
Este artículo es un adelanto de nuestra revista trimestral nº 51 especial Fuego, ya disponible aquí.
Esta es la historia de un viaje que nunca acaba, ni siquiera con la muerte.
Un viaje de lo irreal a lo real, de lo onírico a la vigilia, del delirio a la cordura.
La vida de la artista y escritora Leonora Carrington fue, como escribió ella misma en su autobiografía Memorias de abajo, «un viaje más allá de esa frontera».
¿A cuál frontera se refería Leonora?
¿A la de su propia mente, que buscaba sin cesar un sitio en donde no hubiera dolor?
¿O tal vez a la frontera impuesta por los otros, los que la amarraron, inyectaron y recluyeron en una institución psiquiátrica, tras declararla «irremediablemente loca»?
A pesar de todo lo que se ha escrito sobre Leonora Carrington, no será fácil seguirle el ritmo.
Apabulla la intensidad de su vida. Arrastra a quienes se asoman a su intimidad, a lo más profundo de su psiquis rota y de sus sueños repletos de criaturas sin nombre. Y luego les permite emerger, tomar aire, descubrir que no es más que una mujer, una madre, una artista, una esposa, una amante, su propio sistema solar.
Pero vayamos de a poco.
Mary Leonora Carrington nació el 6 de abril de 1917 en un pueblo de Chorley en Lancashire, Inglaterra.
Su padre, Harold Wilde Carrington, era un respetable y exitoso hombre de negocios, ajeno al arte y crítico de las fantasías por las que navegaba Leonora.
Lo único que deseaba el hombre para esta hija indómita era lo mismo que se esperaba de cualquier señorita de bien: que fuera presentada en la corte real de Jorge V, que encontrara marido, que tuviera hijos, que viviera una vida cómoda entre los suyos.
No tendría que haber habido quejas. Leonora cumplió con todos aquellos mandatos.
A su modo.
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Hubo muchas Leonoras, en Leonora.
La niña alocada, la joven rebelde, la enamorada quebrada y encerrada, la artista plena.
Empecemos por la última, la que se plantó bien plantada sobre la tierra elegida, México, y abrazó su arte, unió los trozos de mente perdida y regresó al camino con toda la fuerza de un alma inquebrantable.
La cultura mexicana y Leonora hicieron simbiosis. La primera le dio a la segunda un marco en donde desplegar todo ese mundo sobrenatural que la acompañaba desde siempre, todas las religiones, todas las mitologías, todo lo metafísico. Además, le ofreció letra: rituales en torno a la muerte, dioses, pueblos indígenas y prehispánicos, el Popol Vuh, seres míticos; lo maravilloso y lo mágico que Leonora venía desplegando en su obra surrealista, se hicieron parte de ella.
En México Leonora pudo ser la mujer que estaba destinada a ser. Ya nadie le diría qué pensar, qué hacer, ya nadie la expulsaría de su propia vida.
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Leonora Carrington llegó a México en 1942, previo paso por Estados Unidos, como esposa del diplomático mexicano Renato Leduc. Un matrimonio por conveniencia que le permitió abandonar Europa y la tutela de su padre, quien prefería mantener a Leonora encerrada en instituciones psiquiátricas, para que le arreglaran a esta hija tan diferente a las hijas de todos los demás.
Luego de divorciarse de Leduc, Leonora se estableció en la ciudad de México, en donde vivió por más de sesenta años (dejó el país, por un breve tiempo, luego de la masacre estudiantil en Tlatelolco, en 1968).
En México se casó con el fotógrafo húngaro Emerico Weisz. Allí nacieron sus hijos Pablo y Gabriel, allí realizó gran parte de su obra artística: cuadros, esculturas, literatura, teatro, murales.
Allí tuvo, en 1950, su primera muestra individual. Allí pintó, por encargo del Museo Nacional de Antropología en la Ciudad de México, el mural El mundo mágico de los mayas, en 1963.
Allí su casa de la calle Chihuahua, en la colonia Roma, se transformó en el lugar de encuentro de los surrealistas y de tantas otros artistas: Remedios Varo, Kati Horna, Benjamin Péret, Alice Rahon, Wolfgang Paalen; y también Frida Kahlo, Luis Buñuel, Octavio Paz, Carlos Fuentes, André Breton.
Como la película Medianoche en París, de Woody Allen, pero en la ciudad de México.
Allí murió un 25 de mayo de 2011. Tenía noventa y cuatro años.
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Ahora volvamos al comienzo.
A entender el viaje de Leonora.
Los preceptos y la disciplina del padre no lograron atravesar los mitos celtas, las fábulas y los seres imaginarios con los que la madre irlandesa, Maureen Moorhead, así como la abuela y la niñera, alimentaban la imaginación de la pequeña.
Porque los Moorhead, decían, habían convivido en su tierra originaria con las antiguas razas míticas de Irlanda. Y ese saber debían transmitirlo, por supuesto.
Qué tan difícil pudo haber sido para esa niña elegir entre la fantasía y el deber, entre los ilimitados mundos imaginarios y los corsés físicos y mentales de la época.
