venezuela («Ocho días encerrado en Venezuela»), que fue el más largo, y después uno que escribí durante doce meses, y tuve que esperar cuatro años para verlo publicarlo, porque era el obituario de Joan Didion («Joan Didion, la escritora de los instantes normales»). Me tomé muy en serio ese obituario. Releí lo que ya había leído de Joan Didion, y leí lo que no, y, por supuesto, leí sobre ella, no solo de ella. A partir de ahí empecé a trabajar un texto, lo reescribí mil veces y después, simplemente, esperé a que pasasen años hasta que, en fin… No quiero decir que fueran años de espera expresa, en los que miraba la hora y la fecha y pensaba «¿cuándo se va a publicar esto, por Dios?». No, no.

Recuerdo hablar con Mar y fijar las condiciones económicas de la pieza —porque habían sido muchísimas horas de trabajo, ya no solo de escritura, sino de documentación— a cobrar en el futuro, cuando se publicase. Fijamos un precio. Y pasó el tiempo. Y entonces murió Mar antes que Joan Didion. Cuando lo hizo Didion, otra vez me tocó negociar las condiciones con la revista, a través de Ángel. Y aún por encima, a la baja, porque Ángel no tenía ni idea de mi acuerdo con Mar.

Esos tres son los que recuperaría.

Juan Tallón para Jot Down

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Un comentario

  1. Troiteiro

    Interesante entrevista. A este ourensano de Vilardevós llevo leyéndole durante años. Y personalmente creo que se debe leer muchas veces lo que escribe para terminar de ver todo lo que dice, porque dice mucho en muy poco y no todo se ve en la primera lectura, ni mucho menos.

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