Por eso hay que leer la vida de Leonora Carrington como un viaje hacia las profundidades de su mente y, luego, una travesía en busca de su lugar entre los sistemas solares que eran los otros.
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La infancia de Leonora Carrignton transcurrió en el castillo neogótico de la familia, con jardines interminables que luego soñaría en sus pinturas. Su juventud, en cambio, consistió en no permanecer demasiado tiempo en un mismo colegio.
Ninguna de las escuelas de jovencitas de Inglaterra, Francia e Italia que intentaron domesticarla, lo logró.
Ser expulsada una y otra vez debía ser, para la joven Leonora, su mayor acto de rebeldía.
Porque ella era el viento, no la calma. Era el galope y el caballo mismo, un animal que amaba, nunca el jinete. Era los libros que no debía leer pero leía. Era la mente desbocada.
Mientras eso de la educación cristiana, opresiva y rígida de la época no parecía funcionar, el viaje a lo sobrenatural eclipsó, en la mente de la artista, los vestigios de la realidad. Leonora era una tormenta de visiones de espíritus, de fantasmas primigenios, de imágenes sin sentido, de colores nuevos.
De qué le iba a servir a Leonora dar el presente en la clase de modales, si toda ella era un alma salvaje y libre.
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Exiliada de la educación formal, en París Leonora fue acogida por un profesor de arte, Simón, quien la inició en la pintura realista.
Podría pensarse que ese viaje hacia la representación pictórica del mundo tal como es sería un traspié para la artista que comenzaba a emerger. Pero también podría pensarse que Leonora comprendió que para deconstruir había que aprender a construir: dominar las técnicas, los materiales artísticos, conocer de perspectivas, de color, de composición.
Leonora demostró tener talento para todo ello. De esa época son sus acuarelas Sisters of the moon en las que recreaba a personajes de los mitos clásicos como hadas, como brujas, como reinas.
Mujeres de la luna, de la noche, del misterio, de la alquimia.
Como ella.

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Leonora fue paciente, perseveró en su rebeldía, en su caos interior, en su cosmos hecho de retazos de historias y mitos, porque a los diecinueve años ya andaba por el camino en el que todo iba a suceder.
Incluso, la locura.
Con el apoyo de la madre y en contra de la opinión del padre, Leonora ingresó a la academia de arte Ozenfant, en Londres.
Desde allí, el viaje se hizo vertiginoso.
Verano de 1937. Leonora visitó una exposición de los artistas surrealistas y, según sus propias palabras «se enamoró de los cuadros de Max antes de enamorarse de él».
Max era Max Ernst, artista alemán nacionalizado francés. Autodidacta. Figura clave del dadaísmo y figura fundamental del movimiento surrealista surgido con André Breton en 1924. Casado. Veintiséis años mayor que Leonora Carrington.
Leonora y Max se conocieron poco tiempo después de la exposición, en una cena.
Y ya no importó nada.
En 1938 convivían en una casa de campo en Saint-Martin-d’Ardèche, exponían juntos, colaboraban con Freier Künstlerbund, el movimiento clandestino de intelectuales antifascistas, y eran parte del grupo que también formaban André Breton, Pablo Picasso, Joan Miró, Salvador Dalí.
Ella, además, escribía cuentos.
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Leonora lo pintó a él, Retrato de Max Ernst: un hombre de pelo blanco vestido con un traje color borgoña que asemeja a un animal mitológico. Detrás, un caballo helado (¿Leonora?).
Max la pintó a ella: Leonora in the Morning Light: la joven con una cabellera oscura en medio de una vegetación entre mítica y pesadillezca. Un caballo (o un ser muy parecido a un caballo) la observa (¿Max?).
En esos años de preguerra, en la casa de campo, se reunía lo más selecto del surrealismo de la época: Man Ray, Leonor Fini, Paul Éluard, Lee Miller, Tristan Tzara.
Nadie imaginaba, todavía, lo que vendría después.
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1939 fue un mal año para ser alemán en Francia. Acusado de «extranjero enemigo», a pesar de oponerse al régimen nazi, las autoridades francesas detuvieron a Max Ernst y lo confinaron a la prisión de Argentière.
Gracias a sus amigos que se movilizaron enseguida, sobre todo Éluard, Ernst recuperó la libertad al poco tiempo, para volver a ser detenido por sus compatriotas alemanes que acababan de ocupar Francia. El nuevo delito: «arte degenerado».
Recién en 1941 Ernst logrará escapar a Estados Unidos con la ayuda de su amiga, mecenas y esposa por un breve tiempo: Peggy Guggenheim.
No, Leonora no estaba con él.
Leonora estaba haciendo otro viaje hacia algo muy parecido al infierno.
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En su obra El peligro de estar cuerda, Rosa Montero escribió:
Estar loco es, sobre todo, estar solo. Pero estoy hablando de una soledad descomunal, de algo que no se parece en absoluto a lo que entendemos cuando decimos la palabra soledad. Aún no se han inventado las letras que puedan contener y describir una soledad así.
Con la detención de Max, Leonora había quedado sola en su casa del sur de Francia.
Sola, aislada, demasiado joven para tanta vida, lejos de su tierra, su familia, sus amigos. Tiempo después escribirá sobre estas circunstancias:
Quiero decir que la sentencia que la sociedad pronunció sobre mí en esa época particular fue probablemente, e incluso con seguridad, una bendición del cielo; porque yo no tenía idea de la importancia de la salud, o sea, de la absoluta necesidad de contar con un cuerpo sano, para evitar el desastre en la liberación de la mente (…). Yo no tenía en esa época suficiente conciencia de su filosofía para comprender. No me había llegado el momento de comprender.
Pronto le harán comprender a la fuerza.
Durante esos tiempos de soledad, Leonora lloraba, apenas comía, se provocaba vómitos, bebía alcohol, trabajaba la tierra, tomaba sol. El afuera le importaba muy poco, incluso cuando unos soldados la acusaron de espía y amenazaron con matarla en su misma casa.
Pero Leonora sabía que aún no le tocaba morir.
Poco después, sin embargo, aceptó huir a España junto a un par de amigos, que temían por la llegada de los alemanes.
El miedo y la angustia la asaltaron a Leonora en el camino. La «agarrotaron», escribió ella, la paralizaron. A su alrededor, la artista olía muerte y se desconectaba, no sin dolor, de un cuerpo que ya no le respondía.
*
El viaje de Leonora iba a comenzar su tramo más cruel.
En Madrid, la joven se encontró de pronto sola en un café con un grupo de oficiales requetés que la subieron a un automóvil, la llevaron a una casa y allí la violaron uno tras otro.
(Leonora sabía que aún no le tocaba morir, hay que recordarlo).
Los mismos violadores la dejaron luego en un parque, vagando con las ropas destrozadas.
Así Leonora se terminó de romper y se hundió, toda ella, en la paranoia.
Un día decidió visitar al cónsul británico para convencerlo de que la guerra estaba «siendo dirigida hipnóticamente por un grupo de personas —Hitler y compañía— (…) y que es esencial creer en nuestra fuerza metafísica y distribuirla entre todos los seres humanos, que de este modo serían liberados».
Avisado su padre del delirio de la artista, pone en marcha un engranaje formado por médicos, empleados de la Imperial Chemical Industries en la que tenía un alto puesto y otros empleados del consulado inglés, capaces de ir estrechando un cerco alrededor de Leonora, para que la locura no se viera desde afuera, para poder controlar a esta hija que andaba perdida en sí misma.
Pronto Leonora fue encerrada en la habitación de su hotel, luego en un monasterio de monjas y, finalmente, fue llevada engañada a una institución psiquiátrica en Santander.
En Memorias de abajo, Leonora misma narró esta parte de su viaje de un modo feroz y sincero.
Leonora atada con correas a la cama, desnuda.
Leonora gritando y arañando como un animal.
Leonora delirando, rogando libertad, respondiendo al cardiazol, una medicación que se utilizaba para tratar la esquizofrenia y que provocaba en el paciente crisis convulsivas.
Leonora anulada, destruida, acorralada, drogada, aterrorizada y, ahora sí, dispuesta a morir.
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Aunque sentía que en el psiquiátrico se le había ido toda la vida, Leonora permaneció allí unos dos o tres meses, hasta que un primo médico encontró el modo de llevarla de regreso a Madrid, acompañada de una cuidadora.
En la ciudad, una noche de invierno y durante una cena en un restaurante con un representante de la empresa de su padre, Leonora se enteró de que la familia planeaba llevarla a Sudáfrica, posiblemente a otra institución.
Sin prestar resistencia, días más tarde la joven se embarcó en un tren a Lisboa en donde la esperaban otros dos hombres y una mujer.
«No había que luchar con esa clase de gente», explicó Leonora en su libro, «sino pensar más deprisa que ellos».
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«Pensar más deprisa».
En Lisboa Leonora pidió permiso a su acompañante para ir al baño de un café y aprovechó para escapar por la puerta trasera del lugar. De allí se dirigió a la embajada mexicana, en donde la esperaba un amigo de París, Renato Leduc.
Ahora hay que regresar al principio del artículo.
Leonora libre.
Leonora artista.
Leonora feminista.
Leonora alquímica.
Leonora que «jamás se dejó doblegar» y que «volaba con sus propias alas» (Elena Poniatowska).
Leonora, «un poema que camina, que sonríe, que de repente abre una sombrilla que se convierte en un pájaro que se convierte después en un pescado y desaparece» (Octavio Paz).
Leonora «maga y maestra espiritual» (Alejandro Jodorowsky).
Leonora una «niña vieja», mezcla de inocencia y sabiduría, de magia y de realidad, que alguna vez dijo: «en la vida uno debe hacer lo que le da la gana porque la frase que comienza con hubiera querido vale para una chingada». (Leonora Carrington).
Esta es la historia de un viaje que nunca acaba, ni siquiera con la muerte.
Porque las vidas que se hacen arte todo lo trascienden, y nada las calla